Crimen En Directo (34 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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—Annika, ¿podrías ayudarme? —Patrik se desplomó en una silla de la recepción.

—Claro que sí —respondió Annika observándolo preocupada—. Pareces una ruina —constató la recepcionista. Patrik no pudo evitar echarse a reír.

—Vaya, gracias, ahora me encuentro mucho mejor...

Annika no se dio por enterada de su sarcasmo y continuó dándole instrucciones.

—Vete a casa, come y duerme. El ritmo que has llevado estas semanas es inhumano.

—Sí, ya lo sé —respondió Patrik con un suspiro—. Pero ¿qué demonios puedo hacer? Dos investigaciones de asesinato paralelas, los medios de comunicación atacándonos como una manada de lobos y, por si fuera poco, una de las muertes presenta indicios de una conexión que se halla fuera de nuestro municipio. Y, de hecho, eso es lo que quería pedirte. ¿Podrías ponerte en contacto con el resto de los distritos policiales del país y preguntar por casos de asesinato sin resolver o por investigaciones de accidente o de suicidio en las que se observen las siguientes características?

Le dio a Annika una lista con una serie de puntos. Ella los leyó detenidamente, dio un respingo al leer el último y le preguntó:

—¿Tú crees que hay más?

—No lo sé —confesó Patrik masajeándose la base de la nariz con los ojos cerrados—. Pero no detectamos la relación entre la muerte de Marit y el caso de Boras, y quiero asegurarme de que no hay más casos similares.

—¿Estás pensando en un asesino en serie? —preguntó Annika, reacia a dar crédito a tal idea.

—No, no es eso. Todavía no —puntualizó Patrik—. Puede que se nos haya escapado una conexión evidente entre estas víctimas. Aunque, por otro lado, la definición de asesino en serie incluye dos víctimas o más en una serie, de modo que, desde un punto de vista formal, podría decirse que eso es lo que buscamos, sí. —Sonrió con desgana—. Pero no se lo digas a la prensa. Imagínate la que se armaría delante de esta ventanilla. Imagínate los titulares: «Asesino en serie arrasa en Tanumshede». —Patrik estalló en una carcajada, pero a Annika parecía costarle ver el lado divertido del asunto.

—Haré lo que me pides, mandaré la consulta —le dijo—. Pero tú te vas a casa. Ahora mismo.

—¡Si sólo son las cuatro! —protestó Patrik, aunque nada deseaba más que obedecer la orden de Annika. La recepcionista tenía una actitud maternal que movía a niños y adultos a querer sentarse en su regazo y dejarse acariciar la cabeza. Patrik pensaba que era un desperdicio que no tuviese hijos. Sabía que ella y Lennart, su marido, se habían pasado años intentándolo en vano.

—En el estado en que te encuentras ahora no eres de ninguna utilidad, lárgate, vete a casa y descansa y vuelve mañana cuando te hayas recuperado. De esto me encargo yo, ya sabes que no hay problema.

Patrik se debatió unos segundos con el pequeño Lutero que llevaba dentro, hasta que resolvió que Annika tenía razón. Estaba destrozado y sentía que así poco podía hacer por nadie.

Erica cogió la mano de Patrik y lo miró. Contempló el mar cuando cruzaban la plaza de Ingrid Bergman y respiró hondo el aire frío y primaveral mientras el ocaso enrojecía el cielo en el horizonte.

—¡Qué bien que hayas podido salir un poco antes hoy! Pareces agotado... —dijo descansando la mejilla en su hombro. Patrik la acarició y la apretó contra sí.

—Sí, yo también me alegro de haberme ido un poco antes. Pero claro, no tenía elección: Annika me echó prácticamente de la comisaría —explicó.

—Recuérdame que le dé las gracias en cuanto tenga ocasión. —Erica sentía el corazón ligero. Aunque no el paso: sólo habían recorrido la mitad de la pendiente de Lángbacken y tanto ella como Patrik iban sin resuello—. No puede decirse que estemos en excelente forma física —comentó sacando la lengua como un perro, dando así a entender lo cansada que estaba.

