Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Juanjo Garnacho se vino a Madrid por cabezonería, por apartarse de Sonia, por no oírla. El encuentro con Ramón Durán tuvo lugar bien avanzado el Curso de Entrenador Nacional de Fútbol, Nivel III, ya a mediados de abril. Juanjo había ya tenido tiempo, en los seis primeros meses, de darse cuenta de que Madrid podía con él: era humillante. Y, formulado así (que es como el propio Juanjo solía formularlo: de tal manera que Madrid funcionaba como una abreviatura de todo lo que en su cabeza fluía y refluía demasiado deprisa y demasiado entremezclado para poder referirse a ello eficazmente), no era ni siquiera verdadero. Lo que humillaba a Juanjo era una combinación de dificultades objetivas —comunes a casi todos los «chicos de provincias», como se decía antiguamente, que vienen a estudiar o a examinarse en Madrid, y se sienten desplazados— unidas a unas inesperadas dificultades académicas: Juanjo creyó que con su experiencia de entrenador de futbito en el colegio malagueño, con su título de entrenador regional nivel II, y su bachillerato terminado, iba a tener más que de sobra. Estaba convencido, al planificarlo todo aún en Málaga, de que muy pocos compañeros suyos tendrían su experiencia o sus calificaciones. También estaba seguro de que sería uno de los mayores del curso: se equivocó por completo: el curso incluía a gente diez años mayor que él, entrenadores de fama regional que Juanjo ya había conocido pero que no creyó que desearían hacer también el curso nacional: había incluso estudiantes con carreras terminadas, de derecho algunos, y fisioterapeutas titulados y enfermeras y enfermeros titulados: gente con labia y con estilo, que se manejaba bien en Internet y que convocaba incluso huelgas por la red, en Zaragoza y otros sitios. Juanjo escribía a máquina con dos dedos, y aunque su ortografía no era del todo mala, su mecanografía era lenta, y los apuntes que tomaba a mano en clase no eran siempre del todo comprensibles para él mismo al releerlos por las tardes. De pronto, al regresar a Málaga unos días por navidades, se sintió extranjero e inepto, como si en Madrid se hablase una lengua extranjera que chapurreara Juanjo mal. Y había dificultades menores, imperceptibles en el momento de la planificación, que Juanjo reconocía ahora dotadas de una gran viveza, alfileres estúpidos de un ego repentinamente confuso: Juanjo había perdido la costumbre de estudiar. Nunca fue un estudiante de primera, pero hizo un bachillerato decente. Había adquirido cierta costumbre de preparar exámenes, tomar apuntes y rehacerlos al llegar a casa por las tardes. Incluso, a causa de su profesión de entrenador, había llegado a sentirse Juanjo Garnacho, en los tiempos de Ramón Durán, casi un intelectual, al estilo un poco de Valdano, cuya habla, dubitativa un poco, aparte lo porteño, imitaba Juanjo cuando tenía que explicar por qué dejaba en el banquillo a un jugador de futbito en vez de a otro, o por qué ponía de defensa a un delantero. Le gustaba a Juanjo organizar en pequeño concentraciones y solía asegurar —si no en televisión como Valdano, sí en corros de amistades o familiares de los chicos— que los concentraba porque jugadores que siempre hacen lo mismo sin romper la rutina repiten siempre lo mismo también en las canchas y así pierden los partidos. Así que Juanjo y Valdano tenían en común estas costumbres para curarse en salud de las monotonías de las prácticas deportivas. Y todo esto tuvo su floración, su gran momento, su verdad indiscutida, en los dos torneos interescolares consecutivos que ganaron con Ramón Durán de delantero centro. Ramón Durán era explosivo entonces, algo más alto que los demás chavales, regateaba y chutaba velocísimamente. En un principio Juanjo se limitó a elogiarle desmesurada aunque justificadamente: Ramón tenía dieciséis años durante el primer torneo: aquellos elogios le encendían la cara, le remontaban el corazón: «Ya verás cuando des el salto al fútbol grande... Entonces quizás te olvidarás de mí. Pero no importa. Yo me contentaré viendo tus éxitos. Tenlo por seguro.» Eran tonterías, exageraciones, piropos, verdades también, puesto que el chico se esforzaba en jugar lo mejor posible, se entrenaba mucho y se cuidaba mucho, era maravilloso verle jugar y era maravilloso también