—Todos nuestros problemas resueltos —dijo al colgar, sonriendo de aquella forma tan desagradable—. Era Braun. Óscar Díaz ha muerto.
Bosch saltó de su asiento.
—¡Lo atraparon, por fin!
—Oh, no. Lo encontraron dos aficionados a la pesca flotando en el Danubio esta madrugada. Se creían que era la carpa de sus vidas, la carpa Guinness de los Récords, y era Óscar. Bueno, más bien lo
que quedaba
de Óscar. Según el informe preliminar, lleva muerto más de una semana... Por eso les interesaba hacer desaparecer su cadáver.
—¿Qué?
Wood no contestó de inmediato. Aunque la sonrisa persistía en su rostro, de repente Bosch se daba cuenta de la inmensa furia que la paralizaba.
—
Que no era Óscar Díaz
el tipo que recogió a Annek el miércoles pasado.
La afirmación sumió a Bosch en el desconcierto.
—¿Que no era...? ¿Qué estás diciendo...? Díaz se presentó el miércoles a la hora de siempre, charló con sus compañeros, se identificó y...
Se detuvo de repente, como frenado por el muro de piedra de la mirada de Wood.
—No puede ser, April. Una cosa es usar la ceru para escapar de la policía y otra... otra muy distinta
imitar
a alguien hasta el punto de engañar a quienes lo conocen, a quienes lo ven todos los días, a los compañeros que lo saludaron el... el miércoles... a los filtros de seguridad... a todos... Para hacerte pasar por alguien tienes que ser un verdadero especialista en cerublastina. Un maestro absoluto.
Wood seguía mirándolo. Aquella sonrisa le helaba la sangre.
—Ese hijo de puta, sea quien sea, nos la ha pegado, Lothar.
Había dicho esto último en un tono que Bosch conocía perfectamente. Era el de la venganza. La señorita Wood podía perdonar la inteligencia ajena siempre que no fuera superior a la suya. No soportaba que el adversario hiciese algo que a ella no se le había ocurrido. Dentro del corazón de aquella mujer delgada ardía un volcán negro de orgullo y perfeccionismo. Bosch comprendió, con la súbita certeza con que se comprenden a veces las verdades más profundas e indemostrables, que Wood había roto la veda, que el «perro guardián» perseguiría a ese gran adversario, fuera quien fuese, y no se detendría hasta atraparlo con sus mandíbulas abiertas.
Y ni siquiera entonces: después de morderlo, lo trituraría.
—Nos la ha pegado, nos la ha pegado... —repitió ella en un tono casi musical, silbante, separando apenas las dos hileras de perfectos dientes blancos, lo único blanco en la oscuridad de la habitación.
Una muesca blanca sobre fondo negro.
LAS FORMAS DEL BOCETO
Puntos, líneas, círculos, triángulos, cuadrados, polígonos... Debemos pensar en estos términos al comenzar a abocetar un cuadro humano. Luego tendremos que añadir sombras.
Tratado de pintura hiperdramática
BRUNO VAN TYSCH
—Si crees que somos figuras de cera... deberías pagar...
—¡Por el contrario...! Si crees que estamos vivos, ¡deberías hablarnos!
CARROLL
Un punto no es una forma, en realidad. Se equivoca quien piense que un punto es redondo. El punto existe en la medida en que existen líneas que se entrecruzan. Sin embargo, las líneas y todo lo demás, el resto de formas y de cuerpos, están hechos de puntos. El punto es lo invisible-imprescindible, lo inmensurable-inevitable. Puede que Dios sea un punto, solitario y remoto en Su perfecta eternidad, piensa Marcus.
Marcus Weiss sostiene un punto entre sus dedos cerrados.
Amigos, es más jodido de lo que parece.
El gesto es: brazo izquierdo extendido, palma de la mano hacia arriba, los cinco dedos formando una pequeña cúspide. Si las yemas se juntan lo suficiente, el vacío central desaparece entre las curvas de carne. Y ahí, en el centro, está el punto que sostiene Weiss.
