Patrik devolvió el libro al interior de la mochila con mucho cuidado. De pronto, se oyó un ruidito.
—Espera, aquí hay algo más. —Volvió a sacar el diario, lo dejó encima de la mesa y volvió a meter la mano en la mochila. Cuando sacó lo que había en el fondo, Martin y él se quedaron mirándose atónitos y sin dar crédito a lo que veían. Desde luego, no esperaban encontrar aquello en la mochila de Rasmus, pero el hallazgo demostraba, fuera de toda duda, que existía una conexión real entre las muertes de Rasmus y Marit.
Ola no sonó muy satisfecho cuando Gösta lo llamó al móvil. Estaba en el trabajo y prefería que esperasen para hablar con él. Gösta, ofendido por la actitud altanera de Ola, no estaba magnánimo aquella mañana y le explicó tranquilamente que se presentarían en las oficinas de Inventing al cabo de media hora. Ola masculló algo sobre «el poder del Estado» con ese acento noruego suyo tan cantarín, pero tuvo la sensatez suficiente como para no protestar.
Hanna parecía seguir de mal humor y, cuando se sentaron en el coche y pusieron rumbo a Fjällbacka, Gösta se preguntó qué le pasaría. Tenía la sensación de que se trataba de algún encontronazo en el frente familiar, pero no la conocía lo suficiente como para preguntarle. Sólo esperaba que no fuese nada grave. Hanna no parecía en general una mujer dada a la charla, de modo que Gösta guardó silencio. Cuando pasaron por delante del campo de golf de Anrás, la colega miró por la ventana y le preguntó:
—¿Es bueno ese campo de golf?
Gösta aceptó de muy buen grado aquella pipa de la paz.
—¡Es excelente! Sobre todo el hoyo nueve es todo un reto. En una ocasión colé incluso un
hole in one,
aunque no en ese hoyo, claro.
—Ajá, por lo que yo sé de golf, el
hole in one
es algo bueno —observó Hanna con la primera sonrisa del día—. ¿Te invitaron a champán en el club? —preguntó—. ¿No es eso lo habitual?
—Sí, señor —respondió Gösta con la cara radiante de alegría ante el solo recuerdo—. Claro que me invitaron a champán, y en general fue una ronda de primera. La mejor hasta el momento, a decir verdad.
Hanna se echó a reír.
—Desde luego, no es exagerado decir que estás contaminado con la bacteria del golf...
Gösta la miró con una sonrisa en los labios, pero se vio obligado a fijar la vista en la carretera cuando entraron en la parte que se estrechaba, al pasar por Mórhult.
—Sí, bueno, es que tampoco tengo mucho más que el golf —respondió Gösta, y la sonrisa se borró de su semblante.
—Eres viudo, ¿no? —dijo Hanna con dulzura—. ¿Y no tienes hijos?
—No —Gösta no abundó en el tema. No quería hablar del niño que, en la actualidad, sería un hombre adulto, pero que no alcanzó más que unos días de vida.
Hanna tampoco insistió con más preguntas y recorrieron en silencio el resto del trayecto hasta las oficinas de Inventing. Cuando salieron del coche, un montón de miradas curiosas los siguieron mientras caminaban hacia la entrada. Ola los recibió de muy mal humor en cuanto entraron en el vestíbulo.
—Bueno, espero que sea importante, puesto que vienen a interrumpirme en el trabajo. Ahora se pasarán semanas hablando de esto.
Gösta sabía a qué se refería y, en realidad, habrían podido esperar unas horas más, pero había algo en Ola que lo impulsaba a contrariarlo por sistema. Quizá no fuese nada loable ni tampoco muy profesional, pero eso era lo que sentía.
—Vayamos a mi despacho —les dijo más sereno.
