Cairns le miró con los ojos como platos:
—¡No se entera usted, Dick! —advirtió señalando a un suboficial que acarreaba bajo su brazo una bandera meticulosamente plegada y planchada—. Hoy el
Trojan
izará en su mástil de mesana la insignia de contraalmirante de la Armada. ¡El contraalmirante Coutts en persona vendrá a ayudarnos en nuestras tribulaciones contra el enemigo!
—¿Nosotros, navío insignia?
—En funciones —respondió Cairns, quien se detuvo junto a la barandilla del alcázar para enderezar su sombrero, para continuar—: Hasta que Coutts logre la victoria que está buscando, o que, por el contrario, se vea obligado a ofrecer su propia cabeza.
Ya los marineros corrían a sus puestos. Bolitho se obligó a mirar fijamente el ancho tronco del palo macho del mayor; allí mismo había recibido innumerables invectivas y órdenes de la boca del teniente Sparke.
Ahora le tocaba a él actuar de segundo teniente del navío. Todavía le faltaban dos meses para cumplir los veintiún años.
Vio cómo Stockdale le observaba con orgullo y asentimiento. Si estaba allí, en aquel puesto, era gracias al fornido ex luchador así como a muchos otros hombres cuyas caras echaba en falta, y que no volvería a ver jamás.
—¡Todo el mundo a cubierta! ¡Listos para virar y fachear!
La voz de Cairns, amplificada por la bocina de metal, le alcanzó de súbito:
—¡Señor Bolitho! ¿Qué espera para mandar a esos hombres a las brazas? ¡Cualquiera diría que tiene una banda de paralíticos a su mando!
Bolitho tocó el sombrero con sus dedos y mantuvo el gesto marcial.
Entre los cuerpos de los hombres que sudaban, su mirada chocó con la de Quinn. El joven parecía aún dudar de lo que debía hacer en su nuevo puesto. Le sonrió intentando romper la tensión que no había logrado alejar todavía.
—¡Más ánimo, señor Quinn! —Tuvo un momento de duda, hasta que halló en su mente un nuevo recuerdo—: ¡Anóteme el nombre de ese marino!
Un día después de que el contraalmirante Coutts trasladase su insignia al
Trojan
, Bolitho se hallaba en el alcázar recorriendo con pasos impacientes su cubierta, mientras vigilaba atentamente los trabajos de la guardia de la mañana y disfrutaba de la vigorosa brisa del noroeste. Durante la noche, el impresionante navío
Resolute
, del porte de noventa cañones, había desaparecido por la popa acompañado de la fragata
Vanquisher
. Ambos debían ahora avanzar dando bordadas en dirección a Nueva York, para lo que debían arrancar cada metro de barlovento al viento, que les venía en contra, en una batalla particular.
Para el
Trojan
las cosas eran, en cambio, distintas, pues parecía que la inesperada llegada de Coutts hubiese traído un repentino giro de la suerte. Con el viento a favor, pensó Bolitho, y las velas hinchadas el navío debía ofrecer una estampa majestuosa. Los pies del teniente le conducían de un extremo al otro de la banda de barlovento sin que él se enterase del esfuerzo. La dotación había aparejado las velas de buen tiempo, que incluía mayores, gavias, juanetes y sobrejuanetes, y gracias a ellas el casco negro apoyaba su vientre en el azul del océano y escupía cortinas de espuma que volaban por encima de su tajamar.
La aguja magnética, que apenas oscilaba entre el sur y el sudeste, mostraba cómo el enorme navío de dos cubiertas continuaba alejándose del continente y se dirigía hacia el alargado collar de islotes situado entre el océano Atlántico y el mar Caribe.
El fresco viento mantenía a raya el calor y permitía a los hombres con heridas más leves salir a pasear por los entrepuentes y cubiertas, lo cual les ayudaba a recuperarse y encontrarse consigo mismos de nuevo. El resto de los hombres maltrechos en el combate fueron trasladados al
Resolute
, aunque muchos de ellos probablemente morirían antes de alcanzar Sandy Hook. También en el navío insignia navegaban los prisioneros y el informe escrito por Coutts sobre el ataque a Fort Exeter.
Sólo uno de los cautivos había permanecido a bordo del
Trojan
: el oficial francés llamado Contenay. Se le veía a menudo pasear largas horas por cubierta sin centinela, y parecía moverse como por su casa en un navío de Su Majestad.
Bolitho había descubierto que le quedaban aún muchas cosas por aprender de su propio comandante. Los breves momentos de contacto íntimo producidos a la llegada de la misión, marcados por una inesperada calidez de relación, habían quedado atrás. Pears mostraba ahora su habitual carácter distante y seco. Bolitho sospechaba que la presencia a bordo del almirante tenía mucho que ver con ese cambio.
