Crimen En Directo (32 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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Y él la creyó. Y se sentía agradecido por su protección, como si fuese el último bastión contra todos aquellos que deseaban hacerles daño. Pero, al mismo tiempo, no podía dejar de añorar el mundo exterior. La luz del sol. La hierba bajo los pies. La libertad.

Gösta observaba a Hanna a hurtadillas mientras se dirigían a la casa de Kerstin. Constató que Hanna se había ganado su admiración sin paliativos en un tiempo récord. No a la manera patológica de un viejo verde, sino más bien en un sentido paternal. Al mismo tiempo, la colega le recordaba muchísimo a su difunta esposa de joven. También ella tenía el pelo rubio y los ojos azules y, al igual que Hanna, era menuda pero fuerte. Pero era obvio que las conversaciones con los familiares de las víctimas no eran su plato favorito. Vio con el rabillo del ojo lo tensa que estaba y tuvo que contenerse para no ponerle una mano en el hombro y tranquilizarla. Algo le decía que Hanna no apreciaría su gesto. Más bien, se arriesgaría a llevarse un derechazo.

Habían llamado de antemano para avisar de su visita, y cuando Kerstin abrió la puerta, Gösta vio que había aprovechado para darse una ducha justo antes de que llegaran. Su rostro sin maquillar reflejaba la misma resignación que había visto en tantas ocasiones anteriores. Era la expresión que caracterizaba a los familiares de las víctimas una vez pasada la primera conmoción y el dolor quedaba más desnudo y acerado. En ese estadio del duelo, tomaban plena conciencia del carácter definitivo de lo sucedido.

—Entren —les dijo. A Gösta no le pasó inadvertida la palidez verdosa de su cara, propia de quien lleva demasiado tiempo sin salir al aire libre.

Hanna aún parecía serena cuando se sentaron a la mesa de la cocina. El piso estaba limpio y ordenado, pero olía un poco a cerrado, lo que corroboró la impresión de Gösta de que Kerstin no había salido de allí desde la muerte de Marit. Se preguntó cómo se las arreglaba con la comida, si alguien le haría la compra. En respuesta a sus pensamientos, Kerstin abrió el frigorífico para sacar un poco de leche que tomar con el café, y Gösta comprobó con una rápida ojeada que estaba bien provisto. Kerstin puso también unos bollos que parecían haber salido del horno, de modo que era evidente que alguien le hacía las compras.

—¿Saben algo más? —preguntó con voz cansina mientras se sentaba. Aunque pareció más bien que preguntaba como si fuera un deber, no porque le importase. Una consecuencia más de la certeza de la cruda realidad. Había tomado conciencia de que Marit había desaparecido para siempre, y aquella realidad era capaz de ensombrecer por un instante el anhelo de respuesta, el deseo de escuchar una explicación. Pese a que las circunstancias fuesen muy distintas de un caso a otro, Gösta había constatado en sus cuarenta años de servicio que, en efecto, así solía ocurrir. Para ciertos familiares, la búsqueda de una explicación se convertía en lo más importante, pero en la mayoría de los casos no era más que un modo de retrasar el enfrentamiento con la verdad, de dilatar el momento de la aceptación. Sin embargo, él había visto familiares que vivían en la negación durante años, en ocasiones hasta que ellos mismos emprendían el viaje a la otra vida. Kerstin no pertenecía a esa clase. Ella se había enfrentado cara a cara con la muerte de Marit, y dicho encuentro parecía haberle absorbido toda la energía, todas las fuerzas. Sirvió el café de la cafetera con movimientos lentos—. Perdón, quizá alguno de los dos hubiese preferido té... —dijo algo desconcertada.

Gösta y Hanna negaron con un gesto. Permanecieron en silencio unos segundos, hasta que Gösta respondió por fin a la pregunta de Kerstin.

—Sí, bueno, hemos encontrado algún que otro dato sobre el cual seguir trabajando.

Volvió a guardar silencio, sin saber cuánto estaba autorizado a revelarle. Entonces Hanna tomó la palabra.

—Hemos obtenido cierta información que indica la existencia de una conexión con otro caso de asesinato acontecido en Boras.

—¿En Boras? —repitió Kerstin y, por primera vez, detectaron en sus ojos un destello de interés—. Pero... no lo entiendo... ¿Boras?

—Sí, también nosotros nos preguntamos por qué —intervino Gösta al tiempo que cogía un bollo—. Y por eso estamos aquí, para comprobar si, que usted sepa, existe algún tipo de relación entre Marit y la víctima de Boras.

—¿Qué...? ¿Quién...? —Kerstin los miraba insegura. Se pasó un mechón de su melena corta por detrás de la oreja derecha.

—Se trata de un hombre de unos treinta años llamado Rasmus Olsson. Murió hace tres años y medio.

