Contra Natura (12 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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—Tú sabes que yo no siento la más mínima curiosidad por nada. Lo más que siento es interés personal por ti. Pero no curiosidad. En el tiempo que llevamos juntos has podido comprobarlo tú mismo. ¿A que sí?

—Sí —responde Durán. —Entonces háblame de este amigo nuevo.

—Era mi entrenador de futbito en Málaga.

Durán no tiene freno ya. Ahora el deseo de narrar su historia se une a la energía vibratoria del tercer gin fizz. El afecto le llena el corazón, le hace amar a Javier Salazar, contarlo todo.

Dentro de unos meses Durán se preguntará cómo pudo confiar tanto en Salazar aquella tarde. Confusamente, Durán ha creído percibir en estas invitaciones de Salazar al Ritz un impulso amoroso disimulado, guasón, pero auténtico. Por eso —y no sólo por el gin fizz o fascinado por el Ritz—, Ramón Durán se ha sentido impulsado a la confidencia. Esta situación, estas invitaciones, hacen sentir a Ramón Durán que Salazar no se avergüenza de él, que le hace partícipe de su importancia, que está contento con su compañía aunque no exprese gran cosa y que se merece la confidencia que ahora está haciéndole. Lo notable es el veloz tránsito en la conciencia de Durán de la desconfianza a la repentina confianza. Y esta repentina confianza tiene una estructura narrativa: no es sólo un sentimiento amplificante, una cálida atención a su compañero: es más que eso: es una positiva necesidad de ser amado por su compañero, de ser escuchado e interpretado y ajustado verbalmente por Javier Salazar. Hay en esto mucho de nostalgia, pero una nostalgia que no es el deseo de regresar a una situación previamente disfrutada: nunca, ni siquiera con Juanjo, ni siquiera con su madre, disfrutó Durán de una situación de apertura tal que, conocerse y ser conocido, amar y ser amado, proteger y ser protegido, leído e interpretado sin daño alguno, se cumpliese en la realidad. La nostalgia de Durán es una nostalgia absoluta: un mundo de camaradería y comprensión. De pronto, en la figura elegante de Salazar, descubre Durán al camarada imaginario, al Juanjo de todos los Juanjos —por absurda que suene la frase—, al ser de todos los seres, al alma de todas las almas. Y sin darse cuenta confunde deseo y realidad. No sabe que para el propio Cernuda no hubo nunca, en última instancia, realidad paradisíaca alguna, sólo hubo ensoñación: Bien sé yo que esta imagen /fija siempre en la mente / no eres tú sino sombra / del amor que en mí existe. Al fin y al cabo —reflexiona Durán esa tarde en el Ritz—, ¿quién acompaña a Salazar? ¿Con quién quiere Salazar estar? ¿A quién trae al Ritz? A mí. No hay ninguna otra persona. Luego me quiere a mí, aunque no lo parezca a veces. Luego es digno de esta confidencia. Y aunque a veces, con lo de Allende, con lo de Juanjo al principio, ha temido Durán que Salazar quisiese maliciosamente intervenir en la relación, ahora, de pronto, eso está olvidado: una gran emoción, cálida y redonda, como el atardecer de un día soleado, ha sustituido a la desconfianza: ahora Durán está persuadido de que Salazar le quiere, sólo que, por haber sufrido mucho en la vida, no está en condiciones de expresar a Salazar todo su afecto: por eso es seco y aparentemente reservado. Está a la defensiva porque tiene miedo de que le hieran, piensa Durán. Por eso, de golpe, le cuenta todo lo de Juanjo.

Salazar ha permanecido inmóvil durante todo el relato. Es de noche en el jardín y en las terrazas del Ritz. Salazar sugiere regresar a casa. Durán siente un ligero mareo esplendoroso, una fiebre gozosa, una intensa sensación de agilidad, de ligereza, de fraternidad. El portero del Ritz detiene un taxi para ellos dos. Salazar acaricia con su pierna izquierda la pierna derecha de Durán. No se atreve Durán a preguntarle qué le ha parecido su relato. Todo lo que Salazar ha comentado al final de ese relato ha sido: «¿Entonces dices que este chico, este Juanjo, está ahora en Madrid? ¿No es eso?» Al responder Durán afirmativamente, Salazar ha permanecido un buen rato en silencio y luego ha dicho: «¿No crees que deberíamos convidarle un día a almorzar? Una pasión tan como esa que tú cuentas se merece al menos un almuerzo en condiciones, ¿no crees? Me encantaría conocer a Juanjo.» «¿De verdad?», ha musitado Durán. «Claro que sí.»

