Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Examinada desde fuera, desde el punto de vista de Allende, la escena es confusa y —¿por qué no decirlo?— embarazosa. Allende tiene ahora la sensación de que asiste a una escena privada, secreta, y, lo que es peor, fuera de control también para sus actores principales: esto es lo que a Allende le confunde más, le hace sentirse más incómodo: que la situación no parece hallarse bajo el control de nadie sino en franquía, como si Salazar y Juanjo fueran figuras goyescas, con los ojos vendados, que se atizan mamporros ciegamente en un juego cruel de la gallina ciega. Esto no es una reunión —piensa Allende—. No es como si después de una ausencia de tres días Juanjo volviese a casa y, hallándome yo casualmente de visita, estuviese a punto de compartir con Salazar y con el recién llegado, con Juanjo, el relato de un viaje agradable, no muy largo. No es como si hubiese algo que contar y Juanjo estuviese a punto de contarlo. No es como si hubiese sido normal, cotidiano, todo lo anterior, los tres días anteriores, y ahora, tomando un oporto, incluso un agradable whisky on the rocks, fuese factible resumir la situación y comprenderla. Juanjo no ha regresado esta noche —es casi la una de la noche— para dar cuenta de su ausencia, ni Salazar está en condiciones ahora —está sumamente borracho, en opinión de Allende— de atender a razones o de escuchar explicaciones. De hecho, en una de esas secuencias inconsecuentes de la dinamicidad de los beodos, Salazar se ha abrazado a Juanjo, quien, al no hacer el menor esfuerzo por sostenerle o por abrazarle a su vez, ha dejado que Salazar se desplome a sus pies como un pelele. Allende cree que debe irse. Si tuviera la energía suficiente para dejar esta habitación y esta casa e irse a la suya, nada sucedería. Pero no tiene esa energía, no tiene energía suficiente para abandonar este espectáculo deplorable e incomprensible. ¿Qué se están haciendo estos dos? Contemplado desde el punto de vista de Allende —que acaba de sentarse en uno de los sillones—, Juanjo parece muy alto, engallado, diabólico. No parece del todo una criatura de carne y hueso sino una especie de ninot, un comparsero de un carnaval súbito, insonorizado, como en un duermevela. Allende tiene la sensación de encontrarse sumido en un sueño ligero, poco antes de despertar, muy intenso, angustioso: tiene la impresión Allende de que si hiciera un movimiento brusco, si diera un salto, si se arrojara a un lado, izquierda o derecha, si se tirara del sillón al suelo, despertaría, y ambos personajes, los dos comparseros, Salazar y Juanjo, se salvarían también, se desharían de la ensoñación. Hora est iam de somno surgere. Allende no consigue librarse de la sensación de que, si estuviera en sus cabales, pegaría una patada a los dos hombres, a sus dos amigos, rompería los cristales de las ventanas: no hay ningún ruido, no hay ninguna rotura, no hay manera de distinguir lo real de lo irreal. Así, Allende contempla ahora al comparsero, al Juanjo, desnudándose. Hace calor. Al desnudarse lentamente Juanjo con Salazar a los pies como un pelele, Allende tiene la impresión de que la cara del chico se desfigura, se ensancha, se atocina, sangra. Como si se pintarrajeara por sí sola. Simulacro caníbal. Como si estos dos personajes, comparseros ambos, en cueros ambos, fueran a morderse las piernas y las pollas hasta sangrar. Lo cual sería delicioso si sólo fuera un juego, sólo un simulacro. Pero algo hay en esta habitación, esta noche, algo hay en los rostros de Salazar y de Juanjo, que destruye la confortable noción de simulacro, la pacífica noción de representación teatral. La dulce idea de juego y de Spielraum. Allende comprende claramente ahora que lo que va a suceder aquí no va a ser un juego. ¿Y qué otra cosa será entonces? Sólo puede ser —decide Allende— un juego cruel, un simulacro cruel, una corrida de los dos que simultáneamente les haga regozarse de gozo. Algo así. Sólo que eso no va a suceder. Allende no puede irse ahora porque lo que va a ver nadie lo ha visto nunca. Nadie vio nunca aquel momento en que cayó muerto Passolini en Ostia a manos del chico Pellosi o quizá de dos asesinos a sueldo que contrató la derecha italiana, o quizá la izquierda italiana. Decía Mallarmé que la muerte es un riachuelo muy somero que se cruza a pie y las guijas ligeramente resbaladizas bajo el agua aleve brillan y rebrillan como peces de pronto, cantos rodados y peces rodados, saltos de ranas rápidas en la corriente ligera que se convierte en un gran charco de sangre.
