Él levantó la vista.
—No me da miedo un ratón —dijo ella con tono impulsivo.
Se hizo el silencio durante el momento en que se miraron mutuamente, como ocurre cuando un caballero y una dama que apenas se conocen cruzan una mirada sin darse cuenta.
—¿Qué le asusta entonces, milady?
—Pocas cosas —respondió ella mientras sentía latir aceleradamente su corazón ante la presencia de un hombre guapo y corpulento tan cerca de su cama. Un caballero con títulos que hablaba como un bárbaro y había ayudado a un chico a quitar nieve. Un hombre de una lealtad escocesa tan firme que toda la sociedad sabía que aún guardaba luto por la horrible pérdida de su amada hacía unos años, y a quien le atraía flirtear por simple diversión.
Sin embargo, la trágica historia de lord Blackwood carecía de relevancia para Kitty.
Sí lo fue una noche, hacía tres años, cuando él la miró como si pudiera ver su alma sin articular palabra, explicándole en silencio que no podía dejarse llevar por aquella debilidad y que se merecía algo mejor. Esa noche ella dejó atrás la ira que le producía Lambert Poole. Se liberó por fin de los juegos perversos.
Apartó la vista y dijo:
—Sus perros parecen haber encontrado algo.
El animal olisqueaba tras un viejo arcón de madera.
El conde cruzó la habitación, se agachó y puso la mano en el cuello del perro. El compañero de este metió la cabeza entre ambos. Lord Blackwood lo apartó con el codo, suavemente. Su espalda era amplia, sus omoplatos pronunciados, los músculos de los muslos se revelaban bien marcados a través de los pantalones. Kitty, cada vez más acalorada, sintió que le faltaba el aliento. Aquello tenía que ser pasión.
Debía huir. Eso no le podía estar pasando. Esa insensatez. Esa preocupación. Era irracional, absurdo. Sin embargo, su cuerpo, la mera presencia masculina…
Como atraída por una fuerza incontrolable, se acercó a él, que en ese momento empujaba el pesado arcón para apartarlo de la pared.
—Sí. Ahí está el agujero —lord Blackwood se puso de pie de repente y quedó tan cerca de ella que sus pies casi se tocaban—. Habrá que taparlo —añadió, a pocos centímetros de la boca de ella.
Kitty tragó saliva con dificultad para aliviar el nudo que tenía en la garganta.
—Pediré al señor Milch que lo tape adecuadamente —dijo—. Muchas gracias, milord —retrocedió hacia la puerta.
Él se acercó con dos pasos y tendió la mano hacia el pomo para abrirla. Ella se apartó. Él la intimidaba con sus oscuros y grandes ojos, mirándola en silencio con extraordinaria intensidad.
—¿Qué mira, milord?
—Estoy mirándote a ti, muchacha —su pecho estaba tan cerca que los senos de Kitty se agitaban como si fueran conscientes de la cercanía de aquel hombre.
—Entonces, debería mirar conservando las distancias —Kitty sentía la garganta como un desierto. Le ardían las entrañas. Tenía miel en su interior.
¿Era posible que estuviese pasando?
Él miraba fijamente su boca.
—Te busco a ti, muchacha.
—No soy ninguna muchacha.
Él pronunció algunas palabras en escocés que a ella le resultaron incomprensibles.
—No tengo la más remota idea de lo que acaba de decir.
—Enseguida te lo enseñaré —tendió la mano hacia su tierna y cálida mejilla y la acarició.
Kitty sintió que se quedaba sin aliento. Él hundió la mano en su cabellera. Despacio, muy despacio, con la yema del pulgar de la otra mano acarició sus labios.
Ella suspiró. Nada podía detenerlo, tampoco cuando le sostenía el cuello y la obligaba a echar la cabeza hacia atrás.
—Debería ser muy fácil resistirme… —dijo Kitty con una voz extrañamente firme aun cuando sentía que el corazón había dejado de latir en su pecho y las rodillas no la sostendrían por más tiempo. A lo largo de su vida había rechazado a hombres en circunstancias parecidas. Muchas veces. Sabía cómo hacerlo, aun cuando se encontrara lejos de la civilización, en medio de una tormenta de nieve en la montaña. El enardecido abandono de sus reticencias la hizo enfrentarse a otra clase de reto.
—¿Serás capaz de hacerlo?
Kitty sentía su aliento junto a la calidez de su tacto. Olía a pino, a nieve y a cuero.
—Pues… —pestañeó, cada nervio de su cuerpo se concentró en la dulce y lenta caricia de aquel dedo pulgar. Intentó no acercar su boca a la mano—. Supongo que no estará acostumbrado a que una dama se resista a sus encantos, ¿verdad?
—Normalmente, no —los ojos de lord Blackwood parecían arder—. Eras tú quien me miraba.
—Usted… —a Kitty se le quebró la voz. Se aclaró la garganta y agregó—: Le gustaría creerlo, ¿no es así?
Él escudriñó su cara, su cuello, su cabello. Ella se estremeció. La miró a los ojos de nuevo. Él se puso serio y dijo con voz queda:
—Sí. Me gustaría.
