Cruel y extraño (20 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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Respiró hondo.

—Me gustaría, doctora, pero…

Oí una voz femenina de fondo que preguntaba: «¿En qué cajón está?»

Evidentemente, Marino tapó el auricular con la mano y farfulló algo. Luego volvió a destaparlo y carraspeó.

—Lo siento —dije—. No sabía que estuviera acompañado.

—Sí —Hizo una pausa.

—Me encantaría que viniera mañana a comer con su amiga —le invité.

—Hay un bufé en el Sheraton. Pensábamos ir allí.

—Bien, hay algo para usted bajo el árbol. Si cambia de idea, llámeme por la mañana.

—No lo creo. Así que se ha venido abajo y ha comprado un árbol, ¿eh? Apuesto a que es un mamarracho canijo.

—La envidia del vecindario, muchísimas gracias —repliqué—. Deséele felices pascuas a su amiga de mi parte.

7

Desperté a la mañana siguiente entre tañidos de campanas y visillos resplandecientes de sol. Aunque la noche anterior había bebido muy poco, me sentía con resaca. Aplazando el momento de levantarme, me quedé dormida de nuevo y vi a Mark en sueños.

Cuando por fin me levanté, en la cocina reinaba un aroma a vainilla y naranjas. Lucy estaba moliendo café.

—Me estás malcriando. ¿Qué haré luego cuando te vayas? Feliz Navidad —Le di un beso en la cabeza y justo entonces advertí que encima de la mesa había una caja de cereales que no conocía—. ¿Qué es esto?

—Muesli de Cheshire. Una golosina muy especial. Traje mi propio suministro. Como está mejor es con yogur natural, si lo tienes, pero tú no tienes. Así que nos conformaremos con añadirle leche desnatada y plátano. Además, tenemos zumo de naranja recién exprimido y café francés descafeinado al aroma de vainilla. Supongo que deberíamos telefonear a mamá y a la abuela.

Mientras marcaba el número de mi madre desde la cocina, Lucy fue al estudio para utilizar el otro teléfono. Mi hermana ya había llegado a casa de mi madre, y al poco rato estábamos conversando las cuatro, mi madre quejándose del mal tiempo. En Miami había unas tormentas horribles, nos explicó. La tarde anterior había empezado a caer una lluvia torrencial acompañada de vientos huracanados, y habían celebrado la mañana de Navidad con una gran iluminación de relámpagos.

—No deberíais hablar por teléfono durante una tormenta eléctrica —les recordé—. Ya volveremos a llamar más tarde.

—Eres una paranoica, Kay —me riñó Dorothy—. Lo ves todo en términos de su capacidad para matar a la gente.

—Háblame de tus regalos, Lucy —intervino mi madre.

—Todavía no los hemos abierto, abuela.

—¡Uf! Éste ha caído bien cerca —exclamó Dorothy entre un crepitar de estática—. Ha hecho parpadear las luces.

—Espero que no tengas ningún fichero abierto en el ordenador, mamá —dijo Lucy—. Porque si lo tienes, seguramente acabas de perder lo que estuvieras haciendo.

—Dorothy, ¿te has acordado de traer mantequilla? —preguntó mi madre.

—Maldita sea. Sabía que me olvidaba algo…

—Anoche te lo recordé al menos tres veces.

—Ya te he dicho muchas veces que si me llamas cuando estoy escribiendo, luego no me acuerdo de las cosas, mamá.

—¿Te das cuenta? El día de Nochebuena, ¿y quieres venir a misa conmigo? Qué va. Te quedas en casa trabajando en ese libro y al final te olvidas de traer la mantequilla.

—Ya iré a comprarla.

—¿Y qué crees que vas a encontrar abierto la mañana de Navidad?

—Algo habrá.

Volví la mirada hacia Lucy, que acababa de entrar en la cocina.

—Es increíble —me susurró, mientras mi madre y mi hermana seguían discutiendo.

