Más interesada después de todo esto, Mina dijo:
—¿Puedo ayudarte a alimentarla?
—Claro.
Mina se desperezó, y, recordando quizá la comida, rebuscó en su mochila saqueada otra barrita de desayuno.
—Tal vez será mejor que la compartamos. Para que dure.
—Buena idea —admitió Jin. Puso a un lado la caja con la araña y salió a fregar y llenar de agua sus botellas de leche en el grifo del jardín.
Cuando regresó al cobertizo, cerrando la puerta con un chirrido, Mina le preguntó:
—¿Qué hora es ahí fuera?
—No estoy seguro. Por la tarde, al menos.
—¿Crees que ya habrá terminado la escuela? ¿Podemos volver a salir a la calle?
—Muy pronto.
Compartieron la barrita y el agua.
—Tal vez deberías meter mejor a la Señora Murasaki en una de nuestras botellas de agua —dijo Mina, apurando la suya y alzándola a la luz que entraba a través de la única ventana del cobertizo, muy sucia—. Podríamos abrirle agujeros.
—Iba a fregarlas y a llenarlas de agua para el camino. Recuerda lo mucho que te quejaste de que tenías calor y sed ayer por la tarde.
—Me sudaban mucho los pies por dentro de los zapatos —dijo Mina—. Me dolían. —Lo miró, con los ojos todavía un poco hinchados por el incómodo sueño del día—. ¿Cuánto tiempo más vamos a tardar en llegar a tu casa?
—Es difícil de decir. —Jin se encogió de hombros, incómodo—. Me he desviado más de lo que pensaba. Espero que Miles-san esté cuidando de todas mis criaturas.
—Ése es tu amigo galáctico, ¿verdad?
Durante su serpenteante viaje, el día y medio anterior, Jin se había descargado lentamente ante Mina de lo que sospechaba eran demasiados secretos, en parte para callar sus incesantes preguntas, y sobre todo porque, bueno, hacía mucho tiempo que no tenía otros chicos con quienes charlar.
—Sí.
Su abismal fracaso como correo le preocupaba. ¿Creería Miles-san que Jin le había robado su dinero? ¿Cómo le iría con Gyre? Había que ser amable pero firme con el ave. Las gallinas eran más fáciles, excepto en la parte de tener que bajar a buscarlas y llevarlas de nuevo escaleras o escalerillas arriba cuando saltaban por el pretil. Con aquel bastón, ¿podría Miles-san manejar a una gallina indignada y las escaleras?
—¿Tiene hijos Miles-san? —preguntó Mina.
Jin frunció el ceño.
—No lo dijo. Es bastante viejo: treinta y tantos, dijo. Pero tiene un aspecto divertido. No sé si podría soportar a una chica.
Cuando pasaron los efectos de la droga, Miles-san se había portado como un tipo bastante decente, en aquella casa donde las sonrisas parecían francas. Además, había parecido comprender a las criaturas de Jin, cosa que hacía que fuera bastante listo, para tratarse de un adulto. Jin no estaba seguro de desear que tuviera una novia bajita y comprensiva, o no.
—¿Crees que le gustaría tenerlos? —preguntó Mina después de una pausa larga y reflexiva.
—¿Qué?
—Hijos. Por si se siente solo.
Ante la mirada anonadada de Jin, Mina continuó:
—Leímos en el cole un libro este año, sobre dos huérfanos adoptados por un hombre de la Tierra. Se los llevó allí y les enseñó de dónde venían nuestros antepasados. Y conseguían nuevas mascotas… —añadió, seductora.
Jin recordaba vagamente ese libro de su segundo curso, aparte de la molestia de comenzar a aprender kanji. Había un montón de tonterías cuando la chica obtenía un bonito kimono, pero también había un capítulo donde iban a la costa y en el que aparecían varias criaturas marinas de la Tierra (un capítulo demasiado corto, pero al menos tenía imágenes) y una gata que remataba su excelencia teniendo gatitos al final.
