Contra Natura (62 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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No obstante inesperado, el suicidio de Javier Salazar no ha sorprendido a Allende. Ha sorprendido, sin embargo, a todos los demás, a Ramón Durán, a Emilia, a la pobre Lucía Martín, que ha acudido llorosa al discreto velatorio y que, por uno de esos giros del humor negro de los funerales, ha acabado haciendo las veces de viuda de Salazar. Se ha presentado muy de negro, ha llorado muy conspicuamente. Allende, sin querer, la ha conducido del brazo, con ese ademán cuidadoso, un poco distanciado, un tanto artificial, con que un maestro de ceremonias (de la familia) conduce a la doliente principal a su lugar, su reclinatorio en el sepelio o en este caso, tan acusadamente laico, a una de las butacas, la mejor butaca, de la salita donde se vela el discretamente arreglado difunto que, en el caso de Salazar, resulta irreconocible. La cara, con el golpe, se le ha desfigurado mucho y, de alguna manera, no se ha logrado ese efecto de naturalidad reposada que los maquilladores imprimen a los cadáveres. El difunto, en esta ocasión, parece más muerto que vivo. Apenas nadie de la editorial, al ser verano. Lucía Martín ha venido acompañada de Cita Vázquez, quien ha derramado en seco unas difíciles lágrimas impresionada por la atonalidad de la situación.

—¡Desengáñese usted, señor! —ha comentado Cita Vázquez con Allende—. Desengáñese usted que lo laico es frío, muy frío. En estas ocasiones la Santa Madre Iglesia, los católicos, estamos muchísimo más propios, se siente más calor humano, más consuelo, ¡inclusive más paz!

