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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

Contra Natura (44 page)

BOOK: Contra Natura
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—¡Hala, vamos! Hay arriba un parque, lo llaman aquí de los bomberos. Ahí hay sitio para andar. Es lo que quieres, ¿no? Yo también quiero.

Caminan lentamente los dos. Da envidia verles juntos, caminando despacio, tan guapos. Es la hora apresurada del atardecer, entrará pronto la noche. Juanjo ha conseguido su propósito, a saber: ha conseguido que Durán se entregue dulcemente una vez más en sus manos, que Durán le desee como antes, al menos durante un rato. Pero Juanjo sabe que esto no es todo y ni siquiera lo más importante: era sólo la condición necesaria para re-seducir a Durán. Y lo que Salazar quiere, y lo quiere vehementemente, es ver todo esto: quiere verlo delante de él, quiere verlo sucediendo ante sus ojos en el cuarto de estar: verles besarse y masturbarse, gemir de gusto y de dolor. Salazar quiere esto hasta la extenuación de sí mismo. Juanjo lo sabe. Juanjo mismo no quiere ya hacer el amor con Durán en un parque solitario. Juanjo quiere lo que Salazar quiere ahora. Así que está dispuesto a fingir que se deja seducir por Durán. Fingir que Durán y él forman un circuito cerrado, para que, sin que apenas Durán se dé cuenta, arrancarle de Allende y de este estúpido vecindario de clase media de La Vaguada, donde hay demasiadas mujeres con niños y estudiantes de ambos sexos con chándals: demasiada cotidianidad, tedio e infinito aburrimiento. Los dos jóvenes caminan hacia el parque de bomberos. Una vez allí, Durán maniobra para meter a Juanjo en la parte cortada a pico que da a las canchas de baloncesto de un colegio vacío a estas horas, donde pueden resguardarse. Una vez allí, se arrodilla delante de su compañero y le abre la bragueta. Los dos están empalmados. Durán se mete toda la polla de Juanjo hasta la garganta. Desea ahogarse. Agarra con firmeza las fuertes nalgas de Juanjo con ambas manos. Comienza a mover rítmicamente la lengua alrededor de la polla cálida, viviente, de Juanjo. Entonces, de un fuerte tirón del pelo con ambas manos, Juanjo le arranca de la mamada:

—Déjame seguir, por favor —murmura Durán con voz ronca—. No puedo vivir sin ti, sin esto, déjame seguir.

Ahora están los dos de pie frente a frente. Se balancean las fuertes pollas de los dos —chanson d'amour—. Juanjo, manteniendo aún agarrado el pelo de Durán con la mano izquierda, junta con la mano derecha las dos pollas, que hablan solas, refrescadas por la nocturnidad, como labios anónimos.

—Vamos, tío, joder, Ramonín —susurra—. Vámonos de aquí, aquí no lo podemos hacer a gusto. ¡Qué hostia de sitio es éste! No hace falta que vayamos a casa de ninguno, podemos ir a un hotel, nos hace falta un coche, en un coche se puede follar de puta madre, te lo digo yo, con cristales tintados, echas los asientos pa'tras, huele a cuero, a naturaleza de la hostia, te corres ahí, campero, a base de bien.

—No tenemos coche. Ahora te quiero, te amo ahora, no me hagas dejarlo, no me hagas sufrir.

Durán se vuelve a arrodillar y Juanjo le levanta otra vez.

—Me tienes que prometer —susurra Juanjo— que haces las paces de una vez por todas con Salazar, ¿qué te cuesta?

