Cruel y extraño (18 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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Asintió con un gesto y movió el ratón un poco más para graduar la escala de grises.

—¿Es en directo?

—No. La cámara de vídeo ya ha captado las marcas y están grabadas en el disco duro. Pero no he tocado el papel. Aún no he comprobado si hay huellas dactilares. Acabo de empezar, así que cruce los dedos. Vamos, vamos —añadió, dirigiéndose al ordenador—. Sé que la cámara ya las tiene. Ahora tienes que ayudarnos tú.

Los métodos informatizados para el realce de imágenes son una lección de contrastes y acertijos. Una cámara puede distinguir más de doscientos tonos de gris, y el ojo humano menos de cuarenta. El mero hecho de que algo no se vea no quiere decir que no exista.

—Menos mal que con el papel no hay que preocuparse por el ruido de fondo —comentó Vander sin dejar de trabajar—. Se aceleran considerablemente las cosas cuando no hay que preocuparse por eso. El otro día tuve que vérmelas con la huella de un dedo ensangrentado en una sábana. La trama del tejido, ya sabe. No hace mucho, habría sido una huella perfectamente inútil. Bueno —Otra tonalidad de gris tiñó la zona sobre la que estaba trabajando—. Ya empezamos a sacar algo en claro. ¿Lo ve? —Señaló unos finos trazos espectrales en la parte superior de la pantalla.

—A duras penas.

—Lo que estamos intentando realzar aquí es el contraste entre sombra e iluminación, porque en este caso no se trata de algo escrito y posteriormente borrado. La sombra se produjo iluminando la superficie lisa del papel y las marcas que contiene con una fuente de luz oblicua; la cámara de vídeo, por lo menos, percibió las sombras con toda claridad. Usted y yo no podemos verlas sin ayuda. Probemos a realzar un poco más las verticales —Movió el ratón—. Y ahora oscurecemos un poquitín las horizontales. Bien. Ya sale. Dos, cero, dos, guión. Tenemos parte de un número telefónico.

Acerqué una silla y me senté.

—El prefijo de Washington —observé.

—Veo un cuatro y un tres. ¿O es un ocho?

Entorné los párpados.

—Me parece que es un tres.

—Así está mejor. Tiene razón. No cabe duda de que es un tres.

Siguió trabajando un rato y fueron apareciendo más números y palabras en la pantalla. Finalmente, emitió un suspiro y dijo:

—Mierda. No puedo saber cuál es la última cifra. No quedó marcada. Pero fíjese en qué hay antes del prefijo de Washington: «Para», seguido de dos puntos. Y justo debajo tenemos «De», también seguido de dos puntos y de otro número. Ocho, cero, cuatro. Es un teléfono local. Este número no está nada claro. Un cinco y puede que un siete…, ¿o es un nueve?

—Creo que obtendremos el número de teléfono de Jennifer Deighton —contesté—. El fax y el teléfono funcionan con la misma línea. Tenía un fax en su despacho, un aparato con alimentador de hojas sueltas que utiliza papel de carta normal. Por lo visto, debió de escribir un fax sobre esta hoja. Pero, ¿qué envió? ¿Un documento aparte? Aquí no hay ningún mensaje.

—Todavía no hemos terminado. Ahora está saliendo algo que parece una fecha. ¿Un once? No, el segundo es un siete. Diecisiete de diciembre. Voy a ir bajando un poco más.

Movió el ratón y las flechas se desplazaron pantalla abajo. Luego pulsó una tecla para ampliar la zona que quería examinar y empezó a teñirla con diversos tonos de gris. Permanecí muy quieta en la silla mientras empezaban a materializarse lentamente una serie de formas salidas de un limbo literario, unas curvas aquí, unos puntos allí, una «t» provista de un vigoroso trazo horizontal. Vander trabajaba en silencio. Apenas si parpadeábamos ni respirábamos. Seguimos así durante una hora, viendo cómo las palabras se hacían cada vez más nítidas, un tono de gris contrastado con otro, milímetro a milímetro, molécula a molécula. Vander las conjuraba a fuerza de paciencia, les hacía cobrar existencia por pura fuerza de voluntad. Estaba todo allí.

Exactamente una semana atrás, apenas dos días antes de ser asesinada, Jennifer Deighton había enviado por fax el siguiente mensaje a un número de Washington, DC.:

Sí, cooperaré, pero es demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. Mejor que venga usted aquí. ¡Todo esto es un gran error!

Cuando por fin aparté la mirada de la pantalla, mientras Vander pulsaba el botón de imprimir, me sentía aturdida. Tenía la visión temporalmente nublada y me corría adrenalina por las venas.

—Marino tiene que ver esto inmediatamente. Me imagino que podremos averiguar a quién corresponde este número de fax, el número de Washington. Sólo nos falta la última cifra. ¿Cuántos números de fax puede haber en Washington que sean exactamente iguales a éste excepto en la última cifra?

