Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—Voy a hacer un café —dice Allende por decir algo.
—Yo no la creí. Por eso ha pasado esto: porque yo no la creí y dejé pasar el tiempo. Me llamó varias veces, yo sabía que no estaba bien. Cualquiera se daba cuenta de eso, cualquiera hubiese bajado hasta aquí enseguida. ¿Qué me costaba venir a verla? Ahora está muerta, asesinada, robada..., no existe. Lo que queda de mi madre está en esta casa, en el depósito de cadáveres... No he sabido cuidar de mi madre. No la he creído.
Esto es casi todo lo que Durán dirá todos estos días. Alternándose los silencios con estos monólogos culpabilizadores pasará una semana entera. Allende no intenta consolarle con ninguna frase hecha. Allende lamenta ahora no tener las frases hechas a punto en este momento: lo lamenta sinceramente, por eso recorre muy deprisa el elenco de las frases hechas (cristianas en su mayoría) que Allende, como cualquier hombre o mujer occidentales, tiene a mano. Hace un recorrido mental, como si, en el espacio virtual de la conciencia, probara la validez de cada frase: todo esto sucede en un abrir y cerrar de ojos. Dicen los informáticos que un ordenador procesa millones de operaciones en un segundo. El pobre Allende está muy lejos de recorrer en un segundo miles y miles de frases, pero en su reflexión distingue tres grupos: hay todas las frases que constituyen variaciones del tema: Tu madre ha encontrado la paz. Está en manos del Creador. Descansa en el seno del Padre misericordioso. Ahora respira tranquila, libre de las ansiedades de este mundo. Otra serie de frases alude a la relación de la difunta con los vivos: Tu madre te está mirando desde el cielo. Tu madre nos ve y le horrorizaría verte sufrir, querría verte tranquilo, no desesperado. Ahora ella intercede por ti ante el Padre Eterno (es característico de la situación espiritual de Allende que el veloz enunciado de estas frases o parecidas vaya acompañado de una mueca burlona, una gesticulación aniquiladora de la validez de estas antiguas frases de consuelo. De un modo u otro todas presuponen un lugar y un tiempo donde el difunto aún sigue vivo, puede vernos y es amparado por un Dios misericordioso. A Allende le cuesta mucho creer todo esto. En este momento de la vida de Allende empieza a formularse un sentido nuevo de la purificación: lo ha leído en Raimon Panikkar, ¿qué ha leído? Ha leído que hay que pasar por la negación de Dios y el silencio de Dios y el agnosticismo y el nihilismo incluso, para purificar nuestro cristianismo sensiblero, atorado de imaginería antropomórfica. En cualquier caso, se le ocurre ahora un tercer grupo de frases presuntamente consoladoras, que se agrupan en torno a la idea de separar al difunto de los vivos mediante la exculpación: dentro de esta misma serie —que, como psicólogo práctico, ha utilizado con frecuencia— se encuentra la exculpación de unos respecto de otros, y, en general, el análisis de la culpa. Allende sabe que el sentimiento de culpa nos tortura incesantemente, aunque también sabe que a veces es bueno este sentimiento para nuestra vida moral. En cualquier caso la culpa bien entendida requiere una justificación apropiada: nadie es culpable en abstracto, todos lo somos en concreto y no somos culpables de lo mismo ni de la misma manera. Allende decide utilizar este tercer grupo de ideas quizá consoladoras. Entre el principio de esta reflexión y el final transcurre apenas un instante, el tiempo de la preparación del café del desayuno):
—No tienes que pensar que tienes tú toda la culpa. Quizá debiste venir a Marbella cuando ella te llamó, pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo puedes tú saber que lo ocurrido después de no venir a Marbella ha sucedido porque no viniste a Marbella? No puedes saberlo. A veces parece que lo que sucede después de una determinada acción u omisión nuestra es consecuencia de esa acción u omisión. Pero no siempre lo es...
