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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (22 page)

BOOK: Cormyr
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—¡Por todos los Dioses! —Blaerla estaba escandalizada—. ¡Eso sería como volver a la regencia! Si no hay una testa coronada, dispuesta a dar órdenes, la gente pasará toda la vida volviéndose por temor a que le claven un cuchillo en la espalda, o hundiendo dagas en las tripas de los rivales, mientras no se hace nada bueno.

—Ahí —dijo triunfante Darlutheene— es donde entra nuestro mago gordito predilecto. Vangerdahast, el alto mago de la corte, mago real y Cuidador de Escupideras oficial, se comporta amistosamente con todas las facciones, susurra unas cosas aquí y allá a fin de enfrentar a unos... con otros. Siempre que alguien lo acusa de voluble, de jugar a dos bandas, de falso, él se pone de malhumor y empieza a hablar de todo cuanto tiene que hacer por el bien del reino. ¡Tendrías que oírlo!

—¿Me pregunto qué querrá en realidad? —preguntó Blaerla, que de pronto se puso muy seria. El palacio estaba demasiado cerca como para que lo rigiera un hatajo de locos... de carniceros... o de magos enloquecidos—. Podría ser el hombre más peligroso de todo el reino.

—Querida, es el hombre más peligroso de todo el reino —afirmó rápidamente Darlutheene, inclinándose hacia adelante para asegurarse la última botella de licor, prácticamente ante las narices de Blaerla; era de lima, su favorito—. Que los dioses nos ayuden, si cambia.

—¿Cambia?

—Siempre ha sido leal a la corona. Pese a todo, es un mago, y los magos siempre se comportan de forma retorcida.

—Sí, retorcida —repitió Blaerla, como un eco. Ambas fruncieron el entrecejo al unísono e hicieron un gesto de negación para dar muestra de su desaprobación. Con los magos nunca se sabe.

10
Coronación

Año de Puertas Abiertas

(26 del Calendario de los Valles)

El humo de Ondeth se pegó a Faerlthann Obarskyr cuando irrumpió en la corte de los elfos, seguido a escasos pasos por el mago Baerauble, que no tuvo más remedio que apretar el paso para ponerse a la altura del joven.

La corte de Iliphar, Señor de los Cetros, había levantado un enorme pabellón en el lugar de la masacre de Mondar, desde la que habían transcurrido unos diez años. La razón de que apareciera allí era tan obvia como atenazadora. Pocos humanos sabían que la masacre había sido algo más que un ataque de los orcos, que por cierto se había convertido en toda una advertencia para quienes deseaban establecerse más allá de la empalizada de madera que rodeaba Suzail. Sin embargo, alrededor de las hogueras, las lenguas corrían raudas y más de uno había dicho a sus hijos que anduvieran con cuidado con los elfos, y que no fueran tan estúpidos como lo había sido Mondar.

El que los elfos hubieran elegido aquel preciso momento para presentarse también obedecía a un motivo obvio: Ondeth había muerto la noche anterior, su enorme corazón había cedido después de una vida repleta de trabajo duro y dificultades. Cayó redondo cuando ayudaba a Smye, el herrero, a sacar del lodo la rueda de su carro. Ondeth aguantó un día, debilitado, pero aun así pudo despedirse de familia y amigos. Cuando los dioses por fin llegaron a buscarlo, Faerlthann estuvo a su lado, acompañado también por Minda y Arphoind. Minda y Ondeth se habían casado, y Faerlthann finalmente había aprendido a aceptarla no ya como el nuevo amor de su padre, sino como su legítima madre. A Arphoind, que a la sazón tenía dieciséis años, lo habían llevado a vivir con ellos, aunque retenía el apellido de su padre, en honor de Mondar.