—En ese caso, le pido perdón por decepcionarlo —ella no debía permitir que su voz temblase como sus entrañas. No podía ponerse en evidencia. Ella era lady Katherine Savege, solterona imperturbable e inaccesible para los hombres—. Ahora, milord, su tarea aquí ha terminado. Puede marcharse.
Él apartó la mano de su rostro, y Kitty se sintió enardecida y sin aliento, como una mujer que desea ser besada.
Él abrió la puerta. Emily estaba fuera, a punto de llamar.
—He venido para pedirte aquel folleto sobre comercio, Kitty. Ned me dijo lo del ratón. ¿Lo habéis encontrado? —bajó la vista hacia los perros.
Kitty tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para hablar.
—El perro de lord Blackwood ha descubierto un agujero en el suelo, que habrá que cubrir cuanto antes —se alisó la falda—. Gracias por su ayuda, milord.
—Milady —él asintió, salió y se encaminó hacia la escalera. Los dos grandes perros lo siguieron.
—¿Kitty? —dijo Emily, mirando al conde alejarse—. ¿Qué hacíais lord Blackwood y tú aquí dentro con la puerta cerrada?
—Nada en absoluto —respondió, aunque su sangre y todo su cuerpo decían lo contrario.
Leam se pasó una mano por la cara, pensando en lo bien que le iría echarse un poco de nieve dentro de sus calzones. La piel de aquella mujer era suave como la seda, sus ojos brillantes, su boca generosa, una pura fantasía. Un hombre sólo necesitaba un vislumbre de su lengua rosada para imaginar gran parte de lo que no debía pensar de una dama de su valía. Imaginar lo que su lengua le podía hacer y el sitio exacto en que…
Cogió la pala, una herramienta pensada para el estiércol, pero que funcionaría.
Nada más tocar su piel y mirar sus ojos anhelantes se dio cuenta de su error. Je reconnus Vénus et ses feux redoutables. Sí, había reconocido a Venus y sus temibles fuegos. Muy bien, de hecho.
Había ido a su habitación para acariciarla. Sólo para eso.
Ella no tenía miedo de un simple ratón. Lady Katherine Savege, de hecho, no le temía a nada, y así lo había admitido de forma por demás explícita.
Y ahí estaba él, a punto de echarse una paletada de nieve en la entrepierna a causa del tacto de la piel de una mujer en sus manos.
Desde el otro lado del establo le llegó un aullido de Hermes, seguido del rebuzno de un burro. Ahora la nieve caía ligeramente y la forma de la sombra de Bella asomó por la esquina de la casa. Con las patas juntas y la cabeza alta, se puso a ladrar.
Leam dejó a un lado la pala y se acercó al animal. Necesitaba actividad, y Bella nunca le advertía en vano. Ella en la esquina de la casa. Su cachorro saltaba junto a un pozo abierto en la nieve.
Leam sacó el cuchillo de su funda.
El hueco era casi de la medida de un hombre tumbado y estaba cubierto por unos centímetros de nieve nueva. Alrededor se distinguían pisadas de hombres y huellas de animales. Leam echó un vistazo a los árboles achaparrados y escasos de hojas que flanqueaban el Tern. No parecía que allí hubiese sitio alguno donde esconderse, y, en cualquier caso, las huellas desaparecían.
Volvió a enfundar el cuchillo y, en agradecimiento, acarició a Bella, que restregó el hocico contra su mano.
—¿Qué pasa?
El animal se acercó al borde del hoyo. Leam apartó la nieve, revelando un bulto marrón de tela. Lo cogió y lo sacudió. Una bufanda de hombre, de cachemir.
El cachemir no era un tejido barato. No era probable que perteneciese al hombre que perseguía a Leam, al parecer un pistolero a sueldo, a menos que fuera excepcionalmente bueno en su trabajo y pidiera mucho por sus servicios.
Pero el tipo había tenido muchas oportunidades de atacarlo, tanto en Londres como en el trayecto desde Bristol, e incluso esa misma mañana.
Debajo de la bufanda, medio ocultos por la nieve, había un puñado de monedas y una cadena, rota, de gruesos eslabones dorados. Debieron de caérsele al dueño de la bufanda, pensó, quien, por otra parte, sólo había llegado a unos metros de la posada.
Se guardó todos aquellos objetos en el bolsillo y se abrió paso por la nieve hasta el establo. Dentro todo crujía a causa del frío y olía a caballos y a heno. Hermes fue derecho hacia el galés, quien estaba tumbado en un banco, boca arriba y con una botella en la mano.
Tras dejar atrás los somnolientos caballos de tiro y los rechonchos asnos, Leam se dirigió hacia la casilla de su caballo.
—¿Te apetece una prenda de punto tejida a mano primorosamente?
—No me hace falta, tengo whisky —dijo Yale—. ¿Te apetece un trago?
—Me están siguiendo —dijo Leam.
Yale cerró los ojos y se presionó el tabique de la nariz con el pulgar y el índice.
—¿Cómo sabes que no es a mí a quien siguen?
—Si alguno de tus enemigos quisiera matarte, no lo dudaría —Leam depositó la bufanda cerca de la botella de whisky.
