Grant movió afirmativamente la cabeza.
—Conozco el asunto, Nathaniel. Juwain.
—Sí, eso es —convino Nathaniel—. ¿Qué significa?
Grant sacudió la cabeza.
—Me gustaría poder decírtelo, Nathaniel. Me gustaría saberlo.
Se echó el equipaje al hombro, se agachó y rascó al perro detrás de la oreja. Nathaniel hizo una mueca de placer.
—Gracias —dijo, y comenzó a andar por el sendero.
Grant lo siguió.
Thomas Webster se sentó en la silla de ruedas, en el prado, y miró por encima de las colinas de la tarde.
Cumpliré ochenta y seis mañana, estaba pensando. Ochenta y seis. Son muchos años para un hombre. Demasiados quizá. Sobre todo porque ya no puedo caminar y apenas veo.
Elsie me preparará una torta estúpida, con velitas, y los robots me harán un regalo, y esos perros de Bruce vendrán a desearme felicidades meneando la cola. Y atenderé algunas llamadas de la televisión, aunque espero que no muchas. Y me golpearé el pecho y diré que llegaré a los cien, y todos se reirán tapándose la boca con la mano, y dirán: «oíd al viejo loco».
Ochenta y seis años, y sólo hubo dos cosas que me importó hacer. Una de ellas la hice, y la otra no.
Un cuervo pasó graznando sobre un cerro distante y se perdió en el valle sombrío. De muy lejos, río abajo, llegaban las voces de unos patos.
Pronto aparecerían las estrellas. Aparecían temprano en esta época del año. Le gustaba mirarlas. ¡Las estrellas! Golpeó los brazos de la silla con un fiero orgullo. Las estrellas, Señor, eran su alimento. ¿Una obsesión? Quizá. Pero por lo menos algo que podía borrar aquel estigma del pasado, un escudo para amparar a la familia contra los chismosos de la historia. Y Bruce estaba ayudando, también. Sus perros…
Detrás de él, en el césped, se oyeron unas pisadas.
—Su whisky, señor —dijo Jenkins. Thomas Webster clavó los ojos en el robot y tomó el vaso de la bandeja.
—Gracias, Jenkins —dijo. Hizo girar el vaso entre los dedos—. ¿Desde cuándo, Jenkins, preparas bebidas para la familia?
—Ya lo hice con su padre, señor —dijo Jenkins—. Y con el padre de su padre.
—¿Alguna novedad? —preguntó el anciano. Jenkins sacudió la cabeza.
—Ninguna.
Thomas Webster bebió un sorbo de whisky.
—Eso significa entonces que han salido del sistema solar. Ya no los oyen en Plutón. Están a medio camino, o más aún, de Alfa Centauri. Si yo llegase a vivir lo suficiente…
—Vivirá, señor —dijo Jenkins—. Lo siento en los huesos.
—Tú —declaró el anciano— no tienes huesos.
Bebió el whisky, a sorbos, lentamente, probándolo con una lengua experta. Demasiado aguado otra vez. Pero no diría nada. Era inútil protestar ante Jenkins. ¡Ese doctor! Le recomendó a Jenkins que aguara la bebida un poco más. Privar a un hombre de una bebida correcta en sus últimos años…
—¿Qué es eso que viene por allá? —preguntó Webster señalando el sendero de la colina.
Jenkins volvió la cabeza.
—Parece, señor —dijo—, que Nathaniel trae a alguien.
Los perros habían entrado en tropel a desearle las buenas noches, y ahora se iban.
Bruce Webster los miró irse, sonriendo.
—Buena pandilla —comentó, y se volvió hacia Grant—. Imagino que Nathaniel le habrá dado un buen susto esta tarde.
Grant levantó el vaso de brandy, mirando a través de él.
—Exactamente —dijo—. Pero fue un instante. En seguida recordé haber leído algo acerca de sus trabajos. No es mi especialidad, es cierto, pero su labor ha sido popularizada, en un lenguaje más o menos técnico.