Baerauble no estaba presente cuando Ondeth murió, aunque eso no sorprendió a Faerlthann. Sólo había visto al mago una docena de veces desde el día en que incineraron a Mondar, y cada vez que se iba parecía que Ondeth cerraba la puerta que los separaba con más fuerza, haciendo oídos sordos a cuestiones de peso para el futuro de Suzail. Faerlthann recordó las historias que había explicado el mago junto al fuego cuando él apenas era un niño, y se preguntó si evitaba el poblado por vergüenza, o por sentirse culpable por estar enterado de la matanza y no haber hecho nada por evitarla.

Ondeth murió a medianoche. Se reunió madera y se preparó una pira funeraria al pie de las colinas Obarskyr, bajo la mansión que habían ampliado. Vistieron el cadáver del anciano granjero con un traje azafranado, y colocaron sobre su pecho el antiguo martillo. Cuando los primeros rayos de sol descendieron sobre Suzail, se prendió fuego a la leña y el espíritu de Ondeth fue enviado a reunirse con los de sus hermanos, y también con el de Mondar, en las estancias donde moran los dioses.

Fue entonces cuando corrió la voz de que los elfos estaban allí. No uno o dos, como en ocasiones visitaban el poblado, ni siquiera una partida de caza como la docena que una vez pasó cerca de la taberna cinco años atrás, sino más, muchos más: había llegado la corte de los elfos.

Al noroeste del poblado instalaron sus enormes tiendas de diáfanos verdes y amarillos, que destacaban recortados sobre las copas verdes de los árboles, como los hombros de una bestia draconiana.

Qué extraña coincidencia, decían, que nos visiten después de morir Ondeth. Faerlthann ya no creía en coincidencias, y menos aún cuando vio que Baerauble, con la ropa verde y tan delgado como siempre, hizo acto de presencia.

El mago se lo llevó aparte cuando la pira todavía ardía con fuerza. Faerlthann abrió la boca para protestar. ¡Las mejillas de ese hombre...! Eso, si el mago seguía, después de todo, siendo un hombre...

El mago se disculpó ante Minda y el joven Arphoind, y explicó que unos asuntos de la máxima urgencia exigían que lo acompañara el descendiente de los Obarskyr. Lord Iliphar quería entrevistarse con Faerlthann Obarskyr.

Faerlthann protestó, pero la mirada del mago le impidió dar rienda suelta a las palabras con tanta firmeza como si se tratara de un hechizo. Miró a su familia. Minda inclinó la cabeza para animarlo a acompañar al mago, mientras el rostro de Arphoind estaba surcado por el ceño fruncido, y su conformidad fue más reticente.

Seguían en el salón donde estaba la pira, delante de todas las familias de peso en Suzail, cuando Baerauble cogió con fuerza de los hombros al joven Obarskyr, para a continuación murmurar algo ininteligible y encontrarse ambos rodeados por un fulgor brillante que no tardó en envolverlos. Gracias a las historias de su padre, Faerlthann sabía lo que iba a suceder, de modo que permaneció inmóvil en manos de Baerauble. Cuando desapareció aquel fulgor, los dos se encontraban en la entrada de una caverna del pabellón de caza de los elfos.

La estructura se había erigido, y también se mantenía en alto, gracias a la magia élfica. Una serie de chapiteles se elevaban como los cuernos de la cabeza flotante de un dragón, dando pie a varios espacios enormes. De los chapiteles colgaban tejidos diáfanos que despedían un brillo debido, quizás, al reflejo del sol, y que en definitiva conformaban las paredes del pabellón. El aire olía como la tierra cálida en verano. Las mariposas, cuya estación parecía eternizarse en aquel lugar, aleteaban de un lado a otro mecidas por una brisa suave. Más allá surgió el sonido inconfundible de las cuerdas de un laúd, suave, casi líquido, tocado con mayor destreza de lo que el hijo de Obarskyr había oído jamás. Al separarse de Baerauble y dirigirse hacia allí, la voz de un cantante se unió a la música, una voz aterciopelada, casi un sollozo ahogado, mucho más clara y aguda que la voz de una mujer humana.

