Monsieur Claude avanzó unos pasos y asomó la nariz para ver qué pasaba.
—¿Madame, puedo? —preguntó inclinándose hacia la cocina.
Kitty se apartó. Con cuidado, el cocinero empujó la puerta y echó una ojeada. Se llevó la mano al pecho y los ojos se le quedaron en blanco.
—Sacre bleu.
Kitty sintió una dulce alegría en su interior, pero pronto desapareció. Los ojos oscuros de Leam brillaban.
John apareció en el rellano.
—El sereno quiere ver al caballero de la casa.
—Hum —Kitty subió unos peldaños. La sonrisa de Leam era casi perfecta. Se sentía plena, con los nervios a flor de piel. Él la cogió del brazo, con cariño, y se puso delante.
—Permítame. ¿Me puede dejar su gorro y su bata? —preguntó dirigiéndose a John.
El criado se quitó velozmente su indumentaria de noche y se las entregó al noble. Leam desapareció escaleras arriba.
—Si me permite el atrevimiento, milady —susurró el criado—, es todo un caballero.
Kitty no pudo responderle.
—Pero hombre, ¿por qué hace tanto ruido? —espetó Leam al sereno en un rudo escocés, más alto que el ruido de las cazuelas y las ollas juntas—. ¡Ya ha despertado a mi mujer! Ahora no habrá quien la haga callar, imbécil. ¡Grr! ¡Y también ha despertado al bebé! ¿No lo oye? ¡Bien, hombre, espero que le guste cambiar pañales! Porque la niñera está enferma en la cama y mi mujer estará cansada porque la ha despertado en medio de la noche, ¡y yo no pienso cambiar ningún pañal!
Los toscos sonidos se filtraron hacia abajo, al menos durante un minuto. Kitty aguzaba el oído oscilando entre el placer y la hilaridad.
—No lo sabía, hombre —añadió él en un tono mucho más razonable—. Quizá sean los gatos, los gatos, hombre.
Se oyó un murmullo.
—¡Los gatos! Si no conoce la diferencia entre un gato y un bandido, mejor búsquese otro trabajo —Leam cerró la puerta de golpe y puso los cerrojos. Poco después apareció en el rellano de nuevo, con la indumentaria del criado en el brazo y quitándose el gorro de la cabeza. Se atisbaba una sonrisa en la comisura de su boca.
—Al parecer, los vecinos estaban preocupados por los ladrones. No creo que vuelva a venir —le devolvió la ropa al criado—. Gracias por prestármelo.
—John —dijo Kitty volviéndose hacia el cocinero y el ama de llaves—, monsieur Claude, señora Hopkins, gracias por su ayuda. Les veré en la cocina por la mañana. Ahora pueden volver a la cama.
El ama de llaves hizo una reverencia rápida, pasó ante el conde y subió por la escalera, seguida por el criado sonriendo y el cocinero, que le pisaba los talones, todavía agarrándose la cabeza con las manos. Cuando se apagaron los murmullos y los pasos provenientes del piso superior, al fin Kitty encontró el valor para mirarlo. Apoyado en la pared, sonriendo, siempre tan atractivo. No se había puesto el abrigo y con los brazos cruzados sobre el pecho se podían adivinar los músculos bien definidos a través del lino húmedo.
—Creo que tendrán mucho que contar a los demás mañana —dijo ella algo temblorosa—. O tal vez ahora mismo.
Él bajó la escalera, le acarició la cara y la alzó. Observó detenidamente sus rasgos, hasta detenerse al fin en la boca.
—No, todavía no tienen suficiente material para cotillear. Deberíamos darles más —se inclinó y le rozó los labios, enviándole cosquilleos de placer por todo el cuerpo hasta los dedos de los pies—. ¿Dónde está tu habitación?
Kitty temblaba. Él no tenía intención de marcharse.