—Los que vayan del cero al nueve —respondió Vander, elevando la voz sobre el rumor de la impresora—. Como máximo puede haber diez. Diez números, de fax o de teléfono, que sólo se diferencien por la última cifra —Me entregó la hoja impresa—. Seguiré limpiándolo un poco y ya le haré llegar una copia mejor más adelante. Y otra cosa: todavía no he podido conseguir la huella del pulgar de Ronnie Waddell, la foto de la huella ensangrentada que se encontró en casa de Robyn Naismith. Cada vez que llamo a Archivos, me dicen que aún están buscando su expediente.

—Recuerde en qué fechas estamos. Apostaría a que casi no debe de haber nadie allí —comenté, incapaz de alejar de mi mente un mal presagio. De vuelta en mi oficina, llamé a Marino y le expliqué lo que había descubierto el programa de realce de imágenes.

—Pues no cuente con la compañía telefónica —respondió—. El contacto que tengo allí ya se ha ido de vacaciones, y no hay nadie más que esté dispuesto a hacer ni una mierda el día de Nochebuena.

—Quizá podamos descubrir nosotros mismos quién mandó el fax —sugerí.

—No sé cómo, a no ser que le mande un fax diciendo «¿Quién es usted?» con la esperanza de que le conteste «Hola, soy el asesino de Jennifer Deighton».

—Depende de si la persona en cuestión tiene una marca programada en su aparato de fax —dije.

—¿Una marca?

—Los aparatos de fax más completos permiten al usuario programar en el sistema su nombre o el nombre de su empresa. Esta marca aparece impresa en cualquier fax que envíe a otra persona. Pero lo más importante es que la marca de la persona que recibe el fax aparece en la pantalla digital de la máquina que envía el fax. Dicho de otro modo, si yo le mando un fax, veré en la ventanilla digital de mi aparato las palabras «Departamento de Policía de Richmond» justo encima del número que acabo de marcar.

—¿Tiene usted acceso a un fax de lujo? El que tenemos aquí en el departamento es una porquería.

—Tengo uno aquí en la oficina.

—Bien, pues ya me dirá lo que averigua. Tengo que salir a la calle.

Hice rápidamente una lista con diez números de teléfono, cada uno de los cuales empezaba con las seis cifras que Vander y yo habíamos podido distinguir en la hoja de papel encontrada sobre la cama de Jennifer Deighton. Los fui completando con un cero, un uno, un dos, un tres y así sucesivamente, y luego empecé a probar. Sólo uno de ellos me dio por respuesta un pitido agudo e inhumano.

El fax estaba en el despacho de mi analista informática, y por suerte Margaret también había empezado las vacaciones temprano. Cerré la puerta, me senté ante su escritorio y me puse a pensar mientras zumbaba el miniordenador y parpadeaban las luces del módem. El truco de las marcas funcionaba en los dos sentidos. Si iniciaba una transmisión, aparecería la marca de mi oficina en la pantalla del fax cuyo número hubiera marcado. Tendría que interrumpir el proceso a toda prisa antes de que se completara la transmisión, con la esperanza de que, cuando alguien se acercara al fax para ver qué estaba ocurriendo, la identificación «Oficina del jefe de Medicina Forense» y nuestro número ya se hubieran borrado de la pantalla.

Introduje una hoja de papel en blanco en el alimentador, marqué el número de Washington y me quedé esperando mientras empezaba la transmisión. En mi pantalla digital no apareció nada. Maldición. El número de fax que había marcado no tenía marca. Ahí se acababa la cosa. Interrumpí el proceso y regresé a mi despacho, derrotada.

Acababa de sentarme ante mi escritorio cuando sonó el teléfono.

—Doctora Scarpetta —respondí.

—Aquí Nicholas Grueman. El fax que acaba de enviarme no se ha recibido bien.

—¿Cómo dice? —pregunté, atónita.

—Sólo he recibido una hoja en blanco con el nombre de su oficina. Ah, código de error cero, cero, uno, «repita el envío por favor», dice aquí.

—Comprendo —dije yo, mientras se me erizaba el vello de los brazos.

—¿Quizás intentaba enviarme una modificación de su declaración? Tengo entendido que fue a examinar la silla eléctrica.

No respondí.

—Muy concienzudo por su parte, doctora Scarpetta. ¿Ha averiguado algo nuevo acerca de aquellas lesiones duque hablamos, las abrasiones en los aspectos internos de los brazos del señor Waddell? ¿Las fosas antecubitales?

—Déme otra vez su número de fax, por favor —le pedí con voz contenida.

Me lo dictó. El número coincidía con el que tenía en mi lista.

—Y este fax, ¿está en su despacho o lo comparte usted con otros abogados, señor Grueman?

—Lo tengo justo al lado de la mesa. No hace falta que dirija nada a mi atención. Puede enviarlo sin más, pero haga el favor de darse prisa, doctora Scarpetta. Estaba pensando en irme a casa en seguida.

Salí de la oficina al poco rato, empujada por la frustración. No había podido localizar a Marino. No podía hacer nada más. Me sentía atrapada en una telaraña de conexiones extrañas, completamente desorientada con respecto al punto que tenían en común.