—¡Qué bonitas mierdas sabes, Paco! ¿Sabes por qué no vine yo a Marbella? ¿Lo sabes? No. Sé que no lo sabes. Estaba en casa de Salazar, follando con Salazar y con Juanjo. Los tres a la vez. No vine a Marbella porque la otra vez que vine me encontré con que Juanjo me había cogido el sitio. Por eso no quería ahora venir: para no perder mi sitio.
Es preferible —piensa Allende— no seguir con esto. Lo que viene ahora casi lo sé antes de oírlo, y es cutre y deprimente, no es prudente seguir con esto, seguir aquí con este chico, que me gusta, que me atrae físicamente tanto y a quien deseo besar y acariciar. ¿Tengo algo que decirle? ¿Puedo ayudarle en algo? Allende se da cuenta de que cualquier clase de ayuda que él pueda proporcionar a Durán requerirá un detallado relato, una anamnesis, de la vida del chico. Ese relato revelará la ambigüedad de Durán y también, de paso, la ambigüedad de Allende, su confesor improvisado. Siguiendo un impulso fuerte —cada vez más fuerte, a medida que pasan los años— de la manera de ser que Allende ha ido haciéndose, al saber que Durán le necesitaba ha acudido en su ayuda. La primera parte de la parábola del buen samaritano está ya cumplida: Allende ha desatendido sus propios asuntos y ha hecho todo lo que puede por el herido de la cuneta. Pero esta acción es, por decirlo así, devorada por la estructura caediza del tiempo. Para que esa acción buena, ese impulso, sea realmente válido, no puede suspenderse ahora: la bondad de la acción requiere la continuación de la acción buena. Si Allende ahora declara con toda verdad que tiene que volver a Madrid para reanudar su trabajo profesional en el instituto, la acción buena queda sin acabar —Durán se desangrará en la cuneta—, luego debe ocuparse de él: todo implica una permanencia con esta criatura herida. ¡Ah!, pero quedarse con este Durán doliente en Marbella, en casa de su difunta madre, no deja de tener sus encantos. Si la confianza entre los dos se afianza, si las confidencias aumentan, si Allende se vuelve, durante un tiempo al menos, indispensable, ¿no será posible también hacerse querer por Durán? Hacerse respetar y amar por un chico tan guapo es una delicia. ¿Y por qué no?, ¿qué mal hay en ello? Sólo es ligeramente ridículo. Allende recuerda ahora perplejo, aborreciéndose en parte y en parte perdonándose, la chusca anécdota neoyorquina: tras el 11—S, las jóvenes viudas de los jóvenes bomberos que murieron heroicamente entre las llamas fueron consoladas por otros jóvenes bomberos, casados a su vez con sus propias jóvenes esposas. A consecuencia de estas relaciones de responsabilidad y cuidado de la viuda del bombero por parte del bombero superviviente, surgieron intensos cariños y un sincero amor incluso, como resultado de lo cual los bomberos supervivientes se separaron de sus esposas para irse a vivir con las jóvenes viudas. ¿Qué tiene esto de malo? ¿Que los bomberos supervivientes se aprovecharon de la situación quizá? ¡Ah, no! Las viudas de los bomberos difuntos estaban realmente destrozadas. Los bomberos supervivientes tenían un deber de compañerismo con los bomberos difuntos, ¿o no? El código moral del bombero neoyorquino es muy fino y muy serio. Nadie se aprovechó de nadie: el amor tuvo lugar. ¿Es esto bueno o malo? ¿Es sólo ligeramente ridículo? Allende, que recuerda esta anécdota, la aplica a su caso: para librarse de la intensa sensación de ridículo —al fin y al cabo un sentimiento estético, premoral— añade: La descripción de los bomberos neoyorquinos y las viudas de sus compañeros está underdescribed: insuficientemente descrita: si se hiciera la descripción completa de la relación, ¿qué ocurriría? Allende vuelve al análisis