Allende se levanta del sillón. ¿Por qué se está desnudando Juanjo? Ahora se están besando Juanjo y Salazar. Juanjo ya se ha quitado la camisa y se ha aflojado el cinturón: realmente tiene un cuerpo hermoso. Si no fuera por la intensa sensación de maldad que, incomprensiblemente, aureola a ojos de Allende la figura de Juanjo, sentiría deseo de acercarse y tocar su espalda redonda y fuerte, los dorsales. Repaso acelerado de todas las imágenes homoeróticas de una vida. Afortunadamente para Allende, hay un Durán afuera, apartado de esta escena. A esa figura puede ahora aferrarse y así lo hace. Sortea a los dos amantes, que se soban ahora y que apenas prestan atención a Allende. Abre la puerta de la sala, sale al vestíbulo, cierra cuidadosamente tras de sí la puerta de la sala. Antes de cerrarla, sin embargo, por la puerta entreabierta, a la velada luz del cuarto de estar, tan respetable, tan anglosajón de Salazar, tan bello ahora a pesar del desorden y la suciedad, ve a los dos hombres sobarse y abrazarse como en una instantánea pornográfica. En esa instantánea hay un dato aterrador: ese dato le hace cerrar cuidadosamente la puerta de la sala: Salazar, abrazado a la cintura de Juanjo, le lame el ombligo y los abdominales y solloza. Lo aterrador son los sollozos, y también es aterradora la imagen de la mano derecha de Juanjo, que da la impresión de sujetar la cabeza gris, la noble cabeza de Salazar, como si la sujetara por el pelo y la hiciera moverse al compás de los lametones. Una vez cerrada la puerta de la casa, Allende sube al ascensor, baja al portal, abre la puerta del portal, la calle está vacía: cálida calle de Madrid de noche en verano. Allende desea irse a casa, a su propia casa, muy pronto, está ahora asustado, desearía irse a casa corriendo. Justo a la derecha del portal hay aparcada una moto negra: sentada en ella un chicuelo pizpireto le mira con ojos provocativos, le sonríe con una sonrisa boba, fumada: «Buenas noches, tronco, ¿llevas hora?» Allende mira su reloj y le dice al chaval que son las dos y se aleja a paso largo.
—¿Quieres que suba Miguel? —cuchichea Juanjo en el oído de Salazar, que no le entiende—. ¡No me chupes ya más, tío! ¿Quieres que suba el Miguel?
Al repetir la pregunta, Juanjo empuja con la rodilla derecha a Salazar, que estaba débilmente aferrado a la cintura de Juanjo y que se cae de culo.
—¿El Miguel? —Salazar parece no recordar ahora quién es el Miguel.
—¡El Miguel, sí, el Miguel!, el chaval del otro día. Me dijiste que te gustaba mogollón.