Aquella misma mañana Coutts había aparecido en cubierta. De aspecto joven y relajado, y al parecer interesado por todo lo que ocurría a bordo, había recorrido la totalidad del pasamanos de barlovento deteniéndose a menudo para observar a la gente: los marineros que trabajaban con el torso desnudo, el carpintero dirigiendo a sus ayudantes, el maestro velero, el tonelero y otros artesanos de a bordo, que, cada día, salvo mal tiempo o zafarrancho de combate, transformaban el buque de guerra que era el
Trojan
en una ajetreada plaza de pueblo.
Se detuvo también a departir con los oficiales y con algunos de los hombres más veteranos. El Sabio quedó impresionado por sus conocimientos sobre la expedición polar al Ártico; el guardiamarina Forbes no alcanzó a proferir más que varios tartamudeos, su rostro profundamente sonrojado, cuando el almirante le dirigió media docena de preguntas malintencionadas.
Si su mente andaba preocupada por la dudosa perspectiva de descubrir e inutilizar un nuevo escondite de armamento enemigo, no lo demostraba en absoluto, como tampoco parecía amargarle la existencia lo que el alto mando dijese o pensase sobre su actuación. Se guardaba para sí los planes; tan sólo su secretario personal y Ackerman, su urbanizado capitán de banderas, el mismo a quien Bolitho descubrió en un camarote del
Resolute
abrazando a una mujer medio desnuda, tenían acceso a sus confidencias.
Bolitho decidió que el hecho tenía que producir en Pears una desmedida irritación.
Unos pasos que resonaban en el puente cercano hicieron que se detuviera. Cairns se le acercó en la barandilla. Sus ojos estudiaban el trabajo de las diversas cuadrillas y el porte de cada una de las velas con la autoridad de quien sabe lo que mira.
—El almirante se ha reunido con nuestro comandante —explicó—. Hay como un olor a metralla y plomo fundido en el ambiente. Luego se volvió hacia la lumbrera de la toldilla, a la que dirigió una significativa mirada: —No sabe el alivio que sentí cuando los grandes hombres me pidieron que les dejase solos.
—¿Todavía no hay ninguna noticia?
—Muy pocas. Como D'Esterre en el juego de naipes, el almirante no muestra su juego. Quiere alzarse hacia la gloria volando como una cometa —explicó mientras levantaba el brazo, para dejarlo caer hacia la cubierta de nuevo y añadir—: Aunque quizá su caída también sea parecida.
Mientras Coutts estuviese a bordo, las cosas resultarían distintas para Cairns. El efecto principal era que confiaba mucho más sus pensamientos al segundo teniente.
Ahora habló con lentitud:
—El comandante quería saber el porqué de la elección del
Trojan
para la misión, por qué no mandar el
Resolute
. —Sonrió con mueca siniestra y prosiguió—: El almirante le explicó, tan fresco como una rosa, que el
Trojan
era un navío más rápido, aunque también su dotación merecía una buena recompensa por los méritos de su esfuerzo.
Bolitho asintió:
—Creo que es cierto. El
Resolute
lleva más tiempo destacado en el continente americano. Que yo sepa, no ha entrado mucho en el arsenal. Su casco debe de tener dos palmos de algas bajo el agua.
Cairns le miró con ojos de admiración:
—A ver, todavía conseguiremos hacer de usted un buen político —dijo, aunque inmediatamente añadió para aliviar la confusión de Bolitho—: Hay que tener en cuenta que el halago se convierte en castigo: una vez Coutts ha hablado de recompensa para el
Trojan
, y lo ha calificado como el mejor barco para la misión, en su siguiente frase se ocupa de recordarle al comandante Pears que es su propio navío insignia el que de veras ha acumulado más méritos.
Bolitho hizo un gesto de asco con los labios:
—Eso sí que es astuto.
—Hace falta un pícaro para desenmascarar a otro pícaro, Dick.
—En tal caso, dígame: ¿cuál es la auténtica razón?
Cairns frunció el entrecejo y replicó:
—Sospecho que el almirante quiere que el navío insignia esté en su puesto habitual. Creo que es una buena razón. También creo que mandó con él la fragata
Vanquisher
porque barcos como ella se necesitan en todas partes con urgencia, a la vista de cómo surgen los corsarios por la costa americana.
Viendo que Sambell, el asistente del piloto destinado a la guardia, andaba cerca fingiendo indiferencia en su cara bronceada, Cairns redujo su voz hasta el susurro:
—Tiene la intención de seguir con su plan hasta el final. Conseguir la recompensa o, por lo menos, tapar como pueda los defectos de lo que haya hecho. No confiaría en nuestro comandante para actuar por su cuenta. También, en caso de que las cosas vayan desastrosamente mal, necesita alguien en quien descargar las culpas, y ese no va a ser su capitán de banderas. —Cairns observó los ojos de Bolitho y añadió—: Veo que ahora sí lo ve claro.
—Jamás lograré comprender este estilo de razonamientos.
—¡Cómo que jamás! ¡Algún día se los enseñará usted a los jóvenes! —replicó Cairns guiñándole el ojo.