¿Creéis que es fácil? Pues no, amigos, es jodido.
Durante los bocetos, Kate Niemeyer colocó sobre los dedos de Marcus una pelotita de pimpón. La pelotita se convirtió en canica en el boceto siguiente; luego en garbanzo y guisante, como en los cuentos infantiles. Por último, Kate decidió que no hubiera nada. «La idea es seguir con la pelotita, pero invisible. Tú se la ofreces al público. La gente te mirará y se preguntará: ¿qué tiene entre los dedos? Llamarás la atención y se acercarán a ti.» Marcus comprende que la curiosidad es un gran anzuelo para el artista que sabe utilizarla.
Llevaba varias horas aquella tarde sosteniendo el punto invisible. Una niña de rizos rubios, vestido naranja y gafas rojas (una de las últimas visitantes) se había alzado de puntillas para ver lo que Marcus escondía entre los dedos. Weiss se quedó sin conocer la expresión de su rostro cuando por fin la niña comprobó que no había nada: estaba obligado, como obra de arte, a mirar al frente con ojos pintados de blanco. Se preguntaba qué diablos hacía una niña tan pequeña en la galería, donde se exponían sólo cuadros para adultos. De hecho, Marcus se hubiera prohibido a sí mismo para menores de trece. No tenía hijos (¿qué cuadro podía
tenerlos?),
pero respetaba profundamente a los niños y consideraba que su «atuendo» como obra de Niemeyer distaba de ser infantil: se hallaba completamente desnudo, con el cuerpo barnizado de color bronce mediante aerógrafo dérmico, y el pene y los testículos (depilados, visibles) en blanco mate, igual que los ojos. Una fastuosa corona de plumas amarillas y celestes con puntos en púrpura, en forma de ornamento azteca o librea de ave tropical, ceñía su frente. Sus músculos artesanos, trabajados durante años con paciencia de constructor de maquetas, relucían en metal broncíneo uno a uno, reflejando sombras móviles y destellos de focos halógenos.
Cansado de sostener la Nada, se alegró de saber que ya había llegado la hora de cierre. Lo supo cuando vio entrar al técnico de mantenimiento de
Ritmo/Equilibrio,
de Philip Mossberg.
Ritmo/Equilibrio
era el óleo que se exhibía frente a él, un lienzo de diecisiete años llamado Aspasia Danilou pintado en colores suaves, casi desleídos, que no disimulaban su anatomía. Su pubis no estaba depilado porque Mossberg siempre usaba lienzos sin depilar para sus cuadros. Aspasia parpadeó, se movió, le entregó al técnico la sábana de raso que sostenía con la mano izquierda y se marchó hacia el baño ágilmente, no sin antes despedirse de Marcus con un gesto. Hasta mañana, Marcus, ya nos veremos, por supuesto que sí, estaremos todo el día mirándonos. No era mal lienzo la preciosa Aspasia. Marcus pensaba que llegaría lejos, pero sólo tenía diecisiete años y éste era su primer original. Había intentado ligársela recién llegada a la galería, pero la chica había pretextado varias excusas y rechazado sistemáticamente sus asedios hasta que él pudo darse cuenta de que, en ciertas materias de la vida, Aspasia ya contaba con amplia experiencia.
Marcus era la obra de Kate Niemeyer
¿Quieres jugar conmigo?
Valía doce mil euros y no confiaba en ser vendido. El último en marcharse era él. Ningún técnico lo ayudaba, nadie se acercaba para quitarle el penacho de plumas: tenía que irse solo. La mano con que sostenía la Nada le dolía un poco. El brazo también.
—
Au revoir,
Habib.
—
Au revoir,
señor Weiss.
Apartó los pies descalzos pintados de bronce y negro del reluciente camino de la aspiradora de Habib. Se llevaba muy bien con el encargado de la limpieza de aquella planta. Habib había vivido en Aviñón antes de trasladarse a Munich, y Weiss, que conocía y admiraba aquella ciudad (estuvo expuesto en dos ocasiones en una galería a orillas del Ródano), disfrutaba invitando al marroquí a cerveza y cigarrillos y perfeccionando su francés. Además, el gran Habib practicaba meditación zen: nada mejor que eso para hacer buenas migas con Marcus. Compartían libros y pensamientos.