—Supongo que te lo puedes imaginar —con las manos buscaba sus robustos brazos, mientras inclinaba la cabeza para que pudiera seguir besándole el cuello.
—Lo pregunto porque intento ser cortés —murmuró rozándole la piel—, tardía y relativamente hablando.
—Aunque comienza a gustarme bastante tu rudeza. El bárbaro de la cocina de hace un instante me gustó mucho, por si no lo has notado.
—Lo he notado —irguió la cabeza y la miró a los ojos. Él los tenía maravillosamente oscuros—. Kitty, me quiero quedar.
Ella se liberó de sus brazos y caminó hacia la escalera. Lo miraba por encima del hombro.
—Segundo piso, primera puerta, con vistas a la calle. Podremos ver al escarmentado sereno desde la ventana.
Sus ojos grises brillaban como si estuviesen envueltos por un sol plateado, y el corazón de Leam latía más fuerte que nunca. Mantuvo la voz con el mayor de los esfuerzos.
—No tengo intención de mirar nada más que a una hermosa mujer retorciéndose de pasión.
Las mejillas de Kitty se iluminaron maravillosamente.
—Entonces, milord —susurró—, ¿qué esperas?
Subió rápidamente la escalera por delante de él, sus caderas, cubiertas por el más puro lino y seda, eran una dulce incitación que Leam había apartado para poder poseerla, porque no podía esperar ni un momento más. Para disminuir los violentos latidos de su sangre, en la puerta deslizó las manos alrededor de su cintura y se inclinó hacia su oído.
—Kitty —rozó su cabello satinado con la mejilla—. Tú me hechizas.
Con una mano, ella cogió el pomo de la puerta y, con la otra, se apropió de su muslo descaradamente. Se volvió y, presionando sus dulces curvas contra él, hizo que se inclinara para besarlo. Le ofreció sus labios como le había dado su cuerpo bajo la escalera. Él lo quería todo de ella, cuerpo y alma. La besó impidiéndole hablar en voz alta, alargó la mano detrás de su espalda y consiguió abrir la puerta.
Ella entró cogiéndole de la mano para llevarlo a los elegantes y sencillos aposentos de una dama. Los muebles eran de buena calidad aunque con poca ornamentación, sin dorados ni volantes que revistieran la cama cubierta de un brocado de seda. A él no le sorprendió. Ella no necesitaba adornos artificiales para sentirse mujer, ni artes femeninas para dar cuenta de su belleza. Sin embargo, todos los colores eran cálidos y ricos, como su alma bajo su máscara de frialdad.
—¿Qué te parece, cuántas guineas tendré que soltar para acallar las lenguas de los criados? —parecía pensativa.
—Yo sabré si hablan o no de esto.
Lo miró con curiosidad.
—¿Tienes poder sobre eso?
—Quizás influencia y contactos, y no sólo sobre eso —él la acercó a su lado—. Quieren que acepte un puesto en el Ministerio del Interior.
—¿Aquí en Londres?
—En París.
—Entiendo —ella le miró fijamente el chaleco—. Tus amigos me hicieron creer que la farsa que estamos tramando ahora te permitiría marcharte de una vez. ¿Me han mentido?
—Aún tengo que encontrar al hombre que te disparó, Kitty —le acarició la mano con el pulgar y ella dejó escapar un pequeño suspiro.
—¿Todavía sigues mezclado en todo eso porque estoy en peligro? —dijo con un hilo de voz.
—¿Quieres saber la verdad?
Ella abrió los ojos sorprendida.
—Claro.
—Si me niego, no te van a dejar tranquila. Te pedirán que les ayudes otra vez, y, si te niegas, te lo volverán a pedir hasta que aceptes como has hecho esta vez. Después de eso, no te dejarán en paz.
Una ráfaga de pensamientos pasaron por delante de sus ojos grises. A Leam le hubiese gustado leerlos, le hubiera gustado inventar una razón que ella pudiera creer. Pero no podía mentirle, ni siquiera para evitar que sufriera.
