—Me ibas a preguntar algo, ¿no es así?
—Buena pregunta.
Él admiró en silencio sus facciones.
—¿Y ahora qué? —Kitty debía intentar entender al menos eso. Estaba acostumbrada a tener un plan.
—Lo que desees —respondió él tras un suspiro. Apoyó el pulgar en los labios de Kitty y resiguió su contorno. Era una caricia a la vez tierna y exigente.
Ella no sabía exactamente lo que deseaba, de modo que no habló.
—Ahora será mejor que me vaya —dijo él tranquilamente.
Kitty sentía la garganta seca.
—Claro —dijo. Nunca había pensado en otra opción. Libertina solitaria, su imaginación no fue más allá.
Se apoyó sobre un codo.
Sus ojos brillaban como la luna en una noche clara. Él le plantó un beso, cálido y asombrosamente tierno, en los labios.
—Feliz Navidad, lady Katherine.
Kitty no podía desearle lo mismo. Su garganta seca le impedía articular sonido. En realidad, no sabía cómo había podido gemir del modo en que lo había hecho. Nadie le había advertido que semejante cosa era posible, y había sido incapaz de descubrirlo por sí sola.
Había sido besada de forma tan diferente antes, por un hombre que le había dicho que era imperfecta, que tenía que avergonzarse de su cuerpo, incluso cuando él lo usaba, que no era deseable. No sabía, en suma, que un hombre pudiera besar a una mujer con esa ternura.
Leam se sentó en el borde de la cama y, tras vestirse, se puso de pie. Por un momento se quedó así, de espaldas a ella, mirando hacia fuera por la ventana. Después se volvió, le tocó la mejilla con dos dedos, sonrió y se fue.
Kitty permaneció contemplando la puerta cerrada.
Nada podría haber sido peor que la crueldad de Lambert Poole, que la había usado, se había reído de ella, le había confesado que la humillaba por el rencor que sentía hacia sus hermanos, a quienes despreciaba. Kitty creyó durante años que había sido víctima de lo peor que un hombre podía hacerle a una mujer. Y así se lo había dicho a Lambert.
Obviamente, se había equivocado. Por asombroso que pareciese, una noche de amor y pasión con Leam resultaba ser, después de todo, peor.
Las campanas de la iglesia despertaron a Kitty. El campanero debía de ser inexperto, pues los tañidos sonaban irregulares y poco armoniosos. Se levantó de la cama en la que prácticamente un extraño le había hecho el amor pocas horas antes, y miró hacia fuera por la ventana. La nieve que caía la deslumbró.
De pronto oyó que llamaban a la puerta. Por la suavidad con que lo hacían no parecía que fuese un hombre. Kitty tenía pocas dudas de que el conde de Blackwood se comportaría como después de los encuentros anteriores, las mismas miradas furtivas, los mismos comentarios velados. Todavía no podía creer que lo hubiera invitado a su cama. Aunque en rigor no lo había invitado, sino que él había subido a su habitación.
Sentía el cuerpo caliente, y ciertas partes sensibles ligeramente doloridas.
Sin hacer caso de los golpecitos de Emily (tenía que ser ella), se arrastró de nuevo a la cama y se acurrucó entre las sábanas arrugadas mientras volvía a revivir todo lo ocurrido. Ningún detalle era demasiado pequeño para que le costase recordarlo meticulosamente. Debía disfrutar mientras pudiera, antes de que tuviese que verlo en compañía de los demás y mostrarse fría, la impasible lady Katherine de siempre. Y antes debía enfrentarse al hecho de que Uilleam Blackwood no era todo lo que parecía en público.
La puerta se abrió y entró Emily.
—¡Feliz Navidad, Kitty! Dios mío, ¡qué desorden! —se puso a recoger la ropa—. Vamos, levántate. Son las diez y media y llegaremos tarde a la iglesia.
—¿La iglesia? —Kitty se sentó en el borde de la cama y se apartó el cabello de la cara, el cabello que él le había acariciado tan suavemente después de hacerle el amor. Aún no se podía creer del todo que no había sido un sueño.
—Sí, parece que habrá iglesia después de todo. Así que vamos, arriba.
Kitty permitió que Emily la ayudara a vestirse. Ella era buena para pocos trabajos de utilidad. Si cualquiera de sus sofisticados y literatos amigos de Londres la vieran en ese momento, somnolienta y despeinada, no la reconocerían. Ni siquiera ella se reconocía. Miró detenidamente la jofaina donde se iba a lavar la cara y parpadeó. La superficie del agua estaba cubierta por una fina capa de hielo.
—¿Cómo te gustaría que te peinara? —preguntó Emily.
Kitty frunció el ceño, rompió la capa de hielo de la jofaina con una mano y se lavó la cara con el agua helada.
—Muy estirado y bien fijado —dijo tras un estremecimiento.
—Ya sabes que no soy precisamente una especialista, pero puesto que es Navidad, me esforzaré.
—Gracias, querida.
