Cuento de muerte (13 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Cuento de muerte
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Fabel le devolvió la sonrisa a Brauner, pero una alarma empezó a sonar en algún lugar de su mente. Volvió a examinar las pisadas, abriendo las piernas para evitar dañarlas. Las ramas que había empujado para acceder al sendero ocultaban su cuerpo. En su cabeza, llevó hacia atrás el reloj, hasta convertir el día ni noche. «Esperaste aquí, ¿verdad? Parecías invisible, parte del bosque. Te sentías seguro aquí escondido, vigilando y esperando. Los viste llegar, separados, casi seguro. Vigilaste a uno de ellos mientras él o ella esperaba que el otro apareciera. Los conocías de algo, o al menos conocías sus movimientos. Sabías que tenías que esperar que llegara la segunda víctima. Y entonces atacaste».

Fabel se volvió hacia Brauner.

—Espero que obtengas una buena impresión de estas huellas, Holger. Este tipo no era ningún mirón. Vino aquí con un propósito.

14

Domingo, 21 de marzo. 15:20 h

HAUSBRUCH, SUR DE HAMBURGO

Para cuando Fabel y Werner llegaron la SchuPo, la policía uniformada local, ya había informado a Vera Schiller de que se había encontrado un cuerpo y que todo indicaba que pertenecía a su marido. Al revisar los bolsillos del cadáver se había encontrado una cartera y un Personalausweis, un carné de identidad. Markus Schiller. Holger Brauner y su equipo de forenses SpuSí habían examinado los dos vehículos abandonados y habían confirmado que la víctima masculina había sido asesinada dentro del Mercedes. Había una «sombra» en el asiento del pasajero donde su ocupante, la chica, había bloqueado la salpicadura arterial del hombre impidiendo que manchara el tapizado. También había restos de sangre en el soporte del capó y Brauner había inferido que la chica había sido sacada del coche y que le habían cortado la garganta mientras la inmovilizaban contra el capó. «Como si fuera una tabla de carnicero», había sido la descripción de Brauner. El SpuSi, el equipo forense, había recuperado el maletín del coche. No contenía nada más que un montón de recibos de gasolina, el recibo de una multa por exceso de velocidad pagada en el momento, y algunos folletos sobre equipos y productos relacionados con hornos industriales.

La residencia de los Schiller estaba ubicada en un inmenso terreno cuyo fondo delimitaba con los boscosos bordes del Btaatsforest. El camino que llevaba hasta la casa atravesaba una tupida masa de árboles que se apiñaban alrededor y por encima de él, generando una atmósfera sombría e inquietante, antes de diluirse hacia unas amplias extensiones de césped muy cuidado. Fabel tuvo la sensación de que una vez más estaba entrando en un claro en el bosque. La casa propiamente dicha era una gran mansión del siglo XIX con un exterior pintado de color crema suave y grandes ventanales.

—Es evidente que se gana dinero con los bollos —murmuró Werner mientras Fabel aparcaba en la inmaculada gravilla de la entrada para coches.

Vera Schiller abrió la puerta en persona y los hizo pasar por Un vestíbulo con suelo de mármol y columnas a un amplio estudio. A una invitación de Frau Schiller, los dos policías se sentaron en un sofá antiguo. Los gustos de Fabel eran más contemporáneos, pero podía reconocer una antigüedad valiosa. Y no era la única de la sala. Vera Schiller se sentó enfrente de ellos y cruzó las piernas, posando las manos, con las palmas haría abajo, sobre la falda. Era una mujer atractiva de pelo oscuro y casi cuarenta años. Todo en ella —su rostro, su postura, la sonrisa leve y cortés cuando los invitó a pasar— comunicaba Lina calma exagerada.

—En primer lugar, Frau Schiller, sé que esto debe de ser muy penoso para usted —comenzó a decir Fabel—. Como es obvio, necesitaremos que identifique el cuerpo formalmente, pero casi no hay duda de que se trata de su marido. Quiero que sepa lo mucho que lamentamos su pérdida. —Cambió de posición con torpeza; ese sofá había sido incómodo durante casi dos siglos.