primitivo, inicial: el análisis que le acompañó de Madrid a Marbella: Haz lo que tengas que hacer, lo que en conciencia debes hacer, sin preocuparte por los deseos colaterales, las intenciones circulatorias, ambiguas, que vuelven, toda acción humana, dudosa, vecina de la mala fe sartreana. Afortunadamente para Allende, el asunto de Ramón Durán es más vidrioso de lo que parecía a simple vista y parece, si las sospechas de Allende se confirman, un caso de culpabilización justificada. La pobre viuda neoyorquina es una víctima inocente, mientras que la víctima inocente aquí parece Chipri —la cosa está por decidirse—, pero parece evidente que Durán desatendió a su madre. Ahora, tras esta pausa reflexiva —muy breve en tiempo psicológico—, vuelve a hablar entrecortadamente Ramón Durán:
—Tú no sabes nada. Ni nada de mí ni nada de tu amigo Salazar. Te llamé porque Salazar aquí no quería venir, eso era de esperar. Ahora estarán los dos en Madrid, teniendo sus cenitas o yéndose por ahí un rato, a Salazar no le gusta trasnochar, y volviendo después a casa a meterse los dos mano. Y yo estoy aquí contigo y tú intentas disculparme, porque eres un buen tío y te doy pena, y mientras tú lo intentas yo pienso en ellos dos metiéndose mano y siento celos y envidia y quiero estar allí, y a la vez siento horror de mí mismo por no haber hecho algo para ayudar a mi madre. Y sé que según pasen los días la iré echando más en falta y me aumentará la culpa porque nada hice por ella ni puedo ahora pensar en ella por completo, porque pienso en ellos dos, que igual se ríen ahora de mí, y piensan tal vez: Mejor no va a venir, mejor que no vuelva. ¿Qué te parece, Paco? Búscame ahora una disculpa, alguna cosa que hable bien de mí.
—El hecho de que pienses en ello, el sentirte avergonzado, siempre se le ha llamado a eso arrepentimiento, se le llama dolor de corazón. Y no todos lo tienen: muchos nunca lo han sentido, incluso portándose mucho peor que tú...
—Eso me suena a lo que decían los curas en el colegio, para las confesiones y comuniones: dolor de corazón, propósito de enmienda, todo eso... ¿Eres católico? Seguro que lo eres. Suenas mucho a cura.
—Cualquiera te diría estas cosas. No hace falta ser cristiano. Yo lo soy. Yo sigo teniendo fe en Jesucristo. Estoy muy alejado de la Iglesia católica...
—O sea, que eres cristiano.
—Soy cristiano.
—Y maricón.
—Eso. Y maricón.
—Entonces, ¿qué? No sé. No te entiendo bien. Eres guay a tu manera, te enrollas bien. Un poco como un cura, eso sí, pero bueno, eso me va a mí. Lloré por lo del Papa. Todos lloraban en la tele y yo también lloraba. Salazar llegó entonces de la calle y dijo: «Ese Papa te odiaba y si tú le lloras eres gilipollas.»
—¿Eso te dijo?
—Más o menos, sí. Y tenía razón. Casi siempre tiene razón Salazar: tiene muy mala baba y casi siempre razón. Y a mí me caló desde un principio, por eso estoy con él. En cambio, tú conmigo no te enteras. Me caes bien, mejor que Salazar. Eres guay y Salazar no lo es. Pero por eso no te enteras. Como eres guay, como eres legal, conmigo no te enteras.
—Conozco muy bien a Javier Salazar, desde hace mucho tiempo. A ti en cambio es verdad que no. Así que cuéntamelo tú. Yo te cuento cómo soy, si tú quieres, y tú me cuentas cómo eres. Vamos a pasar estos días juntos, si tú quieres que me quede yo contigo. ¿Quieres que me quede aquí contigo?
—Por mí, quédate, si quieres.
Ramón Durán se da cuenta de la insinceridad de lo que acaba de decir, porque la verdad es que sí desea que se quede. Se corrige de inmediato:
—Vale, sí. Quiero que te quedes. Además está todo por hacer: el entierro, lo de la policía... Te agradezco que te quedes aquí, Paco. De verdad eres guay.
