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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (52 page)

BOOK: Cormyr
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Dauneth hizo una mueca. ¿De dónde sacaría ese tipo palabras semejantes? ¿De alguna colección perfumada con los mejores poemas de amor de Sembia?

—¡Oh, Aunadar, debo ir a verlo! Podría encontrarse mejor, y si despierta de nuevo me gustaría estar a su lado.

—¡Vayamos pues, alteza! —exclamó Aunadar, grandilocuente, abriendo la puerta de par en par.

—¡Oh, Aunadar! —dijo la princesa real, que a juzgar por el tono de su voz se moría por sus huesos.

—¡Tana! —replicó él, apasionadamente—. ¡Tana mía!

—Sí —aspiró ella con fervor. Ambos, hombro con hombro y cogidos de la mano, salieron por la puerta.

Dauneth los observó alejarse, pensativo y silencioso. Estaba claro que algo se había torcido en la casa real, aunque él ignoraba los detalles cotidianos de la corte, tanto que no podía dar con la pieza que faltaba en aquel rompecabezas. No tenía otro remedio que hablarlo con alguien. ¡Por supuesto! ¡Rhauligan! El mercader sabría qué hacer. Dauneth respiró profundamente, se cuadró de hombros y atravesó la cortina para después caminar como si tuviera todo el derecho del mundo para estar allí. Caminó aprisa, pues el suyo era un negocio crucial para el destino del reino.

Después de todo, era la pura verdad.

—Glarasteer Rhauligan, señor, comerciante de techos para torres y chapiteles, tanto de madera como de piedra: usted nos lo encarga, nosotros lo construimos, rápido y barato, ¡para después instalarlo sin temor a que pueda caerse! —Se presentó el mercader haciendo uso de toda su verborrea, cuando el recién llegado intentó sentarse entre él y Dauneth.

Lo miró con suspicacia, soltó un bufido y se dirigió a otra mesa.

—Espero a otra persona —se limitó a decir por encima de su espalda, dejando en paz al joven y al mercader. Rhauligan lo saludó de forma que al final el saludo se convirtió en un gesto más bien soez, lo que no hizo sino provocar las risotadas de quienes se sentaban a las demás mesas, risas que llevaron al recién llegado a volverse de nuevo, mientras Rhauligan llamaba la atención al servicio para que los atendieran.

Una camarera con las piernas más largas y suaves que Dauneth había visto en una mujer humana se acercó a su mesa.

—¿Señor?

—Una botella de Firedrake —pidió el mercader—, y dos vasos largos, uno para mi amigo.

Cuando la camarera hizo ademán de volverse hacia la barra, Dauneth le ofreció una sonrisa que, a su vez, se vio recompensada por otra igual de franca y admirable. Después, ella se alejó para calentar el vino de Firedrake, y enfriar un par de vasos.

—¿Y bien, muchacho? —preguntó Rhauligan en voz baja, cuando el cachorro de la familia Marliir adoptó una postura más cómoda en la silla.

Dauneth lanzó una mirada oscura a quien se sentaba al otro lado de la mesa.

—No hay cadáveres por los suelos, ni bandas de nobles enmascarados acechando en las esquinas, armados con dagas —murmuró—, pero he oído a Aunadar Bleth consolar a la princesa.

—¿Y bien?

—Algo no me ha parecido normal —murmuró Dauneth—. Me ha dado la impresión de que no lamentaría la muerte del rey.

—¿Y por qué no? —se encogió de hombros Rhauligan—. Si es el favorito de Tanalasta y ella se convierte en reina, podrá gobernar Cormyr sin correr ninguno de los peligros que entraña la titularidad de ese gobierno. No será el primer noble que se enamora de la posición de una mujer más que de la moza en cuestión, ¿me equivoco?

—Cierto —admitió Dauneth un poco a regañadientes, mientras se recostaba en la silla. Lanzó un suspiro y se recuperó a tiempo de forzar una sonrisa cuando la camarera se agachó para servir las bebidas en la mesa, apretar su hombro amistosamente y volver a desaparecer. Pese a que estaba decidido a contenerse, se volvió para verla marchar.

