El hombre dio un paso adelante, con la mano extendida.
—No funciona, ¿eh?
Grant sintió que le sacaban el arma de la mano.
El visitante se sentó en cuclillas. Parecía como si riese entre dientes. Grant trató de ver lo que estaba haciendo, pero en las sombras cada vez más densas las manos del hombre eran un borrón oscuro que se movía alrededor del arma brillante.
El metal restalló. El desconocido tomó aliento y lanzó una carcajada. El metal volvió a restallar, y el hombre se incorporó extendiéndole el arma a Grant.
—Arreglada —dijo—. Quizá mejor que antes.
Se oyó otra vez el crujido de unas ramas.
—¡Eh, espere! —gritó Grant, pero el hombre ya se había ido; un fantasma negro que se movía entre los troncos fantasmales.
Un frío que no era el de la noche se levantó del suelo e invadió lentamente el cuerpo de Grant. Un frío que le erizaba los cabellos, que le ponía la carne de gallina.
No había otro sonido que el del agua que murmuraba en la oscuridad, el arroyo que corría junto al campamento.
Estremeciéndose, se inclinó sobre la pila de leña y apretó el gatillo. Surgió una delgada llama azul y la leña estalló en llamas.
Grant encontró al viejo Dave Baxter encaramado en la valla. El humo surgía de la pipa de cabo corto oculta entre sus bigotes.
—Hola, extranjero —dijo Dave—. Súbase aquí a charlar un rato.
Grant trepó a la valla, y se quedó mirando el hacinado campo de trigo, alegre con el amarillo de los melones.
—¿Dando un paseo? —preguntó el viejo Dave— ¿O curioseando?
—Curioseando —dijo Grant.
Dave se sacó la pipa de la boca, escupió, y aspiró otra bocanada. Los bigotes se agitaban cariñosamente, y peligrosamente, alrededor de la pipa.
—¿Excavando? —preguntó el viejo.
—No —respondió Grant.
—Hubo un hombre aquí hace cuatro o cinco años —dijo Dave— que era peor que un perro conejero para excavar. Encontró un sitio donde antes había habido una ciudad y lo hizo volar en pedazos. Me cansó preguntándome acerca de esa ciudad. Mi abuelo me había mencionado el nombre de la ciudad, pero yo no me acordaba. Este hombre llevaba un montón de mapas a todas partes, y los estudiaba continuamente, tratando de averiguar qué había sido esto o aquello, pero me parece que nunca llegó a saberlo.
—En busca de antigüedades —dijo Grant.
—Quizá —dijo el viejo Dave—. Hice todo lo posible por mantenerme alejado. Pero este hombre no era peor que el que quería descubrir un camino que una vez atravesó estos lugares. Tenía mapas, también. Le dejé creer que lo había encontrado y me faltó coraje para decirle que aquello era un sendero abierto por las vacas —el viejo le hizo a Grant un guiño—. No estará usted buscando caminos, ¿no?
—No —dijo Grant—. Soy un censista.
—¿Un qué?
—Un censista. Un hombre que hace censos —explicó Grant—. Anoto su nombre y edad y el lugar donde vive.
—¿Para qué?
—El gobierno quiere saberlo.
—Nosotros no molestamos al gobierno —declaró el viejo Dave—. ¿Por qué el gobierno nos molesta a nosotros?
—El gobierno no quiere molestarlos —aseguró Grant—. Hasta creo que piensan pagarles algo algún día. Nunca se puede saber.
—En ese caso —dijo Dave— es diferente.
Siguieron encaramados en la valla, mirando a través de los campos. El humo se elevaba en rizos de una chimenea oculta en una hondonada soleada, amarilla por el brillo de los abedules. Un arroyo corría torcida y plácidamente por un prado coloreado por el otoño, y más allá se alzaban las colinas con hileras superpuestas de arces dorados.
Inclinado hacia adelante, Grant sentía el sol otoñal que le calentaba la espalda, y aspiraba el aroma del campo de rastrojos.
Una buena vida, se dijo. Buenas cosechas, leña para quemar, caza abundante. Una vida feliz.
Miró de reojo al viejo sentado a su lado, vio las arrugas que una vejez amable le había dibujado en la cara, trató por un momento de imaginarse una vida como ésta, una vida simple, pastoril, similar a la de los viejos días en los campos del Oeste, con todas las compensaciones de esos campos y ninguno de sus peligros.
El viejo Dave se sacó la pipa de la boca y señaló con ella el paisaje.
—Todavía hay mucho que hacer —anunció—, y no sé cuándo se hará. Los muchachos carecen de medios. Cazan todo el día. Y pescan. La maquinaria se ha echado a perder. Joe no viene por aquí desde hace tiempo. Entiende mucho de máquinas, Joe.
—¿Joe es hijo suyo?
—No. Es un loco que vive en algún lugar de los bosques. Llega y arregla las cosas; luego se va. No habla casi nunca. No espera a que le den las gracias. Y así durante años. Mi abuelo me dijo que apareció aquí por primera vez cuando él era todavía un niño. Y viene todavía.