Gösta había oído a Patrik y a Martin hablar del orden y la limpieza exagerados que reinaban en casa de Ola, de modo que no se sorprendió al ver su oficina. En cambio Hanna, que no se había enterado, enarcó una ceja de sorpresa al entrar. Más que limpia, la mesa parecía esterilizada. No perturbaba su brillante superficie ni un solo lápiz, ni un clip, nada. Tan sólo se veía un cartapacio de color verde, colocado exactamente en el centro aritmético de la mesa. En una de las paredes había una estantería llena de archivadores perfectamente ordenados y marcados con etiquetas escritas con una caligrafía primorosa. Nada sobresalía de su lugar ni un milímetro, no había nada desordenado.
—Siéntense —los invitó al tiempo que señalaba las sillas para las visitas, mientras que él se sentaba detrás del escritorio, con los codos apoyados en la mesa.
Gösta no pudo por menos de preguntarse si no le quedarían en la chaqueta unas manchas blancas dada la cantidad de cera que habría aplicado a la superficie para que brillase como un espejo.
—¿De qué se trata? —inquirió Ola.
—Estamos investigando una posible conexión entre la muerte de su ex mujer y otro caso de asesinato.
—¿Otro asesinato? —preguntó Ola, momentáneamente desconcertado hasta el punto de que pareció perder su máscara de serenidad. No obstante, la recuperó enseguida y añadió—: ¿Qué asesinato? No será el de la rubia esa del programa, ¿verdad?
—¿Se refiere a Lillemor Persson? —intervino Hanna con una expresión que reflejaba sin ambages la opinión que le merecía el hecho de que Ola aludiese a la joven asesinada en aquellos términos.
—Sí, sí, bueno —respondió Ola con un gesto despectivo de la mano, para demostrar con la misma claridad que no le importaba mucho la opinión de Hanna sobre su modo de expresarse.
Gösta sentía deseos de atizarle a aquel tipo. De buena gana habría sacado las llaves del coche para hacerle una marca de parte a parte en el centro de la mesa. Cualquier cosa, con tal de desequilibrar la perfección asfixiante de Ola.
—No, no nos referimos al asesinato de Lillemor —explicó Gösta en un tono de voz gélido—. Hablamos de un asesinato cometido en Boras. Un muchacho llamado Rasmus Olsson. ¿Le dice algo ese nombre?
Ola mostró un sincero desconcierto, pero eso no tenía el menor significado. Gösta había conocido a un sinfín de excelentes actores durante su carrera de policía. Alguno incluso habría podido encontrar un hueco en el teatro nacional Dramaten.
—¿Boras? ¿Rasmus Olsson? —Sus palabras resonaron como un eco de la conversación que habían mantenido con Kerstin hacía una hora—. No, no tengo ni idea. Marit nunca vivió en Boras. Y desde luego, no conoció a ningún Rasmus Olsson. Bueno, no lo conoció mientras estuvo conmigo, claro. Después no tengo la menor idea de a qué se dedicó. Claro que, teniendo en cuenta lo bajo que cayó, todo es posible. —Su voz rezumaba desprecio.
Gösta se metió la mano en el bolsillo y tanteó las llaves del coche. Le hormigueaban las manos de ganas...
—En otras palabras, no conoce la existencia de ninguna relación entre Marit y la ciudad de Boras, ni con la persona cuyo nombre acabamos de mencionar, ¿no es eso? —Hanna repitió la pregunta de Gosta y Ola posó la mirada en ella.
—¿Es que no me explico bien? —preguntó—. En lugar de hacerme repetir lo que digo, podría haber estado tomando notas...
Gösta agarró bien las llaves del coche en el bolsillo, pero Hanna no pareció verse afectada por el tono venenoso de Ola, sino que continuó impertérrita:
—Rasmus también era abstemio. ¿No se le ocurre ninguna conexión por ese motivo? ¿Alguna asociación o algo así?
