Cuando un hombre se enamora (15 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Leam se quitó los zapatos. Parecía lo más aconsejable. Evidentemente no había sido una buena idea, pero en estos momentos ya no podía echarse atrás. Deseaba más verla desnuda que respirar.

Las cartas iban de la mesa a las manos, de las manos a la mesa. Leam continuó perdiendo. Tras sus medias salió el pañuelo de su bolsillo, seguido de su reloj.

Kitty fijó la vista en este último, que estaba sobre la mesa.

—No está jugando precisamente bien, milord. ¿Qué será después, la tabaquera?

—Ni lo sueñes —quizá sólo deseaba hacerlo quedar como un tonto, pero sus ojos seguían iluminados y le temblaban los bonitos labios—. Te estás preparando para dejarme en calzones y aun así sujetarlos bien, ¿no es así?

—No me estoy preparando para nada. Sólo juego a cartas, y tú estás perdiendo.

—He estado dejándome ganar.

—Lo dudo.

—Reparte las cartas.

En esa mano Leam le ganó los pendientes. Ver cómo se los quitaba era como contemplar un espectáculo, la inclinación de su hermosa mandíbula, la curva de marfil de su cuello, el hábil movimiento de los elegantes dedos. Kitty dejó los pendientes en la mesa y dijo, sin mirarlo a los ojos y con cierto temblor en la voz:

—Muy impresionante, pero será la última vez.

Sus zapatos fueron lo siguiente, y luego el chal. Leam no podía ver del cuerpo de ella más de lo que veía antes, pero a medida que Kitty se despojaba de sus prendas sus mejillas se sonrosaban cada vez más y sus manos no paraban de moverse.

—Mi baza —murmuró él, y arrojó sobre la mesa un rey que puso fin a la racha de corazones de ella.

—Hum. Debería pedirte que apartes la mirada, pero parece absurdamente remilgado dadas las circunstancias.

No obstante, Leam apartó la mirada.

Al cabo de un minuto, ella dijo:

—Muy bien.

Sobre el montón que formaban los zapatos y el chal ahora descansaba un par de medias de fina lana y de un color discreto, ideales para viajar. Leam había visto medias de seda fina como el agua, las había quitado de piernas femeninas a las que apenas cubrían. Pero la visión de aquel par le hizo sentir algo que nunca antes había sentido.

Las piernas desnudas de Kitty Savege asomaban ahora por debajo de su falda.

Debía conseguir esa falda.

Volvió a replantearse su estrategia.

Kitty le ganó el abrigo. Mientras Leam se lo quitaba y lo dejaba a un lado, ella respiró hondo.

—Te dije que ganaría —su dulce voz había perdido toda suavidad—. No debes jugar contra oponentes a los que no conoces. ¿Nadie te lo dijo antes?

—Te ganaré, ya verás.

—No, no lo harás.

Pero lo hizo. Los ojos de Kitty reflejaban reticencia e impaciencia. El día había sido muy largo, y al parecer la noche no lo sería menos. Pero la ligeramente indecisa rendición de Kitty ahora lo estaba llevando a la perdición como nada lo había hecho jamás. La mezcla de inocencia e intimidad le resultaba embriagadora. Estaba hechizado, verla a ella era presenciar el paso lento del carruaje más elegante que iría a estrellarse por voluntad propia.

—Nueve —dijo ella—. No puedes mejorarlo. ¿Tu chaleco?

Él se lo quitó ante la atenta mirada de Kitty. Leam colgó su bolso del brazo de la silla, sin levantarse de esta.

No tenía ni idea de cómo ella pudo ganarle la mano con la mirada fija en la pechera de su camisa, a menos que fuera porque él ya no miraba sus cartas en absoluto. Sus ojos tormentosos se abrieron aún más cuando él se desabotonó la prenda de lino y procedió a quitársela.

Kitty no podía disimular la satisfacción que sentía. El corazón le latía con tanta fuerza que por un instante creyó que iba a estallarle en el pecho. Pero como ella parecía estudiar con gran interés el fuego menguante en la chimenea, Leam no hizo nada por ocultar su semidesnudez. El aire frío le rozaba los hombros. Se retrepó en la silla y cogió las cartas para barajar.

—Tal vez sea mejor que lo dejemos aquí —dijo Kitty, casi sin aliento—. Después de todo, lady Emily y los caballeros están justo arriba, y los señores Milch al otro lado de la cocina.

Podía mencionar otras muchas razones, pero en cualquier caso ya existían antes de que comenzara aquel juego.

—Todos están en la cama, muchacha. Pero si ya has tenido suficiente por…

Kitty se volvió hacia él, y sus ojos estaban velados por nubes de confusión. Deslizó la mirada por su pecho, tan intensamente que Leam sintió como si lo tocara. Pero quería que lo hiciese de verdad. Necesitaba sentir sus manos sobre él.

—Creo que te toca repartir a ti —lo interrumpió Kitty.

Capítulo 10

Él repartió, ante la mirada de inquietud de Kitty. Había sido un idiota al proponer ese juego, pensó Leam, pero ahora no podía dejarlo.

—Tienes un as —señaló ella.