Rhauligan esbozó una sonrisa, hizo un gesto condescendiente y sirvió en ambos vasos un poco de vino Firedrake, observando el vapor que ocupaba la superficie cristalina, y el humo que despedían ambos vasos cuando el líquido calentó la superficie congelada de cristal. Ah... ¿qué no daría yo por volver a ser tan buen mozo?

—Ésta corre de mi cuenta, muchacho —dijo cuando el noble centró de nuevo su atención en la mesa. Dauneth ni siquiera había abierto la boca para insistir en que le tocaba a él, es más, en que hacía un par de rondas que le tocaba pagar a él, cuando el mercader preguntó—: ¿Lo vio alguien? ¿Debo sorprenderme si los Dragones Púrpura irrumpen en la sala del Morro para aprehender a cualquier miembro de los Marliir?

Dauneth respondió con un gesto de negación.

—¿Se vio usted en la necesidad de mostrar el pergamino a alguien?

Dauneth repitió el gesto, después frunció el entrecejo, dejó la copa en la mesa y se llevó la mano a la camisa, se desabrochó algunos botones y se aseguró de tener la bolsa bien cerrada. Cuando sacó el pergamino, vio que tan sólo se había arrugado un poco en uno de sus extremos. Lo contempló con una mirada llena de curiosidad, y lo giró entre sus dedos.

—Me pregunto qué dirá —dijo lentamente, en voz baja.

—Pues ábralo —urgió el mercader, sorbiendo un trago de vino.

—Oh, pero Emthrara... —protestó.

—Ella se lo dio a usted para que lo leyera cualquier guardia que pudiera cruzarse en su camino —aseguró el mercader—. ¿Y...?

Dauneth lo miró sin saber qué hacer, y como si fuera una decisión exclusivamente suya, cerró los dedos en torno al lazo que lo ataba, lo deslizó para evitar deshacer el nudo que había hecho Emthrara, y dejó que el pergamino se abriera a sus anchas. Entonces, impaciente, el joven noble lo extendió en la parte seca de la mesa para leerlo.

Tan sólo había algunas líneas escritas, en una caligrafía suelta y elegante.

«El portador de esta nota es Dauneth Marliir, de estirpe noble y empeñado en una misión de la mayor relevancia para la corona. Si desea que el futuro de Cormyr sea tan brillante como una noche de invierno cubierta de estrellas sobre las Tierras de Piedra, acudirá a una cita con quien lleva la máscara azul celeste en la sala del Morro de la taberna del Dragón Errante, cuando los candelabros se enciendan al anochecer. Déjenlo pasar, en nombre de Alusair.»

Debajo del texto figuraba algo parecido a una marca, quizás una runa personal, que más bien parecía una flor roja de tres pétalos, aunque quizá fuera una corona estilizada.

Dauneth levantó la mirada para clavarla en Rhauligan.

—¡Aquí! ¡Léalo! —Empujó el pergamino a lo largo de la mesa. El mercader lo leyó, enarcando las cejas. Lo enrolló cuidadosamente, volvió a poner el lazo y se lo entregó al noble—. Bien, vaya, esto sí que resulta útil, muchacho... No creo que tarden mucho en encender los candelabros.

—Sí, pero... ¡Emthrara fue quien me lo dio! —farfulló el noble—. ¿Cómo sabía que yo estaría aquí? ¿Y ahora? —Abrió los ojos como platos—. ¡Usted se lo dijo!

—Por los dioses, muchacho —protestó el mercader—, ¡empieza usted a ver conspiraciones detrás de todas y cada una de las cosas que suceden en Suzail! Eche un trago y piense un poco; todo tiende a ir mejor cuando los pensamientos de uno corren más que la lengua... si entiende a qué me refiero.

—Pero ¿para quién trabaja? —preguntó intrigado Dauneth—. ¿De veras este pergamino es de la princesa Alusair?

El mercader se sirvió un poco más de vino.