Pero aquella noche sólo se dirigió a Habib para despedirse. Tenía prisa.
¿Estaría esperándolo
ella?
Pensaba que sí, no se atrevía a suponer lo contrario. Se habían conocido la tarde anterior, pero Marcus poseía suficiente experiencia para saber que aquella muchacha no era de las que se toman las cosas a broma. Fuera quien fuese y quisiera lo que quisiese de él, Brenda
iba en serio.
Bajó la escalera hasta el cuarto de baño de la segunda planta. Sieglinde, que era
Dríada,
de Herbert Rinsermann, ya había llegado y se encorvaba sobre el lavabo cuando Marcus entró. Tenía la cabeza bajo el grifo y se frotaba el pelo con fuerza. Su atlética figura era un arco de carne sin átomo de grasa. Las falsas ramas de zarzamora que la envolvían en el cuadro se apoyaban en la pared, adornadas de puntos rojos, gotas de sangre artificial. En su tobillo izquierdo se retorcía la complicada firma de Rinsermann. Marcus y Sieglinde se habían conocido dos años antes durante unas clases de Ludwig Werner para lienzos de todas las edades en Berlín. Desde entonces eran amigos. Y ahora habían vuelto a coincidir en la galería Max Ernst.
Marcus se inclinó junto a ella, cuidando de no estropear su penacho de plumas, y habló con voz cavernosa.
—Buenas tardes.
El rostro de Sieglinde emergió del agua repujado de perlas diminutas.
—¡Hola, Marcus! ¿Qué tal te ha ido?
—No demasiado mal —sonrió enigmáticamente mientras se quitaba la corona.
—Muy contento te veo hoy. ¿Acaso te han comprado?
—Ni lo sueñes.
—¿Otro original en perspectiva, entonces?
—Quizá.
Sieglinde giró hacia él y apoyó manos y glúteos en el borde del lavabo. Su pelo corto era un húmedo yelmo de oro. Miraba a Weiss con toda la burla de sus diecinueve años de edad.
—Vaya, me alegro. Ya estaba harta de verte pintado de bronce. ¿Y se puede saber quién es el artista que quiere pasar a la posteridad haciendo algo con usted, señor Weiss?
—Ocúpate de tus propios asuntos —dijo Marcus medio en broma.
Sieglinde se echó a reír y siguió limpiándose. Marcus entró en una de las duchas y adosó un frasco de disolvente al grifo. El óleo de su cuerpo empezó a fluir rodillas abajo. Dio vueltas sumergido en aquel placer vertical. Distinguía partes de la anatomía de Sieglinde a través de la puerta entornada, rápidos atisbos de sus músculos jóvenes. «Juventud, un punto sin retorno —pensó—. Te compran antes y pagan más cuando eres un lienzo joven.» Recordó que Rinsermann había logrado vender a Sieglinde como exterior estacional a una antigua familia bávara. Vender un estacional no es fácil, porque son cuadros que se exhiben sólo durante una determinada época del año, el verano en el caso de
Dríada.
Marcus había visto aquella obra varias veces. No es que Rinsermann le gustara especialmente, pero encontraba
Dríada
más que aceptable. Se trataba de una especie de ninfa de los bosques pintada en naranjas, ocres y rosados diluidos y envuelta en zarzamoras cuyas espinas parecían clavarse en su cuerpo desnudo. La expresión del rostro era todo un acierto: entre miedo, sorpresa y dolor. Pero su dueño, en opinión de Marcus, era mejor que la obra. Uno de esos dueños que un cuadro sólo encuentra una vez cada diez años. No sólo había decidido instalar a Sieglinde en el jardín por un plazo de tres veranos antes de la sustitución (que era lo mismo que decir trabajo fijo durante tres meses y disponibilidad el resto del año), sino que, además, no había puesto inconveniente alguno en cederla para exhibición temporal a las galerías de la ciudad, como ahora sucedía con la Max Ernst, con lo cual Sieglinde cobraba un extra de mil quinientos, coma, treinta y dos euros mensuales en concepto de exposición de una obra vendida. Weiss se alegraba por ella, pero no podía dejar de sentir cierta punzada de envidia. Su amiga tenía en el rostro la felicidad que otorga haber sido comprada. En cambio, nadie quería jugar con
¿Quieres jugar conmigo?
