Toquetearse unas cuantas veces podía pasar, pero algo más no le convenía. Su corazón nunca había latido con tanta furia, ni tan rápido con una mera insinuación. Ya una vez había escogido el camino erróneo, lo cual lo condujo hacia el peligro durante los siguientes cinco años, en los que había trabajado para la corona. El peligro al que le había dedicado esos años intentando olvidar.
No quería eso.
Pero la quería a ella.
Se pasó la mano por la cara. ¡No era un célibe, por Dios! Podía disfrutar de un revolcón con una preciosa mujer sin miedo a las consecuencias. Ella quería, y él se lo daría. No era el joven loco que había perdido la cabeza por una mujer, que se volvió ciego ante todo lo que lo rodeaba, incluyéndola a ella. Y Kitty Savege no era una prostituta, pero tampoco una virgen a la que engatusar.
Permaneció de pie, paralizado, sin zapatos, sin camisa, con la mirada perdida en el vacío, incapaz de mover un solo músculo.
Kitty a duras penas había conseguido llegar a su cama. Se sentó en ella, esparció sus ropas a sus pies y se cubrió la cara con las manos.
¿Qué divinidad horrible, vil y ridícula la había entregado a un hombre que besaba como un Dios, que parecía poseer una habilidad asombrosa para separarse de una mujer desnuda que se había lanzado a sus brazos? A pesar de todos sus escrúpulos ella necesitaba sentir sus caricias, sus besos, el tacto de su piel cálida y su rígido miembro en las manos. Había intentado ganar a las cartas, aunque nunca debería haber jugado. Pero cuando se quitó la camisa creyó que moriría.
Dios santo, ¿acaso todos los hombres eran bajo sus ropas tan esculturales y tan perfectamente proporcionados como las estatuas griegas? No podía ser. Ella estaba segura de que al menos diez caballeros de su círculo social llevaban corsé y otra media docena compraba rellenos de entretela para hacerse arreglos en las prendas.
Leam Blackwood no había hecho nada de eso, evidentemente. Era un hombre atrevidamente auténtico, perfectamente proporcionado y musculado, atlético, sin un gramo de grasa, como si comiera poco incluso.
Ella lo había tocado. A él.
Creyó que las fuerzas la abandonaban. La hizo enloquecer.
¿Por qué no la quería? ¿O acaso era demasiado decente para aprovecharse de ella? Aseguraban que era un libertino. ¿A eso llamaban flirtear, excitarla con besos y caricias hasta que ella no podía pensar en nada más que en él? Él dijo que se estaba reprimiendo. ¿Por qué le haría eso a una mujer con una reputación mancillada? ¿Habría querido decir que quería más de ella con el tiempo? Como ella misma había hecho. Oh, Dios, como ella misma. ¿Cómo era posible?
Se deshizo del agobiante corsé que Leam no se había atrevido a quitarle.
¿Por qué él tenía que ser decente? ¿Por qué tenía que ser incluso un poco caballeroso? Ella quería que fuese un bárbaro, el libertino que le habían dicho que era. Deseaba que no hubiera ido tras Emily en la escalera para protegerla de un posible peligro. Kitty deseaba, en cambio, que le hubiera hecho el amor rápida y cariñosamente en el salón, en el sofá, incluso en el suelo, en cualquier sitio donde un truhán se hubiese aprovechado de una mujer perdida. De ese modo ella podría haber alardeado de haberse deshecho de la fría y controlada mujer en que se había convertido.
Pero si lo hubiese hecho, si la hubiera hecho su amante, habría confirmado precisamente los rumores en que todos creían.
La puerta crujió. Kitty se volvió hacia ella. La puerta se abrió y… él entró en la habitación.
Kitty dio un respingo.