—¿Estás segura?

—Bastante. Pero… —Kitty pestañeó rápidamente varias veces.

—¿Pero?

—Pero si ganas la baza, como me imagino que lo harás, ahora seré yo quien pierda algo.

—Así es.

—No me refiro al vestido, pues ya te he dicho que tengo la intención de recuperarlo —sus mejillas ardían—. Quiero decir…, que no puedo quitármelo sola. Hay una serie de botones, en la espalda, que no alcanzo…

Leam tiró el as, seguido por un rey, una dama, una jota y un diez. Ella no tenía nada para igualarlo.

—Mi problema es cómo quitármelo —murmuró. Se puso de pie y se volvió de espaldas a él.

Leam estaba como pegado a la silla.

Kitty lo miró por encima del hombro, enarcando las finas cejas.

—No me echaré atrás —declaró—. Tengo valor para esto —las palabras parecían deslizarse por sus labios como el agua, y sus hombros se hundían como si se le escapara un suspiro. Sonreía, con una sonrisa de gozo juvenil y de simple placer.

«
Dios bendito, ¿qué estoy haciendo?
», pensó Leam.

Se puso de pie y se acercó a ella.

El cabello de Kitty, recogido en una gruesa trenza, cubría justo por encima el cuello del vestido. Leam puso sus dedos en la suave curva de la base del cráneo, seductora, de piel pálida. Una pulsación de seda se notaba por debajo, y cogió la trenza con la mano.

—¿Qué estás haciendo? —susurró ella.

—Paso a paso —soltó un pasador con joyas incrustadas y la brillante cabellera se derramó como una ola en su mano.

Leam contuvo la respiración.

—Yo no quería… —dijo ella.

—¿Y qué es lo que sí querías, muchacha? —la fragancia de Kitty, a cerezas maduras y madera ahumada, se enredó en sus sentidos. Se inclinó más hacia ella. Más cerca de la divinidad. Más cerca de la condena de un alma ya maldita. Aspiró con fuerza aquel perfume.

—Yo, honestamente, no lo sé —se apresuró a responder ella—. Pero creo que deberías ayudarme a desabrocharme el vestido. Después puedes volver a tu sitio.

Leam sonrió. Esa mujer lo cautivaba.

—¿Crees que te voy a ganar la siguiente mano?

—Claro.

—¿Dónde está ahora la confianza en tu juego?

—En mis zapatos, encima de esa silla, diría yo —respondió Kitty—. Ahora, desabrocha el vestido, por favor.

Él extendió su mano por la espalda de ella, después pasó la otra alrededor del hombro y la atrajo hacia él rozando la mejilla contra su cabello.

—De modo que podríamos decir que ya has perdido la mano.

Ella parecía aguantar la respiración.

—Eso no sería jugar limpio.

Leam soltó delicadamente el botón superior. Después el siguiente, y así sucesivamente. El vestido se abrió por completo bajo su cabello suelto, que Leam tenía que hacer a un lado una y otra vez.

—Eso será suficiente —dijo ella con tono aparentemente tranquilo, quieta como una estatua—. Ya puedo sola con el resto.

Leam retrocedió ante aquella mujer con su vestido desabrochado y el cabello suelto que caía como una cascada sobre sus hombros. A punto estuvo de derrumbarse en la silla, como si las piernas no lo aguantaran.

Sin embargo, se sentó con cuidado. Ella lo imitó y cogió las cartas de nuevo. Él lanzó una carta inmejorable.

Mientras la miraba en silencio, cubierta con el vestido abierto, no se atrevía a hablar, ni a moverse, ni a respirar. Ella se puso de pie e hizo resbalar las mangas por sus hombros sin ninguna intención de seducirle, aun cuando lo seducía mucho más de lo que era capaz de imaginar. Empujó el vestido por encima de las caderas de curvas suaves, se lo quitó y lo dejó encima de la silla.

—En realidad, estaba cansada de llevarlo puesto.

Él sentía la garganta seca.

—Es un bonito vestido.

—Pues creía que no te gustaba.

La belleza de Kitty superaba toda exquisitez, desde sus mejillas sonrojadas hasta los esbeltos tobillos que se insinuaban bajo las enaguas.

—Soy un sinvergüenza por sugerirte esto.

Ella sonrió y lo miró fijamente a los ojos.

Como si ella no quisiera…

La excitación animó sus ojos y un apetito con el que él sólo había soñado. Él repartió. Ella igualó la mano pero a continuación un vistazo a sus cartas le confirmó que él ya había ganado. Se las mostró, se levantó y rodeó la mesa. La tomó por los hombros y la atrajo hacia él. Ella suspiró, sus pestañas se agitaron.

—Puedo quitármelo yo sola —dijo Kitty con un hilo de voz, entreabriendo apenas los labios, unos labios a los que Leam se sentía capaz de escribir diez odas y una docena de sonetos. Si ella hubiera abierto de nuevo los ojos él habría podido componer una epopeya en verso. Él sentía como un fuego el suave tacto de la ropa interior de seda de Kitty en su propia piel.