—Me gusta mogollón —tartajea Salazar. No da la impresión de recordar aún al chico. Esta ecolalia repentina irrita a Juanjo, que se pone la camisa. La irritación de Juanjo está sorprendiendo, curiosamente, al propio Juanjo. Es un hormigueo malhumorado creciente. Es más que mal humor. Tiene que ver con algo de anfetas que ha tomado. Se sentía mejor viniendo en moto desde Cuenca, donde le llevó un maromo maricón a su casa colgante. Dijo que ahí vivía. Luego resultó que no era tanto. Juanjo le sacó los cuartos. Fue una noche y el día siguiente hasta bien pasada la media tarde. Luego pensó que le vendría bien después ducharse, reducharse, y más dinero. Ahí entraba Salazar. Venir de Cuenca echando leches, la Yamaha Majesty virguera de la hostia, a tope hasta en las curvas. Llevarle al Miguel al Salazar se le ocurrió en la moto misma: irle a buscar a Chueca, llamarle al móvil. Dio con él enseguida. Se tomaron unas copas, las anfetas, hicieron tiempo en bares. ¿Igual que el otro día? ¿Va a ser eso?, preguntó el Miguel un par de veces. ¡Más o menos lo mismo. Le dejas al viejo que te sobe, no hace nada, sobarte es lo que quiere! ¡Más que sobarme el otro día fue, besucón también! ¡Va, qué más da! Me la mamó también. ¿Y qué? Juanjo se encoge de hombros.
Se sintió como Dios, Juanjo: el Miguel de paquete atrás: aparcaron junto al portal, vacías las calles, deslizantes, henchidas de respiración poliédrica. Bulbos del aire negro. Hemisferios cerebrales de las nubes craneanas y la luna cuajada, hechizada en su alto pozo de seda. Se sentía como Dios, Juanjo. El Miguel le agarraba la cintura fuerte. Se siente fuerte Juanjo ahora. ¿De dónde le viene el mal humor? La acelerada irritación malevolente le viene de la cerrazón del piso, lo trancado, lo viejo, lo sucio. Nada más entrar se sintió mal, se sintió ahogado. Se quitó la camisa del calor que tenía. ¿Qué hacía allí Allende? Creyó que se iría a la mierda el rollo entero, con Allende allí, hasta que vio lo borracho que Salazar estaba, hasta que vio la perplejidad de Allende, lívida, boquiabierta en los ojos, las dos ganas de Allende —irse y quedarse— dándose guantazos: la codicia de Allende, la concupiscencia de Allende. El hijoputa va a quedarse, pensó Juanjo justo en el momento en que Allende se levantó para irse. Ahora Juanjo sabe que está a punto de caramelo el plan, el no-plan que esta noche lleva repensando con este hervor pequeño, cocinilla, chusquero: cabronceta la idea de traerle al Miguel otra vez a Salazar. Le da la risa casi, le ha descargado la tensión —como una buena meada cervecera— darle un rodillazo a Salazar, que sigue aún en el suelo sentado, ha cruzado las piernas a la india.
—¡Qué, ¿de campo?! Voy a llamar al Miguel que se suba y se la chupas, polla fresca.
—¿Pero el Miguel está abajo o qué? —Salazar sigue aturdido—. Mejor tú y yo, solos los dos, cuantos menos mejor.
—De eso nada. Cuantos más mejor. Al Miguel se la metemos por el culo como a ti de niño los mecánicos aquellos. ¿A que eso te va bien? ¡Si sabré yo lo que te pone!
Juanjo extrae su móvil del vaquero fardapollas, marca el número del móvil del Miguel y cuelga después de la primera llamada. Han acordado esto antes de subir Juanjo al piso: una llamada perdida, una sola llamada en el teléfono, es la señal para que el Miguel suba al piso. Miguel pulsa el botón del portero automático. Juanjo deja a Salazar sentado en el suelo de la sala y da al pulsador del portero automático. Sale al rellano a esperar al Miguel. El chaval está ahora divertidísimo. Toda la situación desde la primera llamada de Juanjo esa tarde hasta ahora mismo le parece el colmo del mogollón y de la farra. Piensa además que va a ganar un buen dinero, y no piensa, además, gran cosa más. Ni más ni menos: es un inocente. Se diría que toda la maldad se sume ahora en Salazar, que aún sigue en el suelo en medio de su sala y que, ayudado por una vigorosa mano que le tiende Juanjo, se ha puesto por fin de pie y, tambaleándose bastante, saluda a Miguel. Miguel duda entre si darle la mano o darle un beso: ¡con los maricas uno nunca sabe qué es lo qué!