Grant retuvo el aliento.
—Espere. No puede ser el mismo hombre.
—Ése es el problema —dijo el viejo Dave—. No lo creerá, extranjero, pero no ha envejecido nada desde que lo vi por primera vez. Es raro. Se cuentan historias muy curiosas. Mi abuelo decía que lo que más le interesa son las hormigas.
—¡Las hormigas!
—Sí. Dicen que ha construido para ellas una casa de vidrio, y que en invierno la calienta. Eso decía mi abuelo por lo menos. Aseguraba que la había visto. Pero yo no creo una palabra. Mi abuelo era el mentiroso más grande de todo el país. Él mismo lo reconocía.
En la hondonada soleada donde humeaba la chimenea sonó una campana de bronce.
El viejo bajó de la valla y golpeó boca abajo su pipa, entrecerrando los ojos a la luz del sol.
La campana volvió a oírse en la quietud otoñal.
—Ésa es mi mujer —dijo el viejo Dave—. La comida está lista. Budín de ardilla, seguramente. Algo delicioso. Venga a probarlo.
Un loco que aparecía de pronto y arreglaba las cosas y no esperaba a que le diesen las gracias. Un hombre que parecía el mismo desde hacía cien años. Un hombre que construyó una casa de vidrio para las hormigas, y que la calentaba en invierno.
No tenía ningún sentido, y sin embargo el viejo Baxter no mentía. No se trataba de una de esas historias que suelen nacer en los bosques y corren luego de boca en boca hasta llegar a convertirse en verdaderas leyendas.
Todas las leyendas populares tienen algo familiar, una cierta similitud, un fondo ingenioso que las reduce a lo que realmente son. Pero no era así en este caso. No había nada de humorístico, aun para la mente de estos campesinos, en construir una casa y calentarla para las hormigas.
Grant se movió incómodo en el colchón de hojas de maíz, abrigándose el cuello con la pesada colcha.
Era curioso pensar en cuántos hogares diferentes dormía. Esta noche, un colchón de hojas de maíz; anoche, el aire libre; anteanoche, las mantas suaves y las sábanas limpias de la casa de los Webster.
Sopló el viento, se detuvo un instante para golpear una teja suelta, y volvió luego para golpearla otra vez. Una rata se escurrió en la oscuridad. De una cama vecina venía el sonido de dos respiraciones pausadas. Los hijos menores de Dave dormían allí.
Un hombre que aparecía y arreglaba cosas y no esperaba a que le diesen las gracias. Lo mismo había ocurrido con la pistola. Lo mismo había ocurrido durante años con la maquinaria de la granja de Baxter. Un joven loco llamado Joe, que no envejecía, y tenía una gran habilidad para toda clase de arreglos.
A Grant se le ocurrió algo; lo rechazó, trató de no pensar en eso. No había por qué tener esperanzas. Curiosea un poco, haz preguntas discretas, ten los ojos abiertos, Grant. No hagas preguntas demasiado precisas, o no te dirán nada.
Gente rara, estos vagabundos. Gente que no se interesaba por el progreso del país, que no quería intervenir en él. Gente que le había dado la espalda a la civilización, volviendo a una vida despreocupada, de caza y cultivos, soles y lluvias.
Había mucho espacio para ellos en la Tierra, había espacio para todos. La población terrestre había disminuido notablemente en los últimos doscientos años. Muchos se habían ido a colonizar otros planetas, a dar a otros mundos la estructura económica de la humanidad.
Mucho espacio, y cultivos, y caza.
Quizás eso era lo mejor. Grant recordó que lo había pensado a menudo mientras recorría estas colinas. Lo había pensado en ocasiones como ésta, cuando sentía el abrigo de la manta hecha a mano, la áspera eficiencia de un colchón de hojas de maíz, el murmullo del viento en los techos. En ocasiones como la de aquella misma tarde, cuando se sentaba en un cercado y miraba los melones amarillos que holgazaneaban al sol.
Se oyó un crujido en la oscuridad, el crujido del colchón de hojas de maíz donde dormían los niños. Luego el sonido de unos pies descalzos que se acercaban silenciosamente.
—¿Duerme, señor? —dijo una voz.
—No. ¿Queréis acostaros conmigo?
Los niños se deslizaron bajo la manta, rozando con los pies desnudos el estómago de Grant.
—¿Le habló el abuelo de Joe?
Grant movió afirmativamente la cabeza, en la oscuridad.
—Dijo que hacía tiempo que no venía por aquí.
—¿Le habló de las hormigas?
—Sí. ¿Qué sabéis?
—Bill y yo descubrimos la casa hace poco. Pero es un secreto. No se lo hemos dicho a nadie. Pero tenemos que decírselo a usted, nos parece. Usted es del gobierno.
—¿Hay de verdad una casa de vidrio?
—Sí, y… —la voz infantil se entrecortó, excitada—. Y eso no es todo. Esas hormigas tienen unos carritos, y hay unas chimeneas, y sale humo de las chimeneas. Y… y…
—Sí, ¿qué más?