Allende no siente ahora la menor sensación de paz. Nada en la memoria de Allende, nada en el recuerdo que Allende tiene de Javier Salazar, inspira paz o la reclama. Todo evoca frialdad: la vida de Salazar ha transcurrido en el medio frío de la edición profesional, un alto ejecutivo de una gran casa editorial con conexiones internacionales importantes, cuyo margen de expresión individual, sus gustos, se han vuelto crecientemente irrelevantes en aras de la gestión global y el buen balance. Ha inspirado respeto pero no afecto. Y es, además, verano. Allende, que temió por un instante verse rodeado de las amistades profesionales de Salazar, ha descubierto que nadie importante, nadie, en realidad, ha acudido al tanatorio. Es mejor así. Es, sin embargo, en esta situación desangelada, con toda una noche por delante hasta la cremación que tendrá lugar a la mañana siguiente, donde Allende menos a salvo está de todo el pasado que se amontona entero, a golpes, en la ingens aula memoriae, sin enseñarle nada. We had the experience but missed the meaning. Allende no siente esta noche ninguna tentación moralizante: no siente que Javier Salazar acabó teniendo, al final, su merecido. ¿Qué merece Salazar? ¿Qué merezco yo mismo?, rumia Allende sin dar con nada que se asemeje ni remotamente a una respuesta. Nadie sabe si es digno de amor o de odio: He aquí, medita Allende, una de las más terribles nociones del Eclesiastés. ¿Es del Eclesiastés? Su dura sabiduría negativa, ¿cómo no vamos a saber si somos dignos de amor o de odio?, debate consigo mismo Allende intermitentemente a lo largo de toda esta noche. A ratos Durán, a ratos Emilia y Paula, a ratos los tres han venido a velar el incomprensible cadáver de Salazar. Cuánto agradece Allende esta compañía silenciosa, con cuánta dulzura siente, sin mirarle, a su derecha, el cuerpo amado de su joven amigo. ¡Qué satisfactorio es no contar con ninguna interpretación prefabricada ahora! ¡Pobre Lucía Martín, que necesita, sin cuestionarla, toda la fe de la Iglesia en la resurrección de los muertos! Como si se asomara Allende al brocal de un pozo y de pronto lo de abajo, el agua redonda, cóncava, de abajo, enlunada, espejeante, se le acercara súbita a la cara como una cornucopia y se retirara, súbita, inmediatamente después, dejando a Allende con sólo el bulbo, el rizoma de su propio rostro, enlunado, entrecruzado por las venas y las muecas de la copiosa luna de los acarreos, ahora su memoria enlutada flota sin hundirse y sin pasado y sin futuro, tota simul et perfecta possessio, en el aire neutral, laico —¡cuánta razón tiene Cita Vázquez!—, tranquilizador también (dicho sea esto, de paso, puesto que no parece haber juicio aquí, juicio final), no hay postrimerías, no hay muerte (sólo cesación), no hay juicio, infierno o gloria en este aséptico reducto de esta estancia del tanatorio de la M-30: no hay, sobre todo, juicio final. La urgencia con que Allende ahora aparta la idea de juicio y de juicio final en presencia de su difunto amigo, el irreconocible Javier Salazar, desidentificado, malmaqueado por los maquilladores funerarios, le sorprende a él mismo, le perturba, le angustia. ¿Acaso yo le amaba? Quizá sí. Aunque de nada sirvió nunca que nadie amara a Salazar, puesto que él mismo no deseaba ser amado y aborreció a sus amantes excepto al último, al Juanjo Garnacho, ¡el más vulgar de todos...! Allende, sin querer, ha extendido su mano derecha hasta asir la mano izquierda del impresionado, jovencísimo, Ramón Durán, que nada entiende, aunque sí entiende, a Dios gracias, este gesto tierno y desvalido de su viejo Allende. Son las altas horas de la noche, las cuatro y pico de la noche. Están solos los tres, Allende, Emilia y Durán. Y por un instante, largo instante, Allende retiene la mano joven de Durán, cohibido, con la ingenuidad de la juventud ante la muerte. ¿Fue Salazar digno de amor o digno de odio? No mereció, quizá, una muerte así, un palo indigno como el que Juanjo llegó a darle. Esta referencia a Juanjo retrotrae a Allende a estos pocos días pasados y a sus secuelas que aún durarán un tiempo largo: la vecina que vio a Salazar desnudo, dando gritos (oyó la vecina, por lo visto, varios gritos y estaba la vecina en camisón), arrojarse por la ventana con indiscutible decisión, con fuerza (la vecina ha subrayado la energía patética, tan lírica, con que Salazar se desequilibró a sí mismo a la altura de su bajo vientre y se inclinó de sopetón hacia el creciente asfalto dando un enorme topetazo). La vecina, que llamó a la policía, tuvo la satisfacción de despertar a su marido y a su nuera, que se asomaron, asimismo un ratito, al mirador a ver cómo llegaban los maderos de hoy en día, con sus camisas blancas y sus pantalones azul oscuro, sus walkie talkies, tan sabiéndose el procedimiento a seguir en estos casos. ¡Dios, qué caso! El caso es que Juanjo ahora