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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (32 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—Vale.

Pasamos dos cruces más de ese modo, pero en el siguiente vi que ella echaba un vistazo a la calle por la derecha y, acto seguido, retrocedía y corría hacia mí. Me bajé del camión de un salto y corrí a su encuentro. Jadeó una sola palabra: «patrulla», juntas saltamos una valla baja que daba al jardín frontal de una casa. Justo enfrente teníamos un enorme y viejo eucalipto. Estaba tan nerviosa que me sentía incapaz de ver nada más. Mis ojos y mi mente se concentraron completamente en él; nada más existía para mí en ese instante. Trepé por él como una zarigüeya, sin sentir dolor a pesar de estar arañándome las manos. Fi me siguió. Ascendí unos tres metros hasta que oí unas voces, procedentes de la esquina, que me frenaron. Moviéndome con el máximo sigilo, centímetro a centímetro, trepé por una rama para echar una ojeada. No sabía si subir hasta allí había sido un error o no. Recordé que papá, una vez que puso un parche grande y feo en un agujero que habían hecho las zarigüeyas en el alero del tejado, me dijo «El ojo humano no mira por encima de su propia altura». En aquel momento deseé como nunca en mi vida que así fuera. El problema era que, si al final nos veían, no seríamos como zarigüeyas en un árbol, sino como conejos en una trampa. Desde allí no había escapatoria posible.

Esperamos y observamos. Las voces prosiguieron por un rato, y entonces las oímos subir de tono cuando se encaminaron en nuestra dirección. Sentí una intensa desazón. Aquello señalaba el fin de nuestro gran plan. Y podía señalar el nuestro, también, porque, en cuanto vieran el remolque, su primera reacción sería aislar la zona y registrarla. Me sorprendí que no lo hubieran visto ya. Habían dejado de hablar, pero aún oía el rumor de las botas. Mi mente iba a cien por hora; demasiados pensamientos cruzándola a demasiada velocidad. Intenté retener alguno para ver si sugería alguna forma de escapar de allí, pero el pánico me impedía concentrarme en nada excepto en el árbol. Poco a poco, por la presión que sentía en la pierna izquierda, me di cuenta de que Fi me sujetaba como una zarigüeya colgada de una rama poco estable. Me apretaba tanto que estaba segura de que me saldrían moretones. Entonces vi un movimiento a través del ramaje y, unos instantes después, los soldados entraron lentamente en mi campo de visión. Eran cinco, tres hombres y dos mujeres. Uno de los hombres era mayor, al menos de cuarenta años, pero los otros dos debían de tener unos dieciséis. Las mujeres tendrían unos veinte. Avanzaban con mucha parsimonia, dos por la acera y tres por la calzada. Habían dejado de hablar entre sí y caminaban distraídos, mirando a su alrededor o bien al suelo. No parecían muy marciales, y supuse que eran soldados de leva. El camión cisterna estaba al otro lado de la calle, a unos cincuenta metros de donde estaban ellos. No podía creerme que no lo hubieran visto todavía, y me preparé para oír el repentino grito que anunciara el hallazgo. Los dedos de Fi me habían cortado ya la circulación de la pierna: era solo cuestión de tiempo que todo el pie, de la pantorrilla hacia abajo, cayera al césped. Me pregunté cómo reaccionarían los soldados si lo oían caer, y estuve a punto de dejar escapar una risilla histérica. La patrulla siguió adelante.

Y siguió adelante. Los soldados pasaron por delante del camión como si no existiera. Pero hasta que no estuvieron cien metros más allá, y Fi y yo nos hubimos bajado del árbol y visto a lo lejos sus negras espaldas, no nos atrevimos a pensar que estábamos a salvo. Nos miramos con una mezcla de sorpresa y alivio. Estaba tan contenta que ni siquiera mencioné los moretones de la pierna. Meneando la cabeza, dije:

—Deben de haber pensado que era un vehículo aparcado más.

—Supongo que si no han pasado nunca antes por esta calle… —dedujo Fi—. Será mejor que llame a Homer.

Eso hizo, y enseguida oí la suave respuesta de él.

—Nos hemos retrasado un poco —explico Fi—. A Ellie le apetecía subir a un árbol. En cinco minutos nos ponemos en marcha otra vez. Estamos a tres calles de distancia. Corto y cambio.