—No pudimos seguir mirando. Bill y yo nos asustamos mucho. Corrimos —el niño se apretó contra el colchón—. ¿Ha oído eso alguna vez? ¡Hormigas que tiran de carros!
Las hormigas
estaban
tirando de carros. Y
había
chimeneas, chimeneas que arrojaban unas bocanadas diminutas y acres de un humo que hacía pensar en metales fundidos.
Excitado, latiéndole las sienes, Grant se agachó junto al nido, con los ojos fijos en los carros que pasaban por los caminos abiertos entre las hierbas. Carros que iban vacíos, carros que volvían cargados, cargados con semillas y los cuerpos desmembrados de algunos insectos. ¡Carros minúsculos que saltaban y traqueteaban tirados por unas hormigas con arneses!
La cúpula de vidrio que en otro tiempo había cubierto el nido estaba allí, pero rota. Y nadie había pensado en repararla. Era como si ya no tuviese ninguna utilidad, como si hubiera servido para algo que ya no existía.
El lugar estaba cubierto de malezas, y la tierra quebrada descendía hacia el río. En algunos lugares asomaban las hierbas; en otros se alzaban unos robles corpulentos. Un lugar apacible donde era difícil creer que hubiese sonado otra voz que la del viento en las cimas de los árboles y las vocecitas de los pequeños animales, que se arrastraban por senderos ocultos.
Un lugar en que las hormigas podían haber vivido tranquilas, sin ser molestadas por las rejas de los arados o por los pies de algún paseante. Habían llevado adelante aquel insensato destino durante millones de años, desde antes que existiera el hombre o algo parecido, desde antes que apareciese en la Tierra un solo pensamiento abstracto. Un destino cerrado e inmóvil que no tenía otro propósito que el de continuar la vida.
Y ahora alguien había torcido el rumbo de ese destino, lo había encaminado por otro sendero, había dado a las hormigas el secreto de la rueda, el secreto de los metales. ¿Cuántos impedimentos habían sido suprimidos en esta colonia, abriendo un callejón sin salida?
La presión del hambre, quizá, ya no existía para estas hormigas. La abundancia de provisiones había dado ocio suficiente, tiempo para otras cosas.
Una nueva raza en camino hacia la grandeza, y con la base de un sistema social establecido mucho antes de que el hombre hubiese sentido sus primeras inquietudes.
¿Adónde llevaría ese camino? ¿Qué sería la hormiga dentro de otro millón de años? ¿Encontrarían las hormigas y el hombre… podrían encontrar un denominador común como el que descubrirían sin duda el hombre y el perro para realizar juntos un mismo destino?
Grant sacudió la cabeza. Había muchas posibilidades en contra. Por las venas del hombre y el perro corría una misma sangre, mientras que el hombre y las hormigas eran seres distintos, formas de vida que nunca podrían entenderse. No había base común, como aquella que en los días paleolíticos había unido al hombre y al perro alrededor de las hogueras, atentos a los ojos que acechaban en la noche.
Grant creyó sentir, antes que oír, unos pies que se arrastraban por la hierba, a sus espaldas. Se incorporó, dio media vuelta, y vio ante él al hombre delgado, de hombros anchos, y manos grandes, pero con unos dedos finos y sensibles, puntiagudos y muy blancos.
—¿Usted es Joe? —preguntó Grant.
El hombre hizo un signo afirmativo.
—Y usted es quien ha estado persiguiéndome.
Grant abrió la boca, sorprendido.
—Bueno, quizá sí. No a usted personalmente, quizá, pero a alguien como usted.
—A alguien diferente.
—¿Por qué se fue la otra noche? —le preguntó Grant—. ¿Por qué se escapó? Quería agradecerle el arreglo de la pistola.
Joe se quedó mirándolo, en silencio. Detrás de esos labios inmóviles Grant creyó advertir un signo de diversión, de una vasta y secreta diversión.
—¿Cómo diablos sabía —preguntó Grant— que el arma estaba rota? ¿Había estado espiándome?
—Le oí pensar que estaba rota.
—¿Me oyó pensar?
—Sí —dijo Joe—. Ahora mismo estoy oyéndolo.
Grant se rió, un poco incómodo. Era algo desconcertante, pero lógico. Era algo que podía esperarse… esto y mucho más. Señaló el hormiguero con un movimiento de cabeza.
—¿Estas hormigas son suyas?
Joe movió afirmativamente la cabeza, y aquella diversión pareció bullir otra vez detrás de sus labios.
—¿De qué se ríe? —estalló Grant.
—No me río —dijo Joe, y de algún modo Grant se sintió rechazado, rechazado y pequeño, como un niño castigado por una falta de la que no ha sido totalmente consciente.
—Usted debe publicar sus notas —dijo Grant—. Podrían ser comparadas con las de Webster.
Joe se encogió de hombros.
—No tengo notas.
—¡No tiene notas!
El hombre delgado se acercó a la colonia de hormigas, y se detuvo cabizbajo ante ella.
—Quizá —declaró— se preguntó por qué hice esto.