Despeinado y con aquel brillo sensual en sus ojos oscuros estaba guapísimo. Llevaba la camisa abierta hasta la cintura, dejando al descubierto la tersa tez que los dedos de Kitty habían acariciado hasta memorizar su tacto, la fina y oscura línea de vello oscuro que descendía hasta introducirse en sus pantalones, los fuertes latidos de su corazón.
Ella sacudió la cabeza.
—Pero dijiste…
—Kitty…
—No puedo —musitó ella, contemplando su pecho firme y torneado.
—En ese momento, cuando tú…
—Dijiste que te reprimías por mí —lo interrumpió ella—, lo cual es una excelente idea, y, y… —balbuceó—. Y cuando el señor Cox fue tras Emily en la escalera y tú estabas preparado para… —¿sería él capaz de entenderle?—. ¿No lo ves? Ya no eres un extraño, y eso lo cambia todo. Lo cual me convierte en la mayor libertina a este lado de…
Él se acercó a ella lentamente y le tapó la boca con una mano cálida y envolvente a través de la cual le enviaba los latidos de su corazón. Inclinó la cabeza y dijo con voz baja y profunda:
—Y yo ya lo sabía. Diría que de buena gana abandonaste a la niña a su destino.
Kitty rio. Él apartó la mano de su boca y ella se pasó la lengua por el labio inferior.
—No deberías… —dijo.
—Sí que debería —la interrumpió él, con la mirada fija en su boca.
—Pero yo…
—Pues entonces finge —dijo él. Una nota de premura, o quizá de desesperación, daba color a sus palabras. Sus ojos oscuros refulgían—. Finge, aunque sea por una noche.
—Oh, Dios… No —gimió Kitty, que podía sentirlo sin necesidad de tocarlo. Sabía que todo iba a cambiar ahora.
Y él también lo sabía. Había intentado apartarla, pero había sucumbido. Estaba ahí para hacerle el amor, por insensato que fuese. Kitty y Leam no estaban hechos el uno para el otro a pesar del deseo mutuo que los unía, de esa ardiente familiaridad que no debería existir entre ellos.
Pero quizás él sólo fuera un hombre para Kitty, un desconocido después de todo, alguien que no diría nada para ganarse el acceso a la cama de una mujer. Kitty dependía de eso. Fingiría que no había nada más, nada que pudiera sentir cada vez que él la miraba.
¡Sólo el pensarlo era una tontería! Y además ella no quería más mentiras, ni más secretos. Quería vivir, reír, y bastaba que ese hombre pronunciase una palabra para que la hiciese sentir viva. Nunca había deseado tanto nada ni a nadie.
—Esto es una idea muy mala —susurró Kitty—. Debes irte.
Él respiró profundamente varias veces.
Ella rezaba en silencio.
Leam se volvió hacia la puerta. Kitty notó que le temblaban las rodillas. Se desplomó sobre la cama, tapándose la cara con las manos. La puerta se cerró. Se oyó el ruido del pestillo. Kitty creyó que le estallaría el corazón.
Él se acercó y la tomó firmemente por los hombros, obligándola a tenderse boca arriba. A continuación se puso a horcajadas sobre ella, apoyando las rodillas en el colchón. Se miraron a los ojos, respirando agitadamente.
—Dime que no —susurró él.
Kitty no podía.
Sin dejar de mirarla, él la instó a abrir las piernas y aumentó la presión sobre su cuerpo.
Kitty temblaba. Aquello iba demasiado rápido, no tenía nada que ver con su vida, con sus principios estrictos y su compostura habitual. Era el cuerpo de un hombre restregándose con el suyo desde sus pechos hasta los tobillos. Un hombre impresionante cuyos ojos ardían de deseo.
—Sí, oh, sí —musitó ella, casi sin aliento, mientras sentía la presión de sus caderas.
Su cuerpo era un volcán de sensaciones. Sentía la erección de Leam, caliente y dura contra ella. Con los ojos entornados, Kitty gemía suavemente, y por fin levantó las rodillas para atrapar las caderas de él, mientras con las manos buscaba su cintura. Leam empezó a moverse encima de ella, empujándola contra el colchón, mientras ella gemía de placer y se movía debajo de él.