—Desde luego que no —convino Patrik resoplando—. En tu caso tiene un pase, tú trabajas sentada, pero yo soy una vergüenza para el Cuerpo...

—¡Qué va, hombre! —protestó Erica pellizcándole la mejilla— Tú eres el mejor de todos...

—Pues entonces, que Dios asista a los habitantes del municipio de Tanumshede —respondió entre risas—. He de decir que la dieta de tu hermana parece haber funcionado. Un poco, al menos. Esta mañana me dio la impresión de que los pantalones no me apretaban tanto.

—Sí, yo también lo he notado —aseguró Erica—. Pero, ya ves, sólo nos quedan unas semanas, así que tendremos que perseverar.

—Sí, luego podremos inflarnos de comer y engordar juntos —concluyó Patrik antes de girar a la izquierda a la altura del supermercado Evas Livs.

—Y envejecer. Podremos envejecer juntos.

La abrazó aún más fuerte y le dijo muy serio:

—Sí, y envejecer juntos. Tú y yo. En la residencia. Y Maja vendrá a vernos una vez al año. Y vendrá porque la amenazaremos con desheredarla si no...

—¡No, calla! ¡Eres un horror! —exclamó Erica dándole en el hombro muerta de risa—. Como comprenderás, cuando seamos viejos, viviremos en casa de Maja. Lo que significa que hemos de espantar a cualquier posible pretendiente.

—Bah, eso no es problema —respondió Patrik—. Yo tengo licencia de armas.

Habían llegado a la iglesia y se detuvieron un instante. Ambos alzaron la vista hacia la torre, que se erguía elevándose por encima de sus cabezas. La iglesia era un edificio imponente, construido en granito y situado en lo más alto de Fjällbacka, desde donde dominaba el mar hasta el horizonte.

—Cuando era pequeña, soñaba con cómo sería el día en que me casara aquí —confesó Erica—. Y me resultaba siempre tan lejano... Y ahora, aquí estoy, ya soy adulta, tengo una hija y voy a casarme. ¿No es absurda la vida a veces?

—Absurda es poco —repuso Patrik—. No olvides que, además, yo estoy separado. Eso da más puntos.

—Es verdad, ¿cómo he podido olvidarme de Karin? ¿Y de Leffe? —rió Erica. Y, pese a la risa, había un poso de amargura en su voz, como siempre que hablaba de la ex mujer de Patrik. Cierto que ella no era nada celosa, y que, desde luego, no tenía ningún interés en que Patrik hubiese sido virgen a los treinta y cinco, cuando lo conoció; pero nunca le resultaba agradable imaginárselo con otra mujer.

—¿Vamos a ver si está abierta? —preguntó Patrik señalando la puerta.

Abrieron la puerta y entraron muy despacio, temiendo romper alguna especie de regla no escrita. La figura de un hombre que había delante del altar se volvió hacia ellos.

—¡Hombre, hola! —Era Harald Spjuth, el pastor de Fjällbacka, con su habitual expresión de alegría en el semblante. Patrik y Erica sólo habían oído decir bondades de aquel hombre y deseaban que él los casara—. ¿Habéis venido a practicar un poco? —les preguntó mientras se les acercaba.

—No, hemos salido a dar un paseo y se nos ocurrió entrar un rato —respondió Patrik estrechándole la mano.

—Ah, muy bien, pues no os molesto —replicó Harald—. Estaba arreglando esto un poco, así que sentíos como en casa. Y si tenéis alguna duda acerca de la ceremonia, no hay más que preguntar. Aunque yo había pensado que podríamos hacer un ensayo un poco antes.

—Sería estupendo —aseguró Erica, a la que cada vez le caía mejor el sacerdote.