—No —respondió escuetamente—. Tampoco existe ninguna relación de ese tipo, y no comprendo por qué le conceden tanta importancia al hecho de que Marit no bebiese alcohol. Sencillamente, era algo que no le interesaba —dijo poniéndose de pie—. Si no tienen nada más relevante que preguntar, creo que podrían volver cuando lo tengan. Y, cuando eso ocurra, preferiría que vinieran a mi casa.
A falta de más preguntas y con el sincero deseo de salir de aquel despacho y de marcharse muy lejos de Ola, Gösta y Hanna se levantaron también. No se molestaron ni en darle un apretón de manos ni en decirle adiós. Todos esos gestos de cortesía se les antojaban un desperdicio con él.
La reunión con el ex marido de Marit no les había proporcionado nada nuevo. Aun así, durante el camino de regreso a Tanumshede, Gösta notó un extraño desasosiego. Había algo en la reacción de Ola, algo de lo que dijo o de lo que no dijo, que le zumbaba en la cabeza reclamando su atención. Pero, por más que se esforzaba, no daba con lo que era.
Hanna también guardaba silencio, mirando el paisaje y como encerrada en su propio mundo. Gösta quería echarle una mano, decirle algo que la consolara, pero no lo hizo. En realidad, ni siquiera sabía si había algo por lo que consolarla.
Con su padre en el trabajo se estaba a gusto en el piso. Sofie prefería estar sola en casa. De lo contrario, su padre siempre estaba encima dándole la tabarra con los deberes, preguntándole dónde había estado, adónde iba, con quién hablaba por teléfono, cuánto gastaba en llamadas. Dale que te pego. Y, además, tenía que procurar que todo estuviese en orden. No podía haber cercos de vasos en la mesa de la sala de estar, ningún plato en el fregadero, los zapatos formando una línea perfecta en el zapatero, ni un solo pelo en la bañera después de ducharse... Podía hacer una lista infinita. Sabía que era una de las razones por las que Marit había optado por irse. Sofie los oía discutir y, cuando tenía diez años, ya conocía todos los matices de sus disputas. Pero su madre tenía la oportunidad de irse y, mientras vivió, Sofie contaba con un respiro dos semanas al mes, lejos de tanto rigor y tanta perfección. Con Kerstin y Marit podía poner los pies en la mesa del sofá, poner la mostaza en medio del frigorífico, en lugar de en el compartimento de la puerta, y dejar enredados los flecos de la alfombra, en lugar de verse obligada a peinarlos para que se vieran lisos y ordenados. Era maravilloso estar con ellas y le ayudaba a sobrellevar la semana de disciplina estricta. Pero ahora se acabó la libertad, ya no había escapatoria. Se veía atrapada allí, en medio de tanta pulcritud y de tanto brillo. En un hogar donde siempre la interrogaban y la cuestionaban. Los únicos momentos de descanso los hallaba cuando volvía pronto de la escuela. Entonces se permitía pequeños actos de rebeldía. Como, por ejemplo, tomarse una taza de cacao sentada en el sofá blanco, poner música pop en el reproductor de CD de Ola y desordenar los cojines. Sin embargo, siempre lo arreglaba todo antes de que él llegase a casa. Cuando Ola entraba por la puerta, no quedaba ni rastro de su rebelión. No imaginaba un horror mayor que la posibilidad de que Ola saliese un poco antes del trabajo y la descubriese. Aunque era altamente improbable: sólo estando enfermo de muerte se le pasaría por la cabeza salir del trabajo un minuto antes de la hora. Debido a su cargo de jefe de equipo, consideraba vital dar ejemplo, y no toleraba los retrasos, las bajas por enfermedad y las salidas anticipadas del trabajo ni en sí mismo ni en sus subordinados.
Marit lo compensó con el cariño. Sofie lo veía clarísimo ahora. Ola era la crudeza, la limpieza, el frío, en tanto que Marit significaba la seguridad, el calor, un poco de caos y de alegría. Sofie había pensado a menudo qué verían el uno en el otro al principio. Cómo dos personas tan distintas llegaron a conocerse, a enamorarse, a casarse y a tener un hijo juntos. Para Sofie siempre fue un misterio, desde que le alcanzaba la memoria.
