Se revolvió al oír que el marinero Rabbet se adelantaba y dejaba caer con fuerza su hacha de abordaje sobre lo que Bolitho había tomado por un montón de sacos viejos. Se trataba de otro centinela, aunque también podía ser un hombre que hubiese abandonado el cobertizo usado como dormitorio para respirar aire fresco. La acometida se produjo de forma tan violenta y rápida que Bolitho creyó imposible que el hombre volviese a respirar jamás.
El sobresalto le ayudó a agudizar sus reacciones, a exprimir hasta la más remota onza de su capacidad de concentración en lo que iba a hacer. Al fin creyó ver los peldaños de una escalera que descendía por el interior de la muralla. Entendió que faltaban ya pocos metros para hallar los portones de la entrada.
Stockdale se separó del grupo que le seguía.
—Yo me encargaré, señor.
Bolitho intentó vislumbrar su expresión en la oscuridad, pero vio únicamente una sombra.
—Lo haremos juntos.
Bolitho y Stockdale descendieron con paso felino los irregulares peldaños de madera. Detrás, los hombres se mantenían tensos tras el parapeto, arrodillados unos y cuerpo a tierra otros.
Quinn, con sus hombres, debía en aquel mismo momento correr por el otro extremo del muro; su obligación era ocupar la torre de vigilancia para proteger desde allí la retaguardia de Bolitho por si el azar hacía aparecer la guardia.
Era la mente del contraalmirante Coutts la que, a centenares de millas de distancia de aquel lugar siniestro, había inventado aquel plan de ataque. Ahora se encontraban ahí, dentro del fuerte. Cuando oyó los primeros esbozos de la estrategia, Bolitho pensó que los rebeldes norteamericanos caerían sobre la fuerza británica y la harían retroceder antes de que sus hombres hallasen un refugio donde camuflarse. Hasta el momento, todo había sido tan radicalmente fácil que, al mismo tiempo, lograba ponerle nervioso.
Al notar que sus pies pisaban ya tierra entendió que había alcanzado el suelo del patio. Más que distinguirlos, notaba los edificios bajos y los establos que ocupaban el flanco interior del muro. La torre de vigilancia, en cambio, destacaba ya contra el pálido cielo que se alzaba sobre ella. El mástil de banderas aparecía también silueteado contra el firmamento.
Stockdale le tocó el brazo para llamarle la atención sobre una choza, pequeña, que sobresalía del muro más allá de los portones. Una luz mortecina se filtraba por entre los maderos de sus ventanas. Bolitho adivinó que allí descansaban los centinelas una vez terminadas las rondas de guardia.
—Venga, adelante —siseó.
Siete zancadas le bastaron para llegar al centro del portalón. Bolitho se dio cuenta de que las había contado una a una como si de ellas dependiese su vida. Una larga viga de madera, trabada en varias escuadras de acero atornilladas sobre las hojas de las puertas, las mantenía cerradas. No había candado ni cerrojo. Stockdale dejó reposar su machete y alzó a fuerza bruta uno de los extremos de la viga. Bolitho vigilaba la choza de los centinelas.
Justamente cuando Stockdale aplicaba su enorme fuerza bajo la viga de madera se produjo el grito. Un chillido de terror que subió de tono hasta alcanzar el aullido, para, inmediatamente, morir como si le hubieran encerrado tras una puerta maciza e impermeable.
Durante un instante, nadie se movió ni dijo nada. Pero enseguida se oyeron voces sobresaltadas y pasos que corrían por los rincones del patio. Bolitho rugió:
—¡Ábrala! ¡Tan rápido como pueda!
Sonaron los disparos y rebotaron las balas en desorden. Algunos proyectiles se incrustaron en la madera cercana. Oyó cómo otros silbaban en dirección al agua, inofensivos. No le costaba imaginar el desconcierto y confusión que reinaba entre la guarnición del fuerte, despertada por sorpresa; muchos de sus hombres aún debían de pensar que el inesperado ataque provenía del exterior de las murallas.
De la choza de los centinelas surgió un haz de luz. Inmediatamente, Bolitho vio cómo varias figuras se acercaban corriendo hacia él; una de ellas apuntó en su dirección un mosquete e hizo fuego. Otros hombres, cuyos torsos desnudos brillaban pálidos en la penumbra, cargaron en masa sobre los centinelas y los derribaron.
Desde algún rincón resonó la orden:
—¡Carguen y hagan fuego a discreción, muchachos!
Enseguida entrechocaron los aceros; los gritos fueron sustituidos por aullidos de dolor y voces desesperadas antes de que ninguno de los hombres de Bolitho disparase.
Un hombre se abalanzó sobre él sosteniendo el mosquete armado de bayoneta. Se apartó y dejó que la inercia de la acometida se llevase al hombre hacia adelante. Aplastó el cuerpo con un golpe de su sable y lo dejó caer, con un jadeo de dolor, a los pies de Stockdale.
—¡A mí, hombres del
Trojan
! —gritó Bolitho con todas sus tuerzas.