El tono de voz, el cuerpo de Juanjo, el olor de Juanjo, incluso el fuerte tirón de pelo, el contacto desnudo de las pollas, la noche, los campos de baloncesto oscuros, la sensación de nocturnidad, el romanticismo canalla de la escena, la sensación de que Juanjo, a su manera burda, sin matices, aún le quiere. Incluso esa punzada de vanidad provocada por Juanjo al decirle que Salazar quiere y desea verle —y paradójicamente también lo contrario: la curiosa sensación de dureza, de rectitud, que la compañía de Allende le hace sentir (en esto, especialmente, ha meditado a su manera saltona Durán)—, todo ello junto, entrecruzado por la sensación intermitente de haber perdido de la noche a la mañana a su madre como quien pierde un periódico o cualquier objeto sin valor en una aglomeración, hace ahora que Durán, agobiado, pierda su tensión erótica, sustituya el deseo de acariciar a Juanjo por el deseo de hacer lo que Juanjo, al parecer, desea que Durán haga. Este deseo de complacer a Juanjo es fuerte, y ahora mismo le es indiferente a Durán que Juanjo hable en su propio nombre o en nombre de Salazar. Durán ha comprendido que, si quiere conservar a Juanjo, aunque sea a través de Salazar, tiene que acceder a lo que Juanjo le pide ahora:

—Dile a Salazar que mañana voy por allí. Voy por ti, que conste. Ahora me quiero ir.

—¿Entonces quedamos mañana, mañana seguro? No me falles.

—¡Tanto interés tienes en hacer lo que Salazar diga!

—Salazar es guay. Mira, me puede mantener. Yo ahora no tengo nada y tampoco sé qué quiero. Cuando estoy solo, no sé qué quiero. Con Salazar sé qué quiero. Esto es profundo, no vayas a creerte. Más profundo de lo que tú crees. No es todo follar, no es eso...

—La mayoría es eso.

—La mayoría, puede, pero todo no. Hay también mucha parte que es que sufre mucho, que quiere acordarse de cuando se lo hicieron, eso lo tiene ahí, cruzaos los cables. Me lo ha contado muchas veces, los dos mecánicos, el campo, el calor, el barbecho... Dice que le abrían el culo entre los dos, que le pusieron grasa consistente, dice. Se acuerda del grosor de los dedos y de la uña, que le raspaba, que le hizo sangre. Y a la vez le masturbaba uno y el otro le besaba, y él a ellos les mordía los pezones, el pecho, el guarro de la hostia. De dos en dos los dedos dice que le metían y él les mordía el cuello a lo mejor. Ahora quiere hacer lo mismo entre los tres, bueno..., si tú quieres.

—No. No quiero.

—Si no quieres, nada, no se hable más. Voy a llevarle uno que conozco, lo tuyo es distinto, lo nuestro es distinto, lo tuyo y lo mío es distinto. Este que yo conozco, este Fermín, dieciséis vendrá a tener y, o sea..., quiere. Vamos a hacérselo los dos.

—Si tiene dieciséis es un menor —comenta secamente Durán.

—¿Y qué? ¿Cuántos años tenías tú? Dieciséis. Y te gustó. ¿A que te gustó?

—No es lo mismo —dice Durán.

—¿Por qué no es lo mismo?

—Porque tú y yo éramos dos críos, y los dos queríamos. Yo estaba además enamorado de ti. Bueno, y tú también, supongo, de mí. Este que dices lo hará por dinero.

—Sí, pero le gusta. Salazar está muy bien. Es una persona educadísima, un perfecto caballero. Bueno, tú ya le conoces, ¿qué te voy a contar a ti? Tú le descubriste. No sé ahora qué te pasa, pero, la verdad, estás raro.

—Mi madre salía de un bar de copas de madrugada y un tío le rompió el cuello y le robó la pulsera y el reloj y el bolso... Ésa es una cosa que me pasa, también otras, pero ésa es la más importante. No sé si sabes que a mi madre la mató un tipo en Marbella.

—Lo sé, y te entiendo, ya sabes que yo te entiendo, pero tienes que hacer por olvidar, te gusta estar conmigo. Hace un rato estabas bien, pero ahora te vuelve a entrar lo que te entra.

Mientras hablaban han ido dejando el desmonte y han caminado lentamente hacia la parte inferior del parque en dirección a La Vaguada.

—Mira, le vas a decir a Salazar que mejor yo os llamo, pero no mañana. Déjame un par de días más que me instale y yo os llamo.

—Eso es que te quieres escaquear.

—No, no quiero, déjame un par de días. Yo os llamo.

