Corsarios Americanos (30 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
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Bolitho se hallaba entre el fuerte y la calzada cuando se detuvo de súbito para mirar hacia la tierra firme.

Stockdale le miró y asintió con un gesto grave:

—Humo, señor.

El espesor de la humareda, que barría el islote empujada por el viento, aumentaba por momentos e irritaba los ojos y la garganta. A lo lejos adivinó las llamaradas ondeantes como malévolas plumas de color naranja, que cambiaban de forma entre las masas de humo y se esparcían, para unirse en una apretada línea de fuego.

El guardiamarina Couzens, que seguía sus pasos andando como un sonámbulo, se reanimó de pronto y dijo con sofoco:

—¿Qué significa eso?

Bolitho inició una carrera hacia el parapeto al tiempo que explicaba:

—Han prendido fuego a la ladera de la colina. Piensan atacar protegidos por el humo.

Se abrió paso entre los grupos de soldados que tosían, asustados, y buscó la posición donde se hallaban los cañones.

—¡Listos para abrir fuego! —gritó. A continuación se protegió nariz y boca con un pañuelo y llamó la atención de Fitzherbert y uno de sus cabos—: ¿Dará la novedad al comandante?

Fitzherbert agitó la cabeza con ojos lagrimeantes:

—No hay tiempo. Seguro que ya se ha enterado. —A continuación empuñó su espada y aulló—: ¡Formación de combate! ¡Mirada al frente! ¡Pasen la voz a la otra columna!

Se movía a tientas y tosía sin parar mientras intentaba vislumbrar a sus hombres. Los soldados de infantería corrían en desorden entre la humareda. La voz de D'Esterre, que ordenaba silencio al tiempo que daba instrucciones sobre cómo debían posicionarse, logró restaurar un cierto orden.

Couzens dejó a un lado la disciplina militar y agarró a Bolitho por la manga mientras murmuraba:

—¡Escuche! ¡Vienen a nado!

Bolitho desenvainó su sable y palpó con la mano la culata de su pistola. Cerca de su casa de Cornualles había un paso por donde se vadeaba el río. A menudo, especialmente en invierno, el nivel del agua subía e imposibilitaba el paso de carruajes y diligencias. Pero había visto cruzar a suficientes jinetes a caballo para entender lo que ocurría ahora ante él, en el canal.

—¡Están vadeando el paso con los caballos!

Un coro de aullidos de guerra que surgía de pronto por encima de los chapoteos del agua y los silbidos de los fuegos le hizo revolverse sobre sí mismo.

D'Esterre gritó:

—¡Avanzan al mismo tiempo por la calzada del terraplén! —Hizo un gesto hacia sus hombres y ordenó—: ¡Que nadie levante la cabeza, sargento! ¡Dejen que los cañones hablen primero!

Un grupo de marineros armados surgió de la oscuridad y se detuvo junto a Bolitho, que les acababa de ordenar:

—¡Manténganse a mi lado! ¡Seguiremos a lo largo de la playa! —Su cerebro intentaba lidiar a toda velocidad con la avalancha de acontecimientos, sintiendo la proximidad del desastre.

Se oyó el primer disparo de la artillería. El grito de guerra que provenía de más allá de la orilla se detuvo en algún lugar y fue sustituido por un desorden de gemidos y gritos de dolor.

El segundo cañón hendió la oscuridad con su larga llamarada naranja. Bolitho, que oyó el impacto de la bala sobre la arena y a los atacantes, imaginó el terror de Quinn ante la intensidad con que los aullidos de guerra de los atacantes recomenzaban instantes después.

—¡Ahí viene uno de ellos! —gruñó Stockdale.

Bolitho se alzó sobre las puntas de los pies para observar la sombra que salía de la oscuridad blandiendo un arma.

Uno de sus hombres disparó su pistola. Vio los ojos del caballo, enormes y aterrorizados, cuando el animal se abalanzaba sobre el marino y se desviaba en el mismo instante en que otro jinete surgía del agua y se alzaba sobre ellos como una feroz y vengativa alimaña.

Le pareció oír que Stockdale decía a Couzens:

—¡Tranquilo, muchacho! ¡Manténgase a mi lado! ¡No retroceda ni un paso!

¿Me lo habrá dicho a mí?, se preguntó.

Pero en cuanto su acero chocó contra el primer sable enemigo olvidó todo eso, pues su mente se lanzó por completo al ataque.

El teniente James Quinn se lanzó cuerpo a tierra para protegerse del fuego de mosquetes que provenía del terraplén. Algunas de las balas rebotaban con sonoros golpes en los cuerpos de los dos cañones. Si el humo que venía de la colina le había casi cegado un momento antes, ahora el olor de la pólvora empeoraba su respiración.

El combate a campo abierto le parecía mucho peor que el vivido en cualquier cubierta de cañones de un navío. Sobre su cabeza oía el chirriar de los metales, mientras entre los jirones de humo acertaba a adivinar cómo sus hombres se movían maldiciendo, empujando las cargas de pólvora y las municiones en el alma de los cañones para intentar rechazar el ataque.

—¡Fuego!