verle desnudo en la cola de la ducha, con una toalla atada a la cintura. Juanjo pasaba la mayor parte del día entrenando a los chicos del colegio. Al terminar se reunía con la selección malagueña para entrenarlos hasta las nueve o las diez de la noche. Era cada vez más dulce que Ramón le acompañara a la salida (se retrasaba Durán siempre con algún pretexto en el vestuario). Cuando ganaron en mayo la copa del primer torneo, al volver en el autobús, Durán y Juanjo venían sentados juntos en los asientos traseros: sentía la presión de la pierna izquierda de Durán contra su pierna derecha. Los demás dormitaban o cantaban y Juanjo vio cómo Durán le miraba con los ojos encendidos. Eran signos inconfundibles. Juanjo se sintió halagado y sexualmente excitado. Era natural verse todos los días. Una tarde, a última hora, Durán entró en el despacho que Juanjo tenía en el colegio. Juanjo se puso de pie: el silencio del colegio vacío a esas horas era un campo secreto, un refugio secreto, un laberinto secreto, un abrevadero cálido y fresco. Ninguno de los dos dijo nada. Ramón Durán, que era de la misma altura que Juanjo, le acarició el rostro con las dos manos, le besó torpemente en los labios, Juanjo se dejó besar y le devolvió un beso largo y habilidoso de hombre casado. Y eso se repitió día tras día, con una separación de un mes durante las vacaciones de verano en el pueblo de los padres de Sonia. Y luego se repitió todo de nuevo, deliciosamente, en el segundo torneo, el siguiente curso: la posesión toda a un tiempo de una vitalidad deliciosa, interminable. Pero Juanjo se asustó cuando un día escuchó un comentario al bedel: en su garita estaban solos el bedel y Juanjo, y el bedel dijo sin venir a cuento: «Estos, los chicos, están salidos hoy en día. Con tal de follar les da lo mismo carne que pescao. Pero bueno, eso mejor lo sabe usted que yo.» Fueron estas frases u otras parecidas las que inquietaron de pronto a Juanjo haciéndole sentirse vigilado. El chico es, además, menor, pensó. ¿No había el bedel mencionado esto también de los menores, lo de la minoría de edad de todos ellos, que se habían perdido hoy en día los principios y sólo querían sexo ya desde muy jóvenes? Fuese como fuese, Juanjo sintió terror, y ahí empezó —sin dejar de desear las relaciones carnales con Ramón Durán— a decir cosas como aquello de que Ramón era su debilidad, que tanto molestó a Durán. Entonces tenían diecisiete y veintisiete.
En Madrid Juanjo se sintió solo. Liberarse de Sonia no fue gran cosa, salvo los primeros días. Las incomodidades de vivir en Madrid de pensión —más adelante compartiría piso con otros del curso— le hicieron añorar su piso de Málaga con Sonia. Sonia trabajaba todo el día y no era cargante, no lo había sido hasta que Juanjo tomó la decisión de ir a Madrid: sólo cuando se quedó sola con las amigas anti-Juanjo se volvió Sonia cargante y desconfiada. Lo curioso es que esa desconfianza no procedía de la sexualidad, no eran celos: eran más bien recelos administrativos: Sonia no confiaba en la capacidad de Juanjo para arreglárselas solo en Madrid y aprobar además el cursillo: estaba persuadida de que Juanjo, sin ella, no se cambiaría de ropa interior, iría sucio y sin afeitar, engordaría, y sería incapaz de aprobar el cursillo. Esta desconfianza no había surgido en Málaga: en Málaga Sonia estaba silenciosamente a cargo de todo: administraba la familia, la casa, el sueldo de Juanjo, le tenía aseado y bien comido, le tenía incluso «satisfecho como marido y como hombre», en palabras de la propia Sonia que no acababan de entenderse bien del todo. En realidad Sonia sintió que su capacidad administrativa y gestora se perdería al no tener al primer recipiendario de esas habilidades a mano. Sonia se sintió de más, sola en Málaga. Y concibió un resentimiento pequeño, como un herpes labial, que aparecía y desaparecía con el estrés: en el caso particular de Sonia, el resentimiento, su resentimiento vírico, aparecía con cada llamada telefónica y desaparecía, aunque cada vez menos deprisa, al colgar el teléfono. Y, como cada vez se le iba el resentimiento con menos facilidad, tenía Sonia que deshacerse de aquel regusto telefoneando a las amigas para contarles cómo Juanjo era un cabezón. Y las amigas, que habían padecido en el pasado el noviazgo aquel en carne propia y