Contra Natura (13 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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14

—Nosotros —declaró Paco Allende, titubeante, como quien se disculpa— nosotros somos la providencia de Dios. Estoy aquí para hacer lo que sin mí Dios no puede hacer.

Era una reunión improvisada. Se habían encontrado por casualidad en la Gran Vía. Los dos iban en la misma dirección —Allende a tomar el metro de Plaza de España y Durán volvía a casa de Salazar—. Durán le alcanzó poco antes de la boca del metro. Allende se había sentido muy incómodo de pronto. Procuró disimularlo. Pero era un sentimiento muy nítido, como quien de repente advierte que tiene una piedra en el zapato: era una sensación de agobio, con un punto de timidez. Acostumbrado a los exámenes de conciencia, Allende detectó de inmediato en esa timidez el deleite que sentía cada vez que veía a Durán. Este deleite era la piedra en el zapato, porque Allende no podía, en su presente estado de conciencia, en sus circunstancias presentes, en sus diminutos pero serios proyectos, hacer nada con Ramón Durán. Ramón Durán no era ni siquiera una tentación (ni siquiera un chico guapo con quien coquetear un rato mientras se toma una cerveza, o con quien follar llegado el caso): era impracticable, como unas vacaciones imaginarias en isla Margarita. Todos estos quieros y no quieros, todos estos puedos y no puedos, se le apelotonaron en la conciencia como un intragable bolo alimenticio: en un abrir y cerrar de ojos (y es importante reseñar la instantaneidad de todas estas emociones), Allende pasó de percibir la relación con Durán como impracticable a percibirla como respiratoria: de impracticable a respirable. Durán le contemplaba sonriente, le sacaba casi medio cuerpo, era todavía junio. El melodioso atardecer manchego en la Gran Vía convidaba a aceptar, por un instante, la espaciosa irrealidad del chico guapo. A thing of beauty is a joy for ever, recordó, sintiéndose ridículo, Allende. ¡Seguro que Keats no se refería a los chicos! Y sintió Allende, en ese instante, tristeza porque tenía que seguir y la situación no podía inmovilizarse o, como en las películas, volver a iniciarse. En la vida no hay playback que valga —se sintió Allende muy tontín pensando esto—. Los chicos guapos me ponen tontín —pensó—. Autoconsciente y tontín. Deplorable.

—Me miras como si no recordaras quién soy —comentó Durán, aún sonriente—. Sabes quién soy, ¿no?

—Claro, ¿cómo no voy a saberlo? ¡Sólo que me has dejado sin aliento, ahí tan guapo!

—¡Ya será menos! —comentó riendo Durán. Y añadió—: Te he venido siguiendo un rato. Ibas pensativo y deprisa a la vez. Como por el pasillo de tu casa.

—Casi es el pasillo de mi casa esta Gran Vía —contestó Allende de muy buen humor de pronto. Toda la impracticabilidad había huido, toda la desazón, toda la timidez, toda la sensación de irrealidad, aniquilada ahora. A joy for ever.

Allende se dejó ir Gran Vía abajo, con paso lento, en compañía de Durán, hasta los bancos de piedra de Plaza de España. Hacía tiempo que no bajaba hasta ahí Allende, le sorprendió el alterado aspecto de esta céntrica plaza, tan hispanoamericana de pronto, coloreada con todos los matices del recio pelo negro de los ecuatorianos y peruanos, coloreada por los acentos como repentinos colibríes. Sonrió al pensar en la inapropiada imagen del colibrí para designar estos lentos acentos, tan modosos, tan átonos, de los ecuatorianos. El velocísimo batir de las alas del colibrí con su pico succionador no designaba lo que Allende veía en aquel momento, sino la sensación de novedad punzante que le producía todo aquel repentino cambio de colorido en un sitio tan madrileño. Comentó esto con Durán. Y fue cuando salió, casi sin venir a cuento, lo de la providencia de Dios. Debió de empezar Allende al decir:

—Todavía dependen de nosotros, aún no están seguros aquí. Aún no tienen dinero, los hijos que han parido aquí son muy pequeños todavía, se apañan como pueden. Se sienten muy distantes, nos ven como si estuviéramos a gran distancia, no obstante hablar la misma lengua. Luego se instalarán, echarán raíces, comprarán pisos, ganarán dinero: no nos necesitarán. Entonces habrá otros. Ya los hay. Nos rodean por todas partes. Dios no puede intervenir, porque si interviniera en la organización del mundo, sería parte del mundo y no sería Dios. Toda la idea tradicional de la providencia se viene abajo con esto. La única conexión entre Dios y el mundo somos nosotros, somos tú y yo. ¿Te acuerdas de Rilke? —(Esta era, claramente, una pregunta retórica. Y es curioso que Ramón Durán, que contemplaba fijamente a Allende como quien no desea perder ni una sola palabra de lo que oye, comprendiera que esa pregunta no tenía respuesta, pero no sólo porque no supiese él quién era Rilke, que no lo sabía, sino porque tenía la sensación de que Allende se había sumido, hablando con él, gracias quizá a la alegría de hablar con él en un soliloquio hechizante)—: Tu cántaro soy yo, ¿y si me rompo? ¿Qué harás, Señor, entonces? Tengo miedo. Tú y yo somos los cántaros de Dios. Estoy seguro de que esto te suena menos extraño que todas las gansadas acerca de la providencia divina que habrás oído contar en tu educación católica tantas veces.

«Educación católica», «Rilke», «ser el cántaro de Dios», «ser la providencia de Dios», todas estas frases le sonaban tan extrañas a Ramón Durán como la idea misma de «educación católica»: ¿había Durán tenido una educación católica? ¡Qué viejo sonaba esta noción de educación católica! Durán no estaba en condiciones de advertir el desfase cultural existente entre los sesenta y pico años de Allende y los veintiocho suyos. Pero percibía con su fino sentido emotivo, con su fina inteligencia sentimental, el ligero sinsentido de la expresión «educación católica». Se había educado en un colegio de curas, pero la educación religiosa o católica tenía un sonido remoto, era un no-sonido, un vacío privativo, una privación como la ceguera.

—Educación católica, no sé —comentó Durán, pensativo—. No me acuerdo de nada católico, no me acuerdo de casi nada. Aprobé todo por los pelos, sólo quería jugar al futbito y estar con Juanjo. —Y pensó como sonrojándose Ramón Durán: ¡Qué suerte habérseme esto escapado! Sintió un puntazo de júbilo. Al fin y al cabo, siempre había deseado contarle esto a Paco Allende. No obstante haberle visto tan pocas veces aquel año, el deseo de contarle su vida había sido constante (quizá estimulado por el escaso interés que Allende parecía sentir por las confidencias). Creyó que Allende le preguntaría de inmediato por Juanjo, incluso por el fútbol sala. Pero Allende, a la vista estaba, no era del todo coherente en su conversación: era errático, más bien. Saltaba de unas cosas a otras. Esto era gracioso, pero exigía gran atención. A la vez, era agradable escuchar a Allende: no daba la impresión de ser tan culto ni de expresarse con tanta precisión como Salazar pero, en cambio, imponía menos: daba la impresión de darse a sí mismo, y a las cosas que decía, mucha menos importancia de la que Salazar confería a todas sus cosas. Así que les dieron a los dos las ocho de la tarde en el templado junio, todavía ligero, de Madrid, antes de internarse en el feroz verano de las chicharras y las tobas. Allende miró el reloj y dijo:

—Van a ser las ocho y media. Me tengo que ir.

—¿Qué prisa tienes? Para una vez que nos encontramos. ¡Explícame eso de la providencia otra vez!

—Te ha parecido una gansada, ¿a que sí? —inquirió Allende.

—No, no lo he entendido. Nunca había pensado en eso. La providencia de Dios ¿qué significa? Significa que Dios se cuida de nosotros. Lo malo es que no existe. Dios no existe. Así que ni nos cuida ni no nos cuida. No existe. Pero eso no es lo que crees tú. Tú crees que sí existe. Porque eres cristiano. Mi madre también es cristiana y también cree que Dios existe, y la Virgen del Rocío, y la Macarena, y la Virgen de Lourdes, y la Paloma del Espíritu Santo, y los ovnis. Yo también creo en los ovnis. Y en la inmortalidad de las almas. ¡Ea! ¿Crees tú que el alma es inmortal, Paco? Mi madre cree en la resurrección de los muertos. Y yo también. No creo en Dios, pero creo en la resurrección de los muertos. Creo porque sí, sin pensarlo. Si lo pienso, no lo creo. No sé ni lo que creo. No sé ni lo que pienso. Ya te lo he dicho. Durante muchos años sólo pensaba en Juanjo y en el fútbol sala, sólo en eso. Así que tengo la cabeza hueca. —Acabó Durán diciendo todo lo último de un tirón: confiando, casi maliciosamente, en haber picado la curiosidad de Allende por Juanjo y el fútbol sala. Y así fue.

—Bueno, y ¿quién es Juanjo? Este dichoso Juanjo. El futbito sé lo que es. Pero Juanjo, ¿quién es Juanjo?