Se oyó un ronquido en el receptor, no de interferencias sino de risa, antes de que ella apagara el aparato.

Esperamos casi diez minutos por si acaso, y entonces giré el contacto y oí el estridente pitido de la señal de los frenos antes que el motor volviera a rugir. Avanzamos dos cruces más; cuando, en la última esquina, Fi me hizo la señal de seguir, apagué el motor para bajar en punto muerto hacia ella silenciosamente. Aquello fue un grave error. La señal empezó a pitar y a parpadear otra vez, lo que quería decir que me había quedado sin frenos. Acto seguido, el volante tembló y se bloqueó, de modo que me quedé también sin dirección. Intenté mover la palanca de cambios para arrancar, pero no me entró la marcha que quería y en lugar de eso se produjo un chirrido que me puso los pelos de punta. El camión se salió por la cuneta con una sacudida y empezó a desviarse cada vez más hacia la izquierda, en dirección a una serie de vallas alineadas. Recordé el aviso de Fi: «Lo que llevamos atrás es gasolina, no agua», y sentí el vértigo. Cogí la llave de contacto, la giré sin éxito, volví a girarla y, con las vallas a pocos metros, oí el precioso sonido del precioso motor. Giré el volante.

—No te pases, o se doblará en dos. —Esta vez era mi voz.

El remolque rozó algo, una fila de lo que fuera, vallas o arbustos o las dos cosas, casi se llevó por delante a Fi también, y finalmente frenó en seco a solo un metro de la esquina. Quité el contacto y luego tiré del freno de mano, preguntándome por qué no se me había ocurrido eso antes. Me recliné en el respaldo jadeando, con la boca abierta para que entrara aire por mi garganta tensa y dolorida. Fi entró en la cabina.

—Cielos, ¿qué ha pasado? —preguntó.

—Creo que acabo de suspender mi examen de conducir —respondí, meneando la cabeza.

Según el plan, teníamos que aparcar un poco más allá, detrás de uno de unos árboles de la zona de acampada. No sabía si hacer eso y arriesgarme a arrancar de nuevo el ruidoso motor, o quedarnos donde estábamos, en el lado descubierto de la calle. Finalmente decidimos movernos. Fi se desplazó hasta un punto donde tenía una buena panorámica del puente y estuvo vigilando hasta que todos los centinelas se situaron en el extremo más alejado. Habían pasado veinte minutos más. Entonces me hizo una señal y moví el camión hasta las negras sombras de los árboles.

Volvimos a contactar con los chicos y después hicimos todos los preparativos. Subimos por la escala hasta el techo de la cisterna otra vez y aflojamos las tapas de los cuatro depósitos. A continuación, metimos la cuerda en uno de ellos y la sumergimos por completo excepto por el extremo, que atamos a un asa de seguridad que había al lado de la tapa. Volvimos a bajar.

Después, ya solo quedaba esperar.

Capítulo 21

Y vaya si esperamos. Estuvimos charlando un rato en voz baja. Nos sentamos entre los árboles, de cara a las barbacoas, a una distancia prudencial del camión. Había mucho silencio. Hablamos sobre todo de los chicos. Quería saber todo lo que pudiera de Homer, y desde luego también tenía ganas de hablar de Lee.

Fi estaba totalmente encandilada con Homer. Me sorprendía mucho verla así. Si alguien me hubiese dicho un año antes, o incluso un mes antes, que pasaría esto, le habría preguntado si tenía seguro médico, porque le habría enviado directamente a un pabellón psiquiátrico. Pero allí estaba Fi, con su elegancia, su Vogue, su ropa de diseño, su mansión exclusiva, loquita por los huesos de Homer, bestia como él solo, más chulo que nadie, grafitero y rebelde sin causa. A primera vista parecía impensable. Pero ya no era ningún secreto que en ambos había mucho más de lo que yo había podido imaginar. Fi parecía delicada y temerosa, y ella misma afirmaba serlo, pero poseía una resolución que no había visto antes en ella. Llevaba dentro una fuerza especial, una llama ardiente. Como el fuego producido por la gasolina de los aviones, que arde sin ser vista. En cuanto a Homer. En fin, Homer me había dado la mayor sorpresa de mi vida. Hasta parecía más atractivo esos días, seguramente porque iba con la cabeza alta, caminaba con más confianza y se comportaba de forma diferente. Tenía tanta imaginación y tanto sentido común que ni yo misma apenas daba crédito. Si alguna vez volvíamos al instituto, lo propondría para el puesto de delegado de alumnos, aunque luego tuviera que dar a oler sales a los profesores.