entra en la estancia funeraria y en la cabeza de Allende a chorro limpio: la policía, parece ser, subió al piso de Salazar, y halló allí de todo un poco, mogollón de pruebas y repruebas: los vasos usados, las botellas del malta, la suciedad del piso, la toalla húmeda en medio de la sala como una piel de enorme felpa blanca, los cuartos atorados de desorden: las bragas y los nikis de Juanjo, de Dolce & Gabbana y de Versace, la total evidencia de nefandos pecados y de orgías o cosa que lo valga: mal asunto, los pósters de tíos, mal asunto, una cosa es que se casen hoy en día y otra que se maten y asesinen a mansalva, mal asunto. En fin, la policía se pasó lo que quedaba de la noche hasta la madrugada pillando pistas a lo CSI (el juez de guardia hasta las nueve y treinta y cinco de la mañana no llegó y mientras tanto hubo un circuito de cintas amarillas y crujientes albales fucsias y cerezas recubriendo achampañados el cadáver). Hubo que desviar el tráfico bastante. El caso fue que la policía descubrió que allí había habido una juerga de algún tipo y más gente de la que pareció haber en un principio. Así fue como, al interrogar al portero suplente de ese mes; de agosto, salió a relucir Juanjo Garnacho. Y también salió a relucir el propio Paco Allende. Juanjo no ha aparecido todavía. Ha desaparecido de Madrid. En la nocturnidad insípida del velorio de Salazar, Allende recuerda cómo la policía le interrogó respetuosamente: así se enteró de lo de las tarjetas de crédito y de que se buscaba a Juanjo. Allende recuerda que se sintió muy incómodo: al intervenir la policía, lo sucedido deja de ser mental. Incluso el aparatoso suicidio de Javier Salazar, desplomado desde un quinto piso en cueros, en plena noche del agosto madrileño, puede ser transfigurado en un objeto mental: ego cogito cogitatum. La policía era intraducible en términos mentales. Allende tuvo que reconocer que estuvo en la casa horas antes del suicidio y tuvo que admitir que Salazar tenía compañía masculina: no tuvo más remedio que hablar de Juanjo Garnacho: «Una relación contra natura, ya se ve», sentenció el policía más joven de los dos que interrogaron a Allende, un joven hombre con una propensión psicodramática. Allende hurtó el bulto con facilidad, la policía, por su parte, no tenía gran interés en el asunto, aunque sí en interrogar cuanto antes al Garnacho. En realidad, de la autopsia no surgió nada raro, excepto la gran cantidad de alcohol en sangre, que explicaba tal vez el absurdo salto en el vacío. Allende dijo que ignoraba la dirección de Juanjo Garnacho. No reveló que Durán sabía todos esos detalles porque no quiso involucrar a Durán en esto. ¿Era eso obstrucción a la tarea policial? Allende confió en que no lo fuera, y esta noche teme, como un dolor sordo, que por culpa de Juanjo, aún la policía pueda perturbar la placidez de su nueva vida con Durán: porque va a haber, a partir de ahora, una vez incineradas y esparcidas las cenizas de Salazar, una nueva vida, pero ¿qué nueva vida? Aún queda todo por hacer entre ellos dos, Allende y Durán. Aún queda todo por decir, todo pendiente. Aún imposible extraer del suicidio de Salazar una lección moral que no sea moralizante e injusta. Allende sigue pensando —como ha pensado desde un principio— que su amor por Durán, tan real y verdadero y tan dulce, no puede hacerse valer con demasiada fuerza en el futuro: ¿le querrá Durán en el futuro?, ¿sabrá quererle como Allende le quiere? ¿Es el querer un sentimiento unívoco, equívoco, o análogo, que se reparte por igual entre los dos interesados, o no? ¿Será posible separar la amistad —que a Allende en cualquier caso le parece indudable— de la atracción física? ¿Debe separarse en todos los casos, o sólo en los casos en los que, como en éste, hay gran diferencia de edad? ¿Querrá Durán más adelante buscarse otro compañero, menos ético que Allende, más divertido, de su misma edad? Por de pronto parece que la tragedia ha ejercido sobre Durán una acción astringente, ha añadido ese punto de solemnidad que parece sentar bien a la eticidad de las decisiones éticas. Allende, por supuesto, desconfía de las solemnidades circunstanciales y de las decisiones éticas instantáneas, por sensatas que parezcan. De momento, al menos, todo seguirá igual. Durán vivirá en casa de Emilia y Paula, se reunirán los fines de semana, a quizá entre semana. Al cabo de un par de meses, la memoria se diluirá y se retirará como suele hacerlo, y Allende y Durán recobrarán la paz, cierta paz. ¿Seguirá Durán interesado en Juanjo, el macarra? ¿Será Durán capaz de labrarse un porvenir sensato, estudiando una carrera, por modesta que sea, que le saque de los bares y de los ligues? En las horas tediosas del amanecer plastificado del tanatorio y todas estas preguntas quedan —como es natural— sin respuesta: el futuro es neutral y nos mira, inexpresivamente cara a cara...