—¿En serio? —No había hostilidad alguna en la voz de Vera Schiller—. Ustedes no conocían a Markus. Tampoco me conocen a mí.

—De todas maneras —replicó Fabel—. Lo lamento, Frau Schiller. En serio.

Vera Schiller hizo un brusco gesto de asentimiento. Fabel no pudo deducir si se trataba de un dique que ella había construido apresuradamente para contener su pena, o si realmente era tan fría como parecía. El sacó una bolsa transparente para pruebas de su bolsillo. La fotografía de Markus Schiller en su carné de identidad era visible a través del polietileno. Se la entregó.

—¿Éste es su marido, Frau Schiller?

Ella examinó rápidamente la bolsa y luego clavó una mirada demasiado firme en los ojos de Fabel.

—Sí. Ése es Markus.

—¿Tiene usted alguna idea de por qué Herr Schiller estaba en el Naturpark a una hora tan avanzada de la noche? —preguntó Werner.

Ella soltó una risita amarga.

—Pensé que sería obvio. Entiendo que han encontrado a una mujer también, ¿verdad?

—Sí —respondió Fabel—. Una mujer llamada Hanna Grünn, por lo que sabemos hasta ahora. ¿Ese nombre significa algo para usted?

Por primera vez algo semejante al dolor brilló en los ojos de Vera Schiller. Ella consiguió contenerse y tanto su falsa risa como su respuesta rebosaban acidez.

—La fidelidad, para mi marido, era un concepto tan abstracto y difícil de entender como la física nuclear; sencillamente, superaba su capacidad de comprensión. Hubo muchas otras mujeres, pero sí, reconozco el nombre. ¿Sabe, Herr Hauptkommissar?, lo que realmente me resulta muy desagradable de todo esto no es que Markus tuviera un romance con otra mujer, Dios sabe que me he acostumbrado a ello, sino que no tuviera la cortesía, o la imaginación o, cuando menos, el buen gusto, de elevar las miras más allá de nuestra fábrica.

Fabel intercambió una rápida mirada con Werner.

—¿Esta chica trabajaba para ustedes?

—Sí. Hanna Grünn ha sido empleada de la casa durante unos seis meses. Trabajaba en la cadena de producción, a las órdenes de Herr Biedermeyer. Él podrá contarles más que yo sobre ella. Pero recuerdo cuando llegó. Era muy bonita, aunque con un estilo obvio, provinciano. La reconocí de inmediato como la clase de carne que le gustaba a Markus. Pero jamás pensé que él se follaría al personal.

Fabel le sostuvo la mirada. Esa obscenidad no le sentaba bien a la dignidad y la compostura de Vera Schiller. Y ésa era, desde luego, la razón por la que la había utilizado.

—Estoy seguro de que entenderá, Frau Schiller, que tengo que preguntarle dónde estuvo anoche.

Otra vez la risita amarga.

—¿La esposa engañada, llena de furia, que se venga de su marido? No, Herr Fabel, no tenía ninguna necesidad de recurrir a la violencia. No tenía conocimiento de que había algo entre Markus y Fräulein Grünn. Y si lo hubiera sabido, no me habría importado. Markus tenía muy presente que había límites más allá de los cuales no podía empujarme. Mire, yo soy la dueña de la compañía Backstube Albertus. Era la empresa de mi padre. Markus es… —Hizo una pausa y frunció el ceño, luego negó con la cabeza, como si le irritara su incapacidad de adaptarse a una nueva realidad—. Markus era apenas un empleado. También soy la dueña de esta casa. No tenía necesidad de matar a Markus. De un solo golpe podía dejarlo sin dinero y sin casa. Para una persona con los gustos caros de Markus, ésa era la peor de las amenazas.

—¿Dónde estuvo anoche? —repitió la pregunta Werner.