Quinn parpadeó en el instante en que el cañón más cercano retumbaba escupiendo llamas y humo. A pesar de ello la luz del fogonazo le permitió distinguir las figuras que corrían a su alrededor y el brillo metálico de sus armas. Luego la oscuridad se cerró de nuevo. Inmediatamente después, el aire se llenó de gemidos y gritos, pues la mortífera carga de metralla había dado en el blanco. Oyó que un marinero le gritaba junto a la oreja:

—¡Esos diablos han conseguido pisar la isla, señor! —La voz del hombre era prácticamente un aullido—. ¡Caballería!

El teniente Fitzherbert surgió corriendo de la bruma y ordenó:

—¡Que se calle ese hombre! —Luego, tras disparar su pistola en dirección al terraplén, añadió con rugido salvaje—: ¡Puede provocar el pánico en las filas!

—¡Ha dicho caballería! —jadeó Quinn con voz entrecortada.

Fitzherbert le miró con ojos que brillaban como ascuas por encima del pañuelo colocado sobre su nariz y su boca.

—¡Si hubiese caballería estaríamos todos muertos ya, hombre de Dios! ¡Habrá unos cuantos jinetes, supongo, pero nada más!

—¡Vamos cortos de pólvora! —gritó ásperamente Rowhurst. Luego se volvió hacia Quinn con furia y se quejó—: ¡Haga algo, por Dios, señor! ¡Malditos sean sus ojos!

Quinn asintió con un gesto impávido, pues nada aparte del terror ocupaba su mente. Vio al guardiamarina Huyghue agazapado y apoyado sobre su rodilla mientras intentaba sostener su pistola sobre un montón de piedras agrupadas a toda prisa.

—¡Informe de lo que ocurre al señor Bolitho!

El joven se incorporó dudando en qué dirección moverse. Quinn le agarró del brazo:

—¡Por la playa! ¡Corra tanto como pueda!

Una voz penetrante avisó:

—¡Ahí vienen esos canallas!

Fitzherbert se deshizo del pañuelo y agitó la espada sobre su cabeza.

—¡Sargento Triggs! —llamó.

—Está muerto, señor —advirtió un cabo.

El teniente desvió la vista.

—¡Dios todopoderoso!

Enseguida, sin embargo, oyó los gritos y hurras de los enemigos que cruzaban las aguas y se repuso:

—¡Infantes de marina, avancen!

Tosiendo y tropezando entre el espeso humo, los soldados salieron de sus agujeros y trincheras con las bayonetas alzadas en respuesta a la orden. Sus pies tanteaban el suelo en busca de apoyo firme, mientras sus ojos, irritados por el humo, escudriñaban la oscuridad en busca de señales del enemigo.

Una ráfaga de fuego de mosquete procedente de la calzada hizo caer muertos o heridos a un tercio de la columna de soldados de infantería.

Quinn observó con cara incrédula la disciplina de los soldados que, en formación, disparaban sus mosquetes y procedían a recargar, para caer diezmados por otra precisa ráfaga de los enemigos.

—¡Mejor que inutilice los cañones! —le gritó Fitzherbert—. ¡O ponga a sus marineros a recargar nuestros mosquetes!

Su garganta se atragantó al dar un último grito. Luego, con la mandíbula desencajada, se lanzó entre la formación de sus soldados que se tambaleaban entre la humareda.

—¡Rowhurst! —gritó Quinn—. ¡Venga aquí!

Rowhurst pasó a su lado con la mirada enloquecida:

—¡La mayoría de los hombres han retrocedido ya! —El hombre era incapaz, aun enfrentado al peligro, de disimular el desprecio que sentía por su teniente—. ¡Usted también debería echar a correr!

Quinn oyó por encima de su hombro las agudas notas de una corneta. Su sonido pareció aprisionar a los soldados supervivientes como una garra de acero.

El cabo, que un momento antes parecía a punto de caer presa del terror, se sobrepuso y gritó:

—¡Tocan a retirada! ¡Tranquilos, muchachos! ¡Recarguen! ¡Apunten! —Esperó a que un rezagado se incorporase en la trinchera y terminó—: ¡Fuego!

Quinn era incapaz de comprender lo que ocurría. Oía el restallido de las órdenes, el crujido de las armas; algo le decía que el capitán D'Esterre acudiría con sus hombres a cubrir la retirada. Las fuerzas enemigas estaban a escasos metros. Sus pies resbalaban cuando intentaban afianzarse sobre la arena húmeda. Notaba la furia y locura de su avance, el empeño insensato con que pretendían hacerse fuertes en el desembarcadero. A pesar de ello, lo único que ocupaba su mente era el desprecio de Rowhurst y la necesidad de ganarse su respeto, ni que fuese en esos últimos minutos.

—¿Cuál es el cañón cargado? —resolló.

Avanzó tambaleándose por la pendiente sin siquiera pensar en cargar su pistola. El sable que su padre había hecho fabricar especialmente al mejor artesano de la ciudad colgaba todavía de su vaina.

Rowhurst, completamente anonadado por el cambio de situación, se detuvo y observó con asombro cómo el teniente se movía hacia el cañón con la torpeza de un ciego.