Siguiendo un impulso, me detuve en un solar de West Cary en el que un anciano vendía coronas y árboles de Navidad. Sentado sobre un taburete en medio de su pequeño bosque, el aire frío impregnado de un fragante olor vegetal, el hombre tenía todo el aspecto de un leñador de fábula. Quizás el espíritu de Navidad empezaba a afectarme, después de tanto rehuirlo. O quizá sólo quería una distracción. En fecha tan tardía ya no había mucho que escoger, sólo los árboles desechados, deformes o a punto de morir, todos destinados a quedar sin comprador, sospeché, excepto el que me quedé yo. Habría sido un árbol encantador si no fuera escoliótico. Decorarlo resultó más un desafío ortopédico que un ritual festivo, pero con adornos y luces de colores estratégicamente dispuestos y refuerzos de alambre para enderezar los lugares problemáticos, acabó alzándose orgulloso en mi sala de estar.

—Ya está —le dije a Lucy, y retrocedí unos pasos para admirar mi obra—. ¿Qué te parece?

—Me parece muy extraño que de pronto hayas decidido comprar un árbol justo la víspera de Navidad. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste uno?

—Supongo que cuando estaba casada.

—¿Y los adornos han salido de ahí?

—En aquellos tiempos me tomaba muchas molestias por Navidad.

—Y por eso ya no lo haces.

—Ahora estoy mucho más ocupada que entonces —respondí.

Lucy abrió la pantalla protectora de la chimenea y arregló la leña con el atizador.

—¿Pasasteis alguna Navidad juntos, Mark y tú?

—¿No te acuerdas? La Navidad pasada fuimos a verte.

—No, no fue así. Vinisteis a pasar tres días después de Navidad y os marchasteis el día de Año Nuevo.

—El día de Navidad lo pasó con su familia.

—¿Y a ti no te invitaron?

—No.

—¿Por qué no?

—Mark procedía de una antigua familia de Boston. Tenían cierta manera de hacer las cosas. ¿Qué has decidido para esta noche? ¿Te sienta bien mi chaqueta con cuello de terciopelo negro?

—No me he probado nada. ¿Por qué hemos de ir a todos esos sitios? —preguntó Lucy—. No conozco a nadie.

—No será tan malo. Sencillamente, tengo que ir a llevarle un regalo a una chica que está embarazada y que seguramente ya no volverá al trabajo. Y he de dejarme ver en una fiesta de la vecindad; acepté la invitación antes de saber que estarías aquí conmigo. Desde luego, no hace falta que me acompañes.

—Preferiría quedarme aquí —dijo—. Me gustaría empezar ya con lo del AFIS.

—Paciencia —le aconsejé, aunque no me sentía nada paciente.

Hacia la caída de la tarde le dejé otro mensaje y llegué a la conclusión de que, o bien Marino tenía el busca personas estropeado, o bien estaba demasiado atareado para utilizar un teléfono público. En las ventanas de mis vecinos había velas encendidas, y una luna alargada brillaba en lo alto por encima de los árboles. Puse el disco de Navidad de Pavarotti con la Filarmónica de Nueva York, en un intento de inducir el estado de ánimo apropiado mientras me duchaba y me vestía. La fiesta a la que debía asistir no empezaba hasta las siete. Tenía tiempo de sobra para llevarle el regalo a Susan y cambiar unas palabras con ella.

Me sorprendió que descolgara ella misma el teléfono, y cuando le pregunté si podía pasar a verla su voz me pareció tensa y renuente.

—Jason no está —dijo, como si eso tuviera algo que ver—. Ha salido a comprar.

—Bien, tengo unas cosas para ti —le expliqué.

—¿Qué cosas?

—Cosas de Navidad. Tengo que ir a una fiesta, así que no me quedaré mucho rato. ¿Te parece bien?

—Supongo. Quiero decir, es muy atento por su parte.

Me había olvidado de que vivía en Southside, un sector que yo apenas visitaba y en el que solía perderme. El tráfico estaba peor de lo que me temía, y la autopista de peaje Midlothian se hallaba repleta de compradores de última hora dispuestos a arrojarte a la cuneta mientras corrían a hacer sus recados. Los aparcamientos estaban atiborrados de coches, y las tiendas y centros comerciales adornados con tantas luces chillonas que casi te dejaban ciega. El barrio en que vivía Susan estaba muy oscuro, y tuve que parar dos veces y encender la luz interior para leer sus instrucciones. Después de dar muchas vueltas, al fin encontré su minúscula casita estilo rancho emparedada entre otras dos que parecían exactamente iguales.

—Hola —la saludé, mirándola por entre las hojas de la flor de la Pascua rosada que sostenía en brazos.

Susan cerró la puerta con ademanes nerviosos y me hizo pasar a la sala. Echando libros y revistas a un lado, dejó la flor de la Pascua sobre la mesita.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor. ¿Quiere tomar algo? Déme el abrigo, por favor.

—Gracias. No voy a tomar nada; sólo puedo quedarme un minuto —Le entregué un paquete—. Una cosita que compré cuando estuve en San Francisco el pasado verano —Me senté en el sofá.

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