—Yo… —la garganta de Kitty parecía agarrotada—. Entonces ¿por qué no me voy yo a París? —la comisura de su boca se curvó indecisa—. Allí no me molestarían demasiado —frunció el ceño—. O, sospecho que sí podrían. En vez de eso, me iré a Italia. Siempre he querido ver Italia, o Grecia. El Partenón y, sobre todo, las ruinas del templo en el oráculo de Delfos. Quizás algunas islas y, por supuesto, Egipto. Eso quedaría un poco lejos. Oh, cómo me gustaría ver Eg…
Él la volvió a hacer callar con un beso.
—Eres muy lista —murmuró—, sin duda, pero ellos te perseguirían incluso hasta la punta de las pirámides de El Cairo.
Ella se desentendió del tema riendo.
—¿Entonces, la India? Emily quiere visitar el este. La podría acompañar en su viaje. Si me moviera con cuidado podrían cansarse de seguirme —ella levantó las cejas—. ¿Los espías son tan persistentes?
—Algunos.
—¿Tú, por ejemplo?
—Nunca fui un espía, pero sí, soy persistente.
—No tengo ganas de seguir hablando de esto, ¿y tú? —su rostro parecía contrariado.
Él asintió.
—Ya veo —dijo ella acariciando suavemente su pecho y dejó caer las pestañas una vez más—. Por favor, Leam, tócame, tócame ahora.
Él pasó la mano por la turgencia de su pecho y ella suspiró con los ojos cerrados. Era exquisita, le pedía más placer justo en el momento en que estaba dispuesto a darle todo lo que deseara. Con los dedos le tocó las mangas de su magnífico vestido y bajó un poco la tela dejándole los hombros al descubierto.
—«
Una criatura venida del cielo a la tierra y seguramente a hacer un milagro
» —dijo recordando los versos de Dante. Le tocó con los labios la piel satinada, la sintió estremecerse, sus manos no podían parar de moverse—. Me llena de celos que hayas llevado este vestido para otro que no fuera yo.
—Lo llevé puesto para mí misma —ella abrió los ojos y lo miró con sus largas pestañas—. Si lo deseas, me lo pondré para ti la próxima vez. Ahora puedes quitármelo, si quieres, y… y hacerme cualquier otra cosa.
Al igual que había ocurrido en la posada, por un momento, la mujer segura se convirtió en una niña. Él no podía soportar hacerle daño. No podría cargar con la culpa de causarle más infelicidad. Por eso le dio todo el placer mientras pudo.
Obedeciéndola, le desató el elegante vestido y lo dejó caer a medida que la iba desnudando, liberándola de sus capas de refinamiento. Tan sólo había un confuso ardor en sus ojos cuando la llevó hasta la cama y allí la acarició como ella deseaba. Le besó el cuerpo bien formado de una mujer nacida para gozar, los hombros y la cintura, los pechos y la dulce curvatura de la cadera. Ella correspondía a sus caricias con placer, sus esbeltas manos lo tanteaban entusiasmada, llevándolo a la locura a medida que ganaba confianza. Cuando posó sus labios sobre los suyos, con su tímida lengua lo desarmó por completo. Él ya no podía esperar más.
—Kitty, amor, entrégate.
Lo hizo. El cabello caía como una cascada sobre la colcha, los ojos entreabiertos de pasión. Arqueaba la espalda mientras él la poseía, sus pechos tensos sobresalían a medida que abría la boca y presionaba el colchón con las manos. Sumergido en el deseo de Kitty, él no podía siquiera respirar. Su pecho parecía oprimido y el corazón peleaba por cada uno de sus latidos.
—¿Leam? —musitó ella.
—Kitty, yo… —balbuceó él.
Ella apoyó la mano sobre su pecho, después condujo sus dedos hasta la cintura y alrededor de la zona en que la espalda pierde su nombre.