—Eso es cierto —Yale cogió la bufanda—. Pero ¿asesinarte a ti? Quizá sólo quiera información, como solíamos hacer nosotros —enarcó una negra ceja negra por encima de un ojo perfectamente perfilado—. O quizá sea
la Dama de la Justicia
que quiere dar caza a todos los de Dover Street para revelar nuestro objetivo.
—¿En medio de una tormenta de nieve, en Shropshire?
—¿Y en medio de un monzón bengalí? —Yale arrojó la bufanda—. Acuérdate de aquel tipo de Calcuta que siguió tu rastro por la jungla.
Leam sacudió la cabeza y entró en la casilla de su caballo.
—No tengo ni idea de por qué no se ha acercado más. En cualquier caso, va detrás de mí.
Yale se apoyó contra la pared del establo y se llevó la botella a los labios.
—¿Tanto como la encantadora lady Katherine?
Leam prefirió no responder. Pero a veces tener instintos de verdadero espía, permanecer siempre alerta, constituía un maldito incordio.
—Está más cerca de lo que me gustaría, dadas las circunstancias.
—Quizá sólo tienes que esperarlo detrás de un muro y dispararle cuando aparezca. Funciona a las mil maravillas, ya sabes.
El gran caballo ruano cabeceó y Leam le acarició el suave hocico.
—¿Así es como ocurrió, Wyn? ¿Cuando disparaste a aquella chica? —Leam no conocía toda la historia, Yale nunca se la había referido. Pero sabía lo suficiente, y sabía también que su amigo nunca había bebido como desde un tiempo. Había empezado a hacerlo tras el gran fracaso de una misión.
El galés se puso de pie no sin esfuerzo, cogió la silla de montar con sus brazos y se encaminó hacia la casilla de su caballo. Leam advirtió, por el brillo de sus ojos, que estaba medio borracho. Durante años se habían llevado a las mil maravillas juntos: Yale, el borracho, y lord Uilleam Blackwood, el hombre con un hueco en lugar de corazón.
Yale entró en la casilla y le puso la silla de montar a su hermoso caballo negro. Era un animal elegante, fuerte, un purasangre.
—¿Vas a montar, Wyn? —preguntó Leam con suavidad—. No es muy aconsejable con este tiempo.
—Cuando me has llamado por mi nombre de pila, Leam, intentabas echarme un sermón. Te lo ahorraré. Adiós —tensó la cincha de su montura y cogió la brida.
—Podría tumbarte de un puñetazo y obligarte a dormir la mona.
—No podrías, viejo.
—No he sentido el deseo de hacerlo en años. Pero ahora estoy tentado.
Yale deslizó el bocado en la boca del caballo y lanzó las riendas por encima del cuello. Sacó el caballo del establo, sus cascos resonaban en el suelo de madera cubierto de paja esparcida.
—¿Intentas matarte tú o matar al caballo? —dijo Leam.
El galés abrió la puerta del establo y montó entre los lentos remolinos de nieve que revoloteaban sobre los tejados.
Leam lo siguió.
—No seas loco, muchacho.
—Guárdate los sermones para tu hijo, Blackwood. Aún es lo bastante joven para aprovecharlos —picó con las espuelas los flancos del caballo, que se adentró con cautela en la ventisca.
«
Su hijo
».
—¡Vas a dañar las piernas del animal, idiota! —el viento se llevó la voz de Leam. Sin hacerle caso, el hombre de negro y su caballo desaparecieron tras la esquina del establo.
Maldiciendo por lo bajo, Blackwood se dirigió a la posada. Se sacudió el abrigo y empujó la puerta. Bella y Hermes entraron tras él. A continuación cerró de un portazo. Se quitó los guantes y lanzó el abrigo sobre el perchero. Estaba furioso.
Todo cuanto sentía era ira. Su permanencia en el
Club Falcon
no había tenido nada que ver con ello, nada en absoluto, aunque había sido la causa de que se incorporara cinco años atrás. Para deshacerse del sentimiento de pena y culpabilidad y canalizar tanta furia. Para liberar su ira mientras se mantenía ocupado.
Qué estupidez. Se fue lejos de su casa, de la casa donde había transcurrido su infancia, demasiado lejos, sin lograr otra cosa que su propia alienación.
Su hijo.
Entró en la sala.
Lady Katherine estaba de pie frente a la ventana. Esta se encontraba abierta y la fría brisa sacudía su falda. Pero no parecía notarlo. Volvió la mirada hacia él, nuevamente con expresión de cuestionarlo.
Él reemplazó su ira por la calidez de una amabilidad totalmente diferente, humilde e insistente. Por Dios, aquellos ojos podían volver loco a un hombre.
—Si lo desea —dijo, tratándola nuevamente de usted—, ensillaré mi caballo y buscaré por el camino.
—¿A nuestros sirvientes?
—Sí.
—¿Haría eso cuando justo acaba de decirle al señor Yale que no debería montar con este tiempo?
—Sí —quería complacerla y ver brillar sus ojos de deseo como había ocurrido en la habitación—. Y usted quiere que lo haga.