—Miles-san no es de la Tierra. Dijo que era de Barrayar.
—¿Dónde está eso?
—Supongo que en alguna parte más allá de Escobar.
Jin sabía que Escobar era el socio comercial de Kibou más cercano en el Nexo, siguiendo una breve ruta de múltiples saltos. Los mundos de origen no salían mucho hasta la asignatura de historia galáctica en el instituto, a excepción de la Tierra. Jin había estudiado un montón sobre la Tierra por su cuenta, a causa de la zoología. Ahora bien, si algún benefactor apareciera y se ofreciera a llevar a Jin a la Tierra… Aunque ahora que lo pensaba, Barrayar, tal como lo había descrito Miles-san, podría ser casi tan bueno, con su doble fauna y flora.
En la mente de Jin floreció la repentina imagen del pequeño individuo viviendo solo en una casa en el campo: no, mejor todavía, una mansión grande y vieja con un enorme jardín descuidado. Como el libro aquel del viejo profesor que acogía a dos niños de ciudad durante la guerra. Jin no sabía qué guerra, excepto que era de un periodo anterior a que congelaran a la gente. Había un caballo que tiraba de un carro, y aventuras maravillosas en una cueva con peces blancos ciegos. Jin había visto una vez un caballo en el zoo de Northbridge, en una excursión con su clase. Los niños más valientes habían podido acariciar su brillante cuello, mientras uno de los cuidadores sostenía las riendas. Jin recordaba a la enorme bestia resoplando por los agujeros de la nariz y la cálida vaharada en su mejilla. Tenía entendido que había versiones más pequeñas criadas para los niños, llamadas «ponis». A Mina no le asustaría uno de ese tamaño. La enorme bestia del zoo había alarmado incluso a Jin, pero entonces era más joven. Un gran caballo al trote, y animales, y…
Todo era una chorrada. Miles-san no era profesor, ni su tío ni nada por el estilo, y por lo que Jin sabía vivía en un pequeño apartamento en la ciudad y no estaba solo. Jin decidió que no le gustaba aquella ensoñación campestre. Miró a Mina con el ceño fruncido.
—Nadie va a adoptarnos y sacarnos de aquí. Es una idea estúpida.
Mina pareció ofendida. Se apartó de él y empezó a ponerse los calcetines. Estaban marcados con manchas rosáceo-amarronadas donde las ampollas habían reventado y sangrado, y Jin se sintió algo culpable. Los dos se pusieron los zapatos, con la Señora Murasaki guardada y segura dentro de la mochila de Mina, donde, razonó Jin, soportaría menos traqueteo que en su bolsillo, y salieron a la calle una vez más.
Un serpenteante kilómetro más adelante, durante el cual Jin siguió buscando, sin éxito, un atisbo de las torres del centro para orientarse, llegaron a una calle más transitada con una entrada de tubo-tranvía.
Mina ya mostraba signos de cansancio. Miró la entrada con ansia.
—Si quieres que vayamos en tren —tragó saliva—, yo pagaré nuestros billetes.
—No, la policía tiene vidcámaras en las estaciones. Por eso me atraparon anteayer. No podemos entrar ahí.
Pero un cartel grande y brillante en el exterior del kiosco de entrada llamó la atención de Jin. ¡Un mapa! Alzó con cuidado la cabeza en busca de cámaras a este lado, no localizó ninguna, y se aventuró a acercarse, seguido de Mina.
La flecha iluminada «Usted está aquí» lo horrorizó. No se hallaban cerca de la zona sur de la ciudad, como esperaba por lo mucho que habían caminado. De algún modo, habían acabado en la zona este, que era residencial, y todavía les quedaban unos treinta kilómetros antes de llegar a la zona industrial del sur, casi tanto como ya habían recorrido. Bueno, eso explicaba por qué las casas eran tan bonitas por aquí. Jin se acercó, entornando los ojos.