—Esperas más que esto, ¿verdad? —susurró él muy cerca de sus labios. Kitty experimentaba todo un mundo de sensaciones. Sentía la mano de él rodeándole la pantorrilla, moviéndose bajo el corsé, acariciándole el muslo. Soy yo —dijo Leam con voz áspera, tan caliente como el cuerpo de ella.
—Sí —repuso ella con un hilo de voz, y tras un suspiro añadió—: Si me complacieras…
Él le quitó lentamente el corsé por encima de la cabeza. Luego hizo lo propio con su camisa por debajo de los brazos, se tendió sobre los pechos desnudos de ella y buscó sus labios con la boca.
Ella sintió que se ahogaba al contacto con su piel, sus firmes pectorales contra sus pezones. Resultaba desconcertante y espectacular. La lengua de Leam profundizaba en su boca con premura, sus manos acariciaban sus pechos, las curvas de la cintura y las caderas. Él se restregaba cada vez más contra Kitty, liberando en ella una cascada de placer y deseo. Ella bebía de él, hambrienta de su lengua, que se deslizaba hacia dentro y hacia afuera de su boca, para mordisquearle luego los labios y hacerle desear más.
Él se incorporó y paseó la mirada por su cuerpo, de la cabeza a los pies. Kitty contuvo la respiración y volvió la cara. Sabía lo que él diría. Lo había vivido antes con Lambert Poole.
—Por favor, no…
—Tu cuerpo es una obra de arte, Kitty Savege —dijo Leam, respirando profundamente, mientras le acariciaba las caderas con su fuerte mano—. Es… absolutamente perfecto —añadió.
Kitty no podía respirar. El hombre que le hablaba no era el mismo que ella se había llevado a la cama. Sus palabras eran bonitas, intensas y suaves, el rudo acento escocés se había esfumado por completo.
Abrió la boca.
—Pe… Pero… —tartamudeó.
—No —la interrumpió él con tono perentorio.
Kitty lo agarró por los hombros y lo empujó hacia atrás.
—Pero… ¡Sí! —dijo. Se arrastró para salir de debajo de él, apartándolo con una mano mientras con la otra cogía rápidamente una punta de la colcha para cubrirse.
—Kitty…
—¿Qué has dicho? —dijo ella entre jadeos—. ¿Por qué hablaste de ese modo?
Los ojos de Leam eran un lago oscuro de deseo.
—Kitty, amor —dijo con voz entrecortada—, no sé ni lo que digo, pero si de algo estoy seguro es de que necesito estar dentro de ti.
Kitty soltó un gemido y se oyó susurrar:
—Muy bien, pues hagámoslo.
Leam se tendió encima de ella, deslizó las manos a los lados de sus pechos y con la yema de los pulgares comenzó a acariciar sus pezones. Kitty volvió a gemir. Metió las manos por debajo de los pantalones de él y le apretó los glúteos. Entretanto, él desplazó una mano hasta la entrepierna de Kitty y hundió un dedo en ella.
—Kitty —gimió él, hundiendo aún más el dedo mientras ella se agarraba a las sábanas.
Él la acariciaba y ella temblaba ante aquel tacto perfecto, sublime. Él sacó el dedo pero ella jadeaba pidiéndole más. Por lo tanto, volvió a entrar de nuevo en ella, que temblaba mientras él la excitaba con sus movimientos. Ella arqueó el cuerpo, suplicando más.
Él le besó la boca, el cuello, el valle entre los pechos, y después los duros pezones, arrancando más gemidos de ella, que creía que enloquecería de deseo.
—Necesito tenerte, ahora mismo —profundo, macizo, perfecto, una fantasía de palabras y ritmo.
