—Tal vez Martha fuera la organizada —dijo Anna—. Tal vez ella misma estaba en ese negocio.
—No lo creo. No hay nada que sugiera algo así en el informe de la policía ni en el de la asistente social. Ella no tenía un vicio que mantener. No, yo creo que trataba de ser una adolescente normal en la medida en que su entorno familiar se lo permitía. —Fabel se quedó en silencio durante un momento, pensando en su propia hija, Gabi, y en lo mucho que Martha Schmidt le recordaba a ella. Tres chicas de más o menos la misma edad que se parecían entre sí: Martha Schmidt, Paula Ehlers, y Gabi. Algo en lo profundo de su ser se estremeció ante esa idea. Un universo de posibilidades ilimitadas—. Volvamos al Präsidium… Tengo que hacer una visita a una panadería.
Martes, 23 de marzo. 14:10 h
BOSTELBEK, HEIMFELD, SUR DE HAMBURGO
El clima había empeorado. La promesa de primavera de la semana anterior, que se había extendido hasta esa misma mañana, se desvanecía en el clima sombrío y borrascoso que caía sobre el norte de Alemania. Fabel no estaba seguro del motivo —tal vez porque sabía que era una empresa que aquella familia manejaba desde hacía mucho tiempo y porque siempre había asociado las panaderías con un oficio tradicional—, pero le sorprendió descubrir que la Backstube Albertus era una gran instalación industrial ubicada cerca de la autobahn A7.
—Es para facilitar la distribución —le explicó Vera Schiller mientras hacía pasar a Fabel y a Werner a su despacho—. Mandamos nuestros productos a Konditoreien, a cafés y restaurantes de todo el norte y el centro de Alemania. Tenemos excelentes relaciones con nuestros clientes y en muchos casos nuestros empleados jerárquicos realizan personalmente las entregas de pedidos importantes. Tenemos, desde luego, nuestro propio departamento de envíos, con tres furgonetas que trabajan constantemente. —Fabel se dio cuenta de que ése era el discurso típico que la señora Schiller daba a cualquiera que visitara las instalaciones. Era más adecuado para potenciales clientes que para inspectores de homicidios.
Su despacho era amplio, pero más funcional que lujoso, un ámbito muy diferente de la elegancia clásica de la residencia Schiller. Mientras Frau Schiller se ubicaba en su lugar detrás del escritorio e invitaba a Fabel y Werner a que se sentaran, éste dio un codazo discreto a su jefe y dirigió la mirada hacia un segundo escritorio, en el otro extremo de la oficina. No había nadie sentado allí pero estaba lleno de papeles y folletos. En la pared contigua se veía un organigrama con fechas y lugares. Fabel se demoró un segundo de más en volver la mirada hacia Vera Schiller.
—Sí, Herr Kriminalhauptkommissar —dijo—. Ése es el escritorio de Markus. Por favor, siéntanse con libertad de… —sopesó la palabra durante un momento— examinar todo lo que necesiten. También les presentaré a Herr Biedermeyer, nuestro panadero jefe. El podrá darles más datos sobre la otra víctima.
—Gracias, Frau Schiller. Agradecemos su cooperación. —Fabel estuvo a punto de volver a decirle que aquello debía de ser muy angustiante para ella, pero, por alguna razón, le pareció redundante. No, no redundante: inapropiado. Aquello no era angustiante para ella, era inconveniente. Examinó su cara. No había ninguna señal de que hubiera algo oculto debajo de la calma de la superficie. Ningún rastro de lágrimas recientemente derramadas ni de falta de sueño. Tampoco había percibido malicia en la mención de Hanna Grünn como «la otra víctima». No era más que una descripción apropiada. La frialdad de Vera Schiller era más que una escarcha superficial, una rigurosa esterilidad que rodeaba de hielo su corazón. Fabel ya la había visto dos veces: en la casa que había compartido con su marido y ahora en el despacho que también había compartido con su marido. Sin embargo, menos de cuarenta y ocho horas después de enterarse de que su cónyuge estaba muerto, en ningún lado podía percibirse esa sensación de algo «incompleto» que había mencionado Anna Wolff cuando hablaba sobre la visita al hogar de una víctima.
Hacía falta mucho para poner nervioso a Fabel, pero Vera Schiller era una de las personas más terroríficas que había conocido.
—¿Se le ocurre alguna persona que pudiera haberle deseado algún perjuicio a su marido, Frau Schiller?
Ella se echó a reír y sus labios inmaculadamente pintados se apartaron de los perfectos dientes en algo que no podía describirse como una sonrisa.
—No específicamente, Herr Kriminalhauptkommissar. No podría darle ningún nombre pero, en términos abstractos, sí. Debe de haber una docena de maridos y novios cornudos que habrán querido que le ocurriera algo malo a Markus.
—¿Hanna Grünn tenía novio? —preguntó Werner. Frau Schiller se volvió hacia él. La sonrisa que no era tal se desvaneció.
—No estoy familiarizada con la vida privada de mis empleados, Herr Kriminaloberkommissar Meyer. —Se puso de pie con la misma brusquedad que caracterizaba todos sus movimientos—. Los llevaré a la planta de la panadería. Como ya les he explicado, Herr Biedermeyer podrá aportarles detalles más específicos sobre la chica que fue asesinada.
