Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
El recuerdo de Joaquín mortificaba a Allende a diario. Esto merece ser reseñado: que la mortificación (el arrepentimiento) no cesara ni siquiera cuando, al cabo de dos años, tras el accidentado año de idas y venidas, de reiniciaciones y rupturas, Joaquín por fin encontró un compañero estable. Allende se alegró de todo corazón. No se permitió la menor broma o la más mínima ironía. El nuevo chico de Joaquín era muy agradable, aficionado al fútbol, era hincha del Madrid, era, sobre todo, un chico tranquilo. En la fase inicial de esa pareja, al haber quedado finalmente Allende y Joaquín como buenos amigos, hubo un momento, unos meses, en que Allende pensó que tenía que ser especialmente cuidadoso: no sólo tenía que sortear las frecuentes llamadas telefónicas de Joaquín para discutir su nuevo novio, sino también (con el consiguiente peligro de que se le escapara alguna guasa) tenía que procurar no mostrarse demasiado entusiasmado por la feliz solución: Allende no se sentía posesivo con respecto a Joaquín, no sentía celos de su nuevo compañero, pero a veces sentía cierta urgencia de que aquellas consultas cesaran: deseaba que Joaquín, de una vez por todas, se sintiera seguro con su nuevo chico que —felizmente— vivió con gran ingenuidad toda esta fase preliminar. Era un chico forzudo, de buen diente, le encantaban la televisión y los ordenadores, y los teléfonos móviles y los GPS, y tenía un cochecillo comprado con un crédito. Lo único que con discreción procuró Allende inculcar a su ex novio fue lo que Allende consideraba que había sido una parte involuntaria de la ruptura entre ellos dos: el carácter un poco agobiante del bondadoso Joaquín. Tienes que dosificar el cuidado, las atenciones, las comidas. Esto de la alimentación sorprendía mucho a Joaquín (que le sorprendiera era, a ojos de Allende, una muestra inconfundible de su noble ingenuidad). ¡Las comidas las hago yo porque soy el que sé!, había contestado Joaquín. Tú no sabías y Pipe tampoco. Era evidente que en el mundo intencional de Joaquín el modelo de pareja eran sus padres: su madre, Simona, que allá en Solórzano seguía enviando a la pareja sobaos y morcillas los meses de matanza. Claro está que una vez que se reciben en una casa una ristra de morcillas, un buen hijo, un buen amante, las tiene que guisar. Y entonces comienza ya la cadena de cocidos madrileños, cocidos de alubias, pinchos de morcilla, en una palabra, todo el ritual gastronómico que para Joaquín era sinónimo de la felicidad conyugal. Ahora que Allende no tenía que almorzar copiosamente todos los fines de semana, y que había conseguido adelgazar un poco (Emilia no guisaba mal pero guisaba ligero, muy en la línea verde de las ensaladas y el pescado al horno) contemplaba con benevolencia las preparaciones culinarias de Joaquín que, de alguna manera, formaban parte esencial de su idea de la vida feliz. Que Allende no hubiera sido capaz de apreciar esto formaba parte de su remordimiento: que la alegría de los guisos bien guisados y de sentarse a comer a la mesa con buen apetito no se le hubiera contagiado a él mismo le parecía parte de su escandalosa violencia. Decía entre sí: Soy un mal homosexual, soy homófobo sin reconocerlo. Soy incapaz de reconocer el buen amor cuando me lo regalan. Por otra parte, había en la textura maternal de los cuidados que Joaquín prodigaba a sus parejas un punto rígido, casi desafiante, una especie de solapada declaración de principios: la felicidad es mi casa materna: ése es el paradigma de la buena vida, de la estabilidad y del amor de las parejas. Era imposible negar esto. Allende también pensaba algo así cuando, considerada la cuestión homosexual (en general o en sí mismo), llegaba a ese punto, tan de actualidad, en que es preciso afirmar la normalidad de las relaciones homosexuales. En la variedad está el gusto, solía decir Joaquín. Y cada vez que lo