Hubo un largo silencio. Oslo se pasó la mano por la frente empapada de sudor. Wood añadió, con una nueva sonrisa:
—Ésta es la clase de «injusticia» en la que te propongo que colabores.
—No has cambiado —dijo entonces Oslo—. No has cambiado, April. ¿Qué es lo que quieres impedir en realidad? ¿La pérdida de un cuadro o la de tu confianza en ti misma?
—Hirum.
Aquella voz susurrante y eléctrica. Aquel murmullo gélido que te paralizaba como la bífida burla de una serpiente paraliza a su pequeña víctima. Wood se inclinó hacia adelante como si su cuerpo hubiera perdido el centro de gravedad. Habló con extrema lentitud, en un tono que hizo que Oslo se removiera en el asiento.
—Hirum, si quieres ayudarme, dime tu jodida opinión de una puta vez.
Tras una pausa, inalterable, con los ojos de cuarzo azul clavados en Oslo, Wood agregó:
—Discúlpame por esta visita apresurada, Hirum. En realidad, ya me has ayudado mucho. No tienes por qué seguir haciéndolo.
—No, espera, dame el catálogo. Lo estudiaré y te llamaré mañana. Si encuentro un cuadro más probable que los otros, te lo diré.
Dudó un instante antes de proseguir, como si valorara la utilidad de obtener aquella débil promesa de una persona que miraba como ella miraba y hablaba en aquel tono terrible.
—Prométeme que intentarás que nadie resulte perjudicado, April.
Ella asintió y le entregó el catálogo. Después se levantó y Oslo la acompañó de regreso a la casa.
La noche se cernía sobre el mundo.
El paisaje son manos que se abren en las tinieblas, como intentando atrapar algo. Penden de las farolas, se adhieren a las paredes y la caja acorazada de los tranvías, ondean en las arcadas de los puentes que cruzan los canales. Es la imagen elegida para la publicidad de «Rembrandt», la mano del Ángel de
Jacob lucha contra el ángel,
el cuadro que se presentará a la prensa en el Viejo Atelier ese mismo día, jueves 13 de julio, la obra que abrirá el fuego de la exposición más asombrosa de la década.
Bosch pensaba, estremecido, que no podían haber encontrado un símbolo más apropiado. Él sabía que existía otra
mano
tendida en la oscuridad esperando atrapar algo. Conforme transcurrían los días, los temores de Wood habían ido cobrando más consistencia dentro de él. Si antes albergaba alguna duda sobre la posibilidad de que El Artista atacara «Rembrandt», ahora ya no dudaba. Estaba convencido de que el criminal se hallaba allí, en Amsterdam, y que había preparado una estrategia. Destruiría uno de los cuadros, a menos que ellos encontraran alguna forma de detenerlo. O de proteger la obra en cuestión. O de tenderle una trampa.
Gruesos nubarrones alfombraban el cielo cuando Bosch llegó al Nuevo Atelier aquella mañana de jueves. Por encima del tejado del museo Stedelijk podían advertirse los negros picos de los telones que constituían el «Túnel de Rembrandt», como la prensa había bautizado a la carpa de exhibición instalada en la explanada del Museumplein. El día era fresco, pese al verano. Bosch recordó que el pronóstico meteorológico anunciaba lluvia para el sábado, el día de la inauguración. «Lluvia, sí, y también rayos y truenos», pensaba. Al entrar en su despacho comprobó que todos los teléfonos tenían mensajes sin contestar, pero no pudo atender a ninguno porque le esperaban Alfred van Hoore y Rita van Dorn con un disco CD-ROM y unas ganas impresionantes de contar cosas y, en el caso del primero, mostrar sus nuevas simulaciones informáticas. Tanto Van Hoore como Rita llevaban pegatinas de la exposición en la solapa de sus chaquetas: una mano de Ángel diminuta tendida sobre la palabra «Rembrandt». A Bosch aquellas pegatinas le parecieron ridículas, pero se guardó de hacer ningún comentario. Sus dos colaboradores mostraban sonrisas de satisfacción por la buena marcha de las medidas de seguridad durante la presentación a la prensa del día anterior. Stein los había felicitado. Ambos parecían conscientes de su mérito. Bosch los miraba con cierta piedad.