Estaba seguro de que Kate tampoco lograría venderlo esta vez, como no lo había vendido en ocasiones anteriores. Ahora bien, ¿era culpa de Kate o de él?
Cerró el grifo de la ducha y repasó su cuerpo sin pintura con la mirada y las manos. Se mantenía en forma, desde luego. Sus músculos, perros fieles y entrenados, proseguían su inagotable labor arquitectónica. Gente como Kate Niemeyer seguiría pintándolo (o eso creía, al menos) durante algunos años más, pero sabía que a sus cuarenta y tres de edad ya podía empezar a prepararse para la artesanía si es que quería sobrevivir. Era un mercado que crecía a un ritmo imparable. Los coleccionistas atesoraban en privado Sillas, Pedestales, Mesas, Floreros, Ceniceros y Alfombras humanas, y empresas como Suke, Ferrucioli Studio o la Fundación Van Tysch diseñaban, vendían y usaban adornos de carne y hueso todos los días. Tarde o temprano las leyes tendrían que permitir la venta oficial de aquellos objetos, porque ¿adónde irían a parar, si no, los lienzos viejos y los jóvenes que eran rechazados como obras de arte? Marcus sospechaba que acabaría vendido como adorno en la casa de cualquier solterona sonriente. Llévese un recuerdo de Alemania, señora. Aquí está Marcus Weiss, preciosas cachas nacaradas, un souvenir ario que puede armonizar junto a su chimenea.
A Weiss le quedaban pocas oportunidades. Las oportunidades también son puntos, átomos, líneas que se entrecruzan, cosas ínfimas e invisibles, residuos de la nada. ¿Cuántas había perdido él? No llevaba la cuenta. Era modelo desde los dieciséis años. Había estudiado arte HD en su ciudad natal, Berlín, y trabajado para algunos de los mejores pintores de su generación. Y de repente todo se había eclipsado. Empezó rechazando ofertas debido a que, en parte, quería vivir en paz. Le gustaba ser cuadro, pero no tanto como para inmolar por ello toda su vida sentimental. Sabía, sin embargo, que las obras maestras viven solas, aisladas, no se casan, no tienen hijos, no aman ni odian, no gozan ni sufren. Las verdaderas obras maestras como Gustavo Onfretti, Patricia Vasari o Kirsten Kirstenman apenas podían llamarse «personas»: lo habían entregado
todo
—cuerpo, mente y espíritu— a la creación artística. Pero Marcus Weiss añoraba demasiado la vida, y quizá por eso había empezado a aflojar el ritmo. Ahora ya era demasiado tarde para rectificar. Lo peor era que seguía solo. No era una obra maestra, pero tampoco el ser humano que le hubiese gustado ser. No había conseguido ni una cosa ni otra.
Se angustió al pensar que aquello que Brenda le iba a proponer esa tarde muy bien podía convertirse en su última oportunidad.
Sieglinde lo esperaba en la puerta del vestuario cuando él salió. Solían marcharse juntos. Bajaron la escalera con sus mochilas al hombro: en la de él viajaba el penacho de plumas sintéticas de papagayo azteca, en la de ella las ramas de zarzamora. Las etiquetas colgadas de la muñeca de ambos oscilaban con los gestos. Sieglinde hablaba y Marcus respondía con monosílabos. Se sentía cada vez más nervioso. Si Brenda no había cumplido su palabra, si no estaba esperándolo abajo tal y como había prometido, podía despedirse también de aquella oportunidad.