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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (46 page)

BOOK: Cormyr
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A su izquierda, Aosinin oyó a Thanderahast proferir un grito de angustia y gritar a voz en cuello el nombre de Luthax. Su enemigo particular se encontraba entre los que montaban los murciélagos, aunque Aosinin no tenía ni idea de cómo lo había podido saber el mago. Thanderahast empezó a pronunciar frases antiguas características de un hechizo. Aosinin cayó en la cuenta de las intenciones del mago, y se estiró dispuesto a impedírselo, pero su armadura no le permitía tanta flexibilidad de movimientos, y probablemente hubiera caído del caballo. El mago finalizó el hechizo y se alzó en la silla, remontando el vuelo hacia los jinetes murciélago. El poni, como le habían enseñado a hacer, se detuvo de inmediato y empezó a trotar de regreso a la cima de la colina.

Aosinin gritó a su primo, ante lo cual el rey asintió con ademán resuelto. Procedentes de otras líneas, los alumnos de Thanderahast también alzaron el vuelo, abandonando las tropas con objeto de tomar parte en la refriega aérea.

Frente a ellos, las tropas de los Señores Brujos se detuvieron en la cima de una colina cercana. Los ogros aullaban órdenes, y los orcos y los trasgos intentaban, desesperadamente, formar una línea lanza en ristre, con la intención de romper la carga de los cormytas. La mayoría no lograría llevar la maniobra a buen puerto, antes de que la caballería estableciera contacto.

Sobre sus cabezas, los jinetes murciélago y los magos voladores iban de un lado a otro. El relámpago horadó el cielo azul, y los alumnos del mago supremo replicaron con lenguas de fuego. Por allí una figura humana se precipitaba contra el suelo como una piedra, mientras un solitario murciélago caía girando sobre sí, envuelto en llamas y dibujando una estela de humo a su paso. Thanderahast había anulado el peligro que suponía un ataque aéreo, pero dejando desprotegidas las tropas de tierra, en caso de que los Señores Brujos tuvieran otra carta oculta en la manga.

El siguiente horror fruto de la maldad de los nigromantes quedó patente en cuanto ambos ejércitos se acercaron. Al principio, Aosinin creyó enfrentarse a humanos: traidores, rebeldes y mercenarios. Quizá lo fueran tiempo ha, al menos eso creyó al reconocer algunos de los escudos de armas que lucían. Pero en aquel momento eran muertos andantes, y los restos de sus ojos colgaban ensangrentados de las cuencas vacías, mientras que su carne estaba bañada en sangre. Para ser simples hombres, tenían demasiados cortes profundos, mortales, en las gargantas que lucían al descubierto.

¡Muertos vivientes! Zombis, dijo para sí Aosinin al tiempo que lanzaba un gruñido, creaciones mágicas supeditadas al control de un nigromante poderoso. Al contrario que con los esqueletos animados a los que se habían enfrentado en anteriores batallas, éstos eran de factura reciente y aún conservaban parcialmente el poder que habían ostentado en vida. El noble pensó en las hogueras y los tambores que había escuchado la noche anterior, y cayó en la cuenta de que no habían sido debidos a ninguna celebración, sino a un encantamiento vil. Los Señores Brujos habían consumido a sus propias tropas compuestas por seres vivos, con miras a disponer de carne de cañón ungida de la mayor lealtad posible para la batalla crucial.

Los de Arabel que iban a la cabeza de la línea titubearon al ver a lo que se enfrentaban, y algunos emprendieron la retirada. Galaghard cabalgó entre ellos hasta situarse a la cabeza de la línea, levantando el brazo a modo de señal para entablar combate. Los de Arabel se quedaron consternados al ver a su rey y, profiriendo un grito, volvieron a la carga contra los no-muertos.