La sala principal de la panificadora estaba dividida en lo que parecían pequeñas cintas transportadoras sobre las cuales se armaban o preparaban diferentes productos. El mismo aire parecía pastoso, denso con el olor a harina y a productos horneados. A lo largo de ambas paredes se extendían filas de enormes hornos de acero satinado y los empleados llevaban batas blancas y gorras y redecillas protectoras. Si no fuera por el aire casi comestible, podría haberse tratado de una fábrica de semiconductores o la visión de alguna película de los años sesenta de un centro de control futurista. La realidad volvía a chocar con la imagen que tenía Fabel de una panadería tradicional.
Vera Schiller los hizo bajar a la planta principal de la fábrica y los llevó hasta un hombre muy alto y de complexión fuerte a quien presentó como Franz Biedermeyer, el panadero jefe. Se dio la vuelta y se marchó antes de que Fabel tuviera la oportunidad de darle las gracias. Se produjo un silencio embarazoso antes de que Biedermeyer sonriera con amabilidad y dijera:
—Por favor, perdonen a Frau Schiller. Sospecho que todo esto debe de resultarle muy difícil.
—Parece estar soportándolo bastante bien —respondió Fabel, tratando de que no se colara ningún indicio de sarcasmo en su voz.
—Ella es así, Herr Fabel. Es una buena jefa y trata muy bien a sus empleados. Y no puedo imaginar que no esté sufriendo mucho por su pérdida. La relación entre Herr y Frau Schiller era muy eficiente, hasta formidable. En los negocios, al menos.
—¿Y personalmente?
El panadero jefe volvió a sonreír con amabilidad al tiempo que se encogía de hombros. Había algo en las arrugas que tenía alrededor de los ojos que sugerían que sonreía mucho y que le recordó a Fabel a su propio hermano, Lex, cuya traviesa personalidad siempre se revelaba en torno a los ojos.
—En realidad no sé nada sobre su relación personal. Pero formaban un buen equipo de trabajo. Frau Schiller es una empresaria astuta y lo sabe todo sobre estrategias comerciales. Logró que esta panificadora siguiera dando muchos beneficios durante una época difícil para las empresas alemanas en general. Y Herr Schiller era un vendedor excelente. Se llevaba muy bien con los clientes.
—Entiendo que se llevaba muy bien con las mujeres, también —añadió Fabel.
—Había rumores… No puedo negarlo. Pero, como ya he dicho, no estoy en posición de especular sobre esa clase de cosas y no tengo idea de cuan consciente sería Frau Schiller de ello o de cómo afectaba al matrimonio… Con su permiso… —Cuando se aproximaron a Biedermeyer, él estaba decorando una tarta y sostenía un pequeño y complicado adorno para la cobertura entre sus inmensos dedos índice y pulgar, y en ese momento se dio la vuelta para depositarlo con mucho cuidado sobre el bruñido mostrador de acero inoxidable. Fabel notó que, sin duda para cumplir con los reglamentos de higiene, Biedermeyer llevaba guantes blancos de látex cubiertos de una fina capa de harina. Las manos del panadero jefe parecían demasiado grandes y los dedos demasiado torpes como para que Fabel pudiera imaginárselo efectuando alguna compleja decoración de una tarta o cualquier tarea de pastelería fina.
—¿Y de su relación con Hanna Grünn? —preguntó Werner—. ¿Sabía usted algo de eso?
—No, pero no me sorprende. Yo sabía que Hanna era… cómo decirlo… un poco indiscreta en la elección de sus novios. Había rumores sobre esto también. Muchos eran maliciosos, desde luego. Pero no recuerdo que nadie sugiriera que pasaba algo entre Hanna y Herr Schiller.
—¿Maliciosos? Acaba de decir que muchos rumores eran maliciosos.
—Hanna era una joven muy atractiva. Ustedes saben que las mujeres se ponen muy envidiosas con cosas como ésas. Pero Hanna tampoco hacía nada para mejorar las cosas. Dejaba más que claro que se sentía demasiado superior como para hacer este trabajo y, en especial, respecto de las otras mujeres de la planta de producción.
—¿Tenía aquí algún enemigo en particular? —Fabel señaló la planta de producción con un gesto de la cabeza.
—¿Que la odiara tanto como para matarla? —Biedermeyer se rio y negó con la cabeza—. A nadie le importaba tanto. No caía bien, pero nadie la odiaba.
—¿Usted qué pensaba de ella? —preguntó Fabel.
La habitual sonrisa de Biedermeyer se tiñó de tristeza.
—Yo era su supervisor. Su trabajo dejaba bastante que desear y yo tenía que hablar con ella cada tanto. Pero sentía pena por esa chica.
—¿Por qué?
—Estaba perdida. Supongo que ésa sería una manera adecuada de describirlo. Detestaba trabajar aquí. Estar aquí. Creo que era ambiciosa, pero no tenía forma de cumplir con sus ambiciones.
