Clara y la penumbra (45 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Clara y la penumbra
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—¡Yo sé muy bien lo que soy! —estalló Clara—. ¡Y ahora también sé lo que es usted!

—Falso. Usted no sabe lo que es.

—¡Déjeme en paz!

Van Tysch la observaba fijamente.

—Esta expresión está mejor. Orgullo herido. Autocompasión. Es interesante ese temblor de labios. ¡Si lograra también el brillo sería perfecto...!

Hubo un largo silencio. Van Tysch se inclinó sobre ella acodándose encima de su hombro izquierdo. Su chaqueta rozaba el cuerpo desnudo de Clara y el peso de su brazo sobre el hombro la obligaba a mantenerse tensa. Ella notó que la miraba como a un interesante problema pictórico, un dibujo de trazo difícil o delicado del que no acababa de sentirse satisfecho. Desvió la vista de los ojos de Van Tysch. Transcurrió una eternidad hasta que oyó su voz de nuevo.

—Qué extraordinaria miseria somos los seres humanos. ¿Quién ha dicho que podemos, alguna vez, ser obras de arte? A mis «Flores» les duele la espalda. Mis «Monstruos» son criminales y tarados. Y «Rembrandt» es como una burla de los verdaderos cuadros de un verdadero pintor. Le contaré una anécdota. El arte hiperdramático lo inventó Vasili Tanagorsky. Llegó un día a una galería, durante la inauguración de una exposición de sus obras, se subió a un podio y dijo: «La pintura soy yo». Fíjese qué broma. Pero Max Kalima y yo éramos muy jóvenes entonces y nos lo tomamos en serio. Un día fuimos a visitarlo. Tenía demencia senil y estaba ingresado en un hospital. Por la ventana de su habitación se vislumbraba un precioso ocaso inglés. Tanagorsky lo contemplaba sentado en una silla. Al verme, señaló el horizonte y me dijo: «Bruno, ¿qué le parece mi último cuadro?». Y Kalima y yo nos reímos pensando que ahora hablaba en broma. Pero eso sí
era serio.
La naturaleza resulta, en conjunto, una obra mucho más admirable que el hombre.

Mientras hablaba deslizó un dedo por los rasgos de Clara: la frente, la nariz, los pómulos. Su codo continuaba apoyado en el hombro de ella.

—Qué terror... Qué gran terror el día en que un pintor sepa hacer una obra de arte
de verdad
con un ser humano.

¿Sabe cómo creo yo que sería esa obra? Una que todo el mundo
aborrecería.
Mi sueño consiste en hacer, algún día, una obra por la que se me insulte, se me desprecie, se me maldiga... Ese día habré hecho arte por primera vez en mi vida. —Se apartó de ella y le entregó el albornoz—. Estoy cansado. Mañana seguiré pintándola.

Dio media vuelta y echó a caminar. Parecía conocer perfectamente la dirección, pese a que la oscuridad ya era casi total. Clara lo siguió con las manos en los bolsillos del albornoz, tambaleante, tiritando de frío y calambres debido a la prolongada inmovilidad. En el porche aguardaban Gerardo y Uhl. Las luces del techo los encapuchaban de oro. Era como si nada hubiese sucedido: Clara creyó incluso que se encontraban en la misma posición en que recordaba haberlos visto por última vez. Gerardo tenía las manos en la cintura. En el Mercedes, aparcado frente a la casa, se agazapaba la silenciosa sombra de Murnika de Verne, la secretaria del Maestro.

De súbito, como si se le hubiera ocurrido algo, Van Tysch se detuvo a medio camino y se volvió. Clara también se detuvo.

—Acérquese más al coche —dijo Van Tysch—. Pero no mucho. Deténgase ahí.

Ella se desplazó hacia donde él señalaba. Toda la mitad superior de su cuerpo se reflejaba ahora en la luna negra opaca de la ventanilla del automóvil.

—Mire hacia la ventanilla.

Lo hizo. No vio otra cosa que su propio cuerpo envuelto en el albornoz y su pelo corto y rojo oscurecido por la noche. De repente, la sombra trémula de Van Tysch apareció junto a ella. Su tono de voz revelaba desesperación.

