Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Paco Allende no salía de su asombro. Aquella Emilia que reconocía la permanencia de sus heridas, de sus desilusiones a lo largo de los años, que se había mantenido sin embargo sin rencor, que había criado a su hija y que acogía a Paco Allende, le pareció una mujer maravillosa. Estuvo a punto de decirle, en una de esas ocasiones: Emilia, eres estupenda y yo te amo, pero soy homosexual, pero te amo, pero soy homosexual, luego no podemos vivir como marido y mujer. Pero no se lo dijo porque le pareció que mencionar lo obvio en semejante situación rebajaba la grandeza y la simplicidad del tono que Emilia había empleado para hablar de sí misma. Sin embargo prometió ante sí mismo serle fiel a Emilia y estar a su altura y aprender de ella todo lo posible.
—Salgo un rato a estirar las piernas —acaba de decir Durán. Se encamina hacia la puerta de la sala, se vuelve hacia Emilia y Allende—. ¿Estarás aquí cuando vuelva, Paco? Sólo voy a dar una vuelta.
—Me quedo un rato todavía. Luego nos vemos.
Durán sale. Se oye cerrar la puerta de entrada. Emilia enciende uno de los Fortunas que tiene prohibidos y que se reparte entre los almuerzos y la última hora de la tarde: dos al día, tres al día. Se concentra en su pitillo. Allende tiene la impresión de que ir a buscar el pitillo, volver con él y encenderlo —un ritual de estos dos últimos años, pensado para acompasar el abandono del tabaco— sirve también esta tarde para rebajar un poco la tensión que Emilia sabe que produce últimamente en Allende cualquier movimiento de Durán. Emilia se da cuenta de que la atracción de Allende por el chico se ha acelerado desde el viaje a Marbella sin que ni Emilia ni el propio Allende puedan hacer nada para rebajarla. No lo han hablado, porque los dos lo sobreentienden y los dos detestan esta clase de confidencias que acaban siempre implicando complicidades fáciles.
—¿No es difícil fumar sólo un pitillo o dos, Emilia? ¿No sería más fácil no fumar ninguno?
—No sé. Yo me las arreglo así. Al principio lo dejé del todo, unos dos años, y ahora fumo esto poco. Me gusta fumar. Me sienta mal, pero me gusta fumar. Detesto la tos y detesto los ahogos. Por eso lo dejo. Detesto la dependencia. Por eso lo dejé hace dos años. Antes bajaba a buscar tabaco a medianoche si hacía falta. Ahora ni me acuerdo. Me he librado del tabaco, pero, vaya, me gusta fumar un par de pitillos. También me gusta este juego de ver hasta dónde llego, hasta dónde aguanto. La verdad es que disfruto el pitillo más que antes, pero noto la carraspera un poco.
—¿Y si de pronto empiezas a fumar otra vez?
—Entonces tendré que empezar a dejarlo otra vez. Me sienta muy mal. La tos. Odio la tos. Odio el ahogo. Si veo que me entran las ganas de fumar tres y cuatro, de comprar un paquete, ¡se acabó!
—¿Es como una prueba de fuerza?
—¡Buffi No es eso. Es... que me gusta fumar.
—Me parece que no voy a esperar a Ramón —dice Paco Allende levantándose—. Son ya las nueve.
—Espera que termine el pitillo y luego te vas.
Allende se sienta de nuevo. Los dos se miran y sonríen. Se entienden muy bien: no hace falta dar grandes explicaciones: lo sensato es que Allende no espere al chico. Lo sensato sería no tener la tentación de esperarle. Pero nadie puede impedir ser tentado por la tentación. Lo sensato es no caer en la tentación. Allende sabe que esta cadena de pequeñas razones no le llevará muy lejos. Pero también sabe que no tiene que ir muy lejos: sólo tiene que oponerse a sí mismo con tanto sentido del humor como sea capaz. No está en su mano no desear al chaval, pero está en su mano tomarlo con calma. Tiene que arriesgarse a perderle. Allende tiene que recordarse ahora el motivo último de estas pequeñas mortificaciones. Ramón Durán tiene que elegir por sí solo quedarse en casa, salir de casa, ver a Paco Allende o ver a Juanjo o ver a Salazar, estudiar o vaguear... En cualquier caso le parece preferible que lo que Durán tenga que hablar lo hable con Emilia. De hecho Allende sabe que ya ha hablado alguna vez con Emilia, incluso esta misma tarde. Emilia termina su pitillo, acompaña a Allende hasta la puerta de entrada.