Sólo dos paradas más adelante en esta línea estaba la misma estación por la que había salido para llegar al consulado de Barrayar. Era una caminata de unos tres kilómetros. Jin se quedó dudando. Había planeado ofrecerle el dinero de Mina a Miles-san cuando llegaran a su destino, pero su hermana estaba resultando ser bastante agarrada. Seguro que montaría un numerito, aunque Jin casi podía jurar que Miles-san le devolvería el dinero en cuanto pudiera. Pero si se pasaba primero por el consulado y explicaba su pérdida, maquillando tal vez un poquito su situación, ¿le darían más dinero para el barrayarés? Miles-san parecía bastante importante para ellos. Y no denunciarían a Jin, porque estaban protegiendo sus propios secretos, ¿no?
Esta reflexión le hizo sentirse un poco mareado, pero no lo suficiente para volver con Miles-san con las manos vacías además de tres días tarde. Miró con más intensidad el mapa, tratando de memorizar las calles y los giros.
—Sé adónde vamos a ir —le dijo a Mina, tratando de parecer confiado, el típico hermano mayor—. Vamos.
Después de que el vehículo de CrisBlanco los dejara de nuevo en el consulado, Roic siguió a milord al piso de arriba y lo vio tragarse dos pastillas contra el dolor de cabeza y varios vasos de agua. De vuelta al vestíbulo, milord asomó la cabeza a la habitación que Roic había creído que era el salón, donde habían dejado a Raven Durona para que descansara, y dijo:
—Reunión abajo otra vez, creo.
Raven asintió y se levantó para seguirlo. Habían conversado poco camino de casa: Aida seguía escoltándolos, milord había entrecerrado los ojos, Vorlynkin se había puesto a mirar a través de la cabina con expresión ceñuda, Roic se consideraba un observador, y Raven no había tenido ganas de interrumpir la tendencia imperante. Llegaron ante la puerta de la habitación hermética y descubrieron que estaba cerrada con llave.
Milord golpeó el intercomunicador.
—¿Vorlynkin? ¿Está ahí dentro? Abra.
—Un momento, milord —contestó Vorlynkin a través del altavoz.
El momento se convirtió en varios minutos, mientras milord daba golpecitos con el pie y Raven se sentaba en el escalón cercano y bostezaba.
—Me recuerda a una casa con un solo cuarto de baño cuando vienen parientes de visita —observó Roic, mientras la espera se prolongaba.
Milord le dirigió una mirada seca.
—No puedo saberlo. Nunca he vivido en una casa con un solo cuarto de baño.
Roic le devolvió una irónica inclinación de cabeza.
Por fin, el sello de la puerta chasqueó, la puerta acorazada se abrió, y el cónsul los dejó pasar. Sus ojos parecían de un azul eléctrico, y respiraba de manera entrecortada, como si hubiera estado corriendo.
—Llega demasiado tarde —anunció.
Miles alzó las cejas.
—Al principio no. ¿Qué es lo que pasa?
Un músculo dio un tirón junto a la tensa boca de Vorlynkin.
—Acabo de enviar un informe completo de lo que he visto por tensorrayo: al general Allegre en el cuartel general de Seglmp en Barrayar. Nunca creí que vería a un Vorkosigan venderse por dinero. Puede que mi carrera esté acabada, pero también lo estará la suya, lord Auditor.
—Ah, excelente. Ya está hecho. —Milord cerró la puerta con el pie; ésta se selló con un suspiro que parecía insuficientemente dramático para el estado de ánimo de Vorlynkin.
—¿Qué? —Vorlynkin cerró los puños.
—No es que todo el mundo no tenga un precio —continuó diciendo amistosamente milord—, como estoy seguro que Wing-san reconocería. Más me temía que, si no aparecía hoy a intentarlo, tendría que repetir todo ese jaleo de la conferencia.
Si el cónsul no dejaba de inhalar, pensó Roic, iba a reventarse un pulmón.
