—Pero eso es imperdonable, Cornelia.
—¡Yo también estaba aterrorizada! Tú habías… —su voz se quebró—. James había muerto y no sabía qué podías hacer después.
—Una historia conmovedora, sin lugar a dudas.
Ella lo miró fijamente.
—¿Todavía me odias? —susurró.
—No. Nunca te he odiado —admitirlo ya no le sorprendía—. Quizá me odio a mí mismo.
A ella le temblaba el labio inferior.
—¿Leam, entonces tú… puedes? Esposo mío, ¿todavía puedes amarme?
Él sintió un nudo en el estómago.
—Me pregunto, cuándo me preguntarás por tu hijo —él apenas podía articular palabra.
Ella abrió los ojos con sorpresa. Cruzó las manos en su regazo.
—¿Cómo está?
—Bien.
—¿Él…? —pestañeó como para deshacerse de las lágrimas—. ¿Alguna vez habla de mí?
—Rara vez, como es normal. ¿Sabes?, tu dedicación maternal me tiene intrigado —cogió su copa y la llenó, el brandy apenas actuaba dentro de su pecho helado.
—¿Qué quieres decir? He lamentado no saber de él —dijo rápidamente, ahora con un ligero lloriqueo en su voz—. Lo he echado de menos, Leam, tienes que creerlo.
—No, no te creo —él bebió de un trago el licor y puso el vaso vacío en la mesa—. Sobre todo, porque lo dejaste al cuidado de un hombre al que temías que te hiciese daño. Durante años.
Ella abría y cerraba la boca.
Él cogió su sombrero y su fusta, y se dirigió a la puerta. El crujido de su falda precedía sus ligeros pasos. Ella lo agarró de la manga.
—No te vayas, Leam. Por favor.
Él bajó la vista y vio su pequeña mano cogida de su brazo como si fuera una garra, con los nudillos blancos.
—No te preocupes innecesariamente, querida —dijo cogiendo aire en sus oprimidos pulmones—. Volveré. Y, cuando lo haga, espero que aún estés aquí.
Ella lo soltó.
—Yo, yo, aquí estaré.
—¿Cornelia?
—Sí, ¿Leam?
Él miró más allá de su cara, ahora mucho más cerca, y vio miedo e incertidumbre tras sus ojos azules.
—¿Por qué has aparecido ahora?
—Mis padres dijeron que, de pronto, habías abandonado tu aspecto poco elegante —susurró—. Mientras siguieras desaliñado, yo sabía que no te volverías a casar —sus labios rosados se curvaron formando una temblorosa sonrisa y, por un instante, sus hoyuelos volvieron a recobrar vida—. Mi Leam no cortejaría a una dama con una imagen que no fuera la de un príncipe.
Intentó tocarlo otra vez. Él se apartó.
No tan rápido como esperaba, se encontró en la calle montando en su caballo y galopando. No sabía adónde ir, ni por cuánto tiempo. Sólo moviéndose podría tranquilizar las profundidades de su alma. Podría estar en movimiento hasta no poder más, después bebería. Con la actividad o el alcohol tendría que encontrar la cordura.
Había algo en los ojos y en el tono de voz de Cornelia que le había sonado a falso. Más falso que unos años atrás. Pensaba descubrir qué era y al final se desharía de sus fantasmas para siempre.
Kitty no recibía visitas ni las hacía. Se quedaba en sus habitaciones personales y una vez al día iba caminando hasta la casa de su hermano. Le leía a Serena, y le llevaba libros y música interesantes. Cuando su cuñada deseaba descansar, volvía a su casa y se encerraba de nuevo en sí misma en sus habitaciones.
Le dijo a su madre que estaba indispuesta y que no quería compañía. Se sentía muy desdichada, en su interior bullía la infelicidad. A la hora de la comida, casi al final de la semana, su madre la interrogó.
—Estás muy pálida, Kitty. Esta enfermedad está durando mucho más de lo que yo quisiera.
—Oh, sin duda estaré mejor muy pronto —en unos cien años. Por Dios, jamás había imaginado algo que le pudiera hacer tanto daño. El sufrimiento por Lambert Poole no tenía nada que ver con la profunda aflicción por perder a Leam a causa de su «esposa fallecida». Sentía una angustia enorme, como si viviera una pesadilla.
—No estás comiendo.
—Es la dolencia del estómago, mamá —náuseas por cualquier cosa que nunca había sentido le inundaban total y finalmente el corazón y la mente. Dobló su servilleta y la puso encima de la mesa. El criado se apresuró a retirarle la silla.
—John, lady Katherine todavía no está lista para retirarse de la mesa —dijo la viuda—. Puedes retirarte.
—Sí, señora —el criado las dejó a solas.
—Mamá, realmente me siento bastante débil. Permíteme que te desee una tarde agradable en el salón con lord Chamberlayne y…
—Kitty —la voz de su madre era suave y firme a la vez—. Lord Blackwood ha venido a visitarte muchas veces a diario durante casi una semana.
Kitty apenas pudo levantar la ceja con actitud curiosa. Era difícil hacerlo y no sucumbir a las lágrimas.