Juanjo está insatisfecho ahora: ante sí tiene la situación que esperaba: la sala de Salazar, el propio Salazar encoñado, quizá dispuesto a lloriquear o a reprocharle su ausencia, la concupiscencia de Salazar ante la llegada del Miguel... Con todo esto contaba al venir en la moto, al subir al piso. No contaba con Allende, pero Allende acaba de irse. Tampoco contaba con hallar un Salazar tan hecho mierda, tan bebido. El tejemaneje que Juanjo medio planeaba tan pronto como tuvo la moto y se largó, dejando a Salazar en el portal sin darle explicaciones, y durante los tres días que anduvo por Madrid y por Cuenca y al volver, y hasta el momento de entrar en la sala esta noche, presuponía a un Javier Salazar torturado, mortificado, furioso incluso, encoñado desde luego, llorica, a ratos deprimido, a ratos exaltado, pero lúcido: incesantemente lúcido y capaz de comprender órdenes y cumplirlas. Un Salazar como este de ahora, tartajeante, que se cae de culo al empujarle Juanjo, no acaba de ser utilizable. ¿Y si en esta situación ni siquiera estuviese en condiciones de sufrir? Uno de los elementos del medio plan de Juanjo era servirse de la humillación: Juanjo no sabe bien por qué esta idea de humillar está tan viva en su conciencia esta noche. No saberlo bien tiene su encanto: viene a ser como no saber del todo si alguien nos ama mucho o poco. Saberlo y no saberlo es un delicioso combinado: produce expectación, tensión, Lust , una impresión de incesantía. También una emoción juvenil de confusión y de tanteo: así, ahora Juanjo no sabe bien de dónde viene la viveza de este deseo de humillar a Salazar justo esta noche. Pero puede hacer memoria, y está haciendo memoria mientras se sirve un whisky corto y mientras espera que venga de la cocina el Miguel, a quien ha mandado traer de la nevera hielo (el chico es despierto y esto de explorar la extraña casa del bujarra, su cocina, y traer los hielos, le divierte mucho: es un chiquillo al fin y al cabo el Miguel, un pícaro). ¡Qué grande es la memoria, qué limpia y clara es la memoria y qué bien dibujados todos los detalles, las palabras, las frases, las caras, las circunstancias, ahora de pronto! En la memoria, Juanjo ahora se ilumina él mismo —la punta de anfetas, las pastis el Miguel las llamó—: reabren ahora la retentiva de Juanjo Garnacho como un culo que caga: y lo que caga es el no muy largo pasado —aunque sí muy intenso— que se extiende desde que se encontraron en Divina la cocina Juanjo, Durán y Salazar, hasta el último instante, este instante de esta noche bulbosa. Está haciendo Juanjo esta memoria humilladora, lacerante, donde se reconoce él mismo antes que a Salazar: antes de todo, esa memoria es Juanjo: lo que le hicieron, lo que le hirieron, lo que le humillaron: ¿pero quién le humilló? De pronto sólo el desgraciado Salazar surge en el centro, rebota por los lados, salta hasta el techo, brinca, revienta, como granos de pus: sólo Salazar de pronto es lo humillante. Y recuerda Juanjo, así, cómo Salazar le preguntó en presencia de Durán si no se avergonzaba de haber corrompido al Ramón Durán de dieciséis allá en el colegio de Málaga. Es más: la memoria aditiva es ahora tan fiel como el mercurio: leve, lenta como el mercurio, asciende por los circuitos sinusoides de la conciencia lubricada: la gran depredadora, la gran lengua bífida, húmeda, rápida que todo lo requiere, lo capta, lo digiere en el gran cuento chino de la humillación que siempre se reinicia y nunca acaba: le preguntó si no consideraba que era un delincuente, corruptor de menores inclusive: ¡He aquí, pues, tu auténtico menor de la hostia! ¡Miguel!
—¡Miguel! ¡Ayúdame al bujarra a levantarle, a transportarle, vamos a darle un baño de la hostia de agua helada!