—Es como dos personas distintas —comentó Fi—. Es tímido conmigo pero seguro de sí mismo cuando está en un grupo. Pero el lunes me besó, y creo que eso ha roto un poco el hielo. Pensaba que nunca se lanzaría.

No me digas, pensé. Me avergonzaba pensar hasta qué punto habíamos avanzado Lee y yo después del primer beso.

—¿Sabes? —prosiguió Fi—, me ha dicho que en octavo ya le gustaba. Y yo ni me enteré. Pero igual ha sido mejor así. Creía que era un indeseable. ¡Y esos chavales con los que se juntaba antes!

—Antes y ahora —repuse—. O, al menos, hasta que empezó todo esto.

—Es verdad —dijo Fi—, pero ya no creo que quiera seguir juntándose con ellos. Ha cambiado mucho, ¿no te parece?

—Ya lo creo.

—Quiero aprender todo lo que pueda sobre la vida en el campo —añadió Fi—. Así, cuando nos casemos, podré ayudarlo un montón.

¡Dios mío!, pensé. Cuando se ponen a hablar así, sabes que son un caso perdido. Aunque reconozco haber tenido mis pequeñas fantasías en las que Lee y yo, el matrimonio perfecto, viajábamos juntos por el mundo.

Sin embargo, escuchando a Fi, se me ocurrió que el verdadero motivo de que últimamente me sintiera atraída por Homer, de forma tan intensa como desconcertante, era que tenía miedo de perderlo. Era mi hermano. Como yo no tenía ningún hermano ni él ninguna hermana, nos habíamos adoptado el uno al otro. Habíamos crecido juntos. Podía decirle cosas que él no consentiría a nadie más. En algunas ocasiones en las que llevaba sus locuras demasiado lejos, yo había sido la única persona a la que se habría dignado a escuchar. No quería perder nuestra relación, y menos en aquel momento en que habíamos perdido, para siempre o no, tantas relaciones en nuestra vida. Mis padres parecían algo muy lejano; cuanto más lejos los veía, más cerca quería atar a Homer. Me sorprendió tener una visión tan lúcida de mis sentimientos, como si hubiera otra Ellie acechando en mi interior de la que nunca había tenido noticias. Igual que había otro Homer y otra Fiona acechando dentro de cada cual. Me pregunté qué más sorpresas me tendría reservadas esa Ellie secreta, y decidí en aquel mismo instante que intentaría seguirle mejor la pista en el futuro.

Fi me preguntó entonces qué tal con Lee, y le contesté sin tapujos:

—Lo quiero. —Ella no hizo ningún comentario, y sin darme apenas cuenta, seguí diciendo—: Es muy distinto a cualquier otra persona que haya conocido. A veces es como si hubiera salido de mis propios sueños. Parece mucho más maduro que la mayoría de los demás chicos del instituto. No sé cómo los soporta. Supongo que por eso es tan reservado. Y, ¿sabes?, tengo la sensación de que llegará lejos en la vida, no sé, que será alguien famoso, o primer ministro o algo así. No lo veo quedándose en Wirrawee toda la vida. Creo que tiene un potencial enorme.

—Fue increíble cómo se tomó lo de la herida de bala —dijo Fi—. Reaccionó con mucha calma. Si me hubiera pasado eso a mí, todavía estaría conmocionada. La verdad, Ellie, es que nunca os había imaginado juntos a ti y a Lee. Me parece alucinante. Pero hacéis muy buena pareja.

—¡Pues anda que tú y Homer!

Riendo, nos instalamos en un lugar donde podíamos observar el puente. Las horas transcurrían lentamente. Fi incluso durmió veinte minutos o así. Yo aluciné, aunque cuando le llamé la atención negó rotundamente haber cerrado los ojos siquiera. Me sentía cada vez más tensa a medida que pasaba el tiempo. Solo quería acabar con aquello, con esa locura insensata en la que nos habíamos embarcado.

El problema era que no pasaba ningún convoy. Homer y Lee querían actuar después del paso de un convoy para disponer de tiempo suficiente antes de que llegara la siguiente tanda. Pero estábamos acercándonos a las cuatro de la madrugada y, para mi exasperación, la carretera seguía desierta.