Se oyeron más gritos seguidos de vítores cuando el primero de los portones empezó a girar sobre sus goznes. Stockdale empujó hacia un lado el pesado tronco de madera y lo arrojó como una gigantesca lanza contra la confusa masa de sombras que se agitaban junto a la choza.
Pero más figuras aparecían ya por el otro costado del patio. Varias órdenes resonaron en el aire y produjeron algo parecido a un cierto orden militar. El fuego de los mosquetes siguió a las órdenes, en rápido repiqueteo, y alcanzó a dos marinos apostados sobre el parapeto, que cayeron como muñecas de trapo.
Stockdale recogió su largo machete y, tras alzarlo, lo estrelló contra el pecho de un hombre que se acercaba. Se revolvió a toda velocidad para alcanzar en el estómago a un segundo atacante que intentaba golpear a Bolitho.
El árabe Kutby lanzó un grito penetrante y rompió a correr contra el enemigo blandiendo el hacha como un poseso, ajeno a cualquier otra cosa que no fuese el impulso de matar.
Otro marino cayó escupiendo sangre a los pies de Bolitho. Más allá se oía a los hombres de Quinn que entrechocaban sus hojas de acero contra las de los vigilantes de la torre. A medida que éstos les hacían retroceder hacia los portones los golpes sonaban más violentos y más cercanos.
Clang, clang, clang
. Bolitho pensó que su brazo iba a partirse del esfuerzo al rechazar de un tajo a una silueta uniformada que, le parecía, había surgido del suelo justo ante él. Sintió en el contacto la determinación y fuerza del adversario, mientras paso a paso le hacía retroceder hacia atrás, hasta arrinconarle.
Notaba una peculiar lucidez en su mente, libre por una vez de cualquier miedo u otra sensación calificable. Así debía ser. Cuando llegaba el momento. Cuando, por fin, la suerte te abandonaba y no había ya nada más que el final. El final de todo.
Clang, clang, clang
.
Bloqueó el mango de su sable contra el de su adversario; notaba que la fuerza del otro podía más que su resistencia, debilitada a cada instante que pasaba. Oyó entre el batir de la pelea los rugidos de Stockdale, que intentaba abrirse paso para llegar hasta él y ayudarlo.
El instinto parecía querer decirle que aquella vez la ayuda no iba a llegar; pero cuando el otro hombre le hizo pivotar, aprovechando la presa de los dos mangos unidos en el combate, vio que una pistola sobresalía de su cinto. Usó las últimas reservas de su energía y se abalanzó hacia el arma tras abandonar la empuñadura de su sable. Sus dedos se cerraron sobre el gatillo, al tiempo que retorcía la pistola y la arrancaba de su posición.
El disparo, que surgió en el mismo instante y con fuerza descomunal, arrancó la culata de sus manos. Vio al hombre doblarse de dolor en terrible agonía, incapaz ni siquiera de proferir un grito, cuando el pesado proyectil atravesó su abdomen con la rapidez del plomo fundido.
Alzó el sable y lo agitó sobre el cuerpo estremecido del hombre herido, pero su brazo vaciló y finalmente descendió. Hubiera sido justo liberarle de sus dolores para siempre, pero no podía reunir el valor para hacerlo.
Pocos instantes después sus hombres consiguieron mover la segunda hoja del portalón y franquear el paso. Envueltos en la humareda de los disparos de pistola y mosquete, Bolitho vio los correajes blancos y las bayonetas relucientes de los infantes de marina, que cargaban en tropel.
Quedaban todavía algunos focos aislados de resistencia. Puñados de hombres luchaban y morían en un sótano, o sobre el parapeto. Algunos que intentaban rendirse fueron abatidos a tiros en una oleada de locura por los soldados victoriosos. Otros se abrieron paso a través del portalón y huyeron en dirección al mar, para caer pocos metros más allá ante el segundo cordón de fusileros apostado por Paget.
Probyn se acercó cojeando entre la confusión de hombres que agonizaban y prisioneros con las manos alzadas. Vio a Bolitho y gruñó:
—Nos ha faltado poco para…
Bolitho se recostó contra un poste y asintió mientras su pecho hacía esfuerzos por introducir oxígeno en sus doloridos pulmones. Se dio cuenta de la cojera de Probyn y consiguió preguntar:
—¿Está usted herido?
—¡Por poco me parten la maldita pierna! —replicó Probyn con pasión—. ¡Uno de esos imbéciles me hizo tropezar con sus escalas!
La anécdota parecía tan absurda, en medio de aquella avalancha de muerte y dolor, que Bolitho sintió deseos de reír. Pero sabía que si cedía a ellos le costaría refrenarlos luego y no caer en un ataque de histeria.
D'Esterre surgió de debajo del techo del establo y comunicó con su vozarrón:
—¡El fuerte es nuestro! ¡Lo hemos logrado! —Se giró hacia un soldado que le ofrecía su sombrero y lo frotó contra la pernera de su calzón antes de añadir—: Esos diablos contaban ya con un cañón cargado y apuntado hacia el terraplén. Con eso sólo les bastaba para dividir nuestras fuerzas en dos y aislarnos, tanto en el ataque como en la retirada. ¡Imaginen si llegan a estar avisados!
