Read Cómo mejorar su autoestima Online
Authors: Nathaniel Branden
En ella, usted no combate la sensación de angustia, sino que se sumerge en ella, la acepta. Quizás usted se diga: "Hombre, tengo miedo", y luego respire larga, lenta, profundamente. Se concentra en una respiración suave y profunda, aunque al principio le cueste, y tal vez le resulte difícil durante unos minutos; usted persevera y observa su miedo, se convierte en testigo, sin identificarse con él, sin permitirle que lo defina "Si tengo miedo, tengo miedo… pero eso no es motivo para volverme inconsciente. Continuaré usando mis ojos. Continuaré
viendo
“. Puede incluso "hablar" con su miedo, invitándolo a que le diga la peor cosa imaginable que pueda ocurrir, de modo que usted pueda afrontarla y también aceptarla (esta es una estrategia que tiende a apartarlo de fantasías autoatormentadoras e introducirlo en la realidad, mucho más benévola). Quizás se entere de cuándo y cómo comenzó ese miedo en usted. Quizás aprecie más profundamente que no tiene fundamento y que es, en realidad, una respuesta caduca, sin relevancia real en el presente. Al aceptarlo por completo, tal vez descubra que se libera del pasado
en el presente.
Quizás su miedo no desaparezca en todas las ocasiones (a veces lo hará, a veces sólo disminuirá), pero usted se sentirá
relativamente
más relajado y más libre de actuar con eficacia.
Siempre somos más fuertes cuando no tratamos de combatir la realidad. No podemos hacer desaparecer nuestro miedo gritándole, o gritándonos a nosotros mismos, o haciéndonos objeto de reproches. Sí en cambio podemos abrirnos a lo que experimentamos, permanecer conscientes y recordar que somos más grandes que cualquier emoción aislada, al menos empezaremos a trascender los sentimientos indeseables, y a menudo podremos eliminarlos, puesto que la aceptación plena y sincera tiende, con el tiempo, a hacer desaparecer los sentimientos negativos o indeseables como el dolor, la ira, la envidia o el miedo.
Si una persona tiene miedo, por lo general es Inútil aconsejarle que se "relaje", pues esa persona no sabe cómo traducir el consejo a conducta. Pero si se le dice que respire suave y profundamente, o que imagine cómo se sentiría si no tuviera que combatir el miedo, entonces se le está proponiendo algo "ejecutable", es decir, algo que la persona puede
hacer.
Esa persona debería pensar en abrirse para permitir que el miedo entre, darle incluso la bienvenida, intimar con él (o al menos observarlo sin llegar a identificarse con él) y por último proyectar lo peor que podría sucederle y afrontarlo. Por cierto, uno puede aprender a decir: "Siento miedo, y no puedo afrontar ese hecho, pero yo soy
más
que mi miedo". En otras palabras, no se
identifique
con el miedo. Piense: "Reconozco mi miedo y lo acepto... y ahora veamos si puedo recordar cómo se siente mi cuerpo cuando
no
tengo miedo". Esta es una estrategia muy efectiva para controlar el miedo (o cualquier otro sentimiento indeseable). Todas estas son acciones que usted puede aprender, ensayar en su imaginación y practicar cuando surjan situaciones que le causen miedo.
Esta práctica es apropiada para prácticamente cualquier tipo de miedo. Es efectiva en el sillón del dentista, o cuando se dispone a pedir un aumento de sueldo, o cuando afronta una entrevista difícil, o cuando debe darle a alguien una noticia dolorosa, o cuando lucha con el miedo al rechazo o al abandono.
Cuando se aprende a aceptar el miedo, deja de considerarse como una catástrofe. Y entonces deja de ser nuestro amo. Uno ya no se siente torturado por fantasías que pueden guardar poca o ninguna relación con la realidad; es libre de ver a la gente y a las situaciones tal como son; se siente más eficaz, tiene más control sobre su vida. La autoconfianza y el autorrespeto aumentan.