—Muchacho, quien alcanza una larga vida es porque domina el arte de encontrar respuestas a preguntas como ésa, sin necesidad de hacérselas a nadie más... ¿me entiende?

—Cierto —suspiró Dauneth, agarrado a su vaso—, estoy dispuesto a oír cuantos consejos tenga a bien darme.

El mercader obedeció, encogiéndose de hombros.

—Tiene que recurrir a una mujer para que le muestre la forma de acceder a palacio. Yo mismo conozco más de una docena de pasadizos secretos para introducirme en palacio, ¡y eso que no soy ningún mago de guerra ni ningún cortesano, joven amigo de las conspiraciones!

Dauneth observó fijamente a Rhauligan durante un momento, y después sonrió lentamente.

—De acuerdo, señor mercader. Acaba usted de dar en el blanco. —Sorbió un trago de vino Firedrake, momento en que volvió a arrugar el entrecejo—. ¿Más de una docena?

Pero el mercader no llegó a responder ante la súbita aparición de la camarera, que se inclinó sobre la mesa —obligando a Dauneth a tragar saliva, así como a hacer un soberano esfuerzo por no mirarla—, decidida a encender las velas que descendían sobre una estupenda lámpara del techo. Recurrió a su mandil para apagar el fuego, y se volvió para sonreír al joven noble.

—El probador de la esquina en Urgan: Botas de Calidad, tan pronto como pueda llegarse allí —dijo con una voz que quizá no fuera la suya, mientras una máscara azul celeste cubría su cara. Después el rostro pareció tornarse borroso, y al cabo apareció desnudo de nuevo, momento en que guiñó el ojo a Dauneth y se alejó.

—¿Ha oído eso? —preguntó Dauneth, pestañeando.

—Cosa de magia, seguro —respondió el mercader, apurando el vaso y señalando el de Dauneth—. Va a necesitar a alguien que lo lleve allí. ¡Vamos!

Ya era de noche cuando la mayoría de las tiendas de Suzail cerraron las puertas, las aseguraron con las barras y apagaron las luces de las lámparas, pero a lo largo de una calle lateral, que al parecer carecía de nombre, estaba la tienda Urgan: Botas de Calidad que aún tenía encendida una luz sobre la puerta.

—Yo tengo que irme, muchacho. Procure no meterse en demasiados líos —dijo Rhauligan, dándole una palmada en la espalda.

—¡Ni usted! —respondió Dauneth, haciendo un gesto de asentimiento. Respiró profundamente y llevó una mano a la empuñadura de la espada y otra al picaporte.

Echó un vistazo a su alrededor antes de entrar. Rhauligan ya había desaparecido, como engullido por la magia. La calle estaba desierta. El noble frunció el entrecejo, se encogió de hombros y entró en la tienda.

Al parecer Urgan también había desaparecido. La tienda estaba iluminada, pero desierta. Dauneth miró con suspicacia a su alrededor, vio un probador cubierto por una cortina y se dirigió hacia él, presa de los nervios.

Apartó la cortina que cubría la entrada al probador con precaución, usando la vaina de la espada. En su interior había una mujer vestida con un traje azul que le daba la espalda. Tenía una de las piernas apoyada en un banquillo y parecía estar desvistiéndose.

—Ah, lo siento —murmuró Dauneth. La mujer volvió la cabeza hacia él con un movimiento similar al de una serpiente. Unos ojos esmeralda brillaron en la penumbra, mientras que el resto de sus facciones quedaban ocultas por una máscara azul.

—¿Por qué motivo? Su rapidez es encomiable. —Fue la respuesta serena cuando la mujer se volvió para mirarlo y dejó caer su vestido. Debajo llevaba unos calzones y una túnica del mismo tono azul—. Si es usted Dauneth Marliir, me interesa mucho trabajar con usted.

—Yo... tengo la suerte de ser Dauneth Marliir, buena señora —respondió él, inclinándose ante ella. Echó un vistazo atrás al levantarse, pero la tienda seguía estando vacía de Dragones Púrpura y demás gente que pudiera estar interesada en apresarlo—. ¿Y usted es...?

