Contra Natura (57 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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Yo soy el origen del mal, acaba de decirse Salazar a sí mismo, y el atardecer se encharca en el olor del whisky, en el sudor corporal, la suciedad. La antes pulcra sala de estar está ahora sucia. Nadie ha venido por aquí en toda la semana. ¿No son ahora las vacaciones? Ahora son las vacaciones. La mujer que le cuidaba no ha venido por eso, porque son las vacaciones. Ahora, en vacaciones, no queda nadie en ningún sitio: son las vacaciones y no hay nadie. ¿Quién hay en la calle en todo el día? No hay nadie. Hace dos días sonó el teléfono. Se abalanzó Salazar por ver si era Juanjo: era Lucía y no descolgó el teléfono. Y volvió a telefonear Lucía y Salazar no descolgó el teléfono y volvió a telefonear Lucía y Salazar descolgó el teléfono. Estuvo desagradable con Lucía, que quería saber si estaba enfermo. La verdad es que descolgó el teléfono temiendo que Lucía, preocupada, se presentara en la casa para ver qué le pasaba.

—Estás conmigo obsesionada, Lucía, no estés obsesionada. Maniática conmigo. Estás maniática. ¡Si no llamo, no llamo, qué pasa! ¿Por qué te tengo que llamar? ¿Por qué me tienes que llamar? Al hablar arrastro la lengua por culpa del calor, que es como un sapo dentro de la lengua que me pega lengua y paladar en un único compacto, Lucía, pesada. Ya te llamaré. Cuando me vaya a suicidar ya te llamo. ¡A ver!..., ¿por qué me has ahora llamado tú? ¿Por qué me llamas?

—Ya por nada. Déjalo.

—¡No, dilo, di por qué me llamas!

—Te llamaba porque me ha fallado Cita Vázquez y tenía una entrada, por lo tanto, de sobra para el concierto de esta tarde en el Auditorio Nacional, si querías venirte.

—¿La tenías y no la tienes ya, o la tenías y aún la tienes? ¿Cómo dices? Da igual, no quiero ir a ningún sitio, Lucía, no me canses. No estoy de humor.

—Te advierto que entenderte no te entiendo, corazón. Que te compre quien te entienda. ¿El chico guapo que me hablaste sigue contigo? Me figuro que no. No hay quien te aguante.

—Yo te llamo, Lucía, yo te llamo, que ahora estoy esperando una llamada.