Kitty se sentía un espantajo. Pero lord Blackwood no parecía compartir su opinión. Al contrario de lo que ella esperaba, la recibió al final de la escalera con una sonrisa encantadora, una mirada cálida y una reverencia, con los perros pegados a las piernas. Kitty intentó corresponderle sin tropezarse: se sentía como si se hubiera convertido en gelatina y su interior fuera de caramelo caliente.
Hacer el amor con él sólo le causaba más problemas. Estaba verdaderamente enamorada. Claro que lo estaba. Se había convertido en una tonta patética, después de todos esos años procurando no serlo.
Yale le ofreció la capa y a continuación su brazo. Menos mal que fue él; si hubiese sido el conde se habría derretido allí mismo, en el suelo del vestíbulo.
—¿Cómo haremos para llegar a la iglesia con tanta nieve? —dijo Emily, apretando el brazo de lord Blackwood mientras salía por la puerta que daba al patio.
—Ya lo veremos por el camino —Yale hizo un ademán indicándole a Kitty un sendero limpio de nieve que iba del patio a una distancia considerable calle abajo—. De todos modos, tenga cuidado, lady Katherine. Es resbaladizo.
—Si llego a caer, intentaré no arrastrarlo conmigo.
—Descuide. La otra noche el puño de Blackwood me envió directo a la nieve, de modo que ya estoy acostumbrado —dijo, y, en efecto, un moratón coloreaba su mejilla.
—¡Dios mío!
—Fue una noche muy divertida —él hizo un guiño.
Los perros corrían por delante, saltando por las montañas de nieve.
—Bien, creo que es el día más bonito para celebrar la Navidad que jamás he tenido —dijo el señor Cox, sonriendo a todos mientras se acercaba por detrás—. Yo diría que no he disfrutado de una compañía tan especial para ir a la iglesia desde hace años.
—¿Usted no va a la iglesia, señor Cox? —preguntó Emily, que iba detrás de Kitty, debido a lo cual, afortunadamente, no podía ver al apuesto hombre con quien esta había pasado la noche.
—Sospecho que más que a la iglesia se refería a la compañía —intervino Yale, y Emily enarcó las cejas.
—Bien, entonces, ¿con quién va usted normalmente a la iglesia?
—Con nadie que usted conozca, me temo —murmuró Yale.
Kitty le apretó el brazo con los dedos a Yale y este se inclinó con una mirada de disculpa, seguida de una sonrisa.
—Sospecho que es verdad —dijo Emily, sin que diera muestras de que le importasen las bromas—, aunque mi acompañante, madame Roche, siempre parece conocer a todo el mundo y no tiene inconveniente en presentarme a la gente más singular. Hace dos semanas, por ejemplo, conocí a una docena de deshollinadores en el mercado.
En el momento en el que subían por la escalera de la iglesia, limpias de nieve a causa del sol, Kitty sintió que se le aceleraba el corazón, por el esfuerzo y, posiblemente, porque el conde se hallaba justo detrás de ella.
A menudo, en compañía de más de una persona, se mostraba taciturno. Sólo con una persona hablaba un francés y un inglés perfectos, y decía cosas exquisitas que jamás hubiera soñado que ningún hombre le diría.
La pequeña iglesia estaba llena a pesar de la nieve caída, los vecinos abarrotaban los bancos. Era un edificio limpio, blanco por dentro y por fuera, con una decoración modesta y en el púlpito, un ministro vestido con una casaca negra que le iba grande.
Kitty enarcó una ceja.
—Marie, ¿no es ese tu cochero?
—Sí que lo es. ¿Qué hace usted ahí arriba, Pen?
El cochero salió de detrás del púlpito. Kitty reconoció la casaca, de fina lana y corte informal. Lord Blackwood la había separado de un trío de casacas similares la noche anterior.
Pen se llevó una mano al sombrero e hizo una pequeña reverencia.
—Feliz Navidad, señorita. Milady. Milord. Señores.
—¿Qué pasa, Pen?
—Al vicario no se lo ha visto por aquí desde que comenzó la nevada —repuso Pen. Su voz de barítono se oyó en toda la iglesia. Sacudió la cabeza tristemente y añadió, señalando a Blackwood—: Cuando su señoría, aquí presente, buscaba a alguien para predicar esta mañana por ser el día del Nuestro Señor y Salvador…, bien, no me importa decírselo, me alegré de poder reemplazarlo.
—Pen ¿es usted evangélico?
—Metodista, milady.
—Lord Blackwood —dijo Emily—, ¿de verdad le preguntó a mi cochero si podía celebrar hoy la liturgia?
Yale sonrió.
—Alguien tenía que hacerlo.
—Ahora, señoras y caballeros, si hoy voy a dar el sermón, lo mejor será que comience —Pen volvió a ocupar su lugar en el púlpito.
Kitty no habría podido explicar de qué iba el sermón del cochero, a pesar de que escuchó la palabra «virgen» unas cuantas veces, quizá porque estaba predispuesta a escucharla debido a la mezcla de arrobo y vergüenza que sentía.
En lo que pensaba era que él había vivido en Bengala y había viajado por las montañas, seguramente por el Himalaya. Era capaz de recitar poesía francesa. Había buscado a alguien para que diese el sermón de Navidad, a pesar de ser una alternativa ciertamente… creativa.