—Deje de burlarse del pobre hombre, milord —intervino en tono conciliador. «Ahora que tiene lo que quiere, al menos.» Roic no quería tener que arrojar al hombre al suelo si se lanzaba a la garganta de milord, cosa que parecía a punto de hacer. ¿Aquella vieja frase de «loco de atar» se suponía que habría que aplicarla a milord, o al cónsul? Con milord, Roic nunca había estado seguro.
—Los hombres como Wing no van por ahí arrojando su dinero a clientes potenciales al azar, Vorlynkin —añadió milord con una pizca de impaciencia—. Primero tienen que descubrir que el objetivo es sobornable. Hice cuanto pude para ayudarlo a decidir. Siéntense, cónsul, doctor. Es hora de que hablemos.
La mandíbula de Vorlynkin, que había abierto la boca para emitir alguna acalorada observación, quedó colgando.
—Lord Vorkosigan… ¿esto es un… engaño?
—Ahora lo es. —Milord acercó un sillón y se sentó—. No estábamos seguros al principio, y por eso me enviaron, para que pudiera ser cebo y trampa al mismo tiempo, ahorrando al Imperio el billete de la nave de salto como mínimo.
Vorlynkin se hundió más profundamente en el asiento opuesto; Roic respiró más tranquilo. El cónsul miró inquieto la comuconsola segura.
—Milord…, he enviado el informe.
—No se disculpe. Su siguiente visitante oficial podría estar comprado, después de todo. Yo no pretendo disculparme ante usted tampoco, si eso le hace sentirse mejor. He visto a nuestro personal diplomático comprado antes. Tenía que asegurarme.
—¿Me estaba… poniendo a prueba? —Aquel preocupante fuego en los ojos de Vorlynkin, que había empezado a desvanecerse, se avivó una vez más.
—¿Por qué cree que lo he llevado conmigo todo el día y le he permitido ver todo esto?
Las manos de Vorlynkin se cerraron sobre sus rodillas, pero lentamente las abrió de nuevo.
—Ya veo. Muy eficaz.
—Intente seguirme el ritmo —añadió milord más amablemente—. No será fácil: este caso ha dejado anonadados a unos cuantos analistas de Seglmp. —Se volvió hacia Raven—. Bueno, ¿qué ha descubierto de interés durante el rato que ha estado con Storrs?
Raven hizo una mueca de duda.
—No estoy seguro de haber descubierto nada nuevo. Su programa de criocongelación parece perfectamente legítimo: no hay nada raro en sus procedimientos desde un punto de vista técnico. He pedido ver una resurrección, pero Storrs ha dicho que hoy no había ninguna prevista, cosa que no me ha sorprendido. Sí me ha mostrado algunas instalaciones. Parecían bastante adecuadas. Me ha dado a entender que podría trabajar para CrisBlanco, y ha tratado de descubrir mi sueldo actual.
»He dicho que lo que más me interesaba es la criorresurrección, ya que es un desafío médico mayor. Él me ha dicho que lo transmitiría, aunque no ha dicho a quién. Hemos vuelto y nos hemos reunido con ustedes, justo cuando habían acabado con las tonterías y empezaban a hablar en serio. —Raven se encogió de hombros.
Vorlynkin parpadeó.
—Lord Vorkosigan, ¿el doctor Durona es su agente?
—Asesor civil —aclaró milord—. Cobra aparte de mi presupuesto. ¿Sigue cobrando simultáneamente su salario con el Grupo Durona, Raven?
Raven sonrió.
—Eso es información personal.
—Interpreto eso como un sí. No vacile en usar al doctor Durona en un turno doble, si hace falta.
Raven sonrió y se levantó para pulsar la máquina automática de bebidas, estratégicamente situada cerca de la comuconsola segura y su adjunta. La máquina escupió algo que parecía café, a juzgar por el olor. Raven cogió la taza y señaló amablemente hacia su asiento; Roic se la devolvió y se apoyó en la pared cruzado de brazos, en una pose copiada de cierto antiguo jefe de Seglmp.