Por las calles de la ciudad va mi amor / Poco importa dónde vaya en el tiempo dividido / Ya no es mi amor / cualquiera puede hablarle. Estas líneas de René Char retumban ahora en la cabeza de Allende. Ya es de noche. Ha cruzado la Avenida de la Ilustración en dirección al Barrio del Pilar. Ahí, los chavales jóvenes con los que se cruza, las parejas jóvenes hacia la caída de la tarde, le hacen sentir una intensa nostalgia que Allende, severamente, juzga negativa. Es la melancolía, siempre mala, que Emilia detesta. Apresura el paso, huele a hierba y las farolas color zanahoria le hacen sentirse como en una ciudad extranjera de pronto. Una ciudad los confines de cuyos barrios azulean al fondo, jalbegados y enramados por las siluetas crepusculares de los faunos, los dioses. Allende hubiera querido salir a la calle con Durán, bajar juntos en el ascensor, discutir un poco en el portal si dar un paseo largo o quedarse a tomar una cerveza en el centro comercial de La Vaguada. Por las calles de la ciudad va mi amor..., musita Allende. Y tiene razón Char: éste es el tiempo dividido de Allende: su tiempo es el tiempo dividido. Entre su tiempo y el tiempo de Ramón Durán no hay ahora conjunción posible. Quisiera saber dónde va, verle andar solo, aunque sea de lejos. Ojalá se acercara a mí por sorpresa. Ya no es mi amor, cualquiera puede hablarle. Paco Allende no puede esta anochecida detener por sí solo el curso angustioso de su nostalgia: Tengo sesenta y cinco años, he encalvecido, he perdido la forma, estoy gordito, y amo a un chaval maravilloso que ya no se acuerda de mí. Ya no se acuerda, murmura Allende. Mágicamente el poema de Char recubre todo el presente, toda la conciencia de Paco Allende: Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa dónde vaya en el tiempo dividido. Ya no es mi amor, cualquiera puede hablarle. Ya no se acuerda; ¿quién fue el que le amó y le ilumina de lejos para que no caiga?
Ramón Durán ha visto salir a Allende del portal de Emilia. Cuando dijo que iba a estirar las piernas, ésa fue verdaderamente su intención. La calle estival le ha perturbado: recuerda intensamente a Juanjo ahora: las caricias del colegio, las duchas, y también se acuerda de la casa de Salazar. ¿Estarán ellos dos ahí ahora? Deambula hacia la parada del autobús 133. Ese autobús le llevará directo a Ar güelles. Se presentará sin avisar. Quizá no estén. Emilia no le esperará. Paco Allende tampoco. ¿Por qué Paco Allende, si está por mí —que lo está— no hace nada por quedarse conmigo? ¿Por qué le deja Paco Allende sedoso y libre, en la noche urbana, en el tiempo dividido?