Cuando las animadas notas del violín hicieron eco en los altos techos del edificio, entrelazadas con la voz de barítono de Pen y la de contralto de la señora Milch, Kitty salió de su ensimismamiento. Emily y Yale cantaban, y a Cox, sentado al final del banco, le brillaban las mejillas.
Kitty miraba por encima del sombrerete de Emily. El conde estaba de pie, con la cabeza ligeramente inclinada, su preciosa boca era una línea recta. Como si advirtiese la mirada, parpadeó y se volvió hacia ella. Sonrió. Pero era una sonrisa de acero, y el placer naciente de Kitty se esfumó.
Caminaron de regreso a la posada en buena compañía, Cox y Pen conversando animadamente. Los demás iban por el angosto camino tanto por delante como por detrás de ellos, los posaderos, Ned y los vecinos, invitados todos a tomar cerveza amarga en la posada y una porción de pudín de Navidad.
—Pen, ¿también quitó la nieve del camino que conduce a la iglesia? —preguntó Emily.
—No, milady —intervino Ned, que avanzaba a paso lento, con los perros pegados a sus talones—. Lo hicimos yo y el milord, ayer. Hemos terminado esta mañana justo a tiempo, no es así, ¿jefe?
—Sí, muchacho. Y has tocado muy bien en la iglesia.
El chico del establo le hizo un guiño al señor de la realeza.
En la posada, Kitty se quitó la capa, el sombrero, los zuecos y los guantes, y se sentó en una silla delante del fuego para calentarse los pies. Emily se sentó a su lado, y junto a esta, Cox. La posada se llenó de gente, vecinos que llegaban, se quitaban los abrigos y cogían una cerveza.
—Vaya fiesta que se ha montado —dijo Cox enarcando las cejas—. ¿Verdad, lady Katherine?
—A madame Roche le encantaría ver esto; los granjeros y los artesanos hablando amigablemente con caballeros de alta alcurnia —observó Emily, y añadió—: Ella es republicana.
—Su señoría se muestra condescendiente, como si disfrutara —el caballero parecía interesado en el conde por el modo en que lo miraba, pero no de manera especial.
Kitty experimentó una sensación de inquietud, y dijo:
—Creo que es su condición —al igual que arreglar tejados rotos y quitar nieve, lo que en realidad explicaba por qué tenía ese físico. Sólo de mirarlo, se derretía, y tenía que desviar la mirada para no quedar hechizada.
Leam la sorprendió observándolo. Kitty apartó los ojos. Cuando finalmente él hizo lo propio, ella estuvo a punto de soltar un suspiro, pero se lo impidió su despecho. Además, estaba muy cansada, pues prácticamente no había dormido, o no había dormido nada, en realidad. Él le había dejado muchos interrogantes, y ahora surgían otros nuevos.
Sin embargo, su necesidad de respuestas se vería frustrada para siempre. Habían hecho tostadas, muchas, del pudín no quedaba casi nada, a pesar de ser insípido (no encontraron ni una nuez), y los juerguistas no empezaron a marcharse hasta la tarde.
Al contrario de lo que había advertido, la señora Milch sirvió un ganso asado, también unos nabos rebozados, manzanas cocidas con brandy y una hogaza recién horneada. La fiesta francamente le encantó a Emily, y cenaron con un relativo esplendor. Yale y Cox los entretuvieron con historias de sus viajes al extranjero, y Kitty podría haberse divertido mucho si no hubiese estado tan preocupada evitando no mirar al apuesto escocés.
Cada vez que lo hacía, parecía que él ya la estuviera observando, y no podían mirarse fijamente el uno al otro durante la cena.
Fuera, el sol brillaba arrancando reflejos a la nieve, mientras los posaderos recogían los restos de la cena. El señor Yale se acomodó en una silla delante del fuego, con un vaso en la mano y un viejo semanario en el regazo. Emily y Cox comenzaron a hacer mapas topográficos de Shropshire con pasas y nueces, sobre la mesa. Todo tenía el aura pacífica y feliz de un hogar en vacaciones, y Kitty deseaba poder disfrutarlo. Pero de lo único que podía alegrarse era de que su amiga pareciera distraída de las preocupaciones que le esperaban en su casa, tan pronto como el camino volviera a ser transitable.
Lord Blackwood se acercó a Kitty con una capa.
—¿Le apetece dar una vuelta, milady? —dijo en escocés.
Ella evitó mirarlo, pero permitió que le colocase la capa sobre los hombros. Se puso la capucha.
—¿Una vuelta? —preguntó, aunque no percibió en él ninguna expresión de picardía.
—Un paseo —le explicó Yale en inglés—.
—¿No hace un poco de frío fuera, Blackwood?
—¿Quieres venir, Yale?
—Gracias, pero ve sin mí —repuso Yale, levantando el vaso a modo de saludo.
Kitty se sentía tan transparente como el cristal. Podía rechazar la oferta del conde. Podía entregarse de nuevo al decoro. Emily y Cox no levantaron la cabeza de lo que estaban haciendo.