La autoestima también aumenta con este proceso, aun cuando los miedos no sean el producto de fantasías irracionales sino que correspondan a una realidad particular que sí
es
temible y que uno debe afrontar. Yo tenía una amiga que, hace algunos años, empezó a sufrir un cáncer devastador. En ese momento pensé que su valentía para luchar con él era extraordinaria. Un día en que había ido a verla al hospital ella me contó esta historia: los médicos le habían dicho que era necesario aplicarle radioterapia, y la perspectiva la aterrorizaba. Preguntó si podía ir a la sala de radiación unos minutos, durante tres días, antes de que empezara el tratamiento. "Solamente quiero mirar la máquina, dijo a los médicos, para conocerla. Después estaré lista, y no tendré miedo." A mí me contó: "Me quedaba mirando la máquina... aceptándola... aceptando mi situación... y meditando en que la máquina existía para
ayudarme.
Eso me hizo mucho más fácil el tratamiento". Mi amiga murió. Pero nunca olvidare su serenidad y su dignidad. Sabía cómo valorarse. Es uno de los ejemplos más hermosos del principio de aceptación que he visto.
Tómese unos minutos para contemplar algún sentimiento o alguna emoción que no le resulte fácil afrontar:
Inseguridad, dolor, envidia, ira, pena, humillación, miedo. Cuando aísle ese sentimiento, vea si puede enfocarlo con claridad, tal vez pensando o imaginando cualquier cosa que suela evocarlo. Luego sumérjase en ese sentimiento, como si le abriera el cuerpo. Imagínese cómo seria no resistirse a él sino aceptarlo plenamente. Explore la experiencia. Tómese su tiempo.
Dígase varias veces: "Ahora me siento así y así (describiendo sus sensaciones del momento) y lo acepto plenamente". Al principio quizás sea difícil; quizás descubra que su cuerpo está tenso y se rebela. Pero persevere; concéntrese en la respiración; piense en permitir que sus músculos se liberen de la tensión; reacuérdese: "Un hecho es un hecho; lo que es, es; si el sentimiento existe, existe". Siga contemplando el sentimiento. Piense en
permitir
al sentimiento que este allí (en lugar de intentar desear que se extinga o esforzarse en ello). Quizás le resulte útil, como me ha resultado a mí, decirse: "Ahora estoy explorando el mundo del miedo (o del dolor, o de la envidia, o de la confusión, o lo que sea)".
Al hacer esto, usted explorará el mundo de la auto-aceptación.
Una vez acudí al consultorio de un médico que debía darme una serie de inyecciones dolorosas. En respuesta al
shock
y el dolor de la primera aguja, dejé de respirar y contraje todo el cuerpo, como si quisiera mantener a distancia a un ejército invasor. Pero, por supuesto, la tensión de mis músculos hacía más difícil la penetración, y por lo tanto la experiencia resultaba más dolorosa aun. Mi esposa, Devers, que también se hallaba en el consultorio para aplicarse las mismas inyecciones, notó mi actitud y me dijo: "Cuando sientas que la aguja te toca la piel, aspira, como haciéndola entrar junto con el aire. Imagina que le estás dando la bienvenida". De inmediato me di cuenta de que es precisamente esto lo que yo le digo a la gente que haga con sus emociones, de modo que hice lo que me proponía Devers, y la aguja entró sin causarme demasiado dolor.
Acepté
la aguja
—y mis sentimientos correspondientes—
en lugar de tratarlos como a adversarios.
Esta estrategia es muy conocida, desde luego, por los atletas y los bailarines, cuya labor requiere que "acompañen" al dolor en vez de rebelarse contra él. Y los ejercicios de respiración Lamaze que se enseñan a las mujeres embarazadas para controlar y suavizar el dolor, la angustia y las reacciones corporales encierran, precisamente, el principio del que hablamos aquí.