La conversación termina aquí:

—¿Lo prometes? ¿Puedo decirle a Salazar que entonces lo prometes?

—Dentro de dos días yo os llamo.

37

Todavía Sonia se siente incómoda, en esta terraza de Salazar, al caer la tarde. Salazar toma un oporto y Sonia toma un thé citron que Salazar se ha empeñado en hacerle personalmente en su tetera inglesa. Sonia ha dejado enfriar el té. El último sorbo le ha sabido a medicina: un vomitivo. Lo suyo es el café con leche, no este té tan bien traído a cuento, tan bien contado todo por este hombre de tan buen ver, este Salazar inesperado, que toma a sorbitos su oporto y que sonríe a Sonia amistosamente desde un principio. ¡Quizá si no sonriera! —Sonia piensa confusamente—, si no fuera tan amable, tan educado, si no tuviera, para su edad, tan buen aspecto (se ha fijado Sonia en las manos de Salazar: tostadas, surcadas por venas muy azules, expresivas, de guante blanco, ha pensado Sonia mediante una incompleta asociación con la palabra ladrón que no ha, sin embargo, llegado a presentársele). Sonia se siente gorda, los pantalones le aprietan en las nalgas, y siente el sudor entre los pechos, se siente sucia, fea, ha venido en metro, ha salido por la salida que no era, ha recorrido dos veces un mismo andén. «¿Qué puedo ofrecerle? —ha preguntado Salazar nada más instalarla en la terraza—. Lo más refrescante con este calor es el té hirviendo, thé citron.» Ha olvidado Salazar adrede ponerle azúcar. ¿Se toma el té con azúcar o sin azúcar?, ha pensado Sonia. Por increíble que parezca, mientras se acomodaba Sonia, ha murmurado Salazar en inglés: Under certain circumstances there are few hours in life more agreeable than the hour dedicated to the... to the evening tea. Y huelga decir que este inglés de Salazar es un relleno, una morcilla del último instante escénico, una ocurrencia desconcertante, análoga a dar de pronto un golpe sobre la mesa o salir sin despedirse de una habitación. La finalidad de la frase es prolongar todo lo posible la incomodidad de Sonia, que lleva ya casi una hora con Salazar sin casi articular palabra. El incomprensible inglés es análogo al incomprensible té, a la incomprensible sensación de nobleza y dignidad que la figura de Salazar inspira, a los incomprensibles gritos de los vencejos circunvoladores, que en sus espirales y súbitos destellos parecen estar queriendo dar a entender algo, expresar algo, exclamar algo relativo a la situación de Sonia en el mundo, de esta Sonia sentada en su silla de teca, con la sensación de que es demasiado ajustado su jersey blanco y demasiado infantil, una niñería, su pulserita de oro con su brillantito lenticular. «La hacía a usted muchísimo mayor, Sonia. ¡Tanto me habla Juanjo de usted!» Estas dos frases han sido casi un estribillo. Sonia ha sonreído. No pensaba venir. Llamó por fin, después de darle muchas vueltas estos días, al teléfono que le dio Ramón Durán. La sorprendió tanto la amable y modulada voz de Salazar, que se paró en seco: ¿Con quién hablo? Quisiera hablar con Juanjo Garnacho. ¿De parte de quién? De parte de su mujer. Ah, Sonia, claro. Encantado de saludarla, Sonia...