Esto ha sido todo. Durán esa noche apenas ha dormido, ha acabado tumbado en el sofá del salón no sabiendo qué pensar o qué decir, viendo Crónicas marcianas. A la mañana siguiente, Salazar no ha hecho la menor referencia a Juanjo. Juanjo y Durán se encuentran por la tarde. Juanjo se niega a ver a Salazar. Monta un gran escándalo. Reprocha a Durán que haya revelado su secreto. Primero se endurece, luego llora, luego quiere que Durán se la chupe, luego quiere y no quiere ser masturbado. Así les dan las nueve de la noche. A esa hora Durán está agotado. Esta sensación de agotamiento cada día es más pronunciada. Repentinamente, poco antes de despedirse, Juanjo declara que le encantará conocer a Salazar. Durán está agotado. Y como consecuencia de ese agotamiento asiente pero no se compromete con ninguna fecha precisa. Sabe, además, que Salazar tiene un carácter cambiante y que puede cambiar de un día para otro con violencia una invitación si no se encuentra en el estado de ánimo adecuado. Ramón Durán ha ido observando estas cosas en silencio. El carácter reservado de Salazar le confunde mucho, pero a la vez le intriga. Forma parte de su interés por el personaje. La invitación de Juanjo queda en suspenso, todo con Salazar queda en suspenso. ¿Es esto parte de su encanto?, se pregunta Ramón Durán. Sin duda es parte de su encanto: lo reservado y lo suspendido y lo diabólico-kierkegaardiano, ¿no se entrecruzan entre sí estos tres conceptos maravillosamente? Durán no sabe contestar a esta última pregunta.

El domingo que siguió a la Boda Real, y sobre todo el lunes, llovió tantísimo que Salazar se quedó en casa sentado todo el día en la butaca, con la puerta-ventana de la terraza abierta, viendo caer la lluvia sobre las macetas y rebotar en la mesa de metacrilato. Sobre la visera de fibra de vidrio verde rebotaba el agua apasionadamente. Durán y Salazar no han vuelto a mencionar, ninguno de los dos, nada referente a la conversación del Ritz. Esto inquieta a Durán. Tanto como le ha inquietado en otras ocasiones esa misma actitud reservada y pensativa de Salazar. La reserva cohíbe a Durán y le conduce a pensar una y otra vez acerca de lo sucedido en el Ritz: le hubiera gustado poder hablar todo llanamente con Salazar. Pero Salazar parece haber olvidado a Juanjo y al propio Durán: es un estado de ánimo que Durán asocia con la lluvia. La lluvia es poética también para Durán, la lluvia es maravillosa: interviene en su vida, modifica sus rutas de corredor. Las mañanas que ha llovido se respira intensamente el aire del mundo, el dios-mundo entra con la fresca humedad en los pulmones y los llena de alegría verdeante como las cunetas de la primavera. Así que estos días de lluvia oscila Durán entre dos estados de ánimo: uno pensativo, casi murriático, en paralelo con Salazar, y otro respiratorio y exaltado, a imitación de la exaltación primaveral de la lluvia. Pero esto no entra a formar parte de su vida cotidiana en el sentido de que no acierta Durán a comunicárselo a Salazar ni a Juanjo. Ahora Juanjo le pregunta todos los días por Salazar y Durán no sabe qué contarle. Así que miente y le dice que Salazar está de viaje. Teme Durán que aquel sorprendente olvido de Salazar acabe deprimiendo a Juanjo más aún de lo que ya estaba. Parece que casi cualquier cosa puede deprimirle. Durán siente cansancio intenso con Juanjo ahora, de aquí que imagine una y otra vez con alivio el encuentro de Salazar y Juanjo. A estas alturas sus temores a la intervención maliciosa de Salazar se han disipado y ha llegado a convencerse de que sólo bienes vendrán de ese encuentro. Imagina —contra su sentido de la realidad y el mal efecto que Juanjo le produce ahora— que, una vez que Juanjo se vea aceptado por una persona como Salazar, volverá a ser el Juanjo de Málaga. En realidad Durán desea el bien de Juanjo casi a cualquier precio, e imagina una situación beneficiosa para su antiguo amigo, sin entrar en detalles, con un fondo de desesperación que él mismo no entiende bien del todo.