—¿Y había algún otro novio? —preguntó Werner. A su lado pasó un joven aprendiz empujando un carrito de dos metros de altura lleno de bandejas; cada una de ellas estaba cubierta con remolinos de masa sin hornear. Los tres hombres se apartaron para dejarlo pasar antes de que Biedermeyer pudiera contestar.
—Sí, creo que había uno. No sé nada de él, salvo que a veces venía a buscarla en su moto. Parecía un mal tipo. —Biedermeyer hizo una pausa—. ¿Es cierto que los encontraron juntos? Me refiero a Herr Schiller y a Fräulein Grünn…
Fabel sonrió.
—Gracias por su tiempo, Herr Biedermeyer.
Fabel esperó hasta llegar al aparcamiento para volverse hacia Werner y decir lo que los dos estaban pensando.
—Una motocicleta. Creo que será mejor insistir en que los forenses se den prisa y averigüen la clase y la marca de los neumáticos que encontramos en el Naturpark.
Martes, 23 de marzo. 18:30 h
ESTACIÓN U-BAHN HAUPTBAHNHOF-NORD, HAMBURGO
Ingrid Wallenstein detestaba coger el U-Bahn en estos tiempos. El mundo había cambiado más de lo que ella podía entender y había muchas personas indeseables dando vueltas por allí. Gente joven. Gente peligrosa. Gente demente. Como el
«S-Bahn Schubser
», el maníaco que empujaba a sus víctimas a los trenes S-Bahn. La policía llevaba meses buscándolo. ¿Qué clase de persona haría algo así? ¿Y por qué las cosas habían cambiado tanto en los últimos cincuenta años? Dios sabía que Frau Wallenstein y su generación habían vivido experiencias suficientes como para llevarlos a la locura, pero no había sido de este modo. A lo único que estas generaciones de posguerra se enfrentaban era al hecho de que tenían todo lo que querían cuando lo querían. Por eso Frau Wallenstein no sentía mucho respeto por los jóvenes; no habían tenido que pasar por lo que su generación había sufrido y sin embargo, estaban insatisfechos. Se habían vuelto groseros, descuidados, irrespetuosos. Si hubiesen tenido que soportar lo que ella había soportado de niña y de joven… La guerra, y el terror y la destrucción que había traído. Después, más tarde, el hambre, la escasez; todos teniendo que trabajar para reconstruir, reparar, volver a dejar bien las cosas. Pero hoy en día ya no era así; hoy en día los jóvenes lo tiraban todo. Nada tenía valor alguno para ellos. No sentían aprecio por nada.
Desde la primera vez que había oído hablar del
«S-Bahn Schubser
», Frau Wallenstein siempre se aseguraba de estar sentada o, si estaba de pie, ubicarse con la espalda contra la pared del andén mientras esperaba el tren.
Ahora le dolía la rodilla y tuvo que apoyarse con fuerza en su bastón mientras escudriñaba el andén y examinaba a los otros pasajeros. Había unas pocas personas más en la estación del U-Bahn, un par de las cuales llevaban esos diminutos auriculares en las orejas, con cables colgando de ellos. Frau Wallenstein detestaba esas cosas. Si le tocaba sentarse junto a uno de ellos en el autobús o en el tren y estaban escuchando esa música horrible, era como tener una avispa cerca zumbando con furia. ¿Por qué lo hacían? ¿Qué tenía de terrible oír el mundo que te rodeaba y, Dios no lo permita, entablar una verdadera conversación con alguien?
Miró hacia el otro extremo del andén. Había una mujer más o menos joven sentada en uno de los bancos. Al menos llevaba un traje bastante decente. El dolor en las rodillas de Frau Wallenstein siempre se hacía más agudo si tenía que quedarse de pie durante un período más o menos prolongado, de modo que, maldiciendo en silencio sus artríticas articulaciones, se sentó junto a aquella mujer y dijo
«Guten Tag
». La joven le sonrió. Una sonrisa muy triste. Frau Wallenstein notó que tal vez no era tan limpia como había parecido al principio, y que tenía un rostro pálido con oscuras sombras debajo de los ojos. Comenzó a preguntarse si no habría sido un error sentarse a su lado.
—¿Te encuentras bien, querida? —preguntó Frau Wallenstein—. No tienes buen aspecto.
—Estoy bien, gracias —dijo la mujer más joven—. He estado mal durante mucho tiempo, pero ahora todo se ha solucionado. Ahora voy a estar bien.
—Oh —replicó Frau Wallenstein, sin saber qué decir a continuación y un poco arrepentida de haber iniciado la conversación. La joven tenía un aspecto demasiado extraño. Tal vez tomara drogas. Frau Wallenstein miraba con avidez
Adelheid und ihre Morder
y
Grossstadtrevier
. En esos programas de televisión siempre se mostraba a personas que tomaban drogas y tenían un aspecto como el de esa joven. Pero también era posible que aquella pobre mujer sólo estuviera enferma.
—He ido a ver a mi niñita. —La sonrisa de la joven empezó a vacilar, como si estuviera haciendo un esfuerzo para mantenerse en los labios—. Hoy he ido a ver a mi niñita.