Un coche patrulla con sus característicos colores verde y blanco aparcó detrás de ellos. Daba la impresión de que el perro de Olsen estaba entrenado para reaccionar a los vehículos de la policía, porque tan pronto apareció el coche el perro se puso de pie de un salto y comenzó a lanzar ladridos graves y fuertes en su dirección. Un hombre corpulento, vestido con un mono, salió del taller, limpiándose las manos con un trapo. Era inmenso, con grandes hombros de los que sobresalía una cabeza sin cuello; era el equivalente humano del rottweiler que protegía su patio. El hombre miró con furia al perro y murmuró algo. Luego, al ver los coches de la policía, giró sobre sus talones y volvió al taller.
—Olvídate del adiestrador de perros, Werner —dijo Fabel—. Será mejor que entremos a charlar con nuestro amigo ahora.
Cuando se aproximaron al portón se dieron cuenta de que el perro no estaba atado. Saltó hacia el grupo que se acercaba con una velocidad y agilidad que no parecían concordar con su tamaño. Fabel notó con alivio que el portón estaba cerrado con cadena y candado. El rottweiler gruñó y ladró ferozmente, mostrando los dientes.
—Tenemos una orden, Herr Olsen —dijo Fabel, sosteniendo en alto el documento para que Olsen pudiera verlo—. Y nos gustaría hacerle algunas preguntas. —El perro ya estaba saltando contra la puerta, empujándola y golpeándola contra la cadena y el candado—. ¿Podría calmar a su perro, Herr Olsen? Tenemos que hacerle algunas preguntas.
Olsen hizo un gesto de desdén y empezó a girar hacia el umbral. Fabel miró a Werner, quien sacó su pistola, echó la corredera hacia atrás y apuntó a la cabeza del rottweiler.
Olsen gritó con fuerza
«¡Adolf
!» y el perro regresó obediente al sitio donde había estado tumbado, pero se quedó de pie, alerta.
Anna echó una mirada a Fabel.
—
¿Adolf
?
Fabel le hizo un gesto a Werner, quien respondió guardando su arma. Olsen se acercó hasta la puerta con un manojo de llaves y quitó el candado. Abrió el portón y, con una expresión hosca, se hizo a un lado.
—¿Podría atar a su perro, por favor, Herr Olsen? —Fabel le entregó una copia de la orden—. ¿Y podríamos ver su motocicleta, por favor? Su propio vehículo. El número de matrícula está en la orden.
Olsen señaló el taller con un movimiento de la cabeza.
—Está allí. No se preocupe por el perro. No va a lastimar a nadie… a menos que yo se lo indique, claro.
Avanzaron hacia el edificio.
Adolf
los observaba desde su puesto, donde Olsen lo había asegurado con una robusta cadena. El perro mantuvo una postura tensa, yendo con la mirada de los agentes de policía a Olsen y luego de nuevo a aquéllos, como si esperara la orden de atacar.
El interior del taller estaba sorprendentemente ordenado y luminoso. Rammstein o algo similar tronaba desde un reproductor de CD. Olsen bajó el volumen pero no lo apagó, como si quisiera indicar que aquélla era sólo una interrupción temporal de sus actividades. Fabel había supuesto que las paredes estarían cubiertas con los típicos pósteres de porno blando o incluso duro; en cambio, las imágenes eran o bien fotografías estéticas de motocicletas o ilustraciones técnicas. Había una fila de motocicletas en el otro extremo, un par de las cuales eran claramente clásicas. El taller tenía un suelo de cemento que Olsen barría con regularidad y había una estantería contra una pared donde los repuestos estaban ordenados en bandejas y cajas de plástico rojo, cada una cuidadosamente etiquetada. Fabel miró a Olsen con mucha atención. Era un tipo de gran tamaño, de casi treinta años, y habría sido casi apuesto si sus rasgos fueran un poquito menos grandes y toscos. A ello habría que añadir que tenía una mala piel, llena de manchas. Fabel sintió que el orden y el etiquetado metódico de los repuestos no concordaban con el aspecto brutal de Olsen. Se acercó un poco más a las cajas de repuestos y examinó las etiquetas.