que habían envidiado entonces la relación con aquel novio guapo y deportista, ahora tiraban a matar: Juanjo engordando y gastando más dinero del debido era un regocijante objeto de la malevolencia femenina. Juanjo, por supuesto, no le contó a Sonia que se había encontrado con Ramón Durán. La verdad es que, entre octubre y abril, Juanjo supo siempre que un buen día se toparía con Ramón en Madrid y que nunca le contaría nada a Sonia. Es más: Juanjo tenía decidido liarse con Ramón Durán si se encontraba con él en Madrid. Y aunque no sabía dónde paraba ni deseaba preguntarlo expresamente —a la madre de Durán, por ejemplo—, deseaba no saberlo para sentir la excitación de no saberlo: contaba con encontrarse con él, como así fue.
En casa de Salazar las cosas iban mal, ¿o iban bien? Salazar contenía el aliento como quien, escondido detrás de un biombo, observa imperfectamente una escena fascinante. Contener el aliento equivalía, para Salazar, a contenerse, aún más que de costumbre, para poder ver sin ser visto, oír sin ser oído, y, sobre todo, seguir siendo una conciencia, una subjetividad, un para-sí, que se ha petrificado y que contiene la respiración, los latidos del corazón, casi las constantes vitales y las constantes mentales: su cinismo, su mala baba, la negatividad toda entera que Javier Salazar había alcanzado, como un logro, con los años y que ahora parecía recorrida, como por grietas, por la desazón y por la curiosidad e incluso por una cierta versión abstracta de los celos que quizá fuese envidia, que era resentimiento en gran medida, pero sólo a medias consciente: un agrietamiento de toda la antes tersa y pulida superficie de su negatividad emocional, ahora sofocada y contenida como contiene la respiración uno que se esconde detrás de una cortina, para ver, con dificultad, una escena que sucede ante él o en el cuarto contiguo: una escena tras cuya contemplación nada volverá a ser lo mismo. Y la escena que contempla Salazar es la escena que aún no ha contemplado: son sus suposiciones acerca de todo lo que sucede: nada sabe a ciencia cierta, sólo lo sospecha. Lo poco que de verdad ha visto se reduce, a estas alturas, al encuentro de Allende y Durán en el Templo de Debod. Llamar clandestino o secreto a ese encuentro resultaría excesivo para cualquier otro: cualquier otro en su sano juicio, habiendo descubierto por casualidad que dos amigos se ven sin él saberlo, se limitaría a declarar, sencillamente, ante alguno de los dos o ante los dos: «El otro día os vi juntos en el Templo de Debod.» De no haber Salazar desde un principio antepuesto a ese descubrimiento su interpretación como entrevista secreta o a sus espaldas, nada tendría Salazar que observar ahora oculto tras el biombo o tras una cortina. Salazar es el biombo detrás del cual se oculta Salazar para observar lo que sucede ante Salazar, que, por cierto, sólo sucede en el modo del secreto y a sus espaldas, pero a la vez ante sí, ante Salazar, como ante un notario miope, porque Salazar así lo ha deseado. Nietzsche tiene razón, al menos a este nivel de psicología-ficción en que encontramos a Salazar ahora: No hay hechos en sí. Es necesario comenzar siempre por introducir un sentido para que pueda haber un hecho. Y el sentido que Salazar ha introducido en su relación con Ramón Durán es, curiosamente, lo menos propio de Durán: la doblez. Ramón Durán es un chico de una pieza, sus secretos, tanto en lo referente a Allende como a Juanjo, son sólo reservas circunstanciales por un miedo —muy básico y muy poco racionalizado— a la reacción inquisitiva, y quizá lesiva, de Salazar: nada hay que Durán no esté dispuesto a contar en principio acerca de sí mismo: de hecho el temor a hablar con Salazar de Juanjo y Allende perturba a Ramón Durán: le está volviendo retraído y un poco hosco, cosa que él no es por naturaleza. Es, sin embargo, esta hosquedad periférica lo que Salazar percibe como ocultación profunda y deliberada de algo que por su naturaleza es oscuro y dañino para Salazar: una vez tomada esta decisión acerca del sentido de la hosquedad y retraimiento superficiales de Durán, todo encajará a la perfección. De momento Salazar no ha descubierto lo de Juanjo, pero sí ha notado —una vez más a consecuencia de la tensión que provoca el tímido encubrimiento al que Durán somete su propia vida— que