Por las habladurías del pueblo Erica sabía que había encontrado el amor a edad madura y que ya tenía una compañera en la casa parroquial. Erica se alegraba por él. Ni siquiera las señoras más religiosas y de más edad tuvieron nada que objetar ante el hecho de que aún no se hubiese casado con su Margareta, a la que, siempre según los rumores, había conocido a través de un anuncio en el periódico. En efecto, el pastor «vivía en pecado» en la casa parroquial; y eso indicaba hasta qué punto lo apreciaban en el pueblo.

—Había pensado que podríamos decorar la iglesia con rosas rojas y rosas. ¿Qué te parece, Patrik? —preguntó Erica mirando a su alrededor.

—Quedará muy bien —respondió Patrik distraído. Al ver la expresión de Erica, sintió remordimientos—. Oye, lamento de verdad que tengas que llevar toda esta carga tú sola. Me gustaría mucho poder involucrarme más en los preparativos de la boda, pero... —Hizo un gesto de impotencia y Erica le cogió una mano.

—Lo sé, Patrik. Y no tienes que pedir perdón por nada. Anna me ayuda. Nosotras nos encargaremos. Quiero decir que no es más que una simple boda, tampoco puede ser tan difícil, ¿no?

Patrik enarcó una ceja y Erica se echó a reír.

—Vale, es bastante difícil. Y pesado. Y, ante todo, es toda una empresa mantener a tu madre en su sitio. Pero te aseguro que también es muy divertido.

—Bueno, vale —respondió Patrik, sintiéndose menos culpable.

Cuando salieron de la iglesia, el atardecer había dado paso a la noche. Recorrieron despacio el mismo camino de regreso a casa, bajando por Lángbacken, en dirección a Sálvik. Ambos habían disfrutado del paseo y de la charla, pero querían llegar a casa antes de que Maja se durmiera.

Por primera vez en mucho tiempo, Patrik tuvo la sensación de que la vida era algo bueno. Por suerte, existían aspectos que compensaban el mal. Y que transmitían la luz y la energía suficientes para seguir adelante.

Detrás de ellos, la oscuridad se cernía sobre Fjällbacka. Por encima del pueblo se veía la iglesia. Vigilante. Protectora.

Mellberg daba vueltas por su pequeño piso de Tanumshede con el frenesí de un demente. Una vez hecho, podía pensarse que había sido una locura invitar a cenar a Rose-Marie con tan poco tiempo para prepararlo todo, pero tenía tantas ganas... De oír su voz, de hablar con ella, de que le contase cómo le había ido la jornada, de saber en qué pensaba. Así que la llamó. Y se oyó a sí mismo preguntarle si no querría ir a cenar a su casa.

De modo que ahora se hallaba en un verdadero aprieto. Salió corriendo de la comisaría hacia las cinco y, sin saber qué hacer, se fue al supermercado Konsum. Se le quedó la mente en blanco. Ni un solo plato se dignaba asomar a su cabeza y, teniendo en cuenta lo limitados que eran sus conocimientos de cocina, quizá no fuese tan extraño. Mellberg contaba con la cantidad suficiente de instinto de supervivencia como para comprender que no debía apostar por ningún plato de alta cocina; tocaba más bien un plato medio preparado. Recorrió indefenso los pasillos hasta que la encantadora Mona, empleada del supermercado, se le acercó y le preguntó si buscaba algo concreto. Mellberg le expuso abruptamente su dilema y la mujer lo guió sin prisas hasta la sección de preparados de carne y charcutería. Tras decidirse por un pollo asado, Mona le ayudó a localizar las patatas con mahonesa, verduras para una ensalada, pan recién hecho y helado Carte d'Or para el postre. Quizá no fuese un menú propio de un
gourmet,
pero desde luego era algo que ni siquiera él podía malograr. Una vez en casa, se entregó como un loco a crear de nuevo el orden que el viernes anterior, sin ir más lejos, había reinado allí, y ahora intentaba colocarlo todo del modo más vistoso posible. Sin embargo, aquella empresa resultó ser un reto mucho mayor de lo que esperaba. Con las manos llenas de grasa, miró irritado el pollo, que parecía mirarlo burlón desde la bandeja, lo cual no dejaba de ser una proeza, puesto que al animal le habían arrancado la cabeza hacía mucho tiempo.