—Pero ¿no resolvieron el caso?

Gösta intercambió una mirada con Hanna.

—No, la policía consideró que se hallaban ante un caso de suicidio. Había ciertos indicios de que así fuera y, bueno... —Gösta hizo un gesto resignado.

—Pero es que Marit no ha vivido nunca en Boras. Por lo menos, no que yo sepa. Aunque también pueden preguntarle a Ola, claro.

—Sí, por supuesto, hablaremos con Ola —afirmó Hanna—. Pero, entonces, ¿a usted no le suena que haya ninguna relación? Una de las circunstancias comunes a las muertes de Rasmus y de Marit es que... —vaciló un instante— ... que, en el momento del fallecimiento, ambos presentaban una tasa muy elevada de alcohol en sangre, pese a que jamás bebían. Marit no pertenecería a ninguna asociación de abstemios, ¿verdad? O quizá fuese miembro de alguna asociación religiosa, ¿no?

Kerstin rompió a reír y la risa arrancó cierto color a sus mejillas.

—¿Marit religiosa? No. De ser así, yo lo sabría. Bueno, todos los años íbamos al alba al servicio religioso del día de Navidad. Yo creo que era la única vez que Marit ponía el pie en la iglesia. Ella era como yo en ese punto, no era creyente, aunque conservaba algunos principios de la infancia, la convicción de que existe algo más. O al menos, yo espero que así sea. Ahora más que nunca —añadió con voz queda.

Ni Hanna ni Gösta pronunciaron una palabra. Hanna clavó la vista en la mesa y Gösta creyó ver un destello húmedo que empañaba sus ojos ligeramente. Lo entendía a la perfección, aunque ya hacía muchos años que no lloraba en presencia del familiar de una víctima. Sin embargo, estaban allí para realizar un trabajo, de modo que, con mucho miramiento, continuó:

—Y el nombre de Rasmus Olsson, ¿le suena de algo?

Kerstin meneó la cabeza y se calentó las manos con la taza.

—No, nunca lo había oído.

—Bien, en ese caso, no creo que lleguemos mucho más lejos, por ahora. Ni que decir tiene que también hablaremos con Ola. Y, si recuerda algo, no dude en llamarnos. —Gösta se puso en pie y Hanna siguió su ejemplo. Parecía aliviada.

—Sí, claro, si recuerdo algo les llamaré —aseguró Kerstin sin levantarse para acompañarlos a la salida.

Ya en el umbral, Gösta no pudo contenerse y le dijo:

—Kerstin, debería salir a dar un paseo, hace un tiempo estupendo. Y necesita salir y respirar un poco de aire fresco.

—Vaya, se parece a Sofie —dijo Kerstin, volviendo a sonreír—. Sé que tienen razón, quizá salga a dar un paseo a media mañana.

—Bien —asintió Gösta sin más antes de cerrar la puerta. Hanna no lo miró. Ya iba un par de pasos por delante, en dirección a la comisaría.

Con mucho cuidado, Patrik dejó la bolsa con la mochila encima del escritorio. Aunque ignoraba si sería necesario, puesto que la policía ya lo había revisado todo hacía tres años y medio, se puso unos guantes de látex, por si acaso. No sólo por no interferir ni malograr el posible trabajo de la policía científica, sino también porque le desagradaba la idea de tocar la sangre reseca de la mochila con sus manos.

—¡Uf! ¡Qué vida más solitaria! Y qué trágica... —exclamó Martin a su lado, mientras observaba lo que hacía su colega.

—Sí, parece que la única persona que tenía en el mundo era su hijo —convino Patrik abriendo la cremallera con un suspiro.

—No debió de ser nada fácil, tener un hijo y criarlo sola. Y luego el accidente... —Martin vaciló un instante—. Y el asesinato.

—Ya, y luego que te crean —añadió Patrik, que ya estaba extrayendo el contenido de la mochila. Había un
walkman,
aunque Patrik intuía que esa denominación para el aparato que tenía delante revelaba más de lo que él habría deseado acerca de su edad y su falta de interés por la técnica. Ya no se llamaban así y él lo sabía, pero no tenía ni idea de su nombre actual. En cualquier caso, era un reproductor de música diminuto, con unos auriculares. Aunque dudaba mucho de que funcionase, ya que parecía haberse llevado un buen golpe en la caída desde el puente, y algo resonó en su interior cuando Patrik lo sacó.

—¿Desde qué altura cayó? —preguntó Martín sacando una silla para sentarse junto a la mesa.

—Diez metros —respondió Patrik, que seguía concentrado en vaciar la mochila.

—¡Vaya! —exclamó Martin con una mueca—. No debía de ofrecer un espectáculo muy agradable.

