Grant movió gravemente la cabeza.
—Sí, me lo he preguntado. Curiosidad experimental, me imagino. Quizá también compasión hacia una forma primitiva de vida. La idea, probablemente, de que aunque el hombre se haya lanzado a la carrera con ventaja, no tiene por qué monopolizar el progreso.
Joe entrecerró los ojos a la luz del sol.
—Curiosidad… es probable. No lo había pensado.
Joe se agachó junto a la colonia de hormigas.
—¿Se preguntó alguna vez por qué luego de avanzar tanto las hormigas se detuvieron? ¿Por qué luego de construir una organización social casi perfecta no trataron de seguir adelante? ¿Por qué se pararon a mitad de camino?
—La presión del hambre, por una parte —dijo Grant.
—Eso, y las invernadas —declaró el hombre delgado—. Los inviernos, sabrá usted, borran los recuerdos de una estación a otra. Todas las primaveras las hormigas comienzan de nuevo, comienzan otra vez a hacer palotes. No reciben ninguna enseñanza de los errores del pasado. No pueden acumular conocimientos.
—De modo que usted las alimentó…
—Y calenté el hormiguero. Suprimí de ese modo las invernadas. Y ahora no tienen que empezar otra vez al llegar la primavera.
—¿Y los carros?
—Construí un par de ellos, y los dejé aquí. Les llevó diez años, pero al fin comprendieron para qué servían.
Grant señaló en silencio las chimeneas.
—Las construyeron ellas —dijo Joe.
—¿Nada más?
Joe se encogió de hombros.
—¿Cómo podría saberlo?
—Pero, hombre, usted ha estado observándolas. Aunque no haya sacado notas, las ha observado.
Joe sacudió la cabeza.
—No he venido por aquí durante casi quince años. Vine hoy sólo porque lo oí a usted. Esas hormigas, compréndalo, ya no me divierten.
Grant abrió la boca, y en seguida volvió a cerrarla. Al fin dijo:
—De modo que ésa es la respuesta. Por eso lo hizo. Para divertirse.
No hubo vergüenza en el rostro de Joe; ningún gesto defensivo, sólo una expresión de cansancio que parecía decir que no deseaba seguir hablando del asunto.
—Claro, ¿para qué si no?
—¿Y mi pistola? Supongo que eso lo divirtió también.
—No la pistola —dijo Joe.
No la pistola, repitió la mente de Grant. Por supuesto, no la pistola, tonto, sino tú mismo. Tú eres quien lo divierte. Ahora mismo estás divirtiéndolo.
Arreglar la maquinaria de la granja de Baxter, y luego partir sin una palabra, era sin duda una broma graciosísima. Y probablemente había pasado varios días entretenido y alegre luego de haberle mostrado a Thomas Webster el error que había en los planos.
Como un niño travieso haciéndole jugarretas a un perrito.
La voz de Joe interrumpió esos pensamientos.
—Usted es un censista, ¿no? ¿Por qué no me hace algunas preguntas? Ahora que me ha encontrado no puede irse sin anotar algunas cosas. Mi edad, especialmente. Tengo ciento sesenta y tres años y apenas he entrado en la adolescencia. Me faltan mil años por lo menos —apretó las nudosas rodillas contra el pecho, y comenzó a balancearse lentamente hacia adelante y hacia atrás—. Otros mil años, y si me cuido un poco…
—Pero eso no es todo —dijo Grant tratando de que su voz no le traicionara—. Hay algo más. Algo que usted puede hacer por nosotros.
—¿Por nosotros?
—Por la sociedad —dijo Grant—. Por la raza humana.
—¿Por qué razón?
Grant lo miró fijamente.
—Eso quiere decir que no le importa.
Joe sacudió la cabeza, y en ese movimiento no había arrogancia, o desafío. Era sólo la admisión de ciertos hechos.
—¿Dinero? —sugirió Grant.
Joe señaló con un ademán las colinas de alrededor, y el valle del río.
—Tengo esto —dijo—. No necesito dinero.
—¿Fama quizá?
Joe no escupió, pero su cara era la misma que si lo hubiese hecho.
—¿La gratitud de la raza humana?
—Eso no dura —dijo Joe, y en sus palabras pareció advertirse un tono de broma, y detrás de sus labios, aquella diversión enorme.
—Oiga, Joe —dijo Grant, y aunque trataba de ocultarlo había algo de ruego en su voz—. Esto que le pido es muy importante… Muy importante para las generaciones venideras, importante para la raza humana, una piedra angular en nuestro destino.
—¿Y por qué tendría yo —dijo el hombre— que