—¿Su especialidad? —dijo Webster—. Yo creía…
Grant se rió.
—Comprendo qué quiere decir. Un censista. Un enumerador. Todo eso, se lo garantizo.
Webster parecía un poco incómodo.
—Espero, señor Grant, que no haya…
—De ningún modo —dijo Grant—. Estoy acostumbrado. Todos creen que pido nombres y fechas, y luego me voy y hago lo mismo con otro grupo de hombres. Así eran antes los censos, naturalmente. Contar cabezas, nada más. Cuestión de estadísticas. Al fin y al cabo, el último censo se realizó hace tres siglos. Pero éstos son otros tiempos.
—Me interesa —dijo Webster—. Esa referencia suya a contar cabezas tiene un aire casi siniestro.
—No es nada siniestro —dijo Grant—. Es lógico. Una evaluación de la población humana. Ya no se trata del número, sino de lo que realmente son, de lo que piensan y hacen.
Webster se hundió lentamente en su silla acercando los pies a la chimenea.
—No me diga, señor Grant, que va usted a psicoanalizarme.
Grant vació el vaso de brandy y lo puso en la mesa.
—No necesito hacerlo —dijo—. El Comité Mundial sabe todo lo necesario acerca de gentes como usted. Pero hay otros. Los vagabundos de los cerros, los llaman aquí. En el norte son los salvajes de los pinares. Más al sur son otra cosa. Una población oculta, casi una población olvidada. Son los que se escondieron en los bosques. Los que se escabulleron cuando el Comité Mundial aflojó las riendas del gobierno.
Webster lanzó un gruñido.
—Había que aflojar esas riendas —declaró—. Lo prueba la historia. Aun antes que apareciese el Comité Mundial los gobiernos soportaban la carga de diversos anacronismos. Hace trescientos años los gobiernos municipales tenían tan pocas razones de ser como hoy las tendrían los gobiernos nacionales.
—Tiene usted razón —dijo Grant—. Y sin embargo, cuando aflojó las riendas, el gobierno ya no pudo dirigir la vida ciudadana. El hombre que quería vivir sin que el gobierno lo vigilase (perder sus beneficios y huir de sus obligaciones) descubrió que la empresa era sencilla. El Comité Mundial no se inmutó. Tenía otras cosas de que ocuparse. Y las había en abundancia. Los granjeros, por ejemplo, cuyas vidas habían perdido todo sentido con el advenimiento de la hidroponía. A muchos de ellos les resultó difícil sumarse a la vida industrial. ¿Qué hicieron entonces? Escaparon. Volvieron a la vida primitiva. Cultivaban unas pocas cosas, cazaban, ponían trampas, recogían leña, robaban un poco de cuando en cuando. Privados de medios de subsistencia, volvieron a la tierra, volvieron atrás, y la tierra cuidó de ellos.
—Eso ocurrió hace trescientos años —dijo Webster—. El Comité Mundial no encontraba entonces motivo de preocupación. Hacía lo que podía, naturalmente, pero, como usted dice, no se inmutaba si unos pocos se le escapaban de las manos. ¿Por qué ahora tanto interés?
—Sólo, supongo —dijo Grant—, porque llegó el momento de hacerlo.
Miró a Webster atentamente, estudiándole. La cara de Webster, cómodamente sentado ante el fuego, era muy expresiva. Las sombras de las llamas la dibujaban en planos, dándole un aspecto casi sobrenatural.
Grant buscó en el bolsillo, encontró la pipa, y la llenó de tabaco.
—Hay algo más —dijo.
—¿Eh? —preguntó Webster.
—Hay algo más a propósito de ese censo. Tendrían que realizarlo de todos modos, pues un cuadro de la población terrestre es siempre conveniente y necesario. Pero eso no es todo.
—Los mutantes —dijo Webster.