—Fui a un acto en Hamburgo, de la industria de la alimentación, donde estuve hasta cerca de la una de la mañana. Puedo proporcionarles todos los detalles.

Fabel volvió a contemplar la sala. Había dinero allí. En cantidad. Con los contactos adecuados, uno podía comprar cualquier cosa en Hamburgo si contaba con el dinero suficiente. Incluyendo a un asesino. Se levantó del sofá, que era excesivamente incómodo.

—Gracias por su tiempo, Frau Schiller. Si no le molesta, me gustaría visitar las instalaciones de su empresa y hablar con algunos de los empleados. Entiendo que tal vez cierre la Backstube Albertus durante unos días, pero…

Vera Schiller interrumpió a Fabel.

—Mañana abriremos como todos los días. Estaré en mi oficina.

—¿Va a trabajar mañana? —Si Werner estaba tratando de disimular su incredulidad, fracasó miserablemente.

Frau Schiller se puso de pie.

—Pueden enviarme el procedimiento para una identificación formal a mi despacho.

Cuando salieron por el camino hacia la carretera principal, los tupidos árboles parecieron cerrarse detrás de ellos. Fabel trató de imaginar a Frau Schiller, sola en el decorado estudio, en el momento en que la muralla que había construido se desmoronara y dejara que toda su pena y sus lágrimas la inundaran. Pero, por alguna razón, no pudo hacerlo.

15

Domingo, 21 de marzo. 21:00 h

PÓSELDORF, HAMBURGO

Cuando Fabel abrió la puerta de su apartamento, sonaba un CD de música clásica y se oían ruidos desde la cocina, lo que lo llenó de una extraña mezcla de sentimientos. Lo tranquilizaba y reconfortaba estar volviendo a algo que no era un espacio vacío. Que alguien lo esperara. Pero, al mismo tiempo, no podía evitar experimentar una especie de sensación de invasión. Se a legró de que Susanne y él aún no hubieran tomado la decisión de vivir juntos, o, al menos, le pareció que se alegraba. Tal vez pronto llegaría el momento. Pero todavía no. Y sospechaba que ella sentía lo misino. Por otra parte, diferir la decisión lo preocupaba; en su vida profesional, su mismo papel lo obligaba a ser decisivo, pero en su vida personal parecía incapaz de tomar decisiones, buenas, en cualquier caso, razón por la cual siempre tendía a postergarlas. Y era plenamente consciente de que sus vacilaciones, su vaguedad, habían sido, al menos en parte, responsables del fracaso de su matrimonio con Renate.

Se quitó la cazadora Jaeger y se desabrochó el arma y la tunda. Dejó ambas cosas sobre el sofá de cuero. Pasó a la cocina. Susanne estaba preparando una tortilla para sumar a la ensalada que ya había hecho. Un Pinot Grigio enfriado ya estaba escarchando dos copas de vino.

—Pensé que llegarías con hambre —dijo ella cuando él se le acercó por detrás y le rodeó la cintura con los brazos. Llevaba recogido su pelo largo y oscuro y él le besó el cuello descubierto. El sensual olor de Susanne le llenó los orificios nasales y él lo absorbió. Era el olor de la vida. Del vigor. Era como un buen vino después de un día con los muertos.

—Tengo hambre —respondió—. Pero primero necesito ducharme…

—Gabi ha telefoneado —le gritó Susanne cuando él entraba en la ducha—. Nada importante. Quería charlar. Habló con tu madre; se encuentra bien.

—Bien. Las llamaré a las dos mañana. —Fabel sonrió. Estuvo preocupado porque a su hija Gabi le molestase la presencia de Susanne. No fue así; ambas se llevaron bien desde el principio. Susanne se encariñó de inmediato con la inteligencia y el ingenio de Gabi y a ésta le impresionó la belleza, el estilo y el trabajo «super guay» de Susanne.