Él se quitó los pantalones y se ubicó entre sus piernas, tras separarle suavemente los muslos con las manos. Kitty sentía la presión de su miembro enhiesto, lo que hacía que se abriera aún más. Era como una dura invasión, cautivadora y casi insoportable a un tiempo.
Después, todo fue una delicia. Perfecto.
Él gemía, ella era su eco. Con cada suave impulso de Leam, Kitty experimentaba una agonía de placer tormentoso. Entraba y salía. De nuevo más adentro, y otra vez. Cada penetración era mejor que la anterior. Ella se estremecía, se acoplaba al ritmo de él, mientras le pasaba una pierna por la cintura para intentar acercarlo más.
Pero Leam no se lo daría todo. Ella se debatía debajo de él, se deslizaba entre las sábanas y volvía a acoplarse. Él la acariciaba suavemente con sus grandes manos.
—Por favor —musitó Kitty.
—Vainement je m’éprouve.
Kitty abrió los ojos y los fijó en los de él, que eran casi negros. Leam la besó con pasión y le susurró junto a los labios:
—¿Esto es lo que estabas esperando, muchacha? —salió por un instante de ella y volvió a penetrarla. Sus gemidos se mezclaban. Él la satisfacía por completo. Ella no quería que se retirara. No quería que aquel tormento terminara.
Leam, que lo sabía, dijo:
—Esto sólo es el principio.
—Haz que dure —imploró ella mientras movía las caderas para sentirlo profundamente, al tiempo que hundía los dedos en sus nalgas.
—Para ti y para mí, para los dos, amor —Leam interrumpió sus caricias, salió de ella y volvió a penetrarla. De nuevo, más fuerte con cada penetración y un poco más profundo cada vez, acariciándola por dentro. Él encontró su centro. Kitty se estremeció, restregándose contra él, que aceleró el ritmo de las penetraciones hasta oírla gemir. Ella se mordía los labios para contener sus gritos. Él le tapó la boca con un beso y, con voz áspera y profunda, dijo:
—Contre vous, contre moi.
—Oh, Leam… —Kitty sintió que la empujaba contra el colchón—. ¡Ahora, sí! —el éxtasis se apoderó repentinamente de ella. Sus gemidos de placer se confundían con los de Leam, cuyas manos agarraban sus caderas mientras se erguía más sobre ella. Kitty lo recibía, se estremecía con sus rápidas arremetidas y lo sentía grueso y potente. Él presionaba fuertemente con sus caderas dentro de ella y por fin, en una intensa espiración, se quedó totalmente inmóvil.
Ella exhaló un suspiro entrecortado. Él se dejó caer sobre ella, presionando sus pechos con su tórax. Kitty apartó los brazos que rodeaban su cintura. Leam tenía la piel de las manos húmeda, y los latidos de los corazones de ambos sonaban ensordecedores.
Finalmente, Leam salió de ella y rodó sobre su espalda, mientras cogía un mechón del cabello de Kitty entre los dedos. Volvió la cabeza hacia ella y la miró. Kitty se apartó de él, doblando las rodillas hacia arriba para acercarlas a su pecho. El mechón escapó de la mano de Leam.
Durante unos largos y silenciosos minutos reposaron así, él acariciándole delicadamente un hombro, mientras ella se estremecía debido al frío que hacía en la habitación, y que sólo ahora advertía.
—¿Te referías a esto? —preguntó ella finalmente—. Cuando olvidaste tu acento escocés…
—Yo no sabía, muchacha —repuso él en escocés.
—No te creo —Kitty decidió que le pediría una explicación, pero esperaría al día siguiente. En ese momento de satisfacción prefería no hacerlo—. ¿Qué se supone que viene ahora? —añadió, cada vez más confusa. Nunca le había dado eso a un hombre, ese desenfado.
Él le dirigió una mirada que era todo dulzura; una dulzura que, de algún modo, a ella no le sorprendió.