—¡Ahora...! ¡He vuelto a verlo...! ¡En la foto del catálogo está usted frente a un
espejo...
! ¡Son los espejos...! ¡Los espejos le producen
eso
en los ojos! ¡He sido un imbécil! ¡Un verdadero imbécil!

Aferró a Clara del brazo y la arrastró hacia la casa. Al mismo tiempo gritaba frases a sus ayudantes, que desaparecieron velozmente por la puerta. Cuando Van Tysch y Clara entraron, Gerardo y Uhl estaban acercando uno de los espejos de cuerpo entero al centro del salón. El pintor situó a Clara frente a él.

—¿Era esto...? ¿Era esto tan simple lo que buscaba...? ¡No, no me mire a mí! ¡Mírese
usted...
!

Clara contempló su propio rostro en el cristal.

—¡Se mira a sí misma y se
enciende!
—exclamó Van Tysch—. ¡No puede evitarlo! ¡Se mira y se... se convierte en otra cosa...! ¿Le fascina ver su imagen?

—No sé —respondió ella tras una pausa—. Un día, cuando era niña, entré en un desván... Había un espejo, pero yo no lo sabía... Lo vi y me asusté...

—Retroceda.

—¿Qué?

—Vaya hacia la pared y siga mirándose en el espejo desde allí... Así... Exacto, cuando se observa desde lejos, su expresión cambia... Se hace
más intensa.
En el coche, perdió
eso
al acercarse... ¿Por qué...? Necesita contemplarse de lejos... Necesita ver su imagen a cierta distancia... Su imagen lejana... ¿O quizá
más pequeña...?
¡También vi aparecer esa expresión cuando me acerqué a usted en el
Plastic Bos!
¡Pero en ese momento no había espejos a su...! —Se detuvo y alzó un índice—. ¡Yo llevaba gafas! ¡Gafas...! ¿Este objeto le dice algo?

Clara no creía haber dado muestras de un sobresalto especial, pero Van Tysch lo había notado. Se acercó a ella con las gafas puestas, cogió su cara entre las manos y le habló con una voz que casi era dulce.

—Cuente. Vamos, cuente. Hay cosas dentro de nosotros, leves, frágiles y domésticas como los niños. Detalles nimios pero más importantes que toda nuestra vida. Sé que está luchando por recordar algo así.

Una diminuta Clara observaba a Clara desde los cristales de las gafas de Van Tysch. Las palabras salieron de sus labios, obedientes, a infinita distancia de su mente aturdida.

—Sí, hay algo —susurró—. Pero nunca le di mucha importancia.

—Eso es exactamente lo que más importa —dijo Van Tysch—. Cuéntelo.

—Mi padre entró una noche en mi habitación... Sucedió cuando ya estaba enfermo...

—Continúe. Pero no deje de mirarse en mis gafas mientras habla.

—Me despertó. Me despertó y me asustó. Pero él ya estaba enfermo...

—Siga.

—Acercó mucho su rostro al mío... mucho...

—¿Encendió una luz?

—Una lámpara en mi mesilla de noche.

—Siga. ¿Qué hizo después?

—Acercó mucho su rostro al mío —repitió Clara—. No hizo nada, sólo eso. Llevaba las gafas puestas. Las gafas de mi padre eran muy grandes. A mí siempre me lo parecieron. Muy grandes.

—Y usted se vio reflejada en ellas.

—Sí, creo que sí... Ahora recuerdo que... Vi mi rostro en los cristales. Por un momento pensé en un cuadro: la montura era gruesa y parecía el marco... Yo estaba dentro del cristal...

—¡Siga! ¿Qué ocurrió entonces?

—Mi padre me dijo algunas cosas que no entendí. «¿Te pasa algo, papá?», le pregunté. Pero él sólo movió los labios. De repente, no sé por qué, pensé que no era mi padre quien estaba allí conmigo sino otra persona. «Papá, ¿eres tú?», le pregunté. Y él no me respondió. Aquello me dio mucho miedo. Volví a preguntarle: «¡Papá! ¡Dime, por favor, si eres tú!». Pero no me respondió. Me eché a llorar mientras él se marchaba de la habitación y...