Después de colgar, Lucy y yo pasamos a la sala, donde nos sentimos regresar a una mañana de invierno en Virginia, árboles desnudos e inmóviles y prístinas manchas de nieve en la sombra. Pensé que no podría volver a vivir en Miami nunca más. Los cambios de estación eran como las fases de la luna, una fuerza que tiraba de mí y cambiaba mis puntos de vista. Yo necesitaba la llena con la nueva, y todos los matices intermedios; que los días fueran cortos y fríos para poder apreciar las mañanas de primavera.

El regalo de la abuela para Lucy era un cheque de cincuenta dólares. Dorothy también le había regalado dinero, y me sentí un poco avergonzada cuando Lucy abrió mi sobre y añadió un tercer cheque a los anteriores.

—El dinero es muy impersonal —comenté en tono de disculpa.

—Para mí no es impersonal, porque es lo que quiero. Acabas de regalarme otro mega de memoria para el ordenador —me tendió un paquete pequeño y pesado envuelto en un papel rojo y plateado, y no pudo disimular su contento cuando vio mi expresión al abrir la caja y separar las capas de papel de seda.

—He pensado que podrías anotar ahí tus citas en los tribunales —me explicó—. Hace juego con tu chaqueta de motorista.

—¡Es magnífica, Lucy! —Acaricié la encuadernación de la agenda en cordobán negro y abrí sus cremosas páginas. Pensé en el domingo en que Lucy había llegado a la ciudad, en lo tarde que había vuelto a casa después de que le prestara el coche para ir al club. Seguro que la muy tramposa se había ido de compras.

—Y este otro regalo son hojas de recambio para las direcciones y el calendario del año que viene —Depositó un paquete más pequeño sobre mis rodillas al tiempo que sonaba el teléfono.

Marino me deseó una feliz Navidad y dijo que quería venir a traerme mi «regalo».

—Dígale a Lucy que se abrigue bien y que no se ponga nada demasiado ajustado —me recomendó refunfuñando.

—¿Se puede saber de qué me habla? —le pregunté, desconcertada.

—Nada de tejanos ceñidos, o no podrá meterse los cartuchos en los bolsillos. ¿No me dijo que quería aprender a tirar? La primera lección será esta mañana antes del almuerzo. Si se pierde la clase es su maldito problema. ¿A qué hora vamos a comer?

—Entre la una y media y las dos. Creía que tenía usted un compromiso.

—Sí, bueno, pues ya no lo tengo. Estaré ahí dentro de unos veinte minutos. Dígale a la mocosa que en la calle hace un frío que pela. ¿Quiere venir con nosotros?'

—Esta vez no. Me quedaré a preparar la comida.

El humor de Marino no era más agradable cuando se presentó ante mi puerta, y revisó con muchos aspavientos mi revólver de recambio, un Ruger calibre 38 con empuñadura de goma. Apretó la palanca del fiador, abrió el tambor y lo hizo girar lentamente, examinando cada una de las cámaras. Echó el percutor hacia atrás, observó el interior del cañón y acto seguido probó el gatillo. Mientras Lucy lo contemplaba en silencio y con curiosidad, pontificó sobre la acumulación de residuos que había dejado el disolvente que yo utilizaba y me anunció que mi Ruger probablemente tenía «espolones» que habría que limar. Finalmente, se llevó a Lucy en su Ford.

Cuando regresaron al cabo de unas horas, los dos tenían el rostro enrojecido por el frío y Lucy exhibía con orgullo una ampolla en el dedo del índice.

—¿Qué tal lo ha hecho? —pregunté, mientras me secaba las manos en el delantal.

—No ha estado mal —dijo Marino, mirando hacia el interior de la casa—. Huelo a pollo frito.

—No, de ninguna manera —Recogí los abrigos—. Huele a «cotoletta di tacchino alla bolognese».

—¿Cómo que «no ha estado mal»? —protestó Lucy—. Sólo he fallado el blanco dos veces.