Rowhurst esperó a que Bolitho le indicara que le había visto e informó con voz espesa:
—Hemos perdido a tres hombres, señor —explicó señalando con el pulgar hacia la torre—: Y hay dos malheridos.
—¿Qué le ha ocurrido al señor Quinn? —preguntó Bolitho con precaución.
—Se encuentra bien, señor —respondió Rowhurst frunciendo el ceño.
¿Qué significaba aquel gesto? Bolitho vio que Paget franqueaba el portalón abierto acompañado de otro grupo de soldados y decidió no insistir en su interrogatorio, por lo menos en aquel instante.
Paget, tras observar a los soldados y marineros que corrían de un lado a otro, preguntó de golpe:
—¿Dónde está el oficial al mando del fuerte?
—Se encontraba ausente, señor —respondió D'Esterre—. Pero hemos apresado a su sustituto.
—Con él me bastará —gruñó Paget—. Condúzcanme hasta sus dependencias. —Luego dirigió su mirada hacia Probyn y le ordenó—: Que sus hombres apunten un par de cañones hacia ese lugre fondeado. Ante cualquier tentativa de hacerse a la vela, una buena advertencia bastará para hacerle cambiar de opinión. ¿Me entiende?
Probyn rozó con los dedos el borde de su sombrero. En cuanto el comandante le hubo dado la espalda, murmuró con acritud:
—¡Se lo está pasando en grande, no cabe duda!
Rowhurst ya había empezado a estudiar con ojo profesional las aspilleras de los cañones.
—Me ocuparé yo mismo del lugre, señor —anunció antes de alejarse voceando los nombres de sus asistentes, feliz de poder ocuparse en algo que sabía hacer.
El hombre a quien Bolitho había disparado minutos antes con su propia pistola profirió un solitario grito y falleció. Bolitho se detuvo un momento a observarle, como si quisiera averiguar lo que sentía hacia aquel ser que había intentado matarle.
Un infante de marina se acercó tras cruzar todo el patio a paso ligero. El hombre parecía incapaz de reprimir la risa al informar:
—Con licencia, señor, uno de nuestros oficiales jóvenes ha capturado un prisionero.
Un instante después apareció por el portalón Couzens acompañado por dos marineros. Ante ellos, con una actitud que parecía más de oficial al mando que de prisionero, andaba el oficial francés. Llevaba la casaca colgando del brazo y su sombrero puesto, como si hubiera salido a dar un paseo.
Couzens estaba exultante, orgulloso de su captura:
—¡Huía hacia los botes, señor! —exclamó—. ¡Se encontró frente a frente con nosotros!
El francés miró alternativamente a Probyn y Bolitho antes de puntualizar con voz serena:
—No estaba huyendo, se lo aseguro. Acaso podrán decir que me aprovechaba de las circunstancias. —Inclinó la cabeza en respetuoso saludo y añadió—: Soy el teniente Yves Contenay. A sus órdenes.
Probyn le dirigió una mirada furiosa:
—¡Está usted arrestado, maldito gabacho!
El francés mostró una sonrisa amable.
—Creo que se equivocan. Soy el comandante de aquel velero. Entramos ayer de arribada para… —Se encogió de hombros—. Por razones que no importan aquí.
Alzó la mirada hacia el grupo de marineros que, armados con sus picas, desplazaban un cañón y lo hacían girar para apuntarlo hacia el fondeadero. Por primera vez su semblante mostró alarma, incluso miedo.
—Ya veo —replicó Probyn—. Razones que no importan. Bien. Le advierto que debe ordenar a su gente que no intenten huir, ni mucho menos producir desperfecto alguno en su barco. Si desobedecen, ordenaré abrir fuego sin cuartel contra ellos.
—Estoy seguro de ello. —Contenay se volvió hacia Bolitho y abrió sus brazos—. Comprendan que yo estoy aquí cumpliendo órdenes.
Bolitho le estudió en silencio. El esfuerzo que debía hacer para mantenerse calmado le arañaba las entrañas.
—Su lugre va cargado con pólvora, ¿no es cierto?
—¿Lugre? —El francés frunció el ceño antes de agitar la cabeza en gesto de comprensión—. ¡Ah, claro,
lougre
, ya entiendo! —Se encogió de nuevo de hombros antes de explicar—: Sí. Basta que acierten con uno de sus disparos para que
… ¡pouf
!
—Quédese junto a él —ordenó Probyn—. Tengo que correr a informar al comandante.
Bolitho se dirigió a Couzens:
—Le felicito.
—Por supuesto —intervino sonriendo el oficial francés—. Lo ha hecho muy bien.
Bolitho desvió la mirada hacia la zona del portalón y la choza de vigilancia donde sus hombres sudaban arrastrando por el polvo los cuerpos inertes. Dos de los prisioneros, vestidos con sus uniformes blancos y azules, habían sido provistos de cubos y cepillos y trabajaban para eliminar los rastros de sangre.