—¿Oh, de veras? —John y la señora Hopkins lo habían atendido personalmente cada vez que venía—. Qué persistente que es —añadió. Debería hablar con él. Pero, una vez que hubiera hablado, todo se habría terminado de verdad y aún no estaba lista para eso. Necesitaba tiempo para acostumbrase a perderlo antes de haberlo tenido realmente.
—¿Has oído sin duda la sorprendente noticia?
—¿Qué noticia, mamá?
—Parece que su esposa ha vuelto de la muerte. Según parece, sufrió un accidente y amnesia. Sus padres la acaban de encontrar en un convento italiano.
—Qué bien para todos ellos —empujó la silla reprimiendo las lágrimas, controlándose, como había estado haciendo todos esos días—. Mamá, realmente me encuentro mal. Por favor, discúlpame.
Se fue a su habitación y, sentada en la cama, no lloró. En cambio, cogió el orinal y vomitó. Se limpió y fue al armario a buscar un vestido limpio. La tristeza, al parecer, no era pulcra.
Su nuevo traje de montar le llamó la atención. De color gris carbón con un lazo negro a la altura del cuello y de los puños, y un casquete a juego, era ideal para ella. Pero no había ningún sitio donde lucir ese atuendo fúnebre.
Excepto, quizás, uno…
Llamó a la doncella y se vistió, más tranquila de lo que había estado en semanas.
En una media hora estaba desmontando ante una casa urbana de estilo modesto situada en una calle silenciosa. El parque vallado del otro lado era encantador, buen vecindario, casas con damas amables y bien dispuestas para negocios de ese tipo. Un par de colegiales jugaban en la esquina y la saludaron amablemente con sus gorras antes de subir la escalera de la puerta de enfrente.
La sala de estar era elegante, desprovista de toda pretensión moderna, con sedas colgadas al estilo oriental, jarrones y teteras chinas y de la India. Media docena de damas estaban sentadas alrededor de la mesa del té. El mayordomo la anunció.
La sala se quedó en silencio. Se oyó una sola risa tonta, una dama que se apretaba los labios con el pañuelo. Entonces, de nuevo, se produjo el silencio.
—Pase, lady Katherine. Mis amigas ya se iban —la voz era suave y perfectamente modulada.
Kitty recordaba que la señora Cecelia Graves siempre había parecido sumamente elegante. Aún lo era. Su vestido de tafetán malva era de corte sencillo y adornado con piel gris, bordado con pequeñas cuentas brillantes. Era un vestido parecido al que Kitty podría escoger algún día para sí, ideal para una mujer madura pero no demasiado mayor. El cabello, dorado oscuro con un poco de gris, estaba cuidadosamente rizado bajo su tocado con un elegante lazo belga; las orejas y el cuello brillaban intensamente con amatistas engarzadas en oro.
El padre de Kitty le había regalado aquellas amatistas a la señora Graves. Lo sabía porque un día, justo después de que volviese de Barbados, se había colado en el estudio de su padre a altas horas de la noche, para buscar alguna carta de Lambert en la que le pedía la mano de Kitty.
En vez de eso, en el escritorio de su padre, encontró el recibo del joyero por las amatistas. Pero, en contra de lo que esperaba, nunca se las vio puestas a su madre. Un día le preguntó a su madre por ellas y la condesa le explicó todo lo que debería haber sabido antes.
La dama había enviudado muy joven. Vivía sola en la ciudad y en temporada baja en Derbyshire en compañía de una pariente mayor que ella. Era algo así como una heredera y no había necesitado volverse a casar.
Su madre nunca le dijo el nombre de la dama. Pero con el tiempo, cuando Kitty hizo sus primeras apariciones en sociedad, lo supo por boca de otras jóvenes que se consideraban amigas; eran chicas que fingían su desaprobación y se reían a sus espaldas. Fue entonces cuando se dio cuenta.
Una a una se fueron levantando, se dijeron adiós y se marcharon, cada una saludaba cortésmente a Kitty o le hacía una reverencia con la cabeza, algunas incluso sonreían cuando pasaban a su lado. Al final, la sala quedó vacía. Kitty no podía moverse, de pie en el umbral de la sala de estar de la mujer con la que nunca había hablado, a pesar de haber compartido con ella la vida de su padre durante décadas.
—Ahora, acércate. Has venido aquí por tu propia voluntad, y yo no muerdo.
Ella entró. La expresión bondadosa de la señora Grave no cambió. Sin una palabra, miró a Kitty de arriba abajo.
—Antes eras una cosita regordeta —dijo al fin—. Con las mejillas y la barriguita redonda. Nunca imaginé que podrías convertirte en semejante belleza.
Kitty finalmente pudo hablar.
—Supongo que me lo debo tomar como un cumplido.
La dama la estudió a conciencia.
—¿Cuál es el motivo de tu visita, mi niña?
—¿Es que nunca pudo tener uno por sí misma? —ella no se andaba con chiquitas. No había nada en su corazón que la obligara a ello—. ¿Por eso escogió un hombre que ya tenía su propia familia? ¿Porque no podía concebir un hijo y no quería unirse a un hombre que deseara tener hijos? Después de todo, usted era joven cuando murió su marido. Se podría haber vuelto a casar.