—Usted siga disparando con fogueo hasta que aprenda a manejar el gatillo. Recuerde, el percutor hacia atrás tan despacio como pueda.

—Tengo más carbonilla encima que Santa Claus después de bajar por la chimenea —dijo Lucy alegremente—. Voy a darme una ducha.

Serví café en la cocina mientras Marino inspeccionaba una mesa cubierta de botellas de Marsala, parmesano recién rallado, jamón, trufas blancas, filetes de pavo salteados y otros ingredientes surtidos que iban a componer nuestra comida. Luego pasamos a la sala, donde ardía el fuego en la chimenea.

—Lo que ha hecho esta mañana ha sido muy amable —le dije—. Se lo agradezco más de lo que se imagina.

—Una lección no basta. Tal vez pueda trabajar con ella un par de veces más antes de que vuelva a Florida.

—Gracias, Marino. Espero que el cambio de planes no le haya representado un gran sacrificio.

—No tiene importancia —dijo secamente.

—Por lo visto, al final ha decidido no ir al Sheraton —insistí—. Hubiera podido traer a su amiga.

—Surgió una cosa.

—¿Tiene nombre?

—Tanda.

—Es un nombre interesante.

El rostro de Marino empezaba a ponerse escarlata.

—¿Cómo es Tanda? —proseguí.

—Si quiere saber la verdad, no merece que hablemos de ella —Se levantó bruscamente y echó a andar por el pasillo en dirección al cuarto de baño.

Siempre me había cuidado mucho de interrogar a Marino sobre su vida privada a menos que él me diera pie a hacerlo. Esta vez no pude resistirme.

—¿Cómo se conocieron Tanda y usted? —le pregunté cuando regresaba del lavabo.

—En el baile de la policía.

—Me parece estupendo que empiece usted a salir y a conocer gente nueva.

—Es muy jodido, si le interesa saberlo. No he salido con nadie desde hace más de treinta años. Es como Rip van Winkle, que despertó en otro siglo. Las mujeres ya no son como antes.

—¿En qué sentido? —Procuré no sonreír. Estaba claro que Marino no encontraba divertido el asunto.

—Ya no son tan sencillas.

—¿Sencillas?

—Sí, como Doris. Lo que había entre los dos no era complicado. Luego, después de treinta años, se larga de casa y tengo que empezar de nuevo. Voy a ese puñetero baile de la policía porque algunos de los muchachos me han convencido. Estoy pensando tranquilamente en mis cosas cuando Tanda se acerca a mi mesa. Al cabo de un par de cervezas, me pide el número de teléfono, ¿me cree?

—¿Y se lo dio usted?

—Le digo: «Oye, si quieres que salgamos juntos, dame tú el número. Ya te llamaré yo.» Ella me pregunta de qué zoológico me he escapado y luego me invita a ir a la bolera. El principio fue así. El final fue cuando me dijo que había embestido a un coche por detrás un par de semanas antes y que estaba acusada de conducción temeraria. Quería que se lo arreglara.

—Lo siento —Cogí su regalo de debajo del árbol y se lo di—. No sé si esto contribuirá en algo a su vida social o no.

Desenvolvió unos tirantes color rojo Navidad y una corbata de seda a juego.

—Es muy bonito, doctora. ¡Caramba! —Se puso en pie—. Malditas pastillas… —masculló con expresión disgustada, y se dirigió otra vez al cuarto de baño. A los pocos minutos, regresó junto a la chimenea.

—¿Cuándo se hizo la última revisión? —pregunté.

—Hace un par de semanas.

—¿Y?

—¿Y a usted qué le parece?

—Que tiene la presión alta, eso me parece.

—No me joda.

—¿Qué le dijo exactamente el médico? —quise saber.

—Que estoy en quince once y tengo la maldita próstata inflamada. Por eso estoy tomando estas pastillas. Todo el rato arriba y abajo con la sensación de que tengo ganas de ir, y la mitad de las veces no hago nada. Si la cosa no mejora, dice que tendrá que cortarme.

