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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (48 page)

BOOK: Cormyr
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—Cualquiera diría que se ha estado preparando a conciencia para semejante... decisión —dijo Vangerdahast, circunspecto—. Espero que no se ofenda demasiado si expreso mi sorpresa ante el hecho de que un miembro tan joven y, hasta el momento, poco prominente de los Cormaeril, disfrute de tanto poder en los círculos de la nobleza. ¿De veras me habla en representación de una familia tan extensa?

—Doy por sentado que conoce usted tanto a Ohlmer Cormaeril como a Sorgar Illance —replicó Gaspar, volviendo a obsequiar al mago de la corte con la más serpentina de sus sonrisas.

Vangerdahast hizo un gesto de asentimiento. Ohlmer era, de puertas afuera, un patriarca respetable de la familia Cormaeril, aficionado a los raptos con vistas a la esclavitud, a negocios de contrabando ilegal con los piratas y al maltrato de toda esclava joven a la que echara el guante. Sorgar Illance era un antiguo aventurero, estaba calvo y era tan cruel y amargado como cínico e inteligente. Había logrado hacerse con las riendas de la familia Illance, posición que no había causado menoscabo alguno en sus robos compulsivos y en la afición que tenía a matar a la gente en las peleas de taberna.

—Los conozco mucho más de lo que me gustaría reconocer —señaló cuidadosamente.

—Entonces probablemente no le decepcionará demasiado saber que ambos morirán misteriosamente esta noche —dijo Gaspar, volviendo a sonreír—. Yo, por supuesto, no tomaré parte en ello; si lo desea, puede asistir a la cena que daré esta noche en el recién inaugurado club Cormaeril. Espere las noticias... y venga por la mañana, si lo que quiere es comprobar lo efectivo que resulta Gaspar Cormaeril a cargo de la familia.

—Lo cierto es que no, no lamento demasiado oír de semejantes... pérdidas tan desafortunadas —respondió Vangerdahast, enarcando una ceja—, aunque no puedo evitar preocuparme por el hecho de que cualquier noble de Cormyr empiece a aficionarse demasiado a métodos tan expeditivos, y acabe siendo una realidad el viejo dicho: quien a hierro mata, a hierro muere. Demasiadas muertes de nobles provocarían la alarma, amigo mío.

—Y una precaución excesiva —se encogió de hombros Gaspar—, tal y como la han practicado los miembros de toda la nobleza de Cormyr, conduce a la amargura, a un resentimiento creciente, a la inquietud y a una decadencia del reino que deriva en el caos que vivimos hoy en día.

Aquel hombre era tan frío como lo más profundo de una cueva helada. El mago supremo del reino le hizo una última advertencia.

—Cuando los nuestros mueren víctimas de la violencia, siempre surge la terrible perspectiva de que uno pueda levantarse un buen día para encontrar la familia envuelta en una guerra entre clanes, tal y como ha sucedido en más de una ocasión a quienes han obligado a sus compañeros a elegir entre la patria y la sangre.

Gaspar depositó en la mesa la copa vacía, y se acercó hacia el mago supremo por primera vez, mirándolo por encima del hombro.

—Peores cosas pueden sucederle a un reino —dijo con voz suave y amenazadora—, cuando las familias más importantes tienen largo el brazo, vacíos los bolsillos y sorprendentes aliados.

Tras pronunciar estas grandilocuentes palabras, Gaspar giró sobre sus talones y se alejó, haciendo un gesto a los magos que había contratado. Los dos calishitas se levantaron y observaron a Vangerdahast con las varillas en alto, mientras el nimbriano se apresuraba a enfundar las dos que tenía en la mano, y desactivaba los hechizos de protección.

Los calishitas observaron a Vangerdahast con evidente desprecio.

—Este reino de Cormyr debe ser de lo más salvaje, cuando un anciano gordo con una magia tan patética ostenta el rango de mago supremo —dijo uno en voz alta, y otro soltó una carcajada.

Sus risas cesaron de pronto, un instante más tarde, cuando Vangerdahast se levantó y dedicó un gesto rudo a ambos magos que, de pronto, se encontraron rodeados por un corrillo consistente en una treintena de Vangerdahast idénticos, todos ellos empeñados en lamerse las yemas de los dedos. Entonces hizo otro gesto poco educado, y se despidió alegremente con la mano, para desaparecer a continuación.

Vangerdahast se materializó en otro lugar; para ser precisos, en la Torre de los Balcones, frente a la corte real, cosa que hizo justo a tiempo de mirar a través de las ventanas al patio, donde Gaspar Cormaeril asomó por la Puerta Dragón, y se detuvo a charlar con Aunadar Bleth.

Ambos se saludaron con gran efusividad, igual que dos viejos amigos, y charlaron animadamente. El joven Bleth se llevó la mano al bolsillo y cogió algo que puso en la mano de Cormaeril. Desde lejos, parecía tratarse de un pedazo grande de cristal, del color de la puesta del sol, o quizá de una jarrita o alguna piedra preciosa. Largo el brazo, vacíos los bolsillos y sorprendentes aliados, pensó el mago.