—Me gustaría que te fijaras en este esquema, Lothar —decía Van Hoore señalando el esqueleto tridimensional del Túnel en el ordenador—. ¿Ves algo que te llame la atención?
—Esos puntos rojos.
—Exacto. ¿Sabes lo que son?
Bosch se removió en el asiento.
—Imagino que las salidas de emergencia del público.
—Exacto. ¿Y qué opinas sobre ellas?
—Alfred, por favor, dímelo tú. Voy a tener una mañana horrible. No estoy para examinarme.
Rita sonrió en silencio. El joven Van Hoore parecía ofendido.
—Hay
pocas
salidas de emergencia para los cuadros, Lothar. Hemos pensado más en el público, pero vamos a plantear un caso extremo. Un incendio.
Golpeó una tecla y el espectáculo comenzó. Van Hoore contemplaba la pantalla con la misma expresión de orgullo —pensaba Bosch— que Nerón la destrucción de Roma. En pocos segundos el Túnel tridimensional quedó envuelto en llamas.
—Ya sé que los telones no son inflamables y que Popotkin asegura que las luces de claroscuro no producen cortocircuitos como las lámparas normales. Pero vamos a imaginar que, pese a todo, se produce un incendio...
Igor Popotkin era el físico diseñador de las luces de claroscuro. También era poeta y pacifista, como muchos científicos rusos formados en la era de la
glasnost
y la
perestroika.
Stein decía que en un par de años le darían el Nobel de algo, aunque no se atrevía a imaginar de qué. Bosch había visto a Popotkin en un par de ocasiones durante sus visitas a Amsterdam. Era un viejecillo de rostro bovino. Le encantaba fumar hierba y se había recorrido todos los
coffee-shops
del Barrio Rojo coleccionando bolsitas.
—¿Qué crees que pasaría si hubiera un incendio, Lothar?
—Que la huida del público estorbaría la evacuación de los cuadros —dijo Bosch, entregado por completo al interrogatorio.
—Exacto. Y por lo tanto, la solución, ¿cuál sería?
—Hacer más salidas.
La expresión de Van Hoore tenía aires de falsa compasión, como la del presentador de concurso que advierte una respuesta errónea.
—No hay tiempo para eso. Pero se me ha ocurrido algo. Uno de los equipos de Seguridad estará destinado a evacuación de obras en caso de catástrofe. Mira.
Aparecieron monigotes en camisa y pantalones blancos y chaleco verde.
—Los llamo Personal de Emergencia Artística —explicó Van Hoore—. Se situarán en los puntos de recogida en el centro de la herradura del Túnel, con furgonetas especiales preparadas para alejarse a toda velocidad cargadas con los cuadros, si hubiera necesidad de ello.
—Fantástico, Alfred —atajó Bosch—. De veras. Me gusta. Es una solución perfecta.
Cuando el incendio de Van Hoore se extinguió le tocó el turno a Rita. Se limitó a repetir lo que ya se había decidido. La recogida la efectuarían siempre los mismos hombres identificados. En el Túnel habría una patrulla de Seguridad cada cien metros; llevarían linternas e irían armados, pero no encenderían ninguna luz salvo en caso de emergencia. Se colocarían tres dispositivos de frontera en el acceso con los instrumentos usuales: rayos X, puertas magnéticas y analizadores rápidos de imágenes. Los paquetes y maletas tendrían que dejarse a la entrada. Estaría prohibido introducir carritos de bebé. Con los bolsos no se podría hacer nada, salvo registrar al azar a las personas sospechosas, pero la probabilidad de que alguien lograra introducir un objeto peligroso en un bolso y no fuera detectado por ninguno de los filtros era menor del cero, coma, ocho por ciento. En el hotel de confinamiento (cuyo nombre, por supuesto, no se haría público) se efectuaría una vigilancia constante con tres agentes por cada cuadro. Los agentes que permanecieran en el interior de las habitaciones se incorporarían cada mañana después de un riguroso análisis de huellas y voz. Llevarían tarjetas de un solo uso con códigos que se renovarían diariamente, así como armas convencionales y muñequeras de descarga eléctrica.