Aosinin espoleó su montura detrás del monarca, cuando a su alrededor las líneas que dibujaban las tropas se desintegraron fundidas en el caos habitual de tajos, estocadas, golpes de muerte y destrucción que se infligieron los soldados al enzarzarse en múltiples duelos, el hombre contra el trasgo o el orco, contra el ogro y contra aquella abominación de la naturaleza, los no-muertos. Truesilver no malgastó fuerzas en gritos de batalla, sino que apretó la mandíbula y arremetió con la espada contra los humanos asesinados, con la intención última de abrir un sendero para su rey, quien a su vez avanzaba y retrocedía repartiendo tajos y estocadas a diestro y siniestro contra la horda de no-muertos.

A ambos flancos del rey cabalgaban dos clérigos de Helm el Observador. Luces doradas surgían caprichosas de sus manos, cuyo objeto era el de arrancar la esencia vital de los cadáveres a los que se enfrentaban. Cuando Aosinin los observó, uno de los clérigos se vio superado por una ola de torpes cadáveres, que lo arrancaron de la silla de montar. Aosinin no volvió a verlo. Entonces, el Truesilver se encontró asediado por todos los flancos por una horda de trasgos, que se arrojaban sobre el centro de la formación cormyta arropados por el avance de los no-muertos, a quienes atacaban con el mismo encono que a los cormytas.

El mundo se redujo a aquel trecho sangriento y frenético, un lugar en que tajos y estocadas se repartían por doquier, y donde el caballo de Aosinin coceaba a diestro y siniestro como si hubiera perdido el juicio. Atropelló al enemigo que intentaba hundir el acero en el caballo, para, a continuación, emprenderla con el jinete. Hizo amagos de carga en todas direcciones, tirando de las riendas mientras su caballo arremetía con las herraduras de acero, para finalmente retroceder a lo largo de aquella línea mortífera que había trazado, y así poder abarcar a más trasgos. En dos ocasiones estuvo a punto de caer de la silla, y en una de ellas perdió el guantelete. Un trasgo intentó encaramarse a la silla, y con las garras de sus dedos se agarró a la barda del caballo para después intentar arañar la cara de Aosinin. El Truesilver profirió una maldición y atravesó a la criatura de parte a parte. Al caer el trasgo, Aosinin reparó en el joven Skatterhawk en el momento en que tres orcos lo atravesaban a su vez con las hojas de sus espadas; al caer de la silla chocó contra tres zombis. Sin embargo, vio que había zombis de sobra para pisotear el cadáver del noble, así como orcos y trasgos. El mundo de Aosinin se redujo a lo que pudo abarcar con la espada.

Cuando Truesilver volvió a disponer de un instante para levantar la mirada, estaba bañado en sangre hasta el cuello del yelmo, y la mitad de la nobleza de Cormyr, de la Gloria de Cormyr, había perecido en combate. Miembros de los Cormaeril, los Dauntinghorn y los Crownsilver habían desaparecido de los lomos de sus caballos, y yacían muertos y pisoteados tanto por simples pies como por los cascos de los caballos. El rey se había alejado aún más si cabe, separado de su primo por la cantidad de muertos que avanzaban.

Cuando Aosinin maldijo entre dientes y tiró de las riendas para acercarse a él, por el rabillo del ojo vio surgir una enorme sombra que se encaramó a una montaña de cadáveres amontonados. Era un troll monstruoso, mayor que cualquier otro que Aosinin hubiera visto en toda su vida, que había permanecido oculto entre las tropas de no-muertos y trasgos, y que en aquel momento se dirigía hacia el monarca. La montura de Galaghard retrocedió, lanzando un relincho de horror, mientras el rey se esforzaba por mantenerla bajo control.