Es verdad que está esperando una llamada, es verdad que está esperando una llegada. Lleva así toda la tarde y todo el día, y la noche anterior a la noche anterior y el día anterior al día anterior. ¿Cuánto tiempo lleva así? «Yo soy el origen del mal», repite en voz baja ahora. Lleva dándole al whisky desde por la mañana. Ha dejado a medio comer un sándwich de jamón y queso que se hizo para el desayuno. No puede hacer nada. No sabe qué hacer. No tiene ninguna idea en la cabeza. No hay tampoco contorno ni exterior ni afueras. Y si se asoma al balcón a ver la calle no parece haber nadie ni de día ni de noche. Y la noche en la calle en el verano es muy profunda, anaranjada, zanahoria, zumo de zanahoria, noche acrílica con luces de neón y luna llena. Ayer salió al balcón y levantó el toldo y se acurrucó sentado en el balcón a ver la luna llena. Llena la luna llena de manchas y lunares solares, cancerígenos, verde y blanca, luna del acarreo, luna de miel... Si hubiera podido sosegarse, si le hubiera el soriego cabido en la cabeza y levantado el ánimo... Pero el desasosiego expulsa también la luna llena, la fragancia estival, el sotobosque oscuro, los pinares, las encinas chaparras del montecillo, las atalayas a lo lejos, las avutardas que devoraban las siembras de muelas y garbanzos, el agua caliza de los pozos blancos. Era tan fría y tan cortante el agua aquella. Las manos y la cara en pleno agosto, a pleno día, se granizaban y volvían de hielo y de limón. El olor de los albaricoques, tan maduros, los tordos, los pardillos, los gorriones, picoteaban los albaricoques uno a uno. La soledad del regadío. El pueblo tan vacío en verano. ¿Por qué no viene a casa Juanjo? ¿Qué está pasando en todas partes? Lo que ha pasado hace unos días es que se fue con Juanjo —a pesar de que Juanjo gruñó un poco a esta idea de ir los dos— a comprar la moto al Yamaha Center de Marqués de Urquijo. Tres mil quinientos euros ha soltado Salazar de golpe. Juanjo ya la tenía apalabrada y había dejado él mismo una señal, mil euros, para que le fueran haciendo el papeleo. Esto es lo que le ha contado Juanjo a Salazar. Hace tres días resplandecía el verano poderoso, aventador, con su aliento populachero, vulgar, urbano, playero, de secano, en Madrid. Brillaban, horteras, todas las grandes superficies a la vez, con las corbatas y los pantalones cortos y los bañadores y las cremas de tostarse. Ahora de pronto nada brilla, nada suena, salvo, como un tintineo, en la memoria, el agua caliza de los almorrones. No ha encendido Salazar el aire acondicionado de su sala. Ha suspendido toda actividad. ¿Por qué no llama a Juanjo al móvil? Ya lo ha hecho y el móvil está siempre apagado o fuera de cobertura. ¿Y al móvil de Durán? ¿Estará Juanjo con Durán? Eso es verosímil. Y podría sobre todo llamar por teléfono a Allende, que tiene un contestador de Telefónica y que con toda seguridad contestaría, de no estar, más tarde. Ha ido a la habitación de Juanjo y lo ha registrado todo como una mujeruca. Juanjo apenas tiene nada propio. Todo lo que hay en ese cuarto, en su desorden, podría pertenecer a cualquier chico medio golfo de esa edad: las bragas gays, las camisetas sucias... Ah, la suciedad es casi el dato más resplandeciente de todo: resplandece la incuria como una flor rosa clara, fucsia sucia. No es una suciedad aún de mucho tiempo. Es el bozo de la incuria, el bozo de la mierda lo que brilla ahora aún. Es el sinafeitar de dos días del rostro del efebo de la mierda, la cara sin lavar que huele a rancio. Toda la habitación de Juanjo, que antes fue de Durán, sin ventilar, sin ordenar, huele a rancio, huele a rancho, a letrina, a suciedad de joven guapo que se ducha poco o con demasiado perfume de geles. Recorrer la habitación de Juanjo no es más desazonador que no saber por qué Juanjo no ha vuelto a casa. Se fue..., le llevó en la moto hasta el portal, le devolvió al portal hace tres días. Salazar confiaba en que, al estilo antiguo, se irían a «quemar caucho a las Perdices», con una ternura años cincuenta, años sesenta, una ternura subrepticia, tomar algo en el Alto de Los Leones, en un bar de carretera. Salazar apenas sabe cómo son las carreteras ya, sabe que son modernas autovías. Ir hasta Segovia, cruzar los pinares de Balsaín. Volver a casa, abrazar el torso de Juanjo... Todo esto que Salazar contaba tener en premio por sus tres mil quinientos euros. Nada de eso ha tenido lugar: le llevó a casa, cinco minutos desde el Yamaha Center. Todo lo que dijo es que había quedado, que luego se verían. Estaba tan deslumhrado Salazar por el veloz viaje del Yamaha Center al portal: el cuerpo del mozo ante él, el torso cálido... No se dio cuenta entonces de que todo se acababa ya. Ya había acabado. Le dejó en el portal y se largó y no ha vuelto. Esto es cruel sin duda: tonto y cruel. Salazar bien podría tranquilizarse pensando que un hijoputa así volverá tan pronto como se le acabe el dinero. ¿Por qué sufre? ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Juanjo era o ha llegado a ser, gracias a Salazar, un perfecto hijo de puta: cuando necesite dinero o apoyo o una vulgar ducha, volverá. ¿Qué le está pasando a Salazar que es incapaz de pensar todas estas vulgares ideas que a cualquiera de nosotros se le ocurren en un caso así?