—Juanjo era mi novio en Málaga —declaró Ramón Durán, sintiéndose una niña de catorce, con calcetines blancos, a la salida del colegio.

Era, si bien se mira, la primera vez en su vida que usaba esa expresión. Este habla mariquita le avergonzaba, siempre le había avergonzado. Había que ser chicazo y no nenaza, si se era maricón. Sobre todo si se era maricón. Esta filosofía de vestuario, con sus maneras indirectas de agredir y negar el amor a los chicos, a los hombres, el amor entre iguales, la había respirado Ramón Durán desde muy joven. Y Juanjo era machista, y los vestuarios del fútbol sala eran machistas. Esperó con gran curiosidad la reacción de Allende a este anuncio emplumado. Se le ocurrió que quizá Allende tenía pluma también, era una ocurrencia natural en Durán, y sin embargo no estaba fundada en nada que hubiese dicho o hecho Allende. Sólo que Salazar, al presentarlos, había dado a entender —sin decirlo— que Allende era también de una manera oscura, «cristiana» —palabra ésta última que Salazar pronunciaba siempre con retintín—. Al propio Durán le sorprendía esta idea de homosexual cristiano. ¿No prohibía la fe cristiana la homosexualidad? ¿No consideraban los cristianos, o los católicos, la homosexualidad, contra natura? Porque gran parte de la hostilidad contra los homosexuales que Durán había respirado en el colegio, y en el instituto, y en las asociaciones deportivas, y en los gimnasios, y, por supuesto, en sus vecinos, los vecinos de su madre en Málaga, tenía un origen cristiano, religioso, doctrinal. Ramón Durán no había, por supuesto, examinado ninguna de estas ideas con detalle o con profundidad. ¿Para qué? ¿Qué más daba? Durán pensaba que ninguna idea tendría nunca la capacidad de herirle o, incluso, de conmoverle. Y a este pensamiento acompañaba siempre otro, ligeramente humillante, pero que Durán siempre pensaba a la vez: Soy demasiado tonto para que me perturben las ideas. Yo soy quien soy, estoy contento conmigo mismo. Pero estas declaraciones vocativas, como gritos de ánimo que se daba a sí mismo, tampoco penetraban muy lejos, tampoco eran tranquilizadoras del todo. Al fin y al cabo, ni era verdad que Durán fuese tonto ni era verdad que se creyese tonto. Así que las ideas que no le preocupaban, sí le preocupaban. Y, de hecho, su intención al declarar lo de «mi novio Juanjo» había tenido, ahora lo vería, la intención de ver qué pasaba, ver cómo Paco Allende reaccionaba al oírlo. Lástima que Paco Allende no fuese un hombre de emociones intensas, pensó Durán. Sólo dijo:

—Así que tu novio, ¿eh? Lo dices en pasado, ¿es que ya no es tu novio?

Ramón Durán tuvo la impresión de que a Paco Allende le había hecho gracia lo del novio.

—¿Te da risa o qué? —preguntó Durán.

—Me da un poco de risa, sí —contestó Allende—, me hace gracia cómo habláis ahora la juventud. Nosotros no decíamos esas cosas. Mi novio de Málaga, Dios del cielo, jamás hubiésemos dicho semejante cosa. En ninguno de los grandes sitios donde transcurrían nuestras oscuras vidas. Ni en el instituto, ni en la mili, ni en la oficina o la fábrica, ni, por supuesto, en nuestras casas, ni siquiera entre nosotros, de la misma edad. Casi, te diría, que lo más grave de todo era decirlo. Mucho más escandaloso que tener un novio en Málaga, si eras un chico, era reconocer públicamente que lo tenías. Con Franco se follaba a calzón quitao, lo único no decirlo. ¡Sois mejor gente que nosotros, está claro! —concluyó Paco Allende, echándose a reír ahora francamente. También Ramón Durán se echó a reír. Contagiado por la risa de su compañero, aunque sin saber bien cómo tomar todo aquello. ¿Estaba Allende riéndose de él? ¿Tomándole el pelo riéndose de los mariquitas y sus novios? ¿Era o no era gay el propio Paco Allende? Por fin, se decidió y le preguntó:

—Pero, bueno, ¿tú eres gay o no?

—¡Por supuesto! —contestó muy divertido Paco Allende—. ¿No me ves la pluma que yo tengo? ¿No lo ves tú mismo?

—La verdad, no. No tienes la más mínima pluma, perdona.

Era una conversación de patio de colegio, de bar de ligue. Era una conversación casi anticuada. Tenía una gracia años cincuenta. Incluso Ramón Durán lo pensó, y lo dijo:

—Estamos hablando como cuando tú eras joven. ¿A que os preguntabais cosas así? ¿Tú entiendes? Os preguntabais los unos a los otros.

