Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
(¿Y por qué un baño, por qué con agua helada?, se pregunta el hipócrita lector, el cristiano lector: pues porque se le acaba de ocurrir a Juanjo que, en las presentes condiciones de ebriedad de Salazar, será imposible humillarle con toda exactitud: la idea clara y distinta de humillar, el verbo puro, el verbum mentis de humillar, requiere lucidez, requiere indispensablemente la lucidez del humillado: así que ¡al agua con él, al agua helada!)
Aún Salazar ahora de nada se apercibe: aún todavía Salazar sonríe y ríe y patalea y manotea cuando entre los dos le cogen por los hombros y los pies. Y los tres —en el espacio reducido de este piso mortuorio, de este sepia negro ceniciento y ocre— se trasladan lentos, descompensados, paso a paso, al paso de un como entierro de la sardina, farsa de la farsa, simulacro del simulacro, un puro contradiós claro como un diamante, claro como el sol del odio y la venganza, negro y blanco y sin matices: unívoco al final como quizá es la muerte: los tres van avanzando de tal suerte que Juanjo sujeta por los hombros a Salazar, que le ha metido la cabeza en los cojones un par de veces según van: de los pies lo lleva de espaldas, pasillo atrás, Miguel: lo posan en el suelo al llegar a la puerta del cuarto de baño. Da un paso por encima Juanjo del Salazar de cúbito supino, una posición casi gimnástica, una movición casi gimnástica de los dos. Entra en el baño, tapa con el tapón el desagüe de la bañera: suena el agua montañosa, híbrida de frescura y morbo sacro: le desnudan entre los dos. Salazar se deja, se hace el monigote. ¿Está tan borracho como parece, o más borracho aún, o menos? El agua helada lo dirá si mucho o poco o nada. Juanjo por los hombros, una vez desnudo, le pone en pie, le mete al baño, se estremece Salazar, el Miguel dice:
—¡Que se va a congelar, Juanjo, ¿no ves?, según está cocido!
—¡Que se joda! —dice Juanjo, que no sabe lo que dice, poseso como está de su propia verdad humilladora, remembrante, agilizada por las micro torturas precedentes.
—¡Amoorrr de mi vida, Juanjín! —borbotea ya en el agua, cayéndole la ducha encima de la cara, Salazar. Pretende incorporarse en la bañera, pero Juanjo le sujeta y se lo impide:
—¡Refréscate primero, luego hablamos, maricón!
El Miguel se ha sentado en la tapa del retrete, ha encendido un pitillo el pobre Miguel, un Fortuna, y fuma pensativo, está asustado en parte, en parte excitadísimo: ¡este Juanjo es la hostia!
El Miguel acaba su pitillo. Echa la colilla taza abajo, hace correr el agua. Siente frío, hay una sensación de humedad en el baño consecuencia del fuerte chorro de la ducha y también de los pataleos agónicos de Salazar, le han parecido eso un poco, al Miguel, como si fuera a palmarla allí el bujarra:
—¡Déjale ya, joder! —ha exclamado Miguel.
—¡Hasta que se despeje bien del todo no, ya falta poco! —ha precisado Juanjo, que durante todo el tiempo del pitillo del Miguel y aún más tiempo ahora, tiempo de otro pitillo más o de otros dos, habla a Salazar muy dulcemente—: ¿Estás mejor? ¿Más despejado? —pregunta Juanjo a su víctima, que, en efecto, está helado, tirita, y no parece ya nada bebido—. ¡Ahora te vamos a sacar entre los dos, mi vida. ¡Miguel, ayúdame!
En realidad Salazar no necesita ayuda ahora, sólo un poco para incorporarse en la bañera. Al tratar de ayudar los dos, se estorban mutuamente.
—¡Déjame, ya puedo solo yo! —dice Salazar.
Están los dos chicos calados de agua. Juanjo tira de una toalla de baño blanca, de felpa, que recubre a Salazar entero, la cabeza también. Así, cubierto, le empuja Juanjo fuera del baño hacia la sala.
—¡Joder, estoy calado de agua! —dice el Miguel.