Más pisadas, que resonaban en la agostada tablazón de la cubierta, llamaron la atención de Bolitho. Pears y el piloto abandonaban el cuarto de derrota. El último transportaba el maletín donde acostumbraba a guardar sus notas de navegación y sus instrumentos.
Con su aspecto de siempre, Bunce se volvió un instante para examinar la aguja magnética y los dos timoneles. Sus ojos, brillantes bajo las dos enormes y peludas cejas, reflejaban los rayos del sol.
Pears, por su parte, aparecía cansado y de mal humor, impaciente por ver terminado lo que fuese que había que hacer.
—No tardaremos en saber dónde está el lugar en cuestión, Dick —dijo Cairns tras suspirar y aflojar el pañuelo de su cuello—. Espero que no sea un nuevo Fort Exeter.
El primer teniente se alejó para proseguir su rutinaria ronda por las cubiertas mientras Bolitho, observándole, se preguntaba si Cairns elucubraba todavía con sus oportunidades de abandonar el
Trojan
y conseguir un destino de comandante.
Hasta el momento ninguno de los tenientes del
Trojan
habían tenido mucha suerte lejos de su protección. Sparke había muerto. Probyn era un prisionero de guerra. El propio Bolitho había vuelto a bordo cual hijo pródigo tantas veces como había desembarcado.
Vio que Quinn, sin chaqueta y con la camisa empapada de sudor adherida a la piel de su espalda, se afanaba junto al maestro velero y sus asistentes. Su cara se veía muy pálida y en tensión. Tenía sólo dieciocho años pero parecía mayor. Bolitho reflexionó. El salvaje tajo recibido en el pecho le seguía dando problemas. Se notaba en su forma de andar, así como en la constante mueca de sus prietos labios. Aunque eso servía de recuerdo para otras cosas al mismo tiempo. El momento del ataque al fuerte, por ejemplo, cuando su valor se vino abajo, o junto a los cañones, donde prácticamente enloqueció a causa del desprecio de Rowhurst.
La voz del guardiamarina Weston le arrancó de sus pensamientos:
—¡Señales de la balandra
Spite
, señor!
Bolitho cogió un catalejo de su soporte y trepó con zancada ágil por los obenques de barlovento. Necesitó un buen rato para localizar la pequeña balandra armada, su único compañero en la «aventura», para usar la expresión de Cairns. La lente se estabilizó sobre las pálidas velas de juanete de la
Spite
y la colorida ristra de gallardetes izada en su verga.
Weston informaba ya del mensaje:
—¡De parte de la
Spite
! ¡Vela a la vista por la banda del sur!
Bolitho se volvió para observar al muchacho. Weston era ahora el guardiamarina más veterano de a bordo. Probablemente sabía ya que Pears había aconsejado promover al señor Frowd al rango de teniente en funciones en lugar de a él. El consejo de un comandante equivalía prácticamente a una orden.
Bolitho sentía casi lástima por Weston, casi. Torpe, desgarbado y demasiado gordo, siempre propenso a la agresividad, se convertiría en un mal oficial, si vivía para contarlo.
—Muy bien. No deje de vigilar la
Spite
. De momento no hay necesidad de informar al comandante.
Bolitho reanudó sus mesuradas zancadas. El aire se notaba fresco, pero bastaba detenerse un rato para notar el peso del sol sobre la piel. Su camisa también estaba empapada por el sudor. La cicatriz de su hombro le escocía como el mordisco de una serpiente.
Pensó que el comandante de la balandra también debía de arder de impaciencia y deseos de obtener una misión propia. En aquel mismo instante estaría observando la vela desconocida e intentaría razonar, utilizando cualquier detalle visible, para traducir la información mediante el libro de señales y dar a su almirante el más mínimo dato que sirviera de ayuda en su decisión.
Transcurrió media hora. Una bocanada de humo surgió de la chimenea de la cocina y Molesworth, el contador de a bordo, apareció en compañía de su secretario y se introdujo en el pañol del licor, donde iba a supervisar la entrega de la ración diaria de ron o brandy.
Algunos infantes de marina, tras finalizar la instrucción de la mañana en que simularon rechazar el abordaje de un enemigo imaginario, desfilaron hacia popa y devolvieron a su lugar las lanzas y picas. Un contingente de infantes procedentes del navío insignia ayudaba a suplir las bajas mientras no se obtenían los refuerzos necesarios. Bolitho se acordó de los pequeños montículos de arena que habían abandonado en la isla. ¿Quién se iba a preocupar por ellos?
—Un nuevo mensaje de la
Spite
, señor —avisó Weston—. Olviden el mensaje anterior.
Un nuevo encuentro sin importancia. Probablemente un buque holandés dedicado al tráfico legítimo. Fuese lo que fuese, el comandante Cunningham de la
Spite
no hallaba motivos de alarma. Lo más seguro era que la vela desconocida hubiese variado su ruta para alejarse nada más ver las velas altas de la balandra. En épocas de guerra era preferible andarse con mucho cuidado. El margen que separaba a los amigos de los enemigos cambiaba demasiado a menudo para jugársela.