Después de cenar, Fabel y Susanne se sentaron a charlar sobre todo y sobre cualquier cosa excepto el trabajo. La única mención que hizo Fabel sobre los sucesos del día fue preguntarle a Susanne si podía asistir a su reunión sobre el caso la tarde siguiente. Fueron a la cama e hicieron el amor de una manera somnolienta y perezosa antes de quedarse dormidos.

Él se incorporó de pronto apenas se despertó. Sintió un chorro de sudor en la espalda.

—¿Estás bien? —Susanne parecía alerta. Debía de haberla despertado—. ¿Otra pesadilla?

—Sí… No lo sé… —Frunció el ceño en la oscuridad, atisbando, a través de la puerta del dormitorio y los ventanales, el resplandor de las luces que se reflejaban en las aguas del Aussenalster, como si quisiera divisar la huidiza pesadilla—. Creo que sí.

—Esto está ocurriéndote con demasiada frecuencia, Jan —dijo ella, tocándole el brazo—. Estos sueños indican que no estás haciendo frente a… bueno, a las cosas a las que tienes que hacer frente.

—Me encuentro bien —dijo él con una voz demasiado fría y dura. Se volvió hacia ella y endulzó el tono—. Me encuentro bien. En serio. Tal vez haya sido esa tortilla de queso que hiciste… —Se echó a reír y volvió a tumbarse en la cama. Ella tenía razón, los sueños estaban empeorando. Cada caso nuevo parecía invadirlo mientras dormía—. Ni siquiera puedo recordar de qué se trataba —mintió. Dos niños sin rostro, un varón V una niña, estaban sentados en un claro del bosque, comiendo un picnic frugal. La mansión de Vera Schiller asomaba entre los árboles. No ocurría nada en el sueño, pero había sentido una abrumadora atmósfera de maldad.

Se quedó tumbado en la oscuridad, pensando, recorriendo ron la mente la ciudad. Sus pensamientos vagaron hasta el solitario bosque del sur. «Hänsel y Gretel». Niños perdidos en la parte más oscura del bosque. A lo largo del oscuro Elba, hacia las pálidas arenas de la Blankenese Elbstrand. Una chica tumbada en la orilla. Ése era el comienzo. Se suponía que Fabel debía entenderlo. Ésas eran las notas de la obertura y él no había comprendido su significado.

Su cansada mente empezó a errar, mezclando cosas inconexas. Pensó en Paul Lindemann, el joven policía que había perdido en su último caso importante y sus pensamientos se volvieron hacia Henk Hermann, el Komissar uniformado que había preservado la escena en el Naturpark, y luego hacia Klatt, el KriPo Kommissar de Norderstedt. Dos personas ajenas al equipo de la Mordkommission, una de las cuales, creía él, pronto se convertiría en un miembro permanente. Pero aún no sabía cuál sería. Se oyeron risas desde el exterior. En alguna parte de la Milchstrasse había gente que salía de un restaurante. Otras vidas.

Fabel cerró los ojos. «Hänsel y Gretel». Un cuento de hadas. Recordó la entrevista radial que había oído en el camino de regreso de Norddeich, pero su cansado cerebro bloqueó el nombre del autor. Le preguntaría a su amigo Otto, dueño de una librería de la Alsterarkaden.

Un cuento de hadas.

Fabel se durmió.

16

Lunes, 22 de marzo. 10:00 h

ALSTERARKADEN, HAMBURGO

La Jensen Buchhandlung estaba situada en las elegantes galerías comerciales del Alster. La iluminada librería tenía una distinción típica del norte de Europa y habría parecido tan adecuada para Copenhague, Oslo o Estocolmo como lo era para Hamburgo. La decoración del interior era sencilla y contemporánea, con estanterías y terminaciones de haya. Todo daba la impresión de organización y eficiencia, lo que siempre hacía sonreír a Fabel porque él sabía que el dueño, Otto Jensen, era completamente desorganizado. Otto era amigo íntimo de Fabel desde la universidad. Era algo desgarbado y excéntrico, un imán para el caos. Pero detrás de su torpeza física se escondía la mente de una supercomputadora.

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