Hubo otro jinete que espoleó su montura para interponerse entre el troll y el monarca. Era un joven de los Bleth, a juzgar por el escudo. Para el troll, cualquier ser humano valía como víctima. Con un manotazo de sus enormes garras logró desmontar al impulsivo Bleth, y con la otra mano partió en dos la armadura del cuello hasta la cintura. La sangre surgió a chorros hasta formar un charco en el suelo, y el joven noble echó la cabeza hacia atrás para proferir un grito de agonía que Aosinin no alcanzó a oír. Lo perdió de vista al verse atacado de nuevo por más zombis de paso torpe, y encajonado por los de Arabel, que se defendían con encono.

El sacrificio de Bleth bastó para ganar el tiempo justo que necesitaba el rey. Aosinin se percató de que, aparte de él mismo, el monarca era el único jinete que seguía montado a caballo. El rey tiró de las riendas para obligar al caballo a girar y levantó la hoja de la espada hasta la altura del cuello del troll. Al arrojarse el caballo contra el enemigo, la cabeza del monstruo se separó de sus hombros, y cayó al suelo sobre un grupo de trasgos.

Aquello no bastaba para matarlo, pensó Aosinin, pero el perder la cabeza lo mantendría ocupado por el momento. Huelga decir que el troll había abandonado el ataque emprendido contra el rey, y que se limitaba a arrojar y a empujar trasgos de un lado a otro como si de paja se tratara, mientras buscaba, desesperado, la cabeza que había perdido.

El rey volvió a tirar de las riendas, en aquella ocasión de cara a Aosinin. Al ver a su primo, levantó la espada para saludarlo, y el Truesilver hizo lo propio, mientras en el rostro de Galaghard se dibujaba la sonrisa de un lobo. Aquel día no había lugar a dudas en la mente de su señor, el rey de Cormyr era sólido como una piedra.

El rey aprovechó la espada que había levantado para señalar el flanco izquierdo, donde los marsembianos estaban siendo rechazados poco a poco por la horda de orcos y trasgos. Si caía aquella ala del ejército, los Señores Brujos podrían empeñar la reserva para atacar por retaguardia las líneas de Cormyr, rodearlos y forzar a la Gloria de Cormyr a luchar en un trecho del terreno demasiado angosto para emplearse con efectividad. Entonces, a los que quedaran en el exterior podrían matarlos con facilidad, mientras que los del interior se verían aplastados e incapaces de luchar.

Aosinin reagrupó a un pequeño número de hombres de Arabel mediante roncos gritos al tiempo que blandía la espada sobre su cabeza —por los dioses, ¿acaso su brazo no cedería jamás al cansancio?—, y los condujo de nuevo a la refriega en una carga a lo largo de aquel campo alfombrado de cadáveres, con el objetivo de reforzar a la infantería de Marsember.

Los de Arabel hicieron de tripas corazón por primera vez durante aquella jornada y empezaron a gritar al caer sobre los orcos.

Sus gritos quedaron sofocados por el estruendo de unos cuernos que parecían chillar como las águilas de caza. Aosinin tan sólo había oído algo parecido, un cuerno de caza, un trofeo, que estaba esculpido en cristal de diamante, liso como el cristal, y que se encontraba sobre un cojín en una estancia de palacio. Un cuerno élfico.

Su corazón se sintió espoleado por la esperanza, se irguió sobre la silla mientras su leal caballo cabalgaba a la carga, y miró por encima de las unidades de los ogros que se cernían por doquier, para ver llegar a los elfos al campo de batalla. Algunos volaban, y se unieron a los magos en su refriega aérea contra los jinetes murciélago. Los demás cabalgaban a lomos de enormes venados, alces gigantescos en cuyas cabezas habían remachado la cornamenta con clavos de acero.

Aquélla era la verdadera Gloria de Cormyr, descubrió Aosinin. La armadura de los elfos brillaba, como brillaban sus tiendas la noche anterior, en una parpadeante trama color verde y oro. Eran pocos en número, pero para tratarse de elfos, iban armados hasta los dientes y enfundados en armaduras pesadas.