Seamos sensatos: Salazar puede tranquilizarse si quiere, ¿o no? El asunto es que Salazar, al encoñarse con Juanjo, ha tomado una decisión análoga a la decisión que toma un conductor de automóvil que se pasa de copas: naturalmente, la decisión de ese conductor no es chocar contra otro automóvil y matar a tres personas, ni siquiera toma la decisión de embriagarse. La decisión que toma el conduce conductor-bebedor es casi inocente: está de vacaciones, viene a vena su familia desde Valencia, familia que vive en un chalecito suburbano. Está de buen humor, se siente como Dios, tiene un buen automóvil, tiene un buen coche, pasa de los cien a los doscientos sin notarlo apenas, tiene un Audi, quizá no de la gama más alta, pero un Audi. Me siento como Dios es la expresión informulada de la decisión del conductor: sentirse como Dios. Aún esta decisión es casi inocente: quién que es no quiere sentirse como Dios. Los tres grandes filósofos alemanes, además de Hölderlin, se servían de una fórmula latina: est Deus in nobis. Querer sentirse como Dios no fue sólo una genial visión del Génesis sino que forma parte de toda la historia de la humanidad. Es muy posible que seamos Dios de iure, todos nosotros: el misticismo no es más que el intento de hacer acceder de facto a la conciencia refleja la divinidad que ónticamente somos ya desde un principio. En los enamoramientos, y también en los encoñamientos, funciona a toda máquina, a todos los niveles de nuestro sistema de ocurrencias, el seréis como dioses. Y Javier Salazar, al enamorarse de Juanjo Garnacho, a saltos, a tramos, ha visto acceder a su conciencia este sentimiento de presencia divina, de potencialidad dilatante, de energía centrípeta y centrífuga a la vez, que llamamos amor. Para volverla a sentir, necesita —como la necesitaba el pobre Carlitos Mansilla al principio de esta historia— la presencia y la figura del amado, pero Juanjo ha desaparecido y esto le convierte en una mosca cojonera. Su ausencia tiene la presencia insistente, mortificante, de las moscas y de los tábanos. Recuerdo los grises tábanos pegados a las llagas sanguinolentas del vientre de las mulas en la era, en los barbechos. Las formidables coces de las mulas apenas disuadían al tábano. La inocente decisión de Salazar fue, en un principio, entregarse al dulce amor de un mozo hortera, pero, dentro de lo que cabe, más o menos idéntico a todos los demás, horteras o no. Bien podría Salazar en este punto recordar una línea de un hirsuto poeta español contemporáneo: ¡Oh, horteras, concupiscibles hijos de doncellas, yo os amo / dentro de lo que cabe! Pero este dentro de lo que cabe hubiera debido Salazar, caso de recordar el verso, haberlo tenido en cuenta mucho antes. Pero no podía tenerlo en cuenta porque —por analogía con el conductor pasado de copas— la gracia consistía en —por lo menos esta vez—, con ocasión de Juanjo Garnacho, dejarse llevar por la emoción o la pasión o la corazonada: correr un