Durán se ofrece con menos gusto a las caricias y juegos de última hora de la tarde que preceden al irse los dos a la cama. Conviene indicar que la sexualidad de esta pareja ha ido, a lo largo de estos meses de convivencia, volviéndose cada vez más de vainilla: es vanilla sex: son caricias, son besos, que evitan la penetración anal, de la que Salazar detesta ser objeto pasivo y en la que no podría ser sujeto activo por sus dificultades de erección. La vainilla amorosa permite a Salazar comportarse como espectador: le gusta ver correrse al chico y le gusta acariciarle mientras se corre, y le gusta a Salazar correrse después, preferiblemente a solas, ni siquiera le gusta que Durán le masturbe. En realidad Salazar está padeciendo estos meses molestias eróticas de las que en los últimos años se había liberado. Y la presencia tan vivaz y sensual de Durán le ha vuelto a traer a la cabeza, pero no a sus órganos genitales ni a su deseo de placer, la memoria del placer: el placer se ha vuelto para Salazar un abstracto emocional, un esquematismo placentero, psíquico, como una metáfora posperceptiva de la percepción física actual. Pero sucede que, como consecuencia del encuentro con Juanjo, Durán está ahora menos dispuesto a entregarse a esta sexualidad de vainilla: ahora Durán ve a Juanjo casi todos los días. Y Juanjo le obliga —ésta es la expresión adecuada—, obliga a un anhelante Durán poseído por el deseo de agradar y sintiendo gran ansiedad por el deseo de agradar —aunque en realidad ya Juanjo no le agrada—, le fuerza a acompañarle y a realizar prácticas antiguas de los dos, mamadas, masturbaciones mutuas que resultan agradables, pero al final insuficientes: casi siempre rememoraciones de una ternura desaparecida. ¿Qué está pasando entre estos dos? Juanjo no se lava mucho, huele a sudor, ha engordado un poco, es todavía un chico físicamente poderoso que, si fuera a pasar la velada al Cooper, tendría todavía un mosconeo de tíos a su alrededor: en las saunas, en los baños turcos, en los cuartos oscuros, en todos los lugares donde Juanjo es visto pero no habla, es aún el chico deseable que era en Málaga. Pero en el cuarto del piso que comparte con otros dos compañeros del curso de entrenadores, ahí sí que hablan: el hablar somnoliento, cada vez más lo empapa todo como una sustancia pegajosa, arenosa. En ese hablar Juanjo se tiende como sobre una cama deshecha o mal hecha, que simplemente se cubre un poco con la colcha por la mañana y que acaba teniendo el olor y la forma del cuerpo de quien en ella yace. El habla que habla Juanjo es como una blanda cama, es como un colchón blando sobre cuya forma dejada de un día para otro se tiende monótonamente. Son vueltas y vueltas en las cuales Ramón Durán va, poco a poco, cambiando de sentido y casi de género: Ramón es cada vez más Sonia, la mujer-hermana, la mujer-madre, la prohibitiva, la aguafiestas: Sonia, sin llegar a saberlo, creció al desaparecer Durán. Ésta es una ironía de la situación que Durán desconoce y de la cual el propio Juanjo sólo es consciente a medias: el crecimiento de Sonia fue también la reducción de Juanjo a un vulgar entrenador de futbito y de regional que ya no logra inspirar a su equipo, que comienza a perder partidos, nadie se lo explica, los entrenamientos flojean, los chicos protestan... Todo ello no puede ser incluido con precisión en una cadena de causas y efectos: será que los chicos se han cansado de Juanjo, o Juanjo de su empleo, o Sonia de Juanjo, o Juanjo de la vida matrimonial, o será que la vida matrimonial entre estos dos no da para más. Es imposible decidirlo de una vez por todas. Y quizá no haga falta. Sólo es cada día más evidente para un observador imparcial —caso de haberlo— que Durán va volviéndose, cada día que pasa, más Sonia. Juanjo casi no desea físicamente a Durán en particular. Aunque practican el erotismo acostumbrado, cada vez es más una práctica rutinaria y menos expresión de ternura o de deseos. El apego, sin embargo, que Juanjo siente por Durán es cada vez más definitivo: casi no puede pasar un día entero sin él, sin al menos llamarle por teléfono. Y, a su vez, Durán siente compasión. La compasión se le ha venido encima como un fardo: cuanto menos desea a Juanjo, cuanto más le enerva, más compasión siente y más sentimiento de culpabilidad envenenada.