En terapia suelo trabajar con mujeres que tienen dificultad en experimentar el orgasmo durante sus relaciones sexuales. Puesto que el miedo influye a veces en la inhibición del placer, y en consecuencia del orgasmo, y puesto que a menudo desencadena la reacción de cortar la respiración y contraer los músculos —como para defenderse del pene "invasor"—, les enseño a darle la vuelta a este proceso. Las mujeres aprenden entonces a aspirar cuando entra el pene, a
aceptar el pene.
Aprenden a abrirse en una bienvenida, en lugar de contraerse en un rechazo. Y, al hacer esto, aprenden a aceptar y a obtener un mayor grado de comodidad y placer en las relaciones sexuales, pues se rinden ante la experiencia, en vez de combatirla. El resultado es un goce sexual mucho mayor. En el proceso, desde luego, tienden a desaparecer las fantasías de ser dañadas o destruidas por el pene, o de perder peligrosamente el control. Una mujer capaz de permitirse tener orgasmos puede controlarse mucho más que otra, incapacitada por el miedo. Lo cierto es que la aceptación nos libera y nos introduce en la realidad.
El principio que es necesario recordar sigue siendo el mismo, sea el miedo o el placer lo que nos lleve a ponernos rígidos:
No sostenga una relación de rivalidad con su propia experiencia.
Si usted permite el desarrollo de una relación de rivalidad, intensificará los aspectos negativos, privándose de los positivos.
A continuación presento cuatro ejemplos de situaciones en las que las personas eligen practicar la autoaceptación o el autorrechazo.
Práctica de la autoaceptación.
Julián empezó a notar que se sentía sexualmente atraído por su vecina. Se consideraba un hombre feliz en su matrimonio, y su primera reacción fue reprocharse esa atracción. Pero pronto advirtió que era mejor comprenderse a sí mismo que practicar un autorreproche ciego. Se permitió experimentar (en su vida interior) dicha atracción sexual. Prestó atención a los sentimientos que su vecina despertaba en él, y dio rienda suelta a sus fantasías. Cobró conciencia de que lo que ansiaba no era tanto poseer a su vecina como obtener nuevos estímulos, y no porque estuviera aburrido de su mujer sino porque estaba aburrido de su trabajo. Vio que una mujer nueva ofrecía la promesa de una momentánea experiencia de
eficacia,
que su trabajo ya no le proporcionaba. No se sintió culpable; consideró su reacción frente a su vecina como una valiosa fuente de información sobre las frustraciones que albergaba en su interior. Sabía que no iba a traicionar a su esposa, pero se permitió imaginar cómo podía llegar a ser una aventura con su vecina. Esa noche, en la cena, le dijo a su esposa: "Esta tarde, durante la hora que estuve sentado en el patio, a solas, tuve una aventura de ocho meses con la señora de al lado". Su serenidad y su tono divertido indicaron a su esposa que no tenía nada que temer, así que le preguntó: "¿Y qué tal te fue?" Julián tomó a su esposa de la mano y respondió: "Fue frustrante. Sin sentido. No era eso lo que yo buscaba. Pero creo que me vendría bien cambiar de trabajo".
Práctica de la autodesestimación.
Lo que Julián no sabía era que su vecina, Marta, albergaba sentimientos eróticos hacia él, pero como los consideraba pecaminosos, los reprimía. Se volvió cada vez más tensa con su esposo y sus hijos. Tenía ataques de llanto que no podía explicar. Cuando alguna vez se cruzaba en el camino con Julián, se mostraba a veces brusca y otras seductora, como una niña que aún no sabe bien lo que está haciendo. Hacía mucho tiempo que Marta se sentía desdichada en su matrimonio, pero no se permitía enfrentarse a eso, ya que para ella el divorcio significaba humillación y fracaso. Si se hubiera permitido aceptar y analizar sus sentimientos hacia Julián, y quizás discutirlos con su marido, habría obtenido una valiosa visión interior de su situación. Pero de niña le habían enseñado que desear íntimamente a otro hombre era tan malo como cometer adulterio; y ella no quería ser mala, de modo que la única solución era la inconsciencia. Por último, después de varios años de sufrimiento e incomunicación, su marido le pidió el divorcio. Marta, que se sintió traicionada, abandonada y perdida, se preguntaba: "¿Por qué en este mundo la gente buena siempre tiene que sufrir?".