riesgo. Como quienes beben y conducen, Salazar deseaba abandonarse a la delicia semidivina del deseo desaforado que, caso de coincidir en el momento adecuado con el objeto del amor, con Juanjo, hubiera producido el gigantesco hibiscus de la pasión homoerótica sin embridar. Cuando comenzó todo, Salazar tuvo conciencia del posible riesgo para su integridad mental o sentimental, pero la gracia estaba en, por lo menos una vez en la vida, correr el riesgo. Ahora ya no es responsable: hace ya mucho tiempo que se ha puesto en marcha un sistema de ocurrencias muy potentes que, como en los celos o en la ira, como en el odio también, se alimentan a sí mismas de continuo y apenas dejan margen para tomar nuevas decisiones contrarias. Luego Salazar no está en condiciones ahora de tranquilizarse. Pero además hay una falacia, y de esta falacia ¿es o no es responsable Salazar? He aquí este nuevo lado del asunto: no es del todo verdadero decir que Salazar ame a Juanjo Garnacho. Es cierto que —con ocasión de Juanjo Garnacho— Salazar ha bajado la guardia, ha puesto a un lado toda la gran dosis de reserva que le caracterizó desde muy joven. Pero en esta apertura de Salazar hubo mucho de maldad deliberada: estaba aburrido con Durán, y al aparecer Juanjo pensó que añadiría un ingrediente picante, mordiente, lúdico, a un erotismo caedizo como el suyo. Incluso recibir en su casa al Fermín y al Miguel y entregarse con ellos y con Juanjo a prácticas pornográficas fue motivado por un deseo de explorar la vulgaridad, de ser vulgar: algo parecido a un hombre bien educado que, de pronto, en una taberna o a solas en su casa, come con los dedos o vorazmente, sin pulcritud alguna. Equivalente a tirarse pedos cuando se está solo o a mostrarse natural cuando se halla uno en compañías zafias. Salazar ha sentido un intenso deseo de zafiedad que, al cruzársele durante estos últimos meses con una especie de gratitud por la renovación de su energía erótica gracias a Juanjo, ha comenzado a llamar amor y entusiasmo y cualidad divina y don de la ebriedad sagrada. Quizá Salazar, que al decidir que amaba a Juanjo Garnacho creyó sentirse como Dios y se sintió divino, no advirtió, o quizá sí, que él mismo no era divino, nunca lo fue. O sólo lo fue en el sentido —tan presente desde un principio— del mito de Narciso: al contemplar su imagen, Salazar reconoce la belleza, la gracia oscura de sí mismo y, como Narciso, declara para sus adentros: No ofreceré resistencia a este vértigo puro. Me entregaré al intenso amor con que me amo. Naturalmente esta etapa estética es común a mucha gente. Lo curioso en Salazar es la imposibilidad de centrifugarse más allá de sí mismo al sentirse amado por otros: por Carlitos Mansilla, por Allende, por Lucía. Incluso Durán, que quizá no llegó a amarle, pero que, ciertamente, estuvo fascinado por Salazar al principio, no le sirvió de nada: sólo la zafiedad de Juanjo, como un deseo, una deliberada voluntad de perversión.