Llevan una hora juntos. Salazar no tiene ningún plan específico, no está seguro de qué puede tener más gracia: presenciar el encuentro de Juanjo y Sonia en la terraza o contarle a Sonia lo de Juanjo sin que llegue a verle, o decirle a Juanjo, cuando llegue, que Sonia se ha pasado aquí la tarde, esperándole, y que han hecho buenas migas. El interés de esta última posibilidad consiste en que Juanjo no cree (se lo ha dicho más de una vez) que Salazar entienda a las mujeres. ¡Pero claro está que Salazar entiende a las mujeres! Y entiende, sobre todo, la impresión de pulcritud y de respeto que puede llegar a causar en ciertas mujeres, para las que conserva un como innato prestigio sacerdotal, incluso sin haber sido nunca sacerdote: como el prestigio de un alto confesor episcopal, vaticano. Hay en la estancia recargada, victoriana, de Salazar (que Sonia, al entrar, ha contemplado por un instante, admirada) un prestigio arzobispal también, de terciopelos burdeos y mostazas, un aire anglosajón, anglocatólico, High Church, que la pobre Sonia no percibe en su detalle, pero cuya presión difusa percibe ella también, como en su día Ramón Durán y el propio Juanjo. Se diría que el cuarto de estar de Salazar está pensado —aunque de hecho no sea cierto— como la reproducción exacta de habitaciones que Salazar visitó en algún tiempo y que, como un cangrejo ermitaño, ha retenido, probado, ocupado, desocupado, hasta dar finalmente con esta última gran caracola del living room de su tercera edad donde va a quedarse quizá hasta morir. Sonia perdió pie nada más entrar, porque venía dispuesta a liarse a tortas con su marido en una catarata de reproches: Nos tienes a tu hija y a mí abandonadas en Málaga, ¿te parece esto normal? Yo no lo veo normal... Contaba incluso con una posible presencia femenina en la línea violácea de las querindongas, una mujer de grandes pechos y sostenes, una propia puta hablando en plata. Pero nada más lejos de todo ese pimentón y condimento que esta distinguida casa de Salazar donde todo le recuerda a Sonia, sobre todo, el despacho de un gran notario en una notaría, un lugar donde se les supone a todos los presentes un preciso conocimiento de la estructura contractual y ganancial de las relaciones humanas y del mundo, con la conversación empedrada acaso de latines, un pars pro toto, un pro indiviso, un sine quae non, un ab intestato o, en su defecto, su poco de incomprensible inglés, o, sin duda, el precitado thé citron. Una hora, sin embargo, dura más de una hora para quien se siente tan incómodo como Sonia se ha sentido: al cabo, sin embargo, de esta dilatada hora psicosomática, se ha producido una curiosa sobresaturación: de pronto Sonia no se siente ya tan incómoda, sino impaciente y con gana de hablar y preguntar lo que ha venido a preguntar, lo que ha venido aquí a contar, a discutir, a defender: su propiedad, su marido, su derecho a decir lo que le venga en gana y encima cuatro frescas a quien se ponga por delante. Por eso, al cabo de una hora, Sonia, aprovechando una pausa larga y deliberadamente pespunteada por los líquidos, abruptos chillidos de los vencejos últimos del cielo, ha acabado diciendo:

—Pero vamos a ver, perdóneme. Juanjo, mi marido, ¿vive o no vive aquí? Es usted una persona tan amable, tan educada, que conoce, según me dice, tanto a Juanjo, que no sé, usted perdone, que a lo mejor esté a usted más molestándole que nada.

—¡Ah, pero claro!, claro que Juanjo vive aquí, ¿cómo no? Creí que había dejado bien claro esto desde el mismo principio. ¡Claro que Juanjo vive aquí!

—¿Pero cómo que vive aquí? ¿Tiene aquí una habitación, aquí alquilada?

—No, por favor. ¿Alquilada? No. Vive aquí como un amigo, somos muy buenos amigos. Vamos a ver, Sonia, ¿usted qué creía? ¿Qué esperaba aquí encontrarse?

—Esperaba encontrar a mi marido, hace meses que no sé nada de él.

Salazar finge asombrarse y dulcifica aún más su voz.

—Veo que no se ha terminado usted el té, ¿quiere alguna otra cosa? ¿Un oporto quizá? Cuénteme.

—He venido a buscar a mi marido, tenemos una hija que ahora está con mis padres. He venido a buscarle, porque ya está bien.

—Esto lo comprendo, desde luego que sí. Cómo no voy a comprenderlo. Ha venido a buscar a su marido, este Juanjo...

—Me he tenido que poner a trabajar. Antes nos arreglábamos con el sueldo de él. Él es monitor en un colegio, monitor de fútbol sala.

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