13

Todavía la noche es, para Juanjo, un experimento inconcluso. Aún es diurno Juanjo Garnacho. En Málaga la noche era embriagadora también —más incluso que en Madrid—, pero apareció siempre acotada por los horarios de la casa paterna primero, por las costumbres, por los horarios profesionales después de los colegios, dictados a su vez por la edad de los alumnos, todos los cuales, allá en Málaga, incluso hoy en día, se levantan temprano y se acuestan lo mismo. Acotada, por último, por los horarios de la vida matrimonial. La noche le parecía una referencia obscena, y le admiró saber que una novela que no había leído y cuyo autor no recordaba, se titulaba El obsceno pájaro de la noche. Eran tres ideas entrecruzadas: la nocturnidad, la obscenidad y el aleteo de pájaros insomnes, entre murciélagos-vampiros y, de alguna manera, cisnes-serpientes, la obscenidad emplumada de los lugares nocturnos, de las horas nocturnas. Ni siquiera había sentido en Málaga la tentación de curiosear por los alrededores de la estación, o en el parque, o mucho menos en los bares que conocía de oídas, o en la playa anochecida. Málaga es una ciudad pequeña, con espacios muy bien acotados, como todas las ciudades pequeñas: cualquier incursión por los cotos vedados —salvo quizá los fines de curso con los alumnos mayores por los bares de copas, y dentro de un ambiente todavía escolar— corría el riesgo de ser descubierta y comentada. Alrededor de la casa de sus padres o de los barrios de los demás profesores del colegio o los bedeles, alrededor de su propio bloque de viviendas conyugal, se abrían cientos de ojos cálidos y ávidos que todo lo registraban, lo enumeraban y lo repetían después de palabra. En Málaga, todo lo que hace todo el mundo, por secreto o discreto que sea, se sabe de inmediato. Juanjo Garnacho se tenía además en aquel entonces por heterosexual, y lo ocurrido a lo largo de aquellos dos cursos con Ramón Durán eran, en su opinión, debilidades propias de un picha brava que se había complacido sólo en lo que Durán tenía de femenino. Una de las reflexiones más satisfactorias de aquel tiempo era que Durán tenía esa necesidad obsesiva por la ternura y las caricias propia de las mujeres. Así que, darle por el culo o las mamadas y las masturbaciones de los dos, quedaban reducidas, en la mentalidad de Juanjo, a desahogos propios de la edad, nada serio o digno de tenerse en cuenta.

Esto tenía Madrid que compensaba a Juanjo todos los otros defectos, todas las demás dificultades y asperezas y frustraciones: esto tenía Madrid, sobre todo de noche, a partir los inviernos de las seis o las siete de la tarde, a partir las primaveras y los veranos de las ocho, las nueve o las diez de la noche. Esto tenía Madrid, que era un experimento inacabado, con un mecanismo iterativo que quizá venía de la calidez de la luz solar en todas las estaciones o quizá del aire fino que no apaga un candil y que, en Chueca, no obstante la estrechez de las calles, el guarreo de papeleras y vasos abandonados y la sucesión de baretos insignificantes, se convertía en una respiratoria libertad, en opinión de Juanjo Garnacho. Comenzó a frecuentar Chueca en compañía de Ramón Durán, que conocía bien el barrio. Se sentaban los dos en la Plaza de Chueca y Juanjo se sentía al principio cohibido y pendenciero: expuesto también, quizá, pero sin gracia. Todo el mundo por allí parecía estar de paso, ser bollera o maricón. Ambas palabras se le venían a la boca en Chueca a Juanjo Garnacho, y las empleaba para calificar en voz baja, al oído de Durán, a la gente que pasaba. Durán detestaba esas expresiones y se lo dijo, y Juanjo dijo: «Eso es lo que son. Les llamo lo que son. Yo digo las verdades.» Y Durán se quedaba pensando: Seguro que se queda pensando que él dice las verdades, no como yo, que no las digo. Y entiende por decir verdades llamarnos a todos nosotros y a sí mismo bollera y maricón, ¡pobre Juanjo!