De pronto, se produjo un cambio en la actividad del puente. Los centinelas seguían en el extremo de la bahía de Cobbler, pero incluso desde la distancia a la que estábamos noté que estaban más alerta, más despiertos. Se agruparon en el centro del puente y empezaron a mirar hacia la carretera, en dirección opuesta a nosotras. Di un codazo a Fi.

—Está pasando algo —dije—. Puede que llegue un convoy.

Nos levantamos y forzamos la vista para intentar ver algo en la oscura carretera. Pero una vez más fue el comportamiento de los centinelas lo que nos anunció lo que iba a pasar. Empezaron a retroceder, y entonces el pequeño destacamento se partió en dos mitades, situándose cada una en un parapeto del puente. Uno de los centinelas corrió en pequeños círculos por un momento, y después hizo ademán de huir por la carretera en dirección a Wirrawee, antes de cambiar de opinión y refugiarse también en uno de los parapetos.

—Son las vacas —deduje—. Tienen que serlo.

Corrimos hacia el camión cisterna, dejando atrás el
walkie-talkie
, ahora innecesario. No había tiempo de preocuparse por si llegaba una patrulla por la calle. Nos subimos a la cabina de un salto y pusimos el motor en marcha. Mientras arrancaba levanté la vista, y aunque actuar con rapidez era crucial en aquel momento, no pude evitar perder un segundo para admirar la espectacular escena del puente. Un centenar o más de cabezas de ganado, vacas hereford de primera, de magnífico pelaje rojo, se abalanzaba hacia la vieja estructura de madera como un imparable tren de carne. Iban a toda pastilla. Incluso desde aquella distancia oía el estruendo de las pezuñas sobre la madera. Parecían locomotoras fuera de control.

—Uau —susurré.

—¡Vamos! —chilló Fi.

Pisé el acelerador, y el remolque avanzó con todo su peso. Teníamos unos quinientos metros que recorrer, y estaba segregando tanta adrenalina que me sentía inmune al peligro, a las balas, a todo.

—¡Vamos! —gritó Fi otra vez.

Al meter el remolque debajo del puente, lo llevé tan a la izquierda como pude, para que quedara encajado bajo la parte más baja de la superestructura. Lo difícil era hacerlo sin rozar el pilón y provocar chispas que desencadenaran un final tan rápido como horrible para ambas. Entramos justitas pero bien, dejando un espacio de menos de dos metros entre el techo del remolque y el puente. Aquella era la primera vez que alguno de nosotros había pensado en la posibilidad de que el camión cisterna no cupiera debajo del puente; para entonces había sido demasiado tarde para plantearse este problema. Habíamos tenido suerte. Fi no podía abrir la puerta porque estaba demasiado pegada al pilón, de modo que empezó a desplazarse hacia mi lado. Yo salí de la cabina medio saltando, medio cayendo. Encima de mi cabeza, el puente temblaba y atronaba por el efecto de la estampida, que había llegado a nuestro extremo. Mientras yo subía por la escala hacia el techo de la cisterna, Fi salió de la cabina y, sin mirar atrás, echó a correr hacia las motos. En aquella carrera, que yo también tendría que hacer un momento después, se hallaba nuestro mayor riesgo. Había que atravesar unos doscientos metros de terreno al descubierto para llegar a los matorrales donde habíamos escondido las motos. No habría protección alguna contra las airadas balas que pudieran disparar hacia nosotras. Sacudí la cabeza para librarme de aquellos pensamientos funestos y corrí por la pasarela del techo del remolque, agazapada para no darme contra la parte baja del puente. Cuando llegué a donde estaba la cuerda, levanté la vista. Fi había desaparecido, y no me quedaba más remedio que confiar en que hubiera llegado a las motos sana y salva. Empecé a tirar de la empapada cuerda, sacando una vuelta tras otra, para lanzarla al camino del suelo. Los vapores eran asfixiantes en aquel espacio tan recluido. Estaban empezando a marearme, y me habían provocado un instantáneo dolor de cabeza. Otra cosa en la que tendríamos que haber pensado: en el extremo de la cuerda que tenía que quedarse en el depósito deberíamos haber atado un gancho para impedir que se saliera cuando yo echara a correr con el otro extremo. Ya era demasiado tarde para eso. En aquel momento solo pude encajar la tapa tan fuerte como pude y confiar en que resistiera.

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