Parecía insensato acompañarlo hasta allí. Si había algún lugar seguro, estaba a muchos metros de distancia, tras una carrera hacia los portones de la fortaleza. Cada minuto que permaneciesen junto a los cañones disminuía sus posibilidades de salvación.

Rowhurst se había alistado voluntario en la Armada, pero se enorgullecía de ser tan buen asistente de artillero como el mejor. En algo más de un mes, si la suerte le sonreía, debía ser propuesto para un ascenso y ser destinado como suboficial profesional en algún navío.

Veía incrédulo los esfuerzos patéticos con que Quinn buscaba el cañón. Este había quedado cargado y sin disparar cuando los infantes de marina abandonaron las trincheras para salir al ataque. No tenía otra salida, pensó. Si asistía a Quinn iba a morir con él. Si huía, Quinn le acusaría de insubordinación en combate, o insolencia contra un oficial. Cualquiera de esos asuntos merecía consejo de guerra.

Exhaló un profundo suspiro y tomó la decisión.

—¡Aquí, es éste…! —Forzó una mueca parecida a una sonrisa y añadió—: ¡Señor!

Un cuerpo caído contra una de las ruedas del cañón se retorció al recibir un impacto de bala. Se hubiera dicho que hasta los muertos querían resucitar para asistir a la última heroicidad, la última locura que emprendían el teniente y su artillero.

Algo pareció ayudar a Quinn a recuperar su control. Quizá fue el estampido del cañón, quizá el acto de colocar la mecha encendida en la llave de fuego. La doble carga de metralla cayó devastadora sobre las líneas cerradas de los atacantes, barriéndolos. La mano de Quinn agarró entonces el delicado puño de su sable. Sus ojos estaban bañados de lágrimas. La explosión le había ensordecido por completo.

—¡Gracias, Rowhurst, gracias! —Eran las únicas palabras que salían de su boca.

Pero si en algo había acertado Rowhurst era en sus fatales premoniciones. Yacía mirando con ojos furiosos hacia el humo, muerto. En el centro de su frente se veía un agujero perfectamente redondo. Ningún artillero hubiera sido capaz de tanta puntería.

Quinn se alejó de los cañones como un sonámbulo, su brazo, colgando todavía, empuñaba el sable. Los calzones blancos de los infantes de marina muertos relucían en la oscuridad. Sus ojos abiertos, sus armas caídas y sus posturas grotescas testimoniaban su sacrificio.

Pero otra cosa notó Quinn en el aire: el griterío de los atacantes se había retirado de la calzada. Ellos también retrocedían, considerando que habían recibido suficiente castigo.

Se detuvo ante varias figuras que descendían hacia él. De pronto se puso en tensión y alerta. Dos infantes de marina, el fornido artillero llamado Stockdale y un teniente con la espada desenvainada le rodearon.

Quinn desvió su mirada hacia el suelo. Quería hablar y explicar lo que Rowhurst había hecho y lo que le había forzado a hacer.

Pero Bolitho le cogió de la mano y le dijo con voz pausada:

—El cabo me lo ha explicado. De no ser por su ejemplo, ahora mismo no quedaría nadie vivo entre los que estábamos fuera del fuerte.

Esperaron a que la primera fila de soldados descendiera desde el fuerte y franqueara el paso a los destrozados y sangrantes supervivientes de la calzada, que volvían para refugiarse tras la seguridad de los muros.

Bolitho sentía todo su cuerpo dolorido. El brazo con que empuñaba el sable le parecía pesado como el plomo. Se notaba todavía inundado por el miedo y la desesperación reinantes en la hora pasada. Oía aún el galopar y relinchar de los caballos, el chasquido de las hojas de acero en la oscuridad, y luego la súbita estampida protagonizada por la variopinta colección de hombres a su cargo.

Couzens había caído sin sentido a causa de la embestida de un caballo. Tres marineros habían muerto. A él le había alcanzado por detrás el filo de un sable enemigo, que hirió su hombro con la fiereza de un machete calentado al rojo.

Por fin, los caballos se habían ido. Algunos nadaban, otros eran empujados por la corriente, pero ya no estaban a su alrededor. Algunos de sus jinetes sí habían quedado en la playa. Nunca se marcharían de allí.

D'Esterre, que andaba entre el humo, ya menos espeso, les alcanzó y dijo:

—Les hemos hecho retroceder. Hemos pagado un precio muy alto, Dick, pero seguramente será lo que nos salve. —Agarró con la mano el sombrero y lo usó para darse aire en la cara, surcada de sudor, antes de añadir—: ¿Se ha fijado? El viento está rolando por fin. Si hay un barco dispuesto a recogernos, por lo menos podrá llegar hasta aquí.

Desvió la mirada para observar a un soldado que era transportado entre varios. Su pierna era un amasijo irreconocible. En la oscuridad, la sangre parecía alquitrán líquido.

—Tenemos que colocar refuerzos sobre la calzada. He mandado organizar un nuevo grupo de artilleros.

Viendo a Couzens, que se acercaba con pasos lentos y frotaba su cabeza con gruñidos de dolor, apuntó:

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