—Una amiga de la corona —respondió la enmascarada. Su voz no era la de Emthrara, pero tenía un deje ronco. La enmascarada recogió el vestido del suelo y lo colgó de una percha en la pared—. Sé que ha visitado usted el palacio esta tarde. ¿Estaría dispuesto a acompañarme de nuevo?

—No lo dude, señora —respondió Dauneth sin titubeos. Tampoco parecía la princesa Alusair, aunque desde luego nunca la había visto tan de cerca.

La mujer pareció percatarse de cuál era la naturaleza de sus pensamientos.

—No soy de sangre real —dijo—, pero sí debo lealtad a la corona. ¿Y usted?

—Así es, señora —respondió Dauneth, manteniendo la mirada de aquellos ojos verdes—. Estoy dispuesto a jurárselo por lo que usted más quiera.

—No será necesario nada tan formal. Me basta con la palabra de un hombre... si en verdad es el hombre adecuado.

Aquellas palabras hicieron que el primogénito de la familia Marliir se sintiera de maravilla. Cogió con fuerza la empuñadura de la espada, y sonrió henchido de un orgullo cuyo espejismo tan sólo duró un instante. La enmascarada hizo a un lado la mesa como si fuera de papel, enrolló el borde de una alfombra con el pie, e introdujo dos dedos en un agujero que había en el suelo. Tiró con fuerza y una baldosa cuadrada de madera cedió. Aquellas trampillas eran habituales en las tiendas de la ciudad, donde por regla general se utilizaban como almacenes.

—Sígame —ordenó al deslizarse por la trampilla. Dauneth obedeció y descubrió que había unos escalones de piedra que conducían abajo, a una pequeña habitación que olía a cuero viejo. Por un momento tuvo oportunidad de ver estanterías y estanterías repletas de botas, gracias a la súbita luz que surgió de la palma de la mano de la mujer. ¡Era un mago!

Los ojos verdes volvieron a posarse en los suyos y, entonces, sin decir una sola palabra, la mujer se alejó caminando en la oscuridad. Dauneth la siguió a lo largo de un túnel de piedra excavado y bastante estrecho. No era muy normal encontrar túneles así en los almacenes de las tiendas, aquél olía a tierra y sentina. El túnel siguió y siguió durante un buen trecho, antes de cruzarse con un segundo pasadizo. Dauneth y la enmascarada giraron a la izquierda, dieron unos pasos y, entonces, volvieron a tomar un desvío a la derecha antes de continuar todo recto. La caminata fue incluso más larga en aquella ocasión, y finalizó al pie de unos escalones desgastados que conducían arriba, donde aparecieron en una estancia llena de polvorientas telarañas y cajas apiladas.

La hechicera enmascarada se volvió a Dauneth, y el fulgor de su mano se atenuó al apretar la palma contra la base del cuello.

—No se separe de mí, y no haga ningún ruido —murmuró—. Nos encontramos en las bodegas situadas debajo de La corte de la nobleza.

El noble asintió y mantuvo la mano alrededor de la empuñadura de la espada para impedir que con el vaivén pudiera rozar o golpear algo. Atravesaron una sucesión de habitaciones oscuras y polvorientas, y en dos ocasiones vieron el fulgor que despedían unas linternas a lo lejos; entonces, la mujer de azul levantó la mano para que se detuviera, y echó un vistazo al otro lado de una esquina. Satisfecha, le hizo un gesto para que se acercara, y juntos pasaron por al lado de dos guardias despatarrados en el suelo, junto a unos dados y cartas.

—No seguirán dormidos mucho tiempo —murmuró ella—. Debemos apresurarnos. —Más allá de donde estaban los guardias había unos escalones, que conducían a una puerta cerrada con un listón de hierro, cerrada con llave desde el otro lado. Dauneth y la mujer levantaron la barra, y después ella tocó la cerradura con un solo dedo. La puerta despidió un crujido metálico, y se abrió una rendija.

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