El «corte» a que se refería Marino era una resección transuretral de la próstata. No era nada grave, aunque tampoco resultaba muy divertido. La hipertensión me preocupaba. Marino era un candidato de primera para una apoplejía o un ataque cardíaco.

—Además, se me hinchan los tobillos —prosiguió—. Me duelen los pies y tengo esos malditos dolores de cabeza. Tengo que dejar de fumar, pasar del café, perder veinte kilos, tomarme las cosas con más calma.

—Sí, tiene usted que hacer todo eso —dije con firmeza—. Y no me parece que lo esté haciendo.

—Sólo estamos hablando de cambiar toda mi vida. Y mira quién habla.

—Yo no tengo la presión alta, y dejé de fumar hace exactamente dos meses y cinco días. Además, si yo perdiera veinte kilos ya no estaría aquí.

Lanzó una mirada fulminante hacia la chimenea.

—Escúcheme —añadí—, ¿por qué no lo hacemos los dos juntos? Reduciremos los dos el café y haremos un poco de ejercicio.

—Ya me la imagino haciendo aeróbic —dijo agriamente.

—Yo jugaré a tenis. Usted puede hacer aeróbic.

—Cualquiera que se atreva a enseñarme siquiera unas mallas de gimnasia puede darse por muerto.

—No coopera usted mucho, Marino.

Gesticuló impaciente y cambió de tema.

—¿Tiene una copia de ese fax del que me ha hablado antes?

Fui al estudio y volví con mi maletín. Lo abrí y saqué la hoja de impresora con el mensaje que Vander había descubierto con su programa de realce de imágenes.

—Eso estaba en la hoja de papel en blanco que encontramos sobre la cama de Jennifer Deighton, ¿correcto? —preguntó Marino.

—Exacto.

—Todavía no logro comprender por qué tenía una hoja en blanco sobre la cama con una pirámide de cristal encima. ¿Qué pintaba eso allí?

—No lo sé —respondí—. ¿Qué puede decirme de los mensajes que había grabados en su contestador? ¿Alguna novedad?

—Todavía los estamos comprobando. Hay que entrevistar a un montón de gente —Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de la camisa y soltó un bufido—. ¡Maldita sea! —Tiró violentamente el paquete sobre la mesa—. Ahora me dará la lata cada vez que me vea encender uno de éstos, ¿verdad?

—No. Me limitaré a mirarlo fijamente, pero no diré ni una palabra.

—¿Se acuerda de aquella entrevista que le hizo la PBS y que se emitió hace un par de meses?

—Vagamente.

—Jennifer Deighton la tenía grabada. La cinta estaba dentro del vídeo, y cuando lo pusimos en marcha, ahí estaba usted.

—¿Qué? —pregunté, sorprendida.

—Naturalmente, su entrevista no era lo único que salía en ese programa. También había algo sobre unas excavaciones arqueológicas y sobre una película de Hollywood que estuvieron rodando por aquí.

—¿Qué motivos podía tener para grabarme?

—Es otra pieza más que aún no encaja con nada. Excepto con las llamadas que le hicieron desde el teléfono de Jennifer Deighton, en las que colgaban sin hablar. Por lo visto, Deighton pensaba mucho en usted cuando se la cargaron.

—¿Qué más ha podido averiguar sobre ella?

—Tengo que fumar. ¿Quiere que salga afuera?

—Claro que no.

—Cada vez es más extraño —prosiguió—. Al registrar su despacho encontramos una sentencia de divorcio. Parece ser que se casó en 1961, se divorció dos años después y volvió a adoptar el apellido Deighton. Luego se mudó de Florida a Richmond. Su ex se llama Willie Travers, y es uno de esos chiflados de la vida sana; de la salud total, ya me entiende. Mierda, no recuerdo cómo lo llaman.

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