—De acuerdo total. Estamos años cincuenta. Sólo que para ti es una estampa, un fotograma de una peli, y yo soy así. Yo era joven por entonces.

Había cambiado el colorido del atardecer, sin oscurecerse, la transparencia del cielo era jazmínea. Había una indolencia en todo el cielo sin nubes, un cielo precursor del gran verano avecindado ya en las amapolas de las cunetas de Castilla. Paco Allende pensó, mirando al cielo, que amaba aquel cielo de junio al atardecer, cálido, tenue todavía, que le recordaba su juventud del seminario, como la iglesia de su pueblo en junio, la gran torre circundada por los vencejos velocísimos. Ahora también, en la Plaza de España, se oían los excitados gritos giratorios de los vencejos muy altos. El giratorio amor, que había pasado de largo por la vida de Paco Allende. Miró el reloj. Se había dejado engarlitar por la dulzura de aquel, tan guapo, Ramón Durán, tan fuerte, tan alto: al verle, sólo con mirarle, se sentía Paco Allende gordo y esbelto, viejo y joven todavía: una vez más, aquella tarde los versos de Rilke volvieron a su memoria encendida: joven para el joven que curioso le miraba. Era verdad que Ramón Durán le miraba con benevolencia y sonreía. Los dos se levantaron. Ramón Durán le acompañó a la boca del metro de Plaza de España. Se despidieron hasta muy pronto, los dos con ganas de volver a encontrarse, los dos sin decidirse a fijar una fecha, o una hora o un lugar. Los dos, pues, decididos e indecisos a la vez: «Como un primer amor», murmuró Paco Allende, nostálgicamente, ya en el andén, mientras esperaba el metro que había de llevarle a su piso. 

15

Juanjo tiene la sensación de que lo bueno, la vida verdadera, le está pasando ahora mismo: este curso es todo lo que le queda de vida. A mediados del curso, Juanjo decide que no va a sacar el cursillo de entrenador: no puede obrarse de la atracción de las noches, y eso implica que se acuesta tarde, se levanta más tarde y no tiene ganas de estudiar. Para beneficio de los del piso, ha inventado una historia de una mujer rica que es mayor y que se ha enamorado de él. Esto de la querida le parece una gran idea. Ahora, Juanjo se siente un poco autor de sí mismo. Ha dejado de ser el malagueño guapo, de no muchas luces, para convertirse en un chico interesante. La noción de «interesante» se le ha subido a la cabeza como un alcohol fuerte. Juanjo es interesante. Es muy bello. No puede dejar de ir a los bares, a las saunas, porque ahí está constantemente reflejado en los ojos y en los deseos de las otras personas. Éste es el licor fuerte, ser admirado físicamente, ser admirado por su físico. Ha pasado de la etapa inicial del chándal y la barba de dos días, que tenía cuando se encontró con Ramón Durán en la Ciudad Universitaria, a cuidarse muchísimo. A la idea de la querida, que sería una protectora, una mujer rica a la que chulearía. Yo soy un gigoló —se dice Juanjo a sí mismo con frecuencia—, es estupendo ser un macro, un gigoló: lo soy porque puedo serlo. Doy el tipo. Se lo han dicho: Tú das el tipo. Todo ello es una tontería, pero ha ido cobrando, en la conciencia de Juanjo, la consistencia de los hábitos: Juanjo se está acostumbrando a pensarse en términos de un chico especial. Ahora ha sustituido el concepto de heterosexual que echaba una cana al aire con un Durán de dieciséis años por el concepto de bisexual: naturalmente no le interesan las chicas, las mujeres, pero está casado, tiene una hija inclusive, es bisexual. Ha descubierto que a algunos chicos les gusta que lleve el anillo en la mano derecha. Sirve para ligar con los indecisos. «Te advierto que yo vengo aquí por la experiencia, estoy casado y tengo una hija», dice. Por otra parte, tiene miedo a contraer una enfermedad sin saberlo: no se deja dar por el culo, no hace mamadas. No liga con nadie por mucho tiempo: está en suspensión: no descansa. Así que para eso, para descansar, para relajarse, necesita a Ramón Durán, que es de toda confianza. De tanto elaborar en el piso la idea de la mujer que le protege y que le casi obliga a pasar con él algunas noches, ha llegado a inventarse toda una peripecia. Esta peripecia podría rellenarse de sentido si encontrara a la persona adecuada, a un equivalente a la mujer mayor enamorada de él.

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