—¿Cómo coño...? —vociferó tirando un poco del ala del animal. ¿Cómo iba a conseguir que aquello tuviese un aspecto apetitoso en la bandeja? Además, el condenado pollo se le resbalaba como una anguila. Finalmente, se cansó de esforzarse por conseguir una buena presentación y sirvió una pechuga y un muslo para cada uno. Así tendría que valer. Luego cogió una buena porción de patatas con mahonesa y la colocó al lado, antes de ponerse manos a la obra con la ensalada. Cortar pepino y tomate era algo que dominaba, desde luego. No puso la ensalada en los platos, sino en una gran fuente de plástico. Era roja y estaba algo estropeada, pero su vajilla era limitada. Y, de todos modos, lo más importante era el vino. Descorchó una botella de tinto y la colocó en la mesa. Por si acaso, tenía dos más en la despensa. No pensaba dejar nada al azar.
Tonight's the night,
se dijo silbando complacido. Rose-Marie no podría reprocharle que no se hubiese esforzado. Jamás se había esforzado tanto por una mujer. Nunca. Ni siquiera sumando todos los esfuerzos de su vida.

El último detalle que faltaba, para completar el ambiente, era la música. Su colección podía calificarse de escuálida, pero al menos tenía un CD con lo mejor de Sinatra. Lo había comprado barato en la estación de servicio de Statoil. En el último minuto, se acordó también de encender las velas, luego dio un paso atrás y admiró su creación. Mellberg estaba extremadamente satisfecho consigo mismo. Nadie podría decir que no era un hacha para el romanticismo.

Acababa de cambiarse de camisa cuando llamaron a la puerta. Rose-Marie llegaba con diez minutos de antelación, constató mirando el reloj, y se apresuró a meterse el faldón de la camisa por la cintura del pantalón.

—Joder, joder —masculló entre dientes cuando se le cayó el peluquín y, mientras el timbre volvía a sonar, Mellberg se apresuró a entrar en el cuarto de baño para colocárselo. Tenía muchísima pericia, de modo que en un santiamén se había vuelto a cubrir la calva con esmero. Tras una última ojeada al espejo, constató que tenía un aspecto de lo más elegante.

A juzgar por la admiración que reflejaba la mirada de Rose-Marie cuando Mellberg abrió la puerta, ella era de la misma opinión. Él, por su parte, se quedó sin respiración al verla. Llevaba un esplendoroso vestido rojo y una gruesa gargantilla de oro como único adorno. Cuando cogió su abrigo, notó el aroma de su perfume y cerró los ojos un instante. No comprendía qué tenía aquella mujer que tanto lo alteraba. Sintió que le temblaban las manos mientras le colgaba el abrigo en la percha, y se obligó a respirar hondo varias veces para serenarse. No podía comportarse como un adolescente nervioso.

La conversación fluyó sin dificultad durante la cena. Los ojos de Rose-Marie brillaban al resplandor de las velas y Mellberg le contó un sinfín de anécdotas de su carrera policial, animado por el ostensible entusiasmo de su dama. Una vez consumidas las dos botellas de vino y ya ingeridos tanto el único plato como el postre, pasaron al sofá de la sala de estar para tomarse el café con un coñac. Mellberg sentía la tensión en el aire y estaba cada vez más convencido de que, aquella noche, la cosa se dispararía. Rose-Marie lo miraba de un modo que sólo podía significar una cosa. Sin embargo, no quería correr ningún riesgo lanzándose a la carga en el momento equivocado. Bien sabía él lo sensibles que eran las mujeres a la oportunidad del momento. Al final, no pudo contenerse más. Miró fijamente el centelleo de los ojos de Rose-Marie, tomó un buen trago de coñac y se lanzó sobre ella.

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