¿Puede usted relacionar alguna de estas dos historias con usted mismo?
Práctica de la autoaceptación.
Claudia se sintió hundida cuando, después del divorcio, sus hijos le informaron de que preferían vivir con su padre. Sabía que había sido una madre impaciente, poco comprensiva y descuidada, y que su ex marido había sido mejor padre que ella. Esto no era fácil de admitir, y resultaba muy doloroso. Pero, sin los niños, tuvo muchas oportunidades de estar sola y reflexionar sobre el pasado. "La verdad (admitió al fin ante sí misma) es que nunca he querido ser madre. Tuve hijos porque se suponía que debía tenerlos." Pasó muchas horas meditando en silencio sobre sus elecciones pasadas, no con el objeto de autocriticarse sino de comprenderse. Logró aceptar que para sus hijos era mejor estar con el padre. Después, poco a poco, llegó a afrontar y aceptar algo mucho más difícil, pues se apartaba demasiado de las enseñanzas que le habían inculcado: se sentía
feliz
de que sus hijos hubieran elegido vivir con su ex marido. Por primera vez en su vida se sentía libre y sin obligaciones. En consecuencia, cuando se encontraba con sus hijos (y quería verlos con frecuencia), ellos disfrutaban de una madre más contenta y afectuosa que nunca. Cuando los amigos y los parientes trataban de hacerla sentir culpable por ser una "madre antinatural", ella los miraba con tranquilidad y no procuraba defenderse. Sabía quién era y lo aceptaba, y eso era lo único que importaba. "Lamento mis errores pasados (se decía), pero no creo que la manera de redimirme sea empeorarlos rechazando de nuevo mis deseos y necesidades."
Práctica de la autodesestimación.
Un día, cuando Santiago tenía sesenta y dos años, su hijo Andrés, de veinticinco, intentó hablarle sobre lo que había representado para él ser su hijo. "Cuando era niño te tenía tanto miedo —le dijo—, eras tan violento... Nunca sabia cuándo te ibas a girar y pegarme." El padre le contestó, irritado:
"No me interesa hablar de eso". Andrés le respondió con paciencia: “Ya sé que para ti no es agradable, papá. Tal vez pienses que mi intención es reprochártelo y hacerte sentir mal, pero no es así. Quiero que seamos amigos. Quiero entender qué es lo que te pasaba entonces; debes de haber sido muy desdichado". Pero Santiago se negaba a escuchar; no condenaba ni admitía la conducta que había observado con su hijo en el pasado, como si prefiriera que aquellos hechos quedaran en una especie de limbo, ni real ni irreal, envueltos en una bruma impenetrable. Andrés lo intentó varias veces, pero no sirvió de nada. "¿Por qué no me escuchas?", le preguntó a su padre. "¿Por qué no aceptas la realidad y cómo fueron las cosas?". Un día, su padre le contestó, también gritándole: "¿Por qué no aceptas
tú
el hecho de que nunca voy a ser el padre que tú quieres?". Los dos hombres se miraron en silencio, impresionados, como si por un momento vieran algo de sí mismos que de inmediato olvidarían. "No es posible que yo haya sido tan cruel como él dice", pensó Santiago, negándose a admitir tal posibilidad. "No es posible que yo quiera hacerlo sufrir", pensó Andrés, pensando lo mismo que su padre. Y pronto reanudaron los gritos.