—Es perfecto —dijo Van Tysch—. Cállese ya. Es perfecto. —Hizo señas a Gerardo y Uhl para que se acercaran—. Su expresión, ahora... Un rostro de horror y piedad, de amor y de espanto. Es perfecto. Ha aflorado. La he pintado. Es mía.

Se volvió hacia sus ayudantes y empezó a hablar en holandés. Ella comprendió que hablaba del cuadro. Les daba instrucciones. Había cambiado por completo de actitud, ya no se mostraba furioso ni emocionado. Era como si pensara en voz alta, abstraído por simples dificultades técnicas. Luego hizo una pausa y volvió a mirar a Clara. Sumida aún en la tensión de lo que acababa de recordar, ella sonrió débilmente.

—Pero nunca he creído que esto que me sucedió de niña me marcara de forma especial... Yo... Mi padre estaba muy enfermo y... y se comportaba así. No quería hacerme ningún daño... Yo lo entendí con el tiempo...

—A mí no me importa si la ha marcado o no —replicó Van Tysch con aspereza—. Soy pintor de personas, no sicoanalista. Además, ya le he dicho que usted no me importa en absoluto, de modo que ahórrese sus estúpidas observaciones. Ya tengo lo que buscaba. Colocaremos un espejo oculto frente a usted, de forma que el público no pueda verlo pero usted se refleje en él. Y ya está.

No volvió a dirigirse a Clara. Dio las últimas instrucciones a Gerardo y Uhl y abandonó la casa. El Mercedes arrancó. Después vino el silencio.

Regresó del baño envuelta en una toalla, con los cabellos de nuevo rubios, la ausencia de cejas, la piel imprimada. Gerardo estaba sentado en el suelo del salón con la espalda apoyada en la pared. Al verla aparecer, se levantó y le tendió un papel doblado. Se trataba de una fotocopia a color de un cuadro clásico.

—Supongo que ya puedes saberlo. Se titula
Susana sorprendida por los ancianos.
Rembrandt lo pintó hacia 1647. ¿Conoces la historia...? Es de la Biblia...

Se la contó. Susana era una joven virtuosa casada con un hombre virtuoso. Dos viejos jueces la acosaron cuando se disponía a tomar un baño en el jardín de su casa. Ella se negó a complacerlos y los ancianos la acusaron de adulterio. Fue condenada a muerte, pero Daniel, el juez sabio, la salvó en el último momento probando que la acusación era falsa.

—En el cuadro de Rembrandt, Susana, de cabello rojo oscuro, acaba de desnudarse, apenas le queda el camisón... Los dos viejos han aparecido por detrás... Se echan sobre ella... Ella tiene un pie dentro del agua, como si uno de los viejos la hubiese empujado...

La habían estado abocetando así desde el principio, le explicó: el pelo rojo, desnuda, vigilada por las noches, acosada y humillada por dos hombres. Todo el hiperdramatismo había girado alrededor de esas ideas.

—El dibujo ya está —dijo Gerardo—. Ahora queda acabar el cuadro. En estos días nos dedicaremos a perfilar la postura y el color corporal y a fijar tus expresiones hiperdramáticas. Te advierto que el trabajo seguirá siendo difícil, pero lo peor ha pasado ya. —Su tono revelaba un gran alivio—. Luego te iluminaremos con las lámparas de claroscuro y te colocaremos en el lugar destinado a la obra dentro del Túnel. —Tras una pausa, preguntó, sonriendo—: ¿Cómo te sientes después del vendaval?

—Bien —dijo ella. Y se echó a llorar.

Una fina y extraña humedad invadió entonces sus mejillas. La sensación fue tan sorprendente que, al pronto, no supo identificarla. Pero mientras buscaba la protección del cuerpo de Gerardo, descubrió que, por primera vez desde que la habían imprimado, volvía a tener lágrimas.