El 133 se desliza deprisa por la anochecida estival, benévola, va casi vacío. Desde el interior del autobús tiene Ramón Durán la sensación de hallarse encapsulado y atravesar velozmente un fluido rojoazul parpadeante, irresponsabilizador. La noche liberadora es un deslizamiento en superficie. Tiene la sensación de ser transportado —y ciertamente lo está siendo— hacia un destino gozoso, inquietante. ¿Cómo le recibirán? Ramón Durán aspira su inmediato futuro tan velozmente como Emilia consume sus dos cigarrillos diarios. Símbolos diminutos del placer perfecto: los cigarrillos desaparecen aspirados con la rapidez de los deseos satisfechos. No hay hiato alguno esta noche entre la realidad y el deseo. Por eso, Durán se encuentra en Moncloa casi sin darse cuenta. Se siente ligero, fuerte, bien vestido con su ligera ropa de marca. Siente, a la vez, un remordimiento no muy intenso y una sensación de libertad no muy intensa. El Ejército del Aire, que construyó Pichichi Gutiérrez-Soto como una reproducción en miniatura de las formas escurialenses, le sirve de pretexto para no dirigirse directamente a casa de Salazar. Se detiene a tomar una caña en el quiosco de la esquina del Paseo de Moret y baja después, Paseo de Moret abajo, con su fuerte olor a pinar. Ha descubierto Durán, en este tiempo que va desde la muerte de su madre hasta esta noche, que su vida ha cambiado mucho y que su vida, en su presente estado, no puede paladearse con claridad: se ha interpuesto, con su actitud bondadosa y ascética, Paco Allende y también la casa de Emilia y Paula, con sus rosquillas del santo y su ambiente alegre y realista. Y se interpone también, ahora mismo, el recuerdo de su madre y de la herencia de su madre: ahora es un chico más o menos rico. Se supone que decidirá a lo largo del verano, de todo este verano, lo que quiere estudiar, lo que va a hacer. Tiene veintiocho años, es muy joven. Soy muy joven, se dice Durán a sí mismo ahora, como quien murmura una jaculatoria. En este tiempo, que al fin y al cabo no pasa de un mes, se ha producido un refinamiento de la conciencia de Durán que oscila entre la ñoñería y la desvergüenza. Es muy joven, es muy guapo, es lo bastante rico como para plantearse a los veintiocho años dejar su pequeña mala vida pasada, los bares, y estudiar Informática o presentarse al ingreso del INEF o estudiar Fisioterapia, sólo ha perdido unos ocho años. Y ha perdido a su madre. Pero como si le protegiera un genio maligno y zumbón, un hada madrina regordeta como Emilia, un hado madrino regordete como Paco Allende, la pérdida de su madre se ha visto compensada por una nueva situación protectora, la casa de Emilia, la discreción enamorada de Paco Allende. Le gusta ser querido. Paco Allende tiene que quererle: Durán es consciente de la dulzura con que Paco Allende le habla o le amonesta o le anima a estudiar o le rehúye: es un cortejo tardío pero inconfundible. Si Allende fuera listo —se le ocurre esto a Ramón Durán mientras, lentamente, camina Paseo de Moret abajo— sacaría partido de este cortejarle con que le corteja y que Durán disfruta. Paco Allende le irrita un poco pero en el fondo le hace sonreír. Los marineros son las alas del amor, la sonrisa es la boca del puerto del amor. Ha sustituido una maternidad por otra: la maternidad de Chipri está recubierta, esta noche dulceacuícola, por una nueva maternidad importada: la maternidad de Allende. Es una zona clausurada, nutritiva, en cuyo seno el tiempo se contiene y se retrasa: mientras Chipri vivía, Durán podía ser camarero en los bares de Madrid, apegarse a la fácil vida de la casa de Salazar, correr por la Ciudad Universitaria y sentirse muy joven. Inmediatamente después de la muerte trágica de Chipri, Allende ha ocupado ese mismo lugar, ha aparecido un nuevo vientre, un nuevo lugar cálido, dotado de un signo femenino mediante la presencia de Emilia y Paula y, a mayores, ahora Durán dispone de una pequeña herencia. Puede planear con veintiocho una vida de estudiante que no quiso planear con dieciocho. Sin embargo, algo en la, en conjunto, austeridad erótica de Allende, algo, también, de la trágica muerte de su madre, y algo de la sobriedad alegre de Emilia, introduce un pico de remordimiento no reducible a este deslizarse placentero, Paseo de Moret abajo, hacia Salazar y Juanjo. De pronto, Durán recuerda a su madre en el Instituto Anatómico Forense, donde le hicieron la autopsia y cuyo cadáver amoratado tuvo que reconocer. Ese recuerdo es como un puntapié. Durán se siente ahora arrojado contra la imagen de su madre asesinada y contra su propia imagen horrorizada y perpleja. La vulgaridad de los comentarios que rodearon aquella muerte. El recuerdo de sus propias lágrimas se mezcla, a su vez, con la imagen de un Allende irreconocible en términos de Salazar o de Juanjo. De repente, Durán se acuerda de uno de sus primeros encuentros con Allende, allá en la Gran Vía, y de aquella extraña frase: Nosotros somos la providencia de Dios. Apenas sabemos nada de Dios, lo poco que sabemos lo descubrimos al convertirnos en los gestores de Dios: Durán no puede recordar esa conversación con claridad ahora. El recuerdo de su madre y el recuerdo de Allende, elididos ahora ante el portal de la casa de Salazar. Ya ha llamado al timbre. No hay respuesta. Vuelve a llamar al timbre, manteniendo el dedo en el botón. Tienen que estar arriba. Vuelve a pulsar por tercera vez. Descuelgan el teléfono del portero automático. La voz de Juanjo, bruscamente, retumba en la calle vacía.