—¿Busca algo en especial? —La voz de Olsen era inexpresiva. Estaba claro que había decidido cooperar, pero con indiferencia—. Pensé que quería ver mi motocicleta.
—Sí… —Fabel se apartó de los repuestos. La escritura de las etiquetas era pequeña y cuidadosa, pero no llegó a ver si era la misma de las notas que habían hallado en los cuerpos—. Sí, por favor.
Había una gran motocicleta americana en el centro de la sala, sobre un soporte. Al motor le faltaban varias piezas que estaban desplegadas en el suelo. Una vez más, Fabel percibió orden y cuidado en la manera en que esas piezas habían sido ubicadas sobre el cemento. Era evidente que Olsen estaba trabajando en esa motocicleta cuando ellos llegaron.
—No, no es aquélla. Por aquí. —Olsen señaló una motocicleta plateada y gris marca BMW. Fabel no sabía nada de motocicletas pero notó que el modelo era R1100S. Tuvo que admitir que había cierta belleza en esa máquina, una amenaza fina y elegante que la hacía parecer veloz incluso cuando estaba quieta. Le recordó, de una manera extraña, al perro guardián de Olsen, con esa energía, incluso violencia contenida, esperando con impaciencia el momento de soltarse. Hizo un gesto a los dos agentes uniformados, que comenzaron a arrastrar la moto en dirección a la furgoneta que la aguardaba.
—¿Para qué la quieren? —preguntó Olsen. Fabel no prestó atención a la pregunta.
—¿Sabe lo de Hanna Grünn? Supongo que se ha enterado, ¿verdad?
Olsen asintió.
—Sí, me he enterado —respondió, fingiendo desinterés.
—No parece especialmente disgustado, Herr Olsen —dijo Anna Wolff—. Es decir, creí que usted era su novio.
Olsen escupió una risita y no hizo nada para ocultar la amargura y el dolor.
—¿El novio? No, yo no. Yo no era más que un juguete. Uno de los muchos juguetes de Hanna. Me abandonó hace muchos meses.
—Eso no es lo que dicen los que trabajaban con ella. Según ellos, usted la iba a recoger con su moto. Hasta hace muy poco tiempo.
—Es posible. Ella me usaba, yo me dejaba usar. ¿Qué puedo decir?
Estaba claro que Olsen asistía regularmente al gimnasio; Fabel notó lo fuerte que eran los hombros y brazos que abultaban contra la tela de su mono. No costaba mucho imaginarlo dominando al más pequeño y liviano Schiller y matándolo con dos golpes de un cuchillo afilado.
—¿Dónde estuvo usted, Herr Olsen, el viernes por la noche? —preguntó Anna—. ¿El diecinueve; toda la noche, hasta la mañana siguiente?
Olsen se encogió de hombros. «Estás exagerando esa actitud de desinterés —pensó Fabel—. Tienes algo que ocultar».
—Salí a tomar un trago. En Wilhelmsburg. Luego volví a casa cerca de la medianoche.
—¿A qué sitio fue?
—Der Pelikan. Es un bar nuevo del Stadtmitte. Me dieron ganas de conocerlo.
—¿Alguien lo vio allí? —preguntó Anna—. ¿Hay alguien que pudiera confirmar que usted estuvo en ese sitio?
Olsen hizo un gesto como dando a entender que la pregunta de Anna era estúpida.
—Había cientos de personas. Como ya he dicho, es un sitio nuevo y es evidente que mucha gente tuvo la misma idea que yo, pero no vi a ningún conocido.
Fabel hizo un gesto casi como pidiendo disculpas.
—En ese caso, me temo que tendremos que pedirle que nos acompañe, Herr Olsen. No nos está aportando información suficiente como para descartarlo de la investigación.