—Largo el brazo, vacíos los bolsillos y sorprendentes aliados —murmuró Vangerdahast, observando a los nobles, incapaces de oírlo—, y peores destinos, si cabe.

22
El último dragón

Año de la Furia de Dragón

(1018 del Calendario de los Valles)

—Odio esto —confesó el príncipe real Azoun, haciendo pucheros. Era el segundo de la familia que ostentaba ese nombre—. Aquí estamos, sentados como un par de conejos a la espera del cazador.

—Tomaré nota de vuestras objeciones —dijo gélidamente el joven mago Jorunhast—, de las que por supuesto haré caso omiso.

—Tú tampoco quieres estar aquí —dijo el príncipe real.

—Estáis en lo cierto —replicó el mago, con una voz que parecía más un gruñido—. Pero debo estar aquí para protegeros.

El mago no sentía el menor aprecio por el príncipe, y en lo más profundo de su corazón esperaba que Thanderahast siguiera vivo el tiempo suficiente como para que Jorunhast pudiera servir como mago real de Cormyr al siguiente rey, al que sucediera a Azoun. Pero no a él. Cualquier monarca menos él. ¡Jurar lealtad a semejante niño egoísta, mimado y egocéntrico! ¡Llamarlo
sire
, «señor»! Jorunhast hizo un gesto de negación.

Incluso su voz era un chirrido, agudo, irritante, a oídos del mago. Tan sólo tres años de edad los separaban, pero el joven príncipe aún hablaba como un niño petulante.

La pareja, reñida, esperó al pie de una colina baja erosionada por el viento, situada a las afueras de Suzail. Formaban una extraña pareja, sentados sobre los ligeros ponis. El príncipe real era delgado como un fideo y desgarbado, mientras que el aprendiz de mago era ancho de hombros, musculoso. Un observador imparcial probablemente hubiera creído que el hambriento y delgado era el mago, y que su compañero anchote llevaba sangre Obarskyr en las venas.

A su espalda, por debajo del horizonte, el humo que despedía la maltrecha capital de Cormyr se elevaba en espiral hacia el cálido cielo estival.

La increíble furia de los dragones había caído sobre Cormyr de forma imprevista y sin piedad. Arabel, Dhedluk, Estrella del Anochecer y una veintena de otros enclaves habían desaparecido devorados por las llamas. Las granjas modestas quedaron reducidas a cenizas y, con toda probabilidad, las fieras salvajes volverían a apoderarse de los caminos, convirtiéndolos en vías peligrosas.

Sin embargo, Suzail se había llevado la peor parte. Tres dragones gigantes, rojos wyrns de enormes dimensiones, se habían abalanzado sobre la ciudad como águilas sobre el ganado. Los puertos y los barrios bajos, construidos principalmente en madera, ardieron devorados por las llamas. Buena parte de los edificios construidos en piedra capearon los primeros ataques, aunque el cristal se fundió y las puertas de madera acusaron el fuego debido al calor. Los pocos edificios que aguantaron recibieron las caricias de los dragones, que con sus garras los hicieron añicos buscando a los humanos que se ocultaban dentro.

El castillo Obarskyr permaneció en pie durante el conflicto, aislado de las llamas por la amplitud de sus jardines, cuya vegetación se marchitó a causa de la elevada temperatura. Protegido por generaciones y generaciones de hechizos, salvaguardas y encantamientos, se convirtió en el punto de reunión de toda la ciudad. En él se refugió la nobleza, y desde él, desde las cámaras perfumadas del rey Arangor, se organizó la resistencia.

Tres alas compuestas por la guardia de los Dragones Púrpura abandonaron la seguridad que ofrecían las puertas del castillo. El rey Arangor, que apenas cabía en su propia armadura, lideró una de ellas en dirección sur, hacia los muelles, acompañado por Thanderahast. El futuro rey Azoun II lideraba una unidad de similar número en dirección oeste, donde el más pequeño de los tres dragones la emprendía contra los almacenes y las tabernas. La tercera unidad contraatacó al noroeste, donde se levantaban las mansiones de los nobles al pie de una colina. Era aquélla la unidad más modesta, aunque incluía a buena parte de la nobleza del reino: Crownsilver y Truesilver, los Dracohorn y Dauntinghorn, los Bleth y los Illance. Aquel grupo estaba mandado por lord Gerrin Wyvernspur, a quien el pupilo de Thanderahast, Jorunhast, hacía de edecán.

Cada uno de los grupos se enfrentó a los dragones y triunfó. Los soldados del príncipe expulsaron al dragón hacia el oeste. El dragón de los muelles se vio atrapado entre varios edificios envueltos por las llamas que él mismo había provocado, y murió, pero a qué precio... Había logrado derribar al rey de la silla en plena refriega, dejándolo muy malherido.

La unidad al mando de lord Gerrin encontró al tercer dragón rojo merodeando por las calles empedradas del barrio de los nobles, como una gigantesca pantera cazadora, olisqueando las escaleras que conducían a los sótanos para descubrir las casas donde se ocultaban los miembros de la aristocracia, refugiados en el sótano. Los caballeros nobles golpearon sin dilación y con dureza, y Jorunhast apenas tuvo tiempo de trenzar algunos hechizos, antes de que hubieran matado al dragón.