Se le ocurrió una idea. Aún faltaba más de una hora para que su padre volviese del trabajo. Entró en el dormitorio de Ola, que antes fuera también el de su madre. Sabía dónde lo tenía todo. En el armario, al fondo, en el rincón. Una gran caja con todo lo que Ola llamaba «las chorradas sentimentales de Marit», pero de las que aún no se había desprendido. A Sofie le sorprendía que su madre no se las hubiese llevado cuando se mudó, pero quizá deseaba dejarlo atrás todo, puesto que se disponía a comenzar una nueva vida. Lo único que quiso llevarse consigo era a Sofie. Eso le bastaba.
Sofie se sentó en el suelo y abrió la caja. Estaba llena de fotos, de recortes, de mechones de pelo de Sofie cuando era pequeña y las pulseritas de plástico que les pusieron a ella y a Marit en la maternidad para identificarlas como madre e hija. En un tarro pequeño sonó un ruidito y, al abrirlo, Sofie constató con cierta repugnancia que eran dos dientes diminutos, seguramente suyos, aunque no por ello le daban menos asco.
Pasó media hora repasando despacio el contenido de la caja. Una vez lo hubo examinado todo, fue colocándolo en pequeños montones que dispuso en el suelo. Comprobó perpleja que las viejas fotos de cuando Marit era adolescente mostraban a una jovencita que se parecía muchísimo a ella. Nunca antes había reparado en que fuesen tan iguales, pero se alegraba. Estudió a fondo la fotografía de boda de Marit y Ola, en un intento de detectar el germen de todos los problemas que los esperaban. ¿Sabrían ya que no iba a funcionar? Sofie creyó intuir que así era, Ola tenía un aspecto severo, pero satisfecho a un tiempo. La expresión de Marit denotaba casi indiferencia, era como si hubiese clausurado los canales de todos sus sentimientos. Y, desde luego, no se la veía como a una novia radiante de felicidad. Los recortes de los periódicos amarilleaban un poco y crujieron resecos cuando Sofie los desplegó. Era el anuncio de la boda, el de su nacimiento, un recorte de cómo tejer patucos, recetas de cenas suculentas, artículos sobre enfermedades infantiles. Sofie sentía como si tuviese a su madre entre las manos. Casi se imaginaba a Marit sentada a su lado riéndose de los artículos que había recortado sobre la mejor manera de limpiar el horno o sobre cómo se prepara el jamón de Navidad perfecto. Sintió que Marit le ponía la mano en el hombro y sonreía cuando sacó una foto de las dos en el hospital, Marit con un bulto colorado y arrugado en el regazo. Ahí se la veía tan feliz... Sofie se puso la mano en el hombro, tratando de imaginar que debajo estaba la de su madre. El calor que irradiaba la mano de Marit en la suya. Pero enseguida se hizo patente la realidad. Lo único que había debajo de su mano era el tejido de la camiseta, y su mano estaba fría como el hielo. Ola siempre quería cerrar las fuentes de calor, para ahorrar en la factura del gas.
Cuando llegó al artículo que había en el fondo de la caja, al principio creyó que habría ido a parar allí por error. El titular no encajaba en absoluto, y le dio la vuelta para ver si era el de la otra cara el que Marit quiso conservar. Pero allí no había más que un anuncio de una marca de jabón. Un tanto distraída, comenzó a leer la entradilla y, con la primera frase, sintió que se le helaba la sangre en el cuerpo. Con los ojos desorbitados y sin dar crédito a lo que leía, devoró cada frase y cada letra. Aquello no podía ser. Sencillamente, no podía ser.
Sofie volvió a colocarlo todo en la caja y la guardó en su lugar, en el fondo del armario. Las ideas se agolpaban sin ton ni son en su cabeza.