—¿Recuerdas en Shropshire cuando me prometiste que lo harías durar más? —la ternura aterciopelada de su voz acarició sus sentidos. Luego levantó las rodillas, y sus muslos sedosos lo mecieron—. Ahora, haz que dure más, por favor.
Ella se comunicaba con su cuerpo, pero había algo más en sus ojos, algo que apenas se atrevía a asomar. Confianza.
Él hizo que durase. Tanto como pudo. Ella estaba tensa y húmeda, y a pesar de lo que había dicho, se sintió presa de la impaciencia. Era una mujer apasionada cuyo cuerpo apenas había conocido el placer. Leam le dio lo que le pedía, la llevó al límite del placer con la boca y las manos, y después siguió hasta que ella gimoteó suplicando relajarse. Cuando las vibraciones de Kitty acariciaron su miembro y sus labios susurraron el nombre de Leam, él logró tenerla por completo, poseyéndola hasta que estalló de gozo, agarrándolo y gritando sorprendida.
Ella lo sujetaba, temblando, con los ojos cerrados y la respiración agitada. Tomando su propio aliento, acarició sus rizos húmedos y la besó en la boca sedienta. Ella abrió sus ojos grises y el corazón de Leam ya no tuvo otro lugar más donde estar que en el suyo.
—Gracias —susurró ella.
Él sentía una opresión en el pecho. Pasó su pulgar por el labio inferior de Kitty, enrojecido por los besos.
—Si continúas agradeciéndome que te haga el amor —intentó decir esbozando una sonrisa—, en algún momento sentiré demasiada vergüenza por hacerlo tan bien.
—No entiendo del todo lo que quieres decir, pero en cualquier caso no creo que sea posible.
—¿Mejor que no lo descubramos, no? —dijo él con ternura. Luego se apartó para tomar una manta y ponérsela encima; al volver a su lado, de nuevo acarició sus cabellos. Si bien no la abrazó, se tumbó de espaldas y recorrió con la mano su boca y su mandíbula.
Kitty comenzó a respirar con normalidad dejando que sus latidos se atenuaran. Así era como debía ser la amante de un hombre. Entregarle su cuerpo. Hacerle el amor en su lecho, o, por lo visto, en la encimera de la cocina. Existir sólo para él. Y fingir ante los demás que apenas se conocían. Y no entenderlo del todo. Incluso temerle un poco. Era una forma de respetar el poder que ejercía sobre ella.
—Kitty, mi hijo no es mi hijo biológico —su cara irradiaba claridad ante la luz intermitente del fuego encendido, con las mejillas y la mandíbula en tensión. La manta se deslizó hasta las caderas, la fuerza masculina de sus brazos y de su pecho se contrajo.
—¿Quién es el padre?— musitó ella al fin.
Se volvió hacia Kitty y se encontró con su mirada.
—Mi hermano. Y por eso lo asesiné.
A ella le dio un vuelco el corazón y el estómago.
—¿En el duelo?
—Yo lo organicé —miró otra vez hacia el dosel de la cama—. Me refiero a que sólo lo quería asustar. También supongo que quería amenazarlo. Estaba loco de celos.
—Por lo tanto, tú no… ¿no querías que muriese? —ella ya sabía la respuesta. No lo amaría si hubiese sido capaz de esa abominación.
—No —negó él con la cabeza—. Pero él aceptó el duelo. Y como conocía los ardides de su oponente con la pistola decidió ponerse en la trayectoria de la bala que no debía ni rozarle.
Por un largo instante lo único que se escuchaba en la estancia era el sutil silbido de las llamas en la chimenea.
—Poco tiempo después desapareció mi esposa —prosiguió él al fin—. Creo que temía por mi cordura. Le dijo a su familia que se iba de vacaciones conmigo pero no fue así. Dejó al bebé en Escocia y vino aquí para esconderse, creo. Dos meses después la encontraron en el Támesis. Según parece, llevaba allí algún tiempo.