Jorunhast estaba encaramado sobre el cadáver aún caliente del dragón rojo, junto a las ruinas de la mansión de los Illance, cuando pasó aquella gigantesca sombra por encima de su cabeza. Levantó la mirada para ver tan sólo la oscuridad que proyectaba una sombra, capaz incluso de eclipsar el sol.

El cuarto dragón, más grande que cualquier otro que hubieran podido ver antes, descendió sobre el castillo Obarskyr.

Venía del norte, y los integrantes de la unidad de lord Gerrin fueron los primeros en verlo. Los nobles y sus soldados no pudieron hacer nada, excepto observar boquiabiertos el inmenso tamaño de aquella criatura; parecía que alguien había arrancado del cielo una de las lunas, para que flotara sobre la ciudad. Además sorprendió a Jorunhast en medio de un hechizo. Era la criatura más grande que el mago, cormyta de nacimiento, había visto en toda su vida.

Lo único que pudieron hacer fue observar cómo inclinaba sus poderosas alas y caía sobre Suzail.

El recién llegado alcanzaba al menos tres veces el tamaño de los grandes wyrns ancianos contra los que se habían enfrentado antes. Sus escamas, en tiempos marfileñas, eran purpúreas y grises debido a la edad. Al batir sus alas, un ventarrón extinguió parte de las llamas de la parte baja de la ciudad, animó otros incendios e hizo que diversos de los edificios que se habían llevado la peor parte se desplomaran sobre sus cimientos. Aterrizó sobre el castillo, y el ala oeste se hundió bajo su prodigioso peso.

El dragón púrpura, el verdadero Dragón Púrpura de Cormyr, había vuelto.

Lord Gerrin, el más fuerte y valeroso de los caballeros, fue el primero en recuperarse, profiriendo a voz en cuello una maldición mientras emprendía el ascenso a la colina. Jorunhast y los demás, heridos, cansados, lo siguieron lentamente. En alguna otra parte, el rey, herido, y el príncipe de la corona también reagrupaban sus tropas y ascendían por la colina hasta el lugar donde aquel dragón, cuyo tamaño era imposible describir, destruía el hogar de la familia Obarskyr.

Jorunhast caminó pesadamente tras los pasos de lord Gerrin, intentando olvidar la silueta de la bestia que había pasado por encima de su cabeza, ocultando la luz del sol. El dragón era inmenso hasta el punto de resultar sobrecogedor. El mago hurgó en su mente en busca de algún hechizo que fuera apropiado para combatir a una bestia tan grande, pero lo único que encontró, lo único que recordó, fue su nombre. Thauglor. Thauglor el Negro, Thauglor la Oscura Muerte.

El Dragón Púrpura prosiguió con la lenta y caprichosa destrucción del ala oeste del castillo. La piedra antigua cedió bajo su peso, y el techo de teja crujió y se hundió hacia dentro. Jorunhast se sintió aliviado. La mayoría de los refugiados se encontraban alojados en el ala este. El ala oeste acogía los cuartos de invitados, el escritorio y la biblioteca...

¡Además, claro está, de las estancias hechizadas de Thanderahast, llenas de toda suerte de artilugios peligrosos y magia explosiva! Jorunhast apretó el paso pese a los jadeos, y alcanzó al poderoso lord Wyvernspur a mitad de camino colina arriba. Tras ellos iban los caballeros, cuya armadura dificultaba sus movimientos. El joven mago abrió la boca para alertar al señor de los Wyvernspur.

Pero habían llegado tarde. El dragón aplastó algo que era preferible no tocar, probablemente la sala que el mago de la corte dedicaba a la alquimia. Se produjo un violento relámpago blanco, acompañado de un rugido, y el suelo que había bajo sus pies cedió para volver a levantarse, como si alguien acabara de tirar de una alfombra.

Sus botas habían abandonado el contacto con el suelo. Los dos hombres cayeron cuan largos eran a causa de la onda expansiva de la explosión. Después se supo que la brillantez de aquel resplandor se había llegado a ver en Arabel, como el fulgor fugaz de una estrella sobre el horizonte.

Cuando Jorunhast recuperó el control de la situación, el dragón había desaparecido y el resto del castillo estaba envuelto en llamas. El gran dragón púrpura, la Oscura Muerte de los mitos y leyendas, era un borrón enorme recortado contra el cielo del noroeste, enorme pese a la distancia que mediaba. Los refugiados que habían buscado el abrigo que ofrecía el castillo Obarskyr abrieron en aquel momento puertas y ventanas, para escapar de las llamas que seguían devorando el interior.

Jorunhast y lord Gerrin llegaron a la entrada, y el noble Wyvernspur empezó a gritar órdenes a los nerviosos cortesanos, para que despejaran la zona y ganaran las casas de los nobles. Jorunhast recordó haber sentido en aquel momento que Gerrin Wyvernspur simbolizaba todo cuanto de noble había en Cormyr. Era fuerte, valiente, indómito, sin ser una reliquia del pasado como el rey, o un perdido como el único hijo de Arangor.

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