—Como prefieras —dijo Leam mientras con el dorso de los dedos rozaba la puntilla ahí donde limitaba con la sedosa piel de sus pechos. A través de la tela la profunda abertura central era como una invitación al cielo. Ella tragó saliva con dificultad, respiró hondo, tensando la tela de la prenda que cubría su torso, y susurró:

—O quizá tú puedas…

Las cintas cayeron sobre las manos de Leam, la tela amontonada, la ropa a un lado… Él sostenía sus brazos por encima de la cabeza, sintiendo el cuerpo de ella sobre su piel. Kitty echó la cabeza hacia atrás.

—Dime que esto no es real —susurró—. Dime que me lo estoy imaginando.

Él bajó las manos hasta su cintura y hundió la cara en su cabello.

—Pues entonces somos dos —Leam se apretó contra su cuerpo y notó las rígidas varillas del corsé—. A pesar de estas horribles varillas —añadió.

—Todavía no has ganado la partida —dijo ella.

—Lo haré —repuso él mientras tiraba de los lazos del corsé.

—Eso no sabes hacerlo —dijo Kitty.

Él se echó hacia atrás y algo le hizo hablar, algo imprudente e impetuoso como la juventud.

—¿Quieres comprobarlo?

Ella abrió la boca pero no emitió sonido. Finalmente, dijo:

—Esto no es normal, ¿no crees? Quiero decir, esto… entre nosotros, tan rápido e… inapropiado.

Él le puso un dedo debajo de la barbilla y, levantándole el rostro, la obligó a mirarlo.

—Tú no eres normal, muchacha.

—Eso no responde a mi pregunta —dijo Kitty, temblando bajo su contacto—. Yo no he provocado esto, y lo sabes. A menos que creas que…

Él capturó su hermosa boca bajo la suya y la hizo callar. No quería saber nada de lo que había o no había hecho. Sólo quería sentir que ella lo deseaba.

Pero aquel beso era, simplemente, la menor de sus caricias. Él la incitó a separar los labios, y ella le dio lo que tanto esperaba, su lengua dulce y el interior húmedo y cálido de su boca. Leam profundizó en su beso hasta que ella lo tomó de los hombros y presionó hasta que él empezó a sentirse débil de tan excitado como estaba. Leam deslizó entonces una mano hacia arriba y tocó uno de aquellos pechos perfectos.

Ella gemía, era una expresión suave de placer y una invitación. Él acariciaba su piel tersa, sedosa, hasta que por fin introdujo un dedo por debajo del corsé.

—Sí —dijo ella entre jadeos—. Oh, sí…

Él continuó acariciándola, excitándola cada vez más. Bajo sus manos Kitty era todo lo bella que él podía desear y se abría por momentos al placer. Su cuerpo respondía con sublime impaciencia femenina, revelaba su necesidad con pequeños movimientos, y Leam se sentía sin aliento. Bajo las manos de Kitty, hasta el último músculo de su cuerpo se tensaba. No había pasado tanto tiempo desde que estuviera con una mujer, pero no recordaba haber sentido esa pasión, ese impulso cegador de cogerla por la cintura, tenderla en el suelo y poseerla sin dilación. Al final iba a resultar ser el bárbaro que desde hacía años todos creían que era, con un apetito feroz por una mujer y la ciega intención de hacerla suya.

Kitty fue bajando las manos por su pecho, gimiendo suavemente, y él introdujo la lengua todavía más profundamente en su boca. Ella era un dama y él estaba tratándola como a una prostituta. Importaba poco lo que dijeran los rumores. Kitty Savege no era nada de eso. Su tacto de deseosa excitación y los suspiros de dulce inocencia se lo transmitían.

Él no debería estar haciendo eso.

Interrumpió el beso. Esta vez ella no se lo impidió. En cambio, permaneció temblorosa, mirándolo fijamente a través de sus densas pestañas.

Sin soltarle los hombros, él se obligó a hablar.

—Sería mejor que nos diéramos las buenas noches, muchacha.

Kitty, cuyos jadeos remitieron y cuya respiración se suavizó, repuso:

—Sí, supongo que tienes razón —se pasó la punta de la lengua por su labio inferior. Leam contuvo un gemido. Por Dios, él quería saborearla eternamente. Lamer cada centímetro de su boca y su garganta, sus hermosos pechos, las palmas de sus manos y su caliente feminidad.

—Pero… ¡No! —exclamó ella de repente, casi sin aliento—. Lo que intento decir es: ¿qué haces? —su voz sonaba nerviosa—. ¿Sólo me estás excitando?

—Me estoy reprimiendo por ti —pero ¿qué estaba diciendo? No quería reprimirse, sino llevarla arriba, a su cama, y hacer con ella todo lo que había estado imaginando y más, mucho más. Después la dejaría en aquel pueblecito y regresaría a Escocia y a la cordura.

Dejó caer las manos a los lados del cuerpo y se echó hacia atrás.

—Bien. Entonces, buenas noches, milord —Kitty recogió sus ropas y subió la escalera deprisa.

Leam tragó saliva con dificultad, no una sino varias veces, pétreo como lo que ocultaban sus pantalones. Dio un paso hacia delante, pero se detuvo.

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