Marisa llama por teléfono muy temprano al día siguiente. Allende descuelga el teléfono. Todo está pendiente. La policía no tiene dudas ahora después del examen forense: ha sido un asesinato: el cuerpo de Chipri presenta señales claras de violencia: golpes, además del cuello roto. No ha habido violación pero sí ha sido manoseada brutalmente. Da la impresión —según Marisa— de un crimen accidental, con un asesino accidental, un vagabundo, un cualquiera que se cruzó con ella por el paseo marítimo a altas horas de la madrugada. El hecho, sin embargo, de que se trate de un homicidio y no de un simple accidente mortal, da lugar a la apertura de un expediente y de una investigación. Ramón Durán debe estar —le han dicho— «localizable», aunque no necesariamente en Marbella. Allende pregunta: «¿Qué es lo que suele pasar en estos casos? ¿Qué significa que se abre un expediente?» Incluso Allende se permite una referencia televisiva a la serie Caso abierto. ¡Qué amable es Marisa! ¡Cuánto se parece Marisa a todas esas chicas que, en su juventud, y aún ahora, rodearon y aún rodean a Paco Allende! ¡Qué sensata es, y qué gran ayuda, tan espontánea en todo! Una vez fotografiado y examinado por los médicos forenses, tras la autopsia, el cuerpo de Chipri queda a disposición de sus parientes. En nombre de Ramón Durán agradece Allende la llamada telefónica. E informa a Marisa de que tiene intención de permanecer aún unos días en Marbella hasta dar tierra o incinerar (aún no ha hablado de esto con Durán) el cuerpo de Chipri.
Allende piensa: El mar hizo esa noche las veces de memoria, ¡pobre Chipri! Trajo el rumor del mundo, de su mundo, y fue lo último que oyó: somormujo manchado de petróleo, un pájaro desalado que cayó al mar sin sustancia porque el mundo no tiene fundamento. Oh, imposible, Señor, ten piedad de nosotros —se dice Allende—. Son difíciles días éstos para Allende. ¿Y por qué? Porque le ponen ante sus limitaciones. Ni siquiera le sitúan ante su finitud —eso podría ser grandioso, proporcionar un sentimiento de importancia: he aquí que el ente finito y yo somos lo mismo—. Son difíciles porque le ponen ante lo trabado, lo cansado, lo no decidido todavía, lo melancólico, sus deseos carnales, muy vivos, no obstante su edad. Y ante sus limitaciones profesionales también, como psicólogo: ¿tiene realmente algo que decir a Durán como psicólogo, como asesor, como monitor de las putas conciencias de los chicos y chicas de los bachilleratos y de sus padres y madres?
He aquí que Allende cree, él mismo, que no tiene realmente nada que decir, y ésta es su grandeza. Más aún: no obstante estar persuadido y sinceramente convencido de que no tiene nada que decir en este caso tan terrible, va a hacer un ahora gran esfuerzo por decir lo que cree que debería ser dicho. Es más: dicho y hecho, para que Durán no pierda pie. Y lo que le dice es lo siguiente:
—Mira, Ramonín, nosotros, tú y yo, estamos por decirlo así lejos del cielo, far from heaven, como en la película. Así es que tenemos que arreglarnos con lo que hay, que no es gran cosa. ¿Y qué es lo que hay?
—Lo que hay —responde Durán— es esto injusto, incomprensible, de esta muerte de mi madre. ¿Por qué ha tenido mi madre que morir así?, por Dios. No creerás, Paco, hijo de puta, que vas a tranquilizarme con mierdas cristianas. Toda esa mierda que me quieres echar, cristiana, encima...
Y piensa Allende ahora, al escuchar las palabras de Durán, en un vertedero maloliente, que es él mismo, alimentadero de las putas gaviotas, desbrozadero de putas ciudades, grandes y pequeñas, vertedero de Dios. Esto es lo que kénosis significa: el abajamiento, el desventramiento, el vertedero de Dios, el gran cagado de Dios: el Cristo Jesús. Piensa Allende que si ahora se atiene a la intensidad y confusión de este momento, alcanzará tal vez la luz que siempre hasta ahora se le ha hurtado.