La mujer que avanza con paso enérgico hacia la casa tiene el pelo corto, es muy delgada y viste ropa deportiva de calidad: cazadora, blusa, vaqueros ceñidos y botas; lleva gafas de sol y un pequeño bolso en la mano izquierda. Su actitud envarada no encaja con el apacible lugar que la rodea. A ambos lados del terreno de grava por el que camina se extiende el césped perfectamente cortado, la sombra exacta de algunos árboles y una valla a lo lejos delimitando un prado donde pueden advertirse varios ponis con manchas color café. Más allá, el paisaje forma ondulaciones de colinas, alfombras de pastos crespos de hierba, manchas de matorrales y bosques, todo el ambiente húmedo e infinito de los páramos de Dartmoor al oeste de Inglaterra. La tarde está concluyendo y el sol se inclina a la izquierda de la mujer. La casa hacia la que se dirige posee dos cuerpos: uno alargado, con dos chimeneas y ocho ventanas, y el otro, perpendicular al primero, más pequeño. En la puerta de entrada aguarda una doncella en impecable uniforme. Es más bien obesa y su piel es muy blanca. Sonríe mientras la mujer se acerca, pero ésta no le devuelve la sonrisa. Un pájaro virtuoso, una de esas aves que sin duda intrigarían al naturalista, canta en algún lugar.

—Buenas tardes, señorita. Pase, por favor.

La doncella, risueña, de mejillas coloradas, tenía acento galés. Aunque Wood no contestó, no por eso la doncella perdió un ápice de su aparente felicidad. La casa era confortable y espaciosa; olía a maderas nobles.

—Tenga la bondad de esperar aquí, señorita. El señor la recibirá en seguida.

Era un salón inmenso; se accedía a él bajando por tres peldaños de piedra en semicírculo. Wood los bajó muy despacio, como si estuviera participando en algún espectáculo. Sus botas Ferragamo repicaron sobre la piedra. Por un momento pensó en quitarse las gafas de sol, pero el resplandor de la pared acristalada del fondo le hizo cambiar de decisión. Aquellas gafas Dior hacían juego con su pelo corto sobre el que se había aplicado algunos reflejos en canela. El asesor de belleza del salón al que solía acudir en Oxford Street le había aconsejado conjuntos deportivos en tonos tostados y cremas. Wood eligió una cazadora de fino algodón, una blusa sin cuello con cordones y pantalones ceñidos. El bolso era pequeño, poliédrico y ligero: parecía como si los dedos de su mano izquierda no sostuvieran nada.

Echó un rápido vistazo al lugar mientras esperaba de pie. Sobrio, amplio, cómodo y campestre, decidió. «Tiene más dinero, pero sus gustos no han variado», se dijo. Amplias alfombras indígenas, tresillos en colores discretos, una enorme chimenea y aquella pared de cristal al fondo con una puerta de doble hoja que daba paso a una especie de magnífico jardín del paraíso. Sólo había dos cuadros adornando la sala: uno junto a las puertas acristaladas y otro cercano a la pared de la derecha, más allá de la gigantesca alfombra. Este último era un chico rubio de unos veinte años, desnudo, que se cubría el pubis con las manos. No estaba pintado aunque sí ligeramente imprimado. Respiraba ostensiblemente, parpadeaba con frecuencia y parecía muy pendiente de los movimientos de Wood. Era como si no fuera un cuadro sino un muchacho normal y corriente, atractivo, sin ropa, de pie en la habitación. Se titulaba
Retrato de Joe,
y era de Gabriel Moritz. Moritz pertenecía a la escuela francesa del natural-humanismo. Wood conocía perfectamente aquella tendencia. El natural-humanismo rechazaba cualquier intento de convertir en arte a una persona, y por lo tanto se oponía frontalmente al hiperdramatismo puro. Para los humanistas los cuadros eran, sobre todo, seres humanos. Sus modelos carecían de pinturas corporales y se mostraban tal como aparecían en la vida cotidiana, desnudos o vestidos, posando casi sin entrar en Quietud. Los natural
-
humanistas presumían de no ocultar las imperfecciones de un cuerpo: Wood pudo observar la cicatriz de una herida probablemente infantil en la rodilla derecha de
Retrato de Joe y
la vírgula de una lejana operación de apendicitis. El chico parecía estar un poco harto de exhibirse. Mientras Wood lo observaba, carraspeó, hinchó el pecho y se pasó la lengua por los labios.

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