Faerlthann no tenía tiempo, ni paciencia, para las maravillas de los elfos; estaba demasiado enfrascado en avanzar. ¡Ese mago de pacotilla y los condenados elfos ni siquiera le habían permitido cambiarse! Aún vestía el blanco de luto, y el tabardo y la capucha constituían el resto de su atuendo. De su cadera colgaba la espada de hoja ancha de Mondar, que ahora le pertenecía, acero que se había labrado un nombre durante la pasada década: Ansrivarr, palabra élfica para «memoria». El humo de la pira no lo había abandonado, y al pasar vio que algunas mujeres elfas, las más delicadas quizá, se llevaban los guantes a la nariz. Ese ligero desliz no hizo sino servir de acicate a la furia que sentía.

Irrumpió en la sala principal sin ser anunciado, puesto que el mago no hizo nada por impedírselo. Faerlthann se había situado junto al chapitel de mayor altura, más alto que cualquier iglesia humana a ese lado del Mar de las Estrellas Fugaces.

La voz y el laúd enmudecieron de inmediato, y creyó oír un grito ahogado que no era más que un sonido leve, sibilante, proferido por un centenar de gargantas elfas. Algún que otro grupo de cortesanos que había junto a Faerlthann se apartaron, como separados por la hoja de una espada, gracias a lo cual el joven Obarskyr tuvo espacio suficiente para caminar. El último en apartarse de su camino fue la trovadora elfa, que inclinó ligeramente la cabeza antes de ceder su lugar al recién llegado.

Había un trono tripartito al fondo del pabellón. No parecía hecho aposta, sino que más bien le dio la impresión de que había crecido allí, porque parecía arraigado con fuerza a la misma tierra, y a sus asientos elevados se llegaba después de subir unos peldaños cristalinos, bajos y anchos, que brillaban como charcos de hielo. El asiento de la derecha estaba ocupado por un elfo con el entrecejo fruncido, enfundado en una armadura completa; las hebras de su cota de malla parecían adaptarse perfectamente al contorno de su cuerpo. En el asiento de la izquierda vio a una mujer elfa, cuyo vaporoso vestido tenía el mismo tono verde que el de Baerauble.

En el centro se sentaba el más alto y anciano de los elfos. Era una criatura delgada, y a ojos de Faerlthann parecía tan viejo como el propio bosque... quizá más. Los ojos del elfo brillaban como dos gemas en el fondo de sendos abismos, y su piel irradiaba una luminiscencia cetrina, acentuada por la luz que se filtraba a través del tejido que formaba las paredes del pabellón. El anciano elfo tenía alguna que otra tara; su rostro lucía una cicatriz enorme. En su cabeza, el elfo ceñía una corona de oro, cuyas tres agujas tenían engarzadas amatistas púrpura.

—Saludos, Faerlthann Obarskyr, hijo de Ondeth —saludó el elfo anciano con la mayor naturalidad del mundo; su voz reflejaba una rica sinfonía de complacencia—. Te transmito los saludos de Iliphar Nelnueve, Señor de los Cetros, y de todo el pueblo elfo. Nuestras condolencias por la muerte de tu padre.

—Usted no me ha sacado del funeral de mi padre para comunicarme simplemente sus condolencias, señor elfo —repuso Faerlthann, irritado—. ¿Qué asunto tan importante no ha podido esperar a que terminara de honrar la memoria de mi padre?

El elfo de la armadura, el que se sentaba a la derecha, irguió la espalda, y Faerlthann lo vio crispar las manos con fuerza en torno a los brazos del asiento. La mujer de la izquierda, por otra parte, se limitó a enarcar las cejas y a sonreír tímidamente al joven Faerlthann.

Si al elfo sentado en el centro le sorprendieron las palabras del humano, no pareció dispuesto a hacer nada por demostrarlo.

—Precisamente es de tu padre de quien tenemos que hablar. Más aún, del legado de tu padre a ti y a los humanos que permanecen en Cormyr.

Baerauble dio un paso al frente para situarse a un lado, entre Faerlthann y el triunvirato elfo. Faerlthann pensó que el mago estaba considerando qué posición debía adoptar de cara a la discusión: ninguna. Faerlthann se sintió abandonado, solo, pero no permitió que ello enturbiara la expresión de su rostro, ni su capacidad de juicio.