—No —contestó Patrik mecánicamente. Las fotografías del lugar del accidente pasaban a toda velocidad por su mente. Cambió de tema de conversación—. Estoy un poco preocupado, no sé cómo vamos a distribuir los recursos ahora que tenemos que investigar dos casos simultáneamente.

—Te comprendo —admitió Martin—. Y sé lo que estás pensando. Que cometimos un error permitiendo que los medios de comunicación nos empujasen a relegar la muerte de Marit a un segundo plano. Y sí, bueno, seguro que es cierto, pero lo hecho, hecho está, y ahora no tiene mucho remedio, salvo que repartamos las tareas de un modo más inteligente.

—Sí, ya sé que tienes razón —respondió Patrik sacando una cartera, que dejó sobre la mesa—. Y, aun así, me cuesta dejar de pensar en todo lo que deberíamos haber hecho de otra forma. Además, tampoco sé cómo proseguir con la investigación del caso de Lillemor Persson.

Martin reflexionó un instante.

—Lo que tenemos hoy por hoy, tal y como yo lo veo, son los pelos del perro y las grabaciones que nos ha cedido la productora.

Patrik abrió la cartera y empezó a revisar el contenido.

—Sí, es más o menos lo que yo pensaba. Los pelos del perro son una pista muy interesante en la que debemos seguir indagando. Según Pedersen, se trata de una raza poco común, quizá existan registros, listas de propietarios, asociaciones, en fin, cualquier cosa que nos permita llegar hasta el dueño. Quiero decir que, con doscientos perros en toda Suecia, debería ser fácil localizar a un propietario que viva en esta zona.

—Sí, suena lógico —opinó Martin—. ¿Quieres que me encargue yo?

—No, se me ha ocurrido que podría hacerlo Mellberg. Así se hará como es debido. —Martin lo miró perplejo y Patrik se echó a reír—. ¿Y tú qué crees? Por supuesto que quiero que te encargues tú, hombre.

—Ja-ja-ja. Muy gracioso —respondió Martin bromeando. Pero enseguida se puso serio otra vez, se inclinó sobre los objetos que había en la mesa y preguntó—: ¿Qué es eso?

—Nada emocionante, me temo —respondió Patrik—. Dos billetes de veinte, una moneda de diez, el carné de identidad, un papel con la dirección de su casa y los números de teléfono de su madre, tanto el de casa como el móvil.

—¿Sólo eso? —preguntó Martin.

—Sí. Bueno, no... —se corrigió con una sonrisa—. También hay una foto de él con Eva. —Se la enseñó a Martin. Un joven Rasmus rodeaba con su brazo los hombros de su madre y sonreía a la cámara. Rasmus le sacaba a Eva dos cabezas, y se percibía cierta actitud protectora en su gesto. Sería de antes del accidente. Después, se invirtieron los papeles y la que protegía era Eva. Patrik volvió a dejar la foto en la cartera.

—¡Mira que hay gente sola en el mundo! —dijo Martin fijando la vista en un punto indeterminado del horizonte.

—Sí, sí que hay —convino Patrik—. ¿Estás pensando en alguien en concreto?

—No... bueno, estaba pensando en Eva Olsson. Pero también en Lillemor. Imagínate, no tener a nadie que llore tu muerte. Sus padres fallecieron y no tiene más familiares. Nadie a quien transmitirle la noticia. Lo único que ha dejado son unos cientos de horas de grabaciones televisivas, que terminarán cogiendo polvo en algún archivo.

Guardaron silencio unos minutos. Ambos recrearon la imagen de un ataúd descendiendo solitario en el hoyo, ni un solo familiar, ningún amigo. Infinitamente triste.

—Un diario —anunció Patrik rompiendo el silencio. Se trataba de un libro negro bastante grueso, cuyas páginas tenían un borde dorado. Se notaba que para Rasmus era muy importante.

—¿Qué hay? —preguntó Martin con curiosidad. Patrik hojeó un poco las páginas repletas de texto.

—Creo que son notas sobre los animales de la tienda —dijo Patrik al fin—. Mira esto, por ejemplo:
«Hercules,
pienso tres veces al día, cambio de agua frecuente, limpieza diaria de la jaula.
Gudrun,
un ratón por semana, limpieza semanal del terrario».

—Parece que
Hercules
es un conejo o una cobaya o algo así, y yo diría que
Gudrun
es una serpiente —sonrió Martin.

—Sí, Rasmus era muy meticuloso, tal y como nos dijo su madre —dijo Patrik mientras pasaba las páginas del libro. Todas trataban de animales y no contenían nada que despertase su interés—. Bueno, ya no parece que haya nada más.

Martin dejó escapar un suspiro.

—Ya, bueno, yo tampoco creía que fuésemos a encontrar nada decisivo para la investigación. La policía de Boras ya lo revisó todo en su momento. Pero, claro, la esperanza es lo último que se pierde.

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