decía, acometía a Allende una visión rosa y sepia de Solórzano, la casita paterna, con los geranios en la solana. La solana con dos canarios en su jaula. El olor admirable, sin duda, de los guisos a la hora de comer. Las largas sobremesas con el telediario de TVE—, las cabezadas paternas, la hacendosidad materna, el boldo y el poleo menta. Quizá, teniendo en cuenta las excepcionales inclinaciones eróticas del hijo, una infusión de escaramujo con hibiscus los días de gran gala. La posterior merienda, con un espacio de hora y media para dar un paseo por Solórzano, la paz del hogar. Allende reconocía que era imposible censurar nada de esto: sólo resultaba inefablemente cómico a ratos. El bien es un almuerzo en familia. Allende se daba cuenta de que lo que él mismo rechazaba en estas estampas no era tanto el bienestar o la buena comida (cosas que Allende disfrutaba como el que más) sino la inmersión deliberada en la normalización burguesa. ¿Era la homosexualidad compatible con esta vita beata? Lo que es evidentemente incompatible con esto es una idea de la homosexualidad inspirada en Gide, Wilde, Proust, Verlaine y Rimbaud, Luis Cernuda, Whitman, García Lorca, E. M. Forster o Gore Vidal, por no hablar de Tennessee Williams o Truman Capote o Auden o Christopher Isherwood. La lista interminable de homosexualidades no caseras se extendía hacia atrás hasta Teognis de Mégara y Sócrates y Platón y, hacia adelante, a toda la variopinta serie de homosexuales de nuestros días cuyos perfiles han quedado expuestos en la reciente colección de Joan Martínez, con un prólogo de Álvaro Pombo, de la Real Academia Española. Es curioso que en esta última antología homosexuales característicamente rebeldes y no caseros, como Luis Antonio de Villena, compartan mesa y mantel con parejas más o menos anónimas, profesionales de distintas ramas, éstos caseros, éstos sí, nominalmente al menos. Por no hablar —argumentaba Allende para su capote— del caso eminente de homosexual jurídico-político que encarnan Pedro Zerolo y su cónyuge. En todos estos casos, la contraposición entre casero y no casero, pareja normalizada y pareja excepcional, pareja fija y pareja móvil, o multipareja, resulta muy visible. Allende pensaba todas esas cosas a medida que veía que la relación de Joaquín y Pipe se afianzaba con una homosexualidad normalizada, casera, conyugal, y que su propia vida tomaba cada vez más claramente la figura del hombre soltero.
En casa de Emilia se sentía Allende a gusto. Nunca Emilia se confundió con Allende, siempre le reconoció como un estupendo compañero de trabajo y desde muy temprano reconoció en él a un homosexual. Precisamente porque era homosexual y porque tenía condiciones para hacer una vida tranquila, ordenada y laboriosa, Emilia se apoyó durante algunos años en Allende para la educación de Paula. Aparte de asesor psicológico, Allende tenía verdadero talento para la enseñanza. Fue un ingenioso profesor de ciencias y letras para Paula. Lograba despertar la curiosidad de la chiquilla y atinaba a enganchar los estudios crecientemente más complicados del bachillerato con los acontecimientos de la vida diaria. La formación de Allende, que era humanística en lo fundamental, incluía, sin embargo, una dosis considerable de buena divulgación científica. Viajaron los tres juntos, leyeron enciclopedias y libros de historia y libros de arte. Paula tomaba, igual que su madre, a Allende como una especie de hermano o tío materno sin grandes preguntas, engastado o metamorfoseado en la latitud y profundidad bienhumorada del hogar de Emilia. Cuando Allende se encontró con Durán, a través de Salazar, había dejado la casa de Emilia y vivía en un piso cercano. Ahora, la casa de Emilia, con una Paula de dieciocho años a punto de entrar en la universidad, con un Allende a punto de enamorarse de Durán y una Emilia más bienhumorada y vigorosa que nunca, resultaba un excepcional campo experimental.