—¿Quién es? ¿Qué pasa?
—Soy yo, Juanjo. Soy Ramón.
—¡Joder, tío! ¿Qué haces aquí?
—¡Me vas a abrir o no!
Le sorprende el silencio de Juanjo ahora. ¿Qué puede estar Juanjo pensando? ¿Qué puede estar pasando arriba? Es evidente para Ramón Durán que su reaparición no era esperada y que Juanjo no sabe bien qué hacer. Por eso, repite Durán:
—¡Me vas a abrir o no!
—Vale, sube.
Durán se contempla ahora en el espejo del ascensor. En ese reducto que lentamente asciende hasta el último piso de la casa, con su tenue iluminación, Durán trata de conjurar el súbito miedo que ha sentido al abrirse la puerta del portal y subir los escalones que le llevan al ascensor, contemplando su propia belleza. Pero la imagen que Durán contempla es móvil también como el ascensor mismo, es una imagen ascendente también que conjura el peligro supuesto (porque Durán tiene el hábito de contar con su propio encanto físico para salir con bien de situaciones comprometidas: así lo ha hecho en ocasiones anteriores) pero que a la vez llama al peligro, lo convoca (sea el que sea), porque Durán sabe en este instante preciso que casi todos los grandes peligros de su vida se han originado a partir de la vana contemplación absorta de su propia imagen (sirviendo de espejo a veces los espejos y a veces otros seres humanos, sobre todo estos últimos, desde que se instaló en Madrid). Para advertir cualquier verdad importante acerca de nosotros mismos, no hace falta mucho tiempo cronométrico: basta, quizá, un abrir y cerrar de ojos. Durán, en un abrir y cerrar de ojos, en el breve tránsito que le traslada desde el portal hasta el rellano del último piso del inmueble, es consciente de que su sensación de peligro en este momento, su incapacidad de conjurarlo por completo —como hacía de más joven—, procede de que ha utilizado con demasiada frecuencia desde que se vino a Madrid el espejo codicioso de los ojos ajenos para sentirse hermoso y deseado. Estos ojos deseantes, como raíces, se le han injertado en su figura. Ya su figura no es suya del todo: está irisada, entrecruzada por las miradas que la vieron y la codiciaron y que ya se han borrado: fantasmales miradas impermanentes, debilitantes, que han succionado, irreales, gran parte de la sobria realidad del reflejado chico fuerte y guapo que fue Durán de joven y que aún es. Por eso, cuando el ascensor se detiene en el último piso y Durán abre la puerta del ascensor y empuja la segunda puerta de metal que da al rellano, desea que nadie esté esperándole y que aún la puerta de la casa de Salazar esté cerrada y que tenga todavía que llamar al timbre, quizá un par de veces, y tenga que esperar ante la puerta y oír los pasos de quien vaya a abrirle: retrasar todo lo posible la aparición del peligro inminente que la contemplación de su imagen en el espejo, enramada por las briznas irreales de quienes le miraron y le olvidaron en estos últimos años, ha dejado en su conciencia retráctil. Juanjo abre la puerta justo en ese instante.