—Por cierto —dijo Rita—, ¿a qué se debe este cambio de última hora en la lista de los agentes de servicio, Lothar?
—Soy yo el responsable, Rita —repuso Bosch—. Traeremos agentes nuevos de nuestra sede en Nueva York. Vendrán mañana.
Alfred y Rita se miraban, indecisos.
—Una medida adicional de seguridad —zanjó Bosch. Intentó mostrarse natural, porque no quería que sospecharan que les estaba ocultando cosas. Ni Van Hoore ni Rita sabían nada sobre la existencia de El Artista ni sobre los planes que April y él habían estado elaborando en común.
—Será la exposición más protegida de la historia del arte —sonrió Rita—. No creo que tengamos que preocuparnos tanto.
Asomó en ese instante su picuda cabeza Kurt Sorensen. Lo acompañaba Gert Warfell.
—¿Tienes un momento, Lothar?
«Claro, adelante», pensaba Bosch. Alfred y Rita hicieron sus bártulos y fueron sustituidos con rapidez vertiginosa por los recién llegados. Mantuvieron una mareante discusión acerca de la seguridad de las diversas personalidades que pensaban visitar el Túnel. Ninguno de los tres quiso hacer referencia al problema que más angustiaba a Bosch hasta el final. Sorensen dijo entonces:
—¿Atacará? ¿No atacará?
Warfell y Bosch se miraron, evaluando sus ansiedades respectivas. Bosch comprobó que Warfell parecía mucho más tranquilo y confiado que él.
—No atacará —dijo Warfell—. Se esconderá en la madriguera durante una temporada.
Rip van Winkle
lo tiene agarrado por las pelotas.
«Es él quien nos tiene a nosotros —pensó Bosch, mirándolos con desconfianza—. Y quizá lo esté ayudando uno de
vosotros dos.»
Bosch había perdido la poca esperanza que aún le quedaba en aquel sistema después de leer los primeros informes. En ellos se ofrecían tres clases de «resultados»: un perfil sicológico de El Artista, un perfil operacional y lo que se denominaba en el misterioso argot de
Rip van Winkle
«una poda», es decir, una eliminación de caminos accesorios. El perfil sicológico había sido trazado por más de veinte expertos trabajando aisladamente. Coincidían en una sola cosa: El Artista seguía los patrones clásicos del sicópata. Se trataba de un individuo frío, inteligente, incapaz de doblegarse a la autoridad. Los mensajes que obligaba a leer a las obras inducían a pensar que podía ser un pintor frustrado. A partir de ahí las opiniones diferían: su verdadero sexo no estaba claro, tampoco su orientación sexual; se hablaba de un solo individuo o de varios. El perfil operacional era más ambiguo. No se había logrado aún una cohesión satisfactoria entre las autoridades de fronteras de los países miembros. Se estaban revisando todos los casos de documentación falsa detectados por la policía en las últimas semanas, pero algunos países se mostraban reticentes a aportar sus datos. Descripciones de Brenda y de la Indocumentada obraban en poder de los agentes de aduanas, pero era imposible arrestar a alguien sólo por su parecido con un retrato informático. Se investigaba a todas las empresas fabricantes de cerublastina. Se rastreaba el movimiento de grandes sumas de dinero de una cuenta a otra en todos los bancos europeos, ya que se suponía que El Artista contaba con una economía desahogada. Los proveedores y fabricantes de las cintas estaban siendo interrogados.