¿Qué es lo que cree Allende que va a ocurrir ahora en casa de Emilia? ¿Qué es lo que en el fondo confía en que le suceda a Ramón Durán? Por de pronto, la acumulada emoción de acudir a Marbella y pasar con Durán una semana, sumada a la presencia de Durán en su casa, sumada a la sincera solicitud que Allende siente por el chico, sumada a la ascética separación del chico, que supone que ahora, solo en su piso, Allende no piensa más que en Durán todo el tiempo. Una vocecita babosa le dice: «Estás, hijo, enamorado. Si tienes ganas de estar con él, de mirarle, de tocarle, de hablar con él. Pues si eso es estar enamorado, pues lo estás.» Paco Allende reconoce ahora la voz de su conciencia menor, su vocecita marica, clueca, chueca: está enamoradito porque está deseosito de tocarle el pito al Ramón Durán. Allende sabe que tiene que pensar contra sí mismo y sentir contra sí mismo en todo esto. De lo contrario su homosexualidad se volverá clueca, chueca, babosa, empollapollas: o manda a la mierda a su conciencia babosa, o nada de cuanto ha querido ser a lo largo de su vida vale nada. Sus enternecimientos con Durán tienen que ser mortificados y negados si han de valer algo al final. Si los homosexuales —se dice— no somos capaces de aceptar en todo su poder la seriedad de lo negativo, más vale que sigamos cluecos, chuecos, como llevamos más de dos mil años en Occidente. ¿Qué otra cosa puedo querer con este chico? No lo sé —responde Allende ahora mismo—. ¿Cómo voy a educar a nadie, y menos a Durán, si yo mismo tampoco estoy seguro de lo que yo quiero hacer conmigo mismo, hacer con él?
Yo le dije: Hazte cuenta de que me he muerto. Me llamó maricón, me llamó lo que quieras, todo. Que me iba a llevar a los tribunales, que si era un mal padre. Y yo le dije: Te pongas como te pongas me da igual. Ni me importas tú, ni mi hija ni nada. Ni Málaga ni hostias. Aquí me quedo y aquí estoy bien.
—¡Ea! Lo que se dice cortar por lo sano —comenta con un punto de ironía Salazar.
—¿Cómo que por lo sano? La mandé a la mierda, así de claro.
—¿Y se fue?
—¿No nos oíste?
—Yo no, desde luego.
—¡Si dio un portazo de la hostia!
Es la tarde del día siguiente a la visita de Sonia, hace ya calor para estar en la terraza entre las dos y las siete de la tarde. Han encendido incluso el aire acondicionado. La penumbra poética del verano en la fresca sala de Salazar nimba el rostro moreno, el cuerpo bien vestido, último grito metrosexual, de Juanjo Garnacho.
—Francamente, Juanjo, creí que ibais a entenderos. Incluso creí, sinceramente, que querría quedarse Sonia aquí contigo.
La agradable voz de Salazar se alarga con una tonalidad burdeos, como una seda italiana de una corbata de rica textura cromática, con un predominio del burdeos, del granate, una lejana voz azul irónica tras las veladuras de este atardecer.
—No la conoces. Parece una mosquita muerta. Conmigo ya no le vale. Quería arrastrarme a lo de antes otra vez: a la puta Málaga y a la hija y al colegio. Que se vaya sola.
—¿Y se lo has dicho así de claro?
—Uy, y más claro. Tuviste que oírnos. Acabamos a gritos.
A Salazar le está divirtiendo mucho todo esto: este Juanjo encanallado es obra suya. La violencia de Juanjo aún es tiernamente canalla en las horas eróticas de la pareja. Todavía falta el Fermín, el chaval. Guerreros y polveras, la pederastía de la nieve, la grasa consistente... Salazar se siente erotizado otra vez, como de joven. Y realmente siente casi ternura, casi una blanda querencia benevolente, casi paternal, fraternal, por este delicioso Juanjo Garnacho encanallado.