EPÍLOGO

Desde un principio quise que esta novela fuese un alegato contra la superficialidad. Quizá parezca extraño caracterizar un proyecto narrativo, estético, en estos términos casi malsonantes, moralizantes. Debo añadir, pues, que esta intención se presentaba encarnada en un enfrentamiento entre dos personajes, dos maneras de vivir la homosexualidad, Salazar y Allende. Ambos representan gente más o menos de mi edad. Y este asunto de nuestra edad —que es, por cierto, la edad de la jubilación— cobró desde un principio también suprema importancia e impregnó sutilmente el primer asunto, el de la superficialidad.

Gentes de mi generación nacidos alrededor del año 39 del pasado siglo no tuvimos la experiencia de la Guerra Civil y —a menos que fuésemos hijos de exiliados— no tuvimos tampoco la experiencia del exilio exterior. Tuvimos, en cambio, la profunda experiencia del nacional-catolicismo en su doble vertiente subjetiva (pedagógica) y objetiva (sociopolítica). Vivimos una niñez y una juventud severas. Fuimos educados con severidad, con cierta urgencia por crecer y convertirnos en personas mayores, y fuimos también educados, al menos el sector más inquieto de mi generación, en el existencialismo poético y filosófico. Una de las ideas de entonces fue la de autenticidad. Frente a la existencia inauténtica (el célebre decir lo que se dice, hacer lo que se hace, heideggeriano y sartreano), nosotros vivimos la ética de la responsabilidad personal, del compromiso. Para quienes, como yo mismo, la experiencia amorosa se presentó desde un principio en términos de homoerotismo, la exigencia de responsabilidad tendía a eliminar toda sombra de superficialidad e, incluso —debo reconocerlo—, todo juego.

Yo tenía ya treinta y un años cuando leí al autor de moda de esa época, Herbert Marcuse, y su fascinante Eros y civilización, con su interpretación de los dos principios (el principio del placer y el principio de la realidad) en la formulación de Freud. Yo vivía en Inglaterra por aquel entonces: pensé ya desde entonces que había llegado un poco tarde para practicar el principio del placer: para mí seguía siendo en líneas generales más verdadero y más profundo el criterio de la acción real, comprometida, única e irrepetible, auténtica. De aquí que viera mis propias inclinaciones homosexuales en estos términos y no en términos de entretenimiento o de búsqueda de pareja o parejas. No digo que esto fuera lo mejor o lo más inteligente o la única posibilidad: sólo digo que, en mi caso, autenticidad y realidad se presentaron siempre enfrentadas a irrealidad estética (gozo, felicidad) y superficialidad. Esto significa que yo viví (y creo que en esto coincido con la experiencia de toda mi generación) la homosexualidad como un difícil y enredoso asunto que, en virtud de mi sentido del compromiso y de la autenticidad, yo estaba obligado a hacer mío a toda costa.

Esta visión del asunto está presente en el trazado de los dos personajes mayores de este libro. A esto debo añadir la influencia que en mi juventud tuvo la educación católica. Durante muchos años viví la homosexualidad como pecado. Contra esto me rebelé a partir, creo, de mi primer viaje a Inglaterra con veintiséis años y contra esta concepción me he mantenido hasta ahora. Nunca creí, sin embargo, ni siquiera de joven, que la homosexualidad fuera como solía decirse entonces una enfermedad fisiológica o una anomalía psicológica y mucho menos un vicio. Estoy seguro de que miles de homosexuales de mi edad se reconocerán en esta descripción. Al elegir un título para la presente novela elegí precisamente la denominación más común empleada entonces y aún ahora para designar este complejo asunto. Contra natura era el modo global para referirse a nuestros pensamientos, palabras y obras. Recuerdo que de joven me refugiaba ya en una célebre idea de Ortega y Gasset: el hombre no tiene naturaleza sino que tiene historia. Yo interpretaba esta frase, creo que correctamente, en el sentido, en parte sartreano también, de que el hombre es una existencia abierta que se da a sí mismo libremente una configuración a lo largo de la vida. La naturaleza única que yo estaba dispuesto a aceptar era aquella construida por cada uno de nosotros. Esta imagen de una existencia creadora, abierta al futuro, en trance de darse a sí misma su propia configuración esencial, me parecía también una fecunda ocurrencia cristiana que ha encontrado, supongo, un eco en estas páginas.

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