Por último venía la «poda». Era lo más deprimente. Ciertos interrogatorios a modelos expertos en cerublastina habían sido realizados de manera especial. Bosch ignoraba lo que ocurría durante estos interrogatorios «especiales», pero las personas interrogadas desaparecían para siempre. El Hombre Clave lo había anunciado: habría víctimas, «inocentes pero necesarias».
Rip van Winkle
avanzaba a ciegas, como un leviatán demente, pero intentaba borrar las huellas que dejaba a su paso: los interrogatorios «especiales» no podían, de ninguna manera, hacerse públicos.
Bosch comprendía que se trataba de una carrera contrarreloj con sólo un ganador posible. O triunfaba el arte o triunfaba El Artista. Lo único que hacía Europa era lo que siempre se hace en estos casos: proteger los bienes de la humanidad, la herencia que la humanidad se transmitía a sí misma de generación en generación. Frente a esta herencia, la propia humanidad era prescindible. La importancia de una obra sagrada supera con creces la de un puñado de mediocres individuos mortales, aunque estos últimos fueran mayoría. Eso lo sabía Bosch desde sus tiempos de
provo:
lo sagrado, aun siendo minoritario, siempre era más
numeroso
que la mayoría, porque era admitido por
todos.
O por casi todos. Quizá los individuos interrogados por
Rip van Winkle
pensaran de otra manera, supuso Bosch.
Pero nadie los había escuchado.
—Por cierto —apuntó Sorensen—, mañana nos reunimos con Rip. Será en La Haya. ¿Lo sabíais?
Bosch y Warfell lo sabían. La cita había sido anunciada en el último informe. Por lo visto, contaban con nuevos «resultados» y querían discutirlos en vivo. Sorensen y Warfell tendían a pensar que El Artista ya había sido atrapado. Bosch no se mostraba tan optimista.
A mediodía, cerca de la hora del almuerzo, Nikki penetró en su despacho. Tenía una mano alzada y los dedos en forma de uve. Bosch casi saltó en su asiento, pero comprobó después que la supuesta uve de «victoria» significaba «dos». «Bueno, también es una victoria —pensó, entusiasmado—. Ayer nos quedaban cuatro.»
—Hemos logrado eliminar otros dos —anunció Nikki—. ¿Recuerdas que te dije que Laviatov pasó una temporada en la cárcel por robo? Bien, pues ha dejado la carrera de lienzo y ahora intenta abrirse paso con una galería de arte hiperdramático en Kiev. He hablado con él y con algunos de sus empleados, que han confirmado su coartada. No se ha movido de allí en las últimas semanas. En cuanto a Fourier, ya está comprobado: se suicidó hace seis meses tras una relación fracasada con uno de sus antiguos propietarios, pero la empresa de arte que lo vendía había ocultado la noticia para no dar mala impresión a otros lienzos. Los únicos que aún carecen de coartadas son éstos.
Desplegó los papeles sobre la mesa. Dos fotos, dos personas, dos nombres. Un rostro enmarcado en largos y ondulados mechones castaños, una mirada azul y profunda. Otro rostro casi infantil, sin rasgos, de cabeza rapada.
—El primero se llama Lije —explicó Nikki—. Tiene alrededor de veinte años, pero ignoramos su verdadero sexo. Trabajó sobre todo en Japón con artistas como Higashi, pero no es japonés. Es especialista en transgenéricos y en art-shocks. Del segundo sabemos más cosas: se llama Póstumo Baldi, nacido en Nápoles en 1986, también veinte años de edad y masculino. Es hijo de un pintor fracasado y una ex adorno, actualmente divorciados. Hay pruebas de que la madre intervino como lienzo en art-shocks marginales y que utilizó a su hijo desde muy temprana edad para que participara con ella. Baldi se especializó en transgenerismo. En 2000 Van Tysch lo eligió para pintar el original de
Figura
XIII,
una de las pocas obras transgenéricas del Maestro. Luego ha hecho art-shocks y retratos.