Olsen lanzó un suspiro de resignación.
—Entiendo. Pero no es culpa mía no tener una coartada. Si fuera culpable de algo, habría hecho un esfuerzo para conseguir una coartada convincente. ¿Tardará mucho? Tengo que hacer unas cuantas reparaciones.
—Lo retendremos tan sólo lo que haga falta para averiguar la verdad. Por favor, Herr Olsen.
—¿Puedo cerrar con llave antes de salir?
—Desde luego.
Había una puerta trasera en el otro extremo del taller. Olsen se dirigió hacia ella e hizo girar la llave en la cerradura. Luego comenzó a salir, seguido por Jos tres detectives. El perro estaba dormido en el patio.
—Si voy a estar fuera toda la noche, tengo que hacer que alguien dé de comer al perro. —Se paró de repente y miró hacia atrás, en dirección al taller—. Mierda. La alarma. No puedo dejar las motos allí sin poner la alarma. ¿Puedo volver a activarla?
Fabel asintió.
—Werner, acompaña a Herr Olsen, por favor.
Cuando ya no podían oírlos, Anna se volvió hacia Fabel.
—¿No tienes la sensación de que estamos apoyando a un perdedor?
—Entiendo lo que quieres decir. Tengo la sensación de que lo único que Olsen está ocultando es lo angustiado que está por la muerte de Hanna…
Fue en ese momento que se oyó un rugido repentino, urgente y ronco desde el interior del taller. Anna y Fabel se miraron y comenzaron a correr hacia el edificio. El perro guardián, despertado por el ruido y con su instinto depredador estimulado por la carrera de los dos policías, comenzó a agitarse rabiosamente, con sus feroces mandíbulas masticando el aire. Fabel trazó una curva, esperando haber hecho una estimación correcta del alcance de la cadena a la que estaba sujeto el rottweiler. Habían cubierto la mitad de la distancia hasta el taller cuando Olsen apareció a toda velocidad a un costado del edificio mon tado en una inmensa bestia roja de motocicleta. Tanto Fabel como Anna se quedaron paralizados durante un momento cuando la pesada y musculosa moto de competición se abalanzó sobre ellos. Olsen llevaba la cabeza cubierta por un casco rojo de motociclista y había bajado el visor sobre los ojos, pero Fabel reconoció el mono manchado de aceite. Olsen movía la moto como un arma. La rueda delantera se separó un poco del suelo cuando él aceleró el motor, que lanzó un agudo rugido de furia.
La adrenalina inundó el cuerpo de Fabel, ralentizando el tiempo. Hasta ese momento la moto se había movido a gran velocidad, pero ahora pareció embestir hacia delante con una aceleración imposible, como si Fabel la estuviera enfocando con un zoom muy veloz. Fabel y Anna se arrojaron en direcciones opuestas y la motocicleta saltó entre ambos. Fabel rodó en el suelo un par de veces antes de detenerse. Acababa de incorporarse sobre una rodilla cuando algo inmenso y oscuro chocó contra él. Por una fracción de segundo pensó que Olsen había vuelto con la motocicleta para acabar con ellos, hasta que giró y vio las enormes mandíbulas del rottweiler que se le venían encima. Fabel echó la cabeza hacia atrás justo cuando el perro cerraba los dientes con fuerza. Sintió el frío del moco y la saliva el perro en la mejilla, pero se dio cuenta de que el animal no había logrado alcanzarlo. Volvió a rodar, esta vez en la dirección opuesta, y sintió un dolor agudo cuando algo se le clavó con fuerza en el hombro, haciendo un ruido de desgarro. Fabel siguió rodando en un movimiento continuo y oyó los feroces gruñidos del perro que se convertían en un ladrido de furia y frustración cuando el animal llegó al límite de la cadena.