—Hubo algunos humanos que llegaron a los bosques del Lobo antes que Ondeth —continuó el elfo, sin prestar atención al mago humano—. Algunos lo atravesaron. Otros se dedicaron a expoliar nuestras tierras. A los primeros los dejamos pasar. A los segundos... los destruimos. Tu padre, y quienes llegaron con él, no atravesaron el bosque. Tampoco expoliaron nuestro coto de caza. Se establecieron en el primer claro y apenas se aventuraron a explorar la tierra que había más allá. Las gentes de Ondeth cuidaron bien de la tierra bajo el liderazgo de tu padre.

—Mi padre no era... —empezó a decir Faerlthann, antes de que Baerauble levantara la mano para advertirle que no debía interrumpir a un noble elfo.

—Tu padre era el líder de tu pueblo, aunque él se negara a aceptarlo. Cuando los de Suzail necesitaban algo, se volvían hacia él. Cuando necesitaban fuerza, a él. Cuando necesitaban sabiduría, recurrían a él. Quizá no ostentara el título de rey, de príncipe ni de duque, pero era el líder de tu pueblo, y ahora ha muerto sin dejar a nadie preparado para asumir su papel. Un gesto de imprudencia, típico de los humanos.

Faerlthann hizo ademán de protestar, pero de nuevo Baerauble levantó la mano, dirigiéndole una mirada ceñuda. Deja que hable el elfo, parecía decir, y escucha. Faerlthann asintió y se mordió la lengua.

—Ahora tenemos un poblado lleno de humanos, no una docena como nos dijo hace sólo veinte años. Un poblado que está prácticamente en medio de nuestros bosques, a rebosar de humanos sin un líder, sin un amo, sin leyes escritas. Durante un breve período, un solo humano bastó para mantenerlos a raya. Y ahora que ese humano ha muerto... —Y levantó una mano, en lo que pudo parecer un saludo, o un gesto de resignación—. Nosotros los pocos miembros de la corte élfica nos hemos dividido, tanto como los vuestros se han multiplicado. —Una leve sonrisa cruzó fugazmente la expresión de su rostro. Acto seguido hizo un gesto para señalar al elfo de la derecha—: Aquí, Othorion Keove cree que al morir Ondeth nuestro acuerdo es nulo y carece de valor, de modo que podríamos empujar al pueblo de Ondeth hacia el mar.

»Alea Dahast —prosiguió, señalando a su izquierda—, quien en tiempos cazó hombres en este mismo bosque, cree que debemos permitiros permanecer en el asentamiento, confinados en vuestro territorio. Sólo en caso de que os expandierais, o aumentara el número de habitantes más allá de cierto límite, nos veríamos obligados a destruiros para evitar nuestra propia destrucción.

Faerlthann reprimió la rabia que sentía, y prestó más atención al elfo... no sólo a sus palabras, cargadas de sentido, sino al tono. Iliphar parecía viejo y cansado, como el padre de Faerlthann después de haber discutido toda la noche con su mujer.

Lo más probable es que hubieran sido otros quienes lo habían presionado hasta forzar la situación, pensó Faerlthann. Probablemente, el de la cota de malla, sentado a la derecha; ese con la mirada de cazador feroz. Parecía esperar a tener la menor excusa para prender fuego a Suzail.

Sin embargo, las opciones de las que hablaba el rey eran inaceptables. Aunque Faerlthann quisiera hacerlo, no podía abandonar Suzail, ni tampoco impedir que siguiera creciendo. Cada mes llegaba más gente. Corría la voz de que había una plaga y monstruos surcando las aguas que bañaban las costas de Marsember, de modo que los botes pasaban de largo por la ciudad, con intención de fondear en la más pequeña pero segura Suzail. Quizás optar por no crecer fuera una decisión propia de los elfos, pero también era una decisión que no podía tomar ningún ser humano.

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