Por suerte para Salazar, la embriaguez le mantiene en un estado volátil, a ratos se queda dormido. Su voluntad de aderezar su sexualidad declinante con el morbo hortera de Juanjo Garnacho tiene en el malta escocés que lleva bebiendo todo el día su punto distinguido, su clase. En realidad, la causa de la perturbación de Salazar hay que buscarla en el alcohol: si no hubiera bebido tanto, a estas alturas, al cabo de tres días de desaparición de Juanjo, habría tenido la oportunidad de reaccionar, porque, incluso medio trompa ahora, entrevé Salazar la insignificancia de Juanjo e incluso recuerda el porqué de su encoñamiento: le interesó Juanjo porque le interesó su zafiedad: cuando todo empezó (tras el hormigueo, el despertar, de su erotismo jubilado por culpa de Ramón Durán) a partir de aquel primer almuerzo en Divina la cocina, Salazar vio que Juanjo era un picante, un aderezo, un colorante alimentario: eso fue todo. Mientras que Durán, que era más joven, incluso a ojos de Salazar presentaba aún las características del adolescente o del chico joven que necesita ayuda o consejo y que puede inspirar cierto erotismo pedagógico, Juanjo Garnacho sólo servía para hacer notar lo sosa que estaba toda la alimentación acostumbrada: Juanjo era una salazón. Y todo esto, no obstante andar a estas alturas muy bebido, aún lo entrevé Salazar, aún lo recuerda y podría, en último término, servirse de ello para liberarse de la presente cerrazón y obsesión con las que vive la desaparición de Juanjo. ¿Por qué no puede? ¿Por qué no le manda a tomar por el culo? ¿Por qué no se mete en un baño de agua fría ahora que es verano y se remoja así veinte minutos consecutivos hasta ser capaz de mandar al Juanjo hortera a que le den por donde sea? El asunto es que Juanjo Garnacho —además de ser todo lo negativo que se ha dicho— era y es cariñoso y gracioso en ocasiones. Y esto, en este momento, —y no el picante— es lo que añora Salazar y le enternece: el Juanjo cariñoso y comprensivo capaz de hacerse un detenido y largo pajote a beneficio de Salazar algunas tardes. Más aún: este Juanjo era no otro sino el mismo: no hay dos Juanjos. De la misma manera que no hay dos Salazares (uno rijoso y otro tierno) sino un único Salazar que, atravesando ágilmente (como sólo la conciencia del hombre es capaz de hacer) todas las capas inauténticas, mineralizadas, reservadas, negativas, del yo, ama a Juanjo Garnacho porque le hace gracia: se ha enamorado de Juanjo. El sentimiento de intensa soledad que Javier Salazar siente esta tarde, y que se suma a su sentimiento de humillación por lo de la moto y a su deseo carnal, insatisfecho, y a su paladar acostumbrado al picante, es sin embargo un destilado puro, una reserva antigua, un Pure Single Malt, que le embriaga a partir del bien y no del mal que Juanjo representa: Juanjo ha sido también para Salazar cariñoso y bueno a ratos. Gracias a Juanjo se ha sentido Salazar en estos meses puro y feliz. En determinados momentos de mutua compañía, Salazar se ha sentido libre de la infelicidad y feliz: no en posesión de bienes materiales, de tener más de esto y de aquello, sino ennoblecido por la gracia de Juanjo, su simpatía. ¡Oh, misterio! ¡No ha sido todo, después de todo, tan vulgar como parece! Juanjo Garnacho ha sentido compasión y ternura por este su patético amante sesentón: por eso sub ratione boni le ha amado Salazar y le ama ahora. No se puede amar de otra manera y tampoco Salazar puede. Ahora, pues, lo que ahora realmente le está hundiendo en la viscosidad del whisky y la obsesión, es el recuerdo del buen Juanjo: el que le hizo amarle porque le amó, en la medida en que, a ratos al menos, era más bien bueno que malo con Javier Salazar. Así que ahora llora Javier Salazar, casi un don de lágrimas trampantojo le inunda el delgado rostro, flaco como está: le dignifica y humilla a un mismo tiempo: esta irreparable soledad, este estar pendiente de alguien que tal vez no vuelva nunca jamás: y todo el bien que Juanjo le hizo se alza ahora como una gran flor, enorme y vigorosa, una flor repollo, hibiscus caribeño, salsa tártara que adereza al buen Juanjo y nubla al mal Juanjo, uno y el mismo, por los siglos de los siglos. Salazar se ha tumbado en el suelo cuan largo es y sus lágrimas humedecen la alfombra persa, un gusto anglosajón. ¿Qué hora es? Es muy tarde por la tarde. Javier Salazar se ha levantado gateando y ha marcado el número telefónico de Allende, que está en casa y, sin dudarlo, se ofrece venir a ver a Salazar esta misma tarde, esta misma noche, a la hora que sea. Salazar ahora, después de la llamada, tras la voz de Allende, se acurruca en el suelo, al pie de su sillón de orejas, y se queda entredormido hasta que, una hora más tarde, pasadas las once de la noche, llama Allende al portero automático y Salazar se derrumba en sus brazos.

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