—¡Sécate, hay toallas por ahí, busca en mi cuarto ropa seca, si quieres! —dice Juanjo.
Salazar, envuelto en la toalla, se ha dirigido a su butaca habitual, donde se ha sentado. Ahora contempla perplejo a Juanjo: tiene una expresión rara, los labios entreabiertos, es difícil saber si sonríe o balbucea algo. Lo más notable es que al estar sentado, y Juanjo frente a él de pie, la posición de la cara de Salazar, los ojos muy abiertos dan la impresión de suplicar algo, implorar. Están ahora los dos solos. Hay un aura de inverosimilitud en la estancia. Da diente con diente Salazar. ¿Qué va a pasar ahora?
—Verás, estamos entre amigos, te voy a ser sincero: estoy teniendo muchos gastos, ¿sabes?, que si traerte al Miguel, que si la gasolina de la moto, que si mandarle a Sonia, a mi mujer, te acordarás de Sonia, ¿no?, y de mi hija también, tú no la conoces, pero es una niña muy salada... Son todo gastos, sin ingresos. Habiendo lo que hay entre tú y yo, que es mucho y muy profundo, ¡no irás ahora a negarlo!, he pensado que ya esta misma noche, mientras tú aquí te secas y te aseas un poco, y, bueno, te lo haces con el Miguel, a placer, lo que te venga en gana, yo me bajo en un momento al banco y saco algo del cajero, hasta el tope que tú tengas, que será, no sé, ¿dos mil? Dos mil, ¡qué menos! De tope máximo en la oro ¿podrá ser cuánto?, ¿cinco mil?, ¿quizá el millón, seis mil euros?, lo que haga falta. Las tarjetas tuyas ya las tengo, la Mastercard y la Visa Oro, ésas ya las tengo, te las cogí de la cartera hace un rato. Lo que no tengo, oyes, es el número secreto. Tendrás, supongo, el mismo para las dos tarjetas. El mismo tendría yo para no tener que estar reteniendo tanto numerillo todo el rato, entre el pin y el puk del móvil por un lado, más luego los teléfonos, son la tira de dígitos, lo son. Y bueno, si tienes dos tarjetas y, un suponer, el mismo número, pues cuatro más encima, mucho dígito en conjunto... ¡A ver!, ¡dime tu número secreto!...
—¡Pero, Juanjo, por Dios, ¿cómo haces eso?! —ha exclamado Salazar, como alguien que despierta de pronto con la voz pastosa en la desabrida mala luz entrecruzada con la surreal luminotecnia del inmediato mal sueño.
—¿Cómo hago qué? —Juanjo sonríe, ahora es de verdad bellísimo, luciente, veinte años representa quizá, alto y apuesto, como en las añoranzas, nimbado por el terso dulzor de la crueldad, la blanca, la idea más clara y más distinta de todas: la inequívoca.
—Te largas sin decirme nada, me dejas tirado, te hago un regalo bueno, la moto que querías, estábamos tan contentos los dos esa mañana, te largas, me tienes aquí sin saber nada, te presentas aquí cuando tú quieres. Vale, lo siento haberme pasado con el whisky... ¿A qué viene ahora todo esto de las tarjetas? ¿Esto qué es?
—Bueno, pues esto es esto. Esto son lentejas, como dice mi madre. Porque yo tengo madre, ¿sabes tú? Y la quiero yo a mi madre, y tengo una esposa y una hija, y las quiero. ¿Sabías que yo tengo una madre? No sólo Durán tenía una madre. Sólo que la mía es muy pobre, pero eso aparte. ¿Me has preguntado alguna vez quién soy, qué hago, qué ilusiones tengo, qué proyectos? Antes que tú me degradaras, yo era, ¡entérate!, profesor de educación física y gimnasia y entrenador de varias cosas. A ti te trajo todo al fresco. Bueno, por no hablar del Miguel, que aquí llega.
Entra el Miguel con unos pantalones cortos y una camiseta que ha pillado en el armario de Juanjo. Va descalzo, en realidad hace calor. Busca un vaso, se sirve un poco de whisky y enciende otro Fortuna.
—¿Esto a qué viene, Juanjo? Mira... —Salazar se incorpora con cierta dificultad en su sillón, recogiéndose la toalla alrededor de la cintura—. Mira, voy a ponerme algo de ropa encima, me estoy quedando frío, ahora hablamos de todo.
—¡Ah, no, no te vas a poner ropa ninguna! ¡Ni de coña! Tienes la piel fina, un cuerpo elegante, según sabes, no musculado, así que se te notan los pellejos, la imperfección es bella, la personalidad que os dan a los bujarras viejos las arrugas. Llegaste a preguntarme si me gustabas tú a mí. ¿Lo oyes, Miguel? Me preguntaba, a mí, si me gustaba él, si se la mamaría al hijoputa. ¿Lo oyes? Como te lo cuento. Y encima ahora se cree que es todo gratis, ¿sabes, Miguel? ¿Sabes qué ha pasado mientras tú te cambiabas? Pues ha pasado que le he pedido algo de guita, y, bueno, ¡cómo se me ha puesto la marica roñosa, la agarrada, la puta garrapata! Dime, Javier Salazar, ¿tú crees ahora, has creído alguna vez, ahora o antes, que era gratis todo esto, yo y el Miguel y todo lo demás, gratis total?
—Hombre, Juanjo, estás siendo muy injusto. Yo te he tratado bien, lo mejor que he podido. Siempre te he tratado bien. Lo único que digo es que choca, me duele, me jode ahora que de repente ahora salgas con el número secreto y las tarjetas, me hables como me hablas. Que me insultes me duele. Creo que me he portado bien contigo, Juanjo, de verdad.
—¿He oído bien? ¿Has dicho que te jode? ¿Verdad, Miguel, que he oído bien? Esa es una palabra fuerte, no has dicho que lo sientes o que te extraña... Has dicho que te jode. ¡Más me jodes tú a mí y me aguanto! ¡Y más te va a joder, bastante más! ¡Esto es un palo que te estamos dando, tío!
—¿Pero por qué, Juanjo, por qué?
—¡Pero cómo que por qué! Para empezar, te voy a dar yo unos poquitos de porqués. Porque este chico, Miguel, para empezar, es un menor. ¿Te habías fijado en eso? O sea, o empiezas por la guita o llamo a la madera por teléfono y aquí te cogen con las manos en la puta masa.
—¡Pero por qué! Esto a qué viene, Juanjo.
—¿Te acuerdas que me reprochaste a mí montármelo con Durán que era un menor?, pues tú te lo has montado con un menor también, y mucho peor, con vicio, nosotros no, pero tú sí, con vicio.
La escena, ahora, se repliega sobre sí, como una desplegada mariposa que —contra natura, nunca mejor dicho— se replegara hacia su oruga primigenia. Así, ahora, estos tres personajes, uno de los cuales es un adolescente aún (y que es, por cierto, el que parece estar más asustado: el Miguel lleva un rato ya sintiéndose incómodo, con gana de irse. De hecho acaba de murmurar algo como: Juanjo, tío, déjale, vámonos ya!).
Pero Juanjo ahora no oye nada, retrocede, se repliega, se interioriza, allá a lo lejos: en los sucesivos, caedizos atardeceres y ayeres, su pasado, hay un Juanjo inocente, maltratado por la vida, degradado por el puto Salazar, injuriado por los profesores del curso de entrenadores que no le comprendieron, maltratado por todos los sexagenarios chupapollas de Madrid, amado sólo por sí mismo, y también en la infinita distancia que reflota ahora como una gran medusa transparente, una aguamala reflotada, advenida a la conciencia instantánea: de la misma manera que una gran medusa próxima a la playa, a merced del oleaje pequeño, súbito, como si tarareara, se aleja y se acerca peligrosamente a punto de embarrancar en la húmeda arena inerte, así los malos tratos y las humillaciones que Juanjo sufrió o creyó sufrir o vio sufrir, en las películas incluso, que ahora van y vienen: así, Sonia misma le desfavorablemente comparó con Valdano, le desatendió porque no le tomó en serio y atendió a su hija. Todo se ha vuelto transparente, lúcido, nítido, agresivo: en el interior de Juanjo explota una conciencia afilada expresamente ahora para dañar, sajar y disociar y olvidar. Y ante sí tiene esta conciencia el objeto intencional perfecto: Javier Salazar, que no entiende la situación y que además se niega, por lo que parece, a facilitarle a Juanjo el número secreto, la guita indispensable: Juanjo tiene toda la razón: cuanto más contempla al Salazar baboso, semidesnudo, semienvuelto en su toalla húmeda, más seguro está de la razón que tiene Juanjo. ¿Cómo puede negarle a él, Salazar ahora, esta humilde satisfacción económica, esta mínima confianza de facilitarle el número secreto de la puta Visa Oro y de la Mastercard? Tanto le subleva esta idea de pronto, que le pega una patada en las costillas a Salazar, una patada fuerte: Salazar aúlla, el Miguel pega un grito ahora:
—¡Joder, tío, déjale!
Estos gritos y aullidos retumban en la oquedad de la conciencia de Juanjo y enloquecen lo poco que le queda de razón: se sazona de desvarío la conciencia razonable para volverse conciencia irrazonable, trillo que muele el mundo, extendido al sol de agosto en las eras, brasa que quema el mundo encendido en pipas y en pitillos, canutos, braseros, incendios forestales: la patada ha sido tan fuerte que Salazar se tumba sujetándose el costado sobre el lado izquierdo. Juanjo se le viene encima y levanta el pie para aplastarle la cabeza. El Miguel le agarra por los brazos. ¡Esto es la que seca del todo la paciencia escasa de Juanjo! De un empujón echa hacia atrás al Miguel y le pega a Salazar una patada, un pisotón en la cabeza, la oreja emborronarle quiere ahora. Salazar sangra por la nariz o por la boca. La sangre aterra a Salazar ahora, que grita, los gritos son terribles, retumban dentro de Juanjo como palos que le dieran a él y no que él diera: palos contra palos, la justicia titánica se pone de su parte: Juanjo tiene toda la razón. Se pone de rodillas junto a Salazar:
—Dame tu número secreto —dice Juanjo.
—7871
—¿Es el mismo para las dos tarjetas?
—Sí.
Juanjo se incorpora:
—¡Vámonos, Miguel! —dice. Pero justo antes de alcanzar la puerta de la sala se vuelve hacia el Salazar, que sigue ahí tumbado, ensangrentado, y le dice—: ¡Ojo con lo que haces ahora, porque yo voy a volver, como se te ocurra dar parte al banco por teléfono, vuelvo y te mato a palos!
—No voy a decir nada —musita Salazar sin apenas moverse.
Salen los dos. Salazar se incorpora un poco. Ahora es otra vez el Salazar anterior a Juanjo y a Durán: el elegante editor jubilado, dueño de sí mismo y de su destino, que nunca se dejó avasallar, que bebía con moderación y que se burló de sus amantes, los que tuvo, que tampoco fueron tantos, autárquico, libre y frío, el adolescente que causó la muerte del adolescente Mansilla con su crudeza y su desamor. Como un borbotón de sangre, de pronto vuelve Carlitos Mansilla a su memoria, pobre Carlitos Mansilla, la humillación, la burla, el palo indigno. Se quita la toalla y dando tumbos va a la pequeña habitación contigua, donde tiene parte de su biblioteca, que tiene un balcón que se abre a la calle, está abierto el balcón, hay un taburete en el balcón que usa Salazar para poner macetas. Ahora está libre. Apoya en ese taburete una rodilla y se asoma, saca medio cuerpo balcón afuera: abajo Juanjo pone en marcha la Yamaha, el Miguel sentado atrás. Salazar pega un grito ¡¡Juanjo!! Se abalanza al parapeto del balcón con tanta fuerza que el balcón le llega por debajo de la cintura y Salazar, cabeza abajo, quiere desaparecer. Y cae cinco pisos de golpe contra el asfalto dulce de la noche rizomática. Una vecina en un mirador de enfrente, en camisón, ha visto a Salazar, ha oído su grito, ha gritado a su vez, llama a la policía.