La línea del Señor Brujo se desintegró al chocar con toda la fuerza de la carga, y los ogros cayeron como la cosecha en tiempos de siega, bajo las espadas diabólicas y de fino acero de los elfos. Acabaron con ellos en menos de lo que dura un suspiro, y los elfos se dirigieron sin la menor dilación hacia la línea orca.

Privados de sus líderes, trasgos y orcos arrojaron las armas al suelo e intentaron echar a correr, lo cual supuso una gran ventaja para los elfos, que acabaron con ellos mientras corrían. Aosinin creyó percibir una canción alegre, y se dio cuenta de que procedía de labios de los elfos. Otros tantos trasgos más huyeron al oírlos cantar.

Aquella oleada mortífera alcanzó al grupo que comandaba Aosinin y pasó de largo; el Truesilver animó a sus hombres de Arabel a unirse al flanco de quienes cabalgaban a lomos de los alces. Un ala entera del ejército de los Señores Brujos huía despavorida ante ellos, y algunos elfos se destacaban para cazar a quienes intentaban separarse y correr por su cuenta.

En aquel momento, los elfos cargaron contra los zombis, situados en vanguardia de las tropas de los Señores Brujos, tropas demasiado estúpidas como para huir. Los aceros relampagueantes llamearon a la luz del sol, y sus cuerpos gráciles se arquearon para hundir sus aceros una y otra vez, en una suerte de danza macabra que amputó extremidades de los cuerpos, y que obligó a los muertos a caer a sus pies. En menos tiempo del que Aosinin hubiera creído posible, los no-muertos cayeron doblegados bajo los cascos de los alces. La infantería cormyta podía contemplar lo que estaba sucediendo, los vitoreó con fuerza, arremetiendo contra orcos y trasgos con fuerzas renovadas.

Los jinetes elfos cabalgaron hasta reunirse con el rey de Cormyr, cuya montura sorteaba los tortuosos caminos que habían dejado los cuerpos de los no-muertos y los trasgos a los que había asestado golpes terribles de espada.

—¡Gracias por su ayuda! —gritó Galaghard, levantando la hoja ensangrentada a modo de saludo.

—¿Ayuda? —Othorion Keove sonrió desde lo alto de su silla—, dije que había venido a cazar, y al despertar por la mañana decidí que me apetecía el orco, el trasgo, el ogro y los no-muertos. ¿Le importaría cabalgar a mi lado?

El rey espoleó su montura hasta juntar grupas con el ciervo del señor elfo, y juntos emprendieron una carga contra el ala superviviente del ejército de los Señores Brujos. Había éste entablado combate con la milicia de Suzail, pero se rompió como el hielo cuando los elfos y los hombres arremetieron a una contra él. Los agotados cormytas de todo el campo de batalla echaron a correr para tomar parte en aquel combate. Pocos enemigos de Cormyr escaparían ilesos de aquella última refriega.

Por encima de sus cabezas, los jinetes murciélago supervivientes se volvieron para huir a la Vasta Ciénaga. Dos más perecieron en la huida, pero otra media docena logró superar a los magos y a los elfos en velocidad, y desaparecieron en las brumas que se habían levantado más allá, aleteando frenéticamente.

Con las monturas exhaustas después de la carga, Aosinin, Galaghard y el señor elfo cabalgaron lentamente hasta la cima de una colina desde la cual se dominaba el paisaje. Abajo, los clérigos de Helm atendían a los humanos heridos y despachaban a los orcos moribundos. Varias piras de fuego señalaban los lugares donde habían perecido los trolls; tendrían que inmolarlos después para cerciorarse de su muerte. Thanderahast aterrizó en las cercanías con la túnica ensangrentada y chamuscada. Saludó al rey, y Galaghard respondió con un gesto de asentimiento. Ya habría tiempo de sobra para hablar, pensó Aosinin, sobre la atención del mago de la corte al abandonar la línea de la realeza para satisfacer una venganza personal.

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