Grant movió afirmativamente la cabeza.
—Eso es. No sospechaba que alguien pudiese saberlo.
—Yo trabajo con mutantes —dijo Webster—. He dedicado toda mi vida al estudio de las mutaciones.
—La cultura ha tomado giros inesperados —dijo Grant—. Sin precedentes. Formas literarias con huellas indiscutibles de una personalidad enteramente nueva. Formas musicales que han roto con los modos de expresión tradicionales. Artes que nunca se habían visto anteriormente. Y la mayor parte anónimas, ocultas bajo seudónimos.
Webster se rió.
—Cosas como ésas, naturalmente, son un completo misterio para el Comité Mundial.
—No tanto como otras cosas —explicó Grant—. El Comité no se ocupa principalmente de arte y literatura, sino de fenómenos menos evidentes. Si se produce un renacimiento de la vida pastoril, éste llega a conocimiento del Comité, como es natural, a través de nuevas formas artísticas y literarias. Pero un renacimiento semejante no concierne solamente al arte y la literatura.
Webster se hundió un poco más en la silla y apoyó la barbilla en las manos.
—Creo —dijo— que veo adónde va.
Se quedaron en silencio un rato, un silencio interrumpido solamente por el chisporroteo del fuego, y por el murmullo fantasmal del viento del otoño entre los árboles del jardín.
—Hubo una posibilidad en otro tiempo —dijo Webster casi como si se hablara a sí mismo—. Una posibilidad de nuevos puntos de vista. La posibilidad de destruir las telarañas que nos nublan la mente desde hace cuatro mil años. Un hombre impidió esa posibilidad.
Grant se movió, incómodo, y luego se sentó rígidamente, temeroso de que Webster hubiese advertido su movimiento.
—Ese hombre —dijo Webster— fue mi abuelo.
Grant sabía que tenía que decir algo, que no podía seguir así, sin hablar.
—Juwain pudo haberse equivocado —dijo—. Quizá no había descubierto una nueva filosofía.
—Con esa idea —declaró Webster— tratamos de consolarnos. Pero es inverosímil. Juwain era un gran filósofo, quizá el más grande que conoció Marte. Si hubiera vivido, no hay duda de que hubiese desarrollado una nueva filosofía. Pero no vivió. No vivió porque mi abuelo no fue a Marte.
—No fue culpa de su abuelo —dijo Grant—. Trató de hacerlo. Ningún hombre puede luchar contra la agorafobia.
Webster sacudió una mano, como haciendo a un lado las palabras de Grant.
—Eso es asunto concluido. No es posible retroceder. Tenemos que aceptarlo y partir de ese punto. Y como se trataba de mi familia, como se trataba de mi abuelo…
Grant miró al hombre fijamente, sorprendido por la idea que acababa de ocurrírsele.
—Por eso…
—Sí, los perros —dijo Webster.
De muy lejos, del río distante, llegó un gemido mezclado con la voz del viento entre los árboles.
—Un coatí —dijo Webster—. Los perros lo oirán y querrán salir.
Volvió a oírse aquel grito, esta vez más cerca. Así parecía al menos.
Webster se había incorporado un poco, y ahora, inclinado hacia adelante, clavaba los ojos en las llamas.
—Al fin y al cabo, ¿por qué no? Un perro tiene una personalidad. Puede advertirlo en cualquiera de ellos. No hay dos iguales. Todos tienen inteligencia, en diferente proporción. Y no se necesita nada más: una personalidad consciente y un poco de inteligencia.
»No disponían de muchos medios, eso es todo. Tenían dos impedimentos. No podían hablar y no podían caminar en dos patas, y por esto mismo no les era posible desarrollar un par de manos. Si no fuese por el lenguaje y las manos, los perros serían hombres, y los hombres, perros.