Se puso de pie. Anna Wolff también se había incorporado y estaba mirándolo para comprobar que estuviera bien. Tenía la actitud de alguien que estaba a punto de salir a la carrera, y Fabel le hizo un gesto de asentimiento. Ella se abalanzó sobre el coche de Fabel y la furgoneta verde y blanca de la policía. Los dos policías uniformados se quedaron quietos, como aturdidos, cada uno a cada extremo de la motocicleta que estaban cargando en la parte posterior de la furgoneta. Sin dejar de correr, Anna cambió la trayectoria pasando del coche de Fabel a la motocicleta.
—¿La llave está puesta? —le gritó a los dos SchuPos, que seguían paralizados. Antes de que pudieran contestar ella llegó hasta la motocicleta y apartó de un empujón al SchuPo que estaba sosteniéndola por atrás. Anna arrastró hacia atrás la moto para sacarla de la cola de la furgoneta, encendió el motor y salió a toda velocidad en la dirección que había cogido Olsen.
Fabel se agarró el hombro. La tela de su cazadora Jaeger estaba arrancada y el relleno estaba destrozado por la parte que los dientes del rottweiler habían desgarrado. Sentía el hombro dolorido, pero la tela de su jersey de cuello alto estaba intacta y no había rastros de sangre. Miró con furia al perro, que reaccionó tirando de la cadena, levantándose y clavando sus garras impotentes en el aire.
—¡Por aquí! —exclamó Fabel, llamando a los dos policías uniformados al tiempo que corría hacia la puerta abierta del taller. Werner estaba en el suelo. Había conseguido levantarse un poco, como si estuviera sentado a medias, y estaba usando un pañuelo ya bastante teñido de rojo en un infructuoso intento de frenar la sangre que manaba copiosamente del costado derecho de su cabeza. Fabel se agachó a su lado y apartó la mano de Werner y el pañuelo empapado de sangre de la herida. El corte era feo, profundo y grande, y la piel del cráneo, entre el ralo cabello de Werner, ya estaba muy hinchada. Fabel cogió su propio pañuelo limpio y lo usó para reemplazar el de Werner, volviendo a colocarle la mano en la herida. Luego le rodeó los hombros con un brazo para ayudarlo a sostenerse.
—¿Te encuentras bien?
Werner tenía los ojos vidriosos y desenfocados, pero consiguió hacer un leve gesto de asentimiento que no tranquilizó nada a Fabel. Los dos uniformados ya estaban en el interior del taller. Fabel señaló las estanterías con un movimiento de la cabeza.
—Tú. Fíjate si puedes encontrar un botiquín de primeros auxilios. —Miró al otro agente—. Tú. Pide una ambulancia por radio. —Fabel examinó la planta del taller. La llave inglesa estaba más o menos a un metro de Werner. Tenía una punta pesada y gruesa y tanto el cilindro de ajuste como las mordazas estaban bañados en la sangre de Werner. «Maldito bastardo», pensó Fabel. Olsen sí que era un tío listo. Había abierto tranquilamente la puerta delante de todos ellos, mientras fingía que estaba asegurando las instalaciones. Había calculado su actuación con mucha precisión, adivinando que su cooperación impaciente e irritada significaría que solamente un
bulle
, un simple poli, lo acompañaría mientras él «activaba la alarma». Luego había golpeado a Werner con la llave inglesa y se había escapado por la puerta trasera, donde seguramente ya tenía preparada la motocicleta roja. Fabel estaba seguro de que no la había visto entre las otras del taller.
Werner gimió y se movió como si tratara de ponerse en pie. Fabel lo sujetó.
—Quédate donde estás, Werner, hasta que llegue la ambulancia. —Miró al policía de uniforme, quien asintió.
—Está de camino, Herr Kriminalhauptkommissar.
—No me gustaría estar en los zapatos de Olsen cuando lo atrapes,
chef
—dijo Werner. A Fabel le alivió ver que sus ojos estaban menos empañados, pero a su mirada le faltaba mucho para estar alerta.