Todo tenía que suceder aquel curso. Todo, pues, tenía que ser obtenido de golpe. Todo tenía que ser instantáneo. De no ser instantáneo, no sería del todo, algo le faltaría, todo lo esencial le faltaría al todo de no ser instantáneo. Este absurdo no se le iba a Juanjo Garnacho de la cabeza. Tenía origen en el dato biográfico —éste indiscutible— de que, al final del Curso de Entrenador Nacional de Fútbol, Nivel III, todo habría concluido: Madrid era el experimento inconcluso que iba a quedar automáticamente concluso a finales de junio. El caso era que la conclusión del curso y de Madrid como experimento total no sería lo mismo si aprobaba el curso que si lo suspendía: si lo aprobaba, lo inconcluso de Madrid quedaba sin embargo a salvo como un bien a disfrutar más tarde, como un premio. Si suspendía, la inconclusión de Madrid se duplicaba como se duplican los castigos. Tendría que irse de Madrid y no podría volver. Y todo esto era confuso y zumbón, y los conceptos mismos de experimento y de Madrid eran zumbones y salvajes durante todo el día hasta llegar la noche, que los dulcificaba: el anochecer dulcificaba el mundo y lo volvía obsceno, y lo volvía codiciable. Y Juanjo mismo se arreglaba un poco y se volvía codiciable las noches que salía solo y libre a respirar el aire libre de Chueca y de los bares: bajar al basamento rectangular sombrío de Priscilla, la reina del Why Not.

Todo esto no tenía entidad, no tenía cuerpo, no tenía significación, no tenía lugar, no tenía tiempo. Todo esto no tenía, en la conciencia de Juanjo, realidad alguna. Sucedía: y, por lo tanto, en cuanto proceso velocísimo, en cuanto disonancia y discontinuidad, en cuanto instantánea, tenía a la vez todo lo que acababa de negársele. Por eso podía Juanjo salir del curso de entrenador y de las conversaciones telefónicas nocturnas con Sonia, y de los fines de semana apalancado ante el televisor en el piso compartido con otros dos o tres compañeros del curso también (que luego contaba a Durán con un aire ufano y cínico a la vez), y entrar en Chueca y regresar de nuevo al piso sin dejar, en apariencia, rastro alguno de sí mismo. Al no dejar, creía Juanjo, huella alguna, al no quedar constancia, podía ir y venir de un mundo a otro, sobre todo al principio, con una intensa sensación de libertad. De hecho, la sensación de libertad aumentaba en la medida en que ambos mundos, Chueca y el piso compartido, eran opuestos entre sí. Lo del piso era un plan de sábados y domingos que abarcaba también gran parte de los viernes: era el plan macho con los del piso, deportistas también y aspirantes a entrenadores, que incluía un elemento de deliberado deterioro: Juanjo había llegado, en lo que llevaba de curso, a esperar con deleite la llegada de los fines de semana, con Durán ocupado en los bares de copas, para confraternizar con los colegas del piso y renovar su hombría. Comentaban lo buenas que estaban las del Gran Hermano y se sentían hombres solos, guarros y jocundos, que sólo se levantan del sofá a abrirse una cerveza o a mear, o por turnos abrir la puerta, cuando El chino veloz llama a la puerta, o el pringao del Pizza Hut, que les traen pizzas calientes con todo lo que quepa encima y rollos de primavera y cerdo agridulce con caña de bambú y bandejitas de papel de aluminio con grandes raciones de arroz tres delicias. Porque es parte de ser aspirante a entrenador, macho y guapo, ir en chándal y pedir comida y cena los sábados y los domingos por teléfono. Lo esencial de esta fratría, sin embargo, es el precocinado deterioro, la decadencia minimal para condimentar por igual todos los platos y todas las almas: esto es lo que al cabo de un año realmente añora y más desea paladear Juanjo Garnacho los fines de semana: lo llama el aprendizaje de la decepción: una idea que Juanjo cree que se le ha ocurrido a él solo, con ocasión de sus experiencias madrileñas, y que atesora como un collar de perlas imitadas de una heroína cutrelux. Y Juanjo, esas tardes de los fines de semana, se imagina a sí mismo con un taparrabos amarillo con estampado marrón de mariposas y, debajo justo del ombligo —perfectamente musculado el bajo vientre—, un sol redondo sepia y rosa. Juanjo no puede no sentirse guapo, modelo de un suplemento extra bañadores, chico Zero, moda cálida, neotech para el deporte de verano. Todo esto no tiene realidad pero sin embargo está en marcha, es virtual, como ligar por Internet: toda la gracia reside en la pantalla, donde se alinean las palabras y las sugerencias y las frases hechas recortadas, como una promesa de felicidad, como un viaje.

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