—Nunca se me ocurrió pensarlo así —le dijo Grant—. Sus perros como una raza inteligente…
—No —dijo Webster y había algo de amargura en sus palabras—. No se le ocurrió. Pensó en ellos como el resto del mundo. Como curiosidades, como animales de feria, como mascotas divertidas. Mascotas que pueden hablar con uno.
»Pero hay más, Grant. Se lo juro. Hasta ahora el hombre ha estado solo. Una raza inteligente, pensante, y solitaria. Piense cuánto más lejos, cuánto más rápido hubiese ido el hombre si hubiera habido en el mundo dos razas inteligentes. Si esas dos razas hubiesen trabajado juntas. Pues, verá usted, no hubieran pensado del mismo modo. Hubiesen completado y comparado sus pensamientos. Lo que no podía pensar uno, lo pensaría el otro. La vieja historia de las dos cabezas.
»Piense en eso, Grant. Una mente distinta de la mente humana, pero que trabajaría con ella. Que vería y entendería cosas que el hombre no puede ver ni entender. Que desarrollaría, si usted quiere, concepciones filosóficas de las que el hombre es incapaz.
Webster extendió las manos hacia el fuego. Tenía unos dedos largos y huesudos, de anchos nudillos.
—No podían hablar y los doté de lenguaje. No fue tarea sencilla, pues la lengua y la garganta de los perros no han sido diseñadas para hablar. Pero la cirugía lo logró… Un medio expeditivo al principio… cirugía e injertos… pero ahora… Ahora, empero, creo… Es demasiado pronto para afirmarlo.
Grant estaba echado hacia adelante, con el cuerpo en tensión.
—¿Quiere decir que los perros están transmitiendo los cambios que usted realizó? ¿Que hay muestras hereditarias de las correcciones quirúrgicas?
Webster sacudió la cabeza.
—Es demasiado pronto para afirmarlo. Dentro de veinte años podría decírselo con seguridad.
Alzó la botella de la mesa y se la extendió a Grant.
—Gracias —dijo Grant.
—Soy un anfitrión muy poco hábil —dijo Webster—. Debería haberse servido usted mismo —levantó el vaso contra el fuego—. Dispongo de buen material. Los perros son inteligentes. Más de lo que usted cree. El perro ordinario reconoce cincuenta palabras. Algunos llegan al centenar. Añada otras cien y ya tiene todo un vocabulario. Habrá notado, probablemente, las palabras simples que usa Nathaniel. Casi inglés básico.
Grant hizo un signo afirmativo.
—Sí. Palabras cortas. Me dijo que había muchas que no podía decir.
—Todavía hay mucho que hacer —dijo Webster—. Mucho más. La lectura, por ejemplo. Un perro no ve como usted o yo. He estado experimentando con lentes. Corrigiéndoles la vista para que puedan ver como nosotros. Y si eso falla, hay aún otros medios. El hombre debe visualizar las imágenes que ve un perro. Debe aprender a imprimir libros que los perros puedan leer.
—¿Y qué piensan los perros de todo eso? —preguntó Grant.
—¿Los perros? —dijo Webster—. Créalo o no, Grant. Están divirtiéndose como nunca —clavó los ojos en el fuego—. Dios los bendiga.
Grant subió las escaleras que llevaban al dormitorio, detrás de Jenkins. Cuando pasaron ante una puerta entreabierta, una voz los llamó.
—¿Es usted, extranjero?
Grant se detuvo, mirando alrededor.
Jenkins dijo, en un murmullo:
—Es el viejo señor. A menudo no puede dormir.
—Sí —dijo Grant.
—Entre un rato —dijo el viejo.
Thomas Webster estaba sentado, metido en la cama, con un gorro rayado en la cabeza. Vio que Grant miraba fijamente el gorro.
—Me estoy quedando calvo —dijo—. No me siento cómodo si no me pongo algo en la cabeza. No puedo traerme el sombrero a la cama. ¿Qué haces ahí? —le gritó a Jenkins—. ¿No ves que el señor quiere beber algo?