La señora Grave frunció los labios.
—Eres una impertinente. Sin embargo, está claro que has reflexionado mucho al respecto.
—Me lo he estado preguntando todos estos años —Kitty apretó las manos sobre su vientre estéril—. Y ahora me gustaría saberlo.
La dama la observó durante un largo momento con una mirada fría.
—Él me dio una familia, la tuya —volvió a observar a Kitty, esta vez sólo la cara, pero la mirada era penetrante—. Te conozco desde que eras un bebé, cuando fuiste niña y después, cuando creciste casi hasta convertirte en una mujer. Después él murió y no he sabido nada de ti desde entonces, excepto lo que leía en los diarios y los rumores que escuchaba —le señaló el salón como para indicarle las mujeres que se acababan de ir—. ¿Crees que una mujer puede desear tener una familia de esa forma?
—Él nunca se preocupó de nosotros. Ni tampoco de usted, creo —Kitty se oía a sí misma decirlo—. Si hubiera sido una buena persona no le habría hecho lo que le hizo a mi madre. Era un hombre insensible.
—Pero leal.
—Para una de tantas mujeres.
—Yo lo amaba. Con toda mi alma.
—Eso —dijo Kitty con dureza— no la exime de nada.
La señora Graves se puso de pie, era bajita, gruesa y muy elegante.
—Niña, puedes pasarte la vida odiándome si lo deseas. No serías la primera —pasó por delante de Kitty y salió de la sala.
Kitty montaba en su caballo hacia su casa a ciegas, con lágrimas cubriéndole los ojos, que se afanaba por ocultar a los transeúntes. Subió la escalera deprisa hasta su habitación, casi tropezando con los escalones. Pero encontró a su madre en la habitación de pie ante la ventana. Ella la miró y sus elegantes facciones se afligieron.
—Mi querida hija.
—He ido a visitar a la señora Graves.
Los ojos de la viuda se abrieron como platos.
—¿Para qué?
—¿Para qué? Mamá —con las mejillas húmedas, se quitó a tirones los guantes ya estropeados por las lágrimas y los usó para secarse los ojos. Pero ya sin las lágrimas que le impedían ver a su madre, se encontró con los sabios ojos marrones, difíciles de mantener—. Me dijo que podía odiarle toda mi vida si quería, pero no sería la primera.
—No lo harás. Es una dama con influencias en algunos círculos y tiene enemigos. Pero yo no soy uno de ellos.
Kitty dio media vuelta.
—¿Qué quieres decir con que tú no? Nunca has hablado con ella en sociedad. Nunca la has visitado. Incluso nunca has hablado de ella conmigo, excepto esta vez.
—Kitty, querida, ella y yo no tenemos nada en común y yo diría que tendríamos muy poco de qué hablar si nos encontráramos en público.
Kitty la miraba fijamente.
—Entonces, ¿no la rechazaste por papá?
—Yo nunca la he rechazado.
—¡Lo hiciste! Hemos coincidido en los mismos bailes en muchas ocasiones.
—Es cierto que nos evitamos.
Kitty contuvo la respiración.
—¿Pero por qué no la odias? —exclamó con la voz rasgada.
—¿Por qué tendría que odiarla? Tengo todo lo que deseé de tu padre, tres maravillosos hijos y varias buenas casas. Ella no me hizo daño.
—Pero, mamá… —a Kitty se le trastocaba todo—. Aquellos meses en los que me enviaste a Barbados con Alex y Aaron, cuando papá envió a Alex al campo por alguna indiscreción que había cometido en aquel entonces… —tras tantos años las palabras le salían a tropezones—. ¿Por qué me mandaste allí, mamá, sola con mi institutriz? ¿Por qué si no para luchar por recuperarlo?
La cara de la viuda se quedó inmóvil en ese momento, sólo sus ojos mostraban sus sentimientos.
—Por aquel entonces, yo aún luchaba. Estás en lo cierto. Pero no para ganarme su corazón, sólo para obtener cierta discreción por su parte —al final frunció el entrecejo—. En esos días, aparecía mucho en público con ella y yo estaba a punto de presentarte en sociedad. No quería que tu primera aparición se tiñera de rumores de las malas lenguas. Luché durante meses para que dejara de alardear de su relación en público, y gané.
—A mi costa. Me dejaste sola y Lambert Poole me usó.
La viuda tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Yo no podía imaginar que ocurriría eso.
—¿Por qué? —le susurró Kitty—. ¿Por qué nunca me lo dijiste?
—Yo no me di cuenta del daño hasta tu primera temporada en sociedad.
—Después de que él me hundiera.
—Tú nunca te has hundido, Katherine —la voz de la viuda era seria, sus ojos de pronto brillaron—. Tienes un espíritu que no puede ser intimidado por ningún hombre. Ni por toda la sociedad. Debes recordarlo siempre. No importa lo que otra persona pueda hacer o decir de ti, tu corazón es tuyo.