No todo, sin embargo, han sido portazos y gritos. Juanjo es un narrador vulgar y ha contado lo ocurrido esa noche del modo que él cree más melodramático e interesante y que resulta ser el más tedioso. Salazar sabe de sobra que Juanjo es un mal narrador. El gran narrador de este dúo es Salazar y no Juanjo. Pero Salazar necesita el material sin desbastar, la bronca obvia. ¡Sí, Sonia, además de la torpe parodia de lo ocurrido que Juanjo ofrece, ha estado a la altura de las circunstancias conyugales! ¡No, no todo han sido portazos! Salazar sabe que, de hecho, no ha habido tales portazos: no ha oído esos portazos: ha oído, ya de madrugada, los cuchicheos de los dos, despidiéndose a media voz en el hall. El oído de tísico de Salazar se afina, insomne, de noche. Cazador furtivo de su delicioso gamo Juanjo. Sonia, pues, ha estado bien en parte, porque ha dicho a Juanjo, verbalmente, corporalmente, las dulces cosas que las buenas chicas dicen a sus maridos y a sus novios en los difíciles momentos de la vida. Ha sabido Sonia rebajar el encrespado tono inicial. De hecho, apenas se ha encrespado Sonia: Yo me hago cargo, cielo, que ésta es una mala fase que estás pasando, un mal momento lo tiene cualquiera. Sé que todo esto pasará. Ésta es mi vida, dirás ahora, pero luego después dirás: Ésta no es mi vida, nunca lo fue. Vamos, como yo digo, en una barca, como si fuéramos los dos en una barca, los dos y la niña, que sé yo que la quieres, no la has olvidado, río abajo, río abajo pedregoso. Los rápidos y las cascadas, que esa peli, te acordarás, la vimos juntos. Siempre tendrás un sitio en esta barca. Tú, yo y la niña. Estaremos los tres, y las aguas, mi amor, volverán a su cauce, siempre vuelven. Yo entiendo, Juanjo, que lo del curso fue para ti una gran desilusión, yo lo entiendo. Sé lo importante que era para ti. Y que por eso, para compensar, te has puesto a chulear al viejo este...
Este monólogo reproduce en líneas generales lo que Sonia dijo la pasada noche. Estuvo dulce, conyugal, razonable, pero estuvo, sobre todo, incrédula en punto a la mariconería ambiente del cuarto de Juanjo. A su manera, Juanjo la admiró. Le pareció por un instante una mujer valiente y lista, capaz de ver el haz y el envés de los problemas y de leerle el corazón: Sé que estás pasando un mal momento, Juanjo. Eso lo sé y por eso estoy aquí. Con mil variaciones, esta frase fue el estribillo de la noche. Juanjo mismo se vio esa noche fielmente reflejado en la conyugalidad benevolente de la instantánea que trazaba Sonia. ¿A que tú no eres maricón?, preguntó, exclamó, Sonia en un momento dado. Y Juanjo dijo: Esa pregunta, Sonia, viniendo de ti no es de recibo. ¿A mí me ves marica, Sonia, tú? No sé lo que Salazar te habrá contado. Que, por cierto, ¿qué crees que pasó, entre Durán y yo? Porque parece ser que aquí has venido con los teléfonos o la dirección, o no sé qué, que te dio Ramón Durán. Todo eso más vale que lo olvides. Durán sí que es maricón, es medio tía, y estaba por mí, ésa es la verdad, ya en el colegio. No te lo conté entonces porque no merecía la pena, y además yo le ayudé lo que pude, a ver si me entiendes. Aquí con Salazar la cosa es muy distinta, Sonia. Yo he estado pasando un mal momento, es la verdad, o sea, estaba mal, y yo, Sonia, te agradezco que lo veas, o sea, tú, como lo has visto, que, te lo digo de verdad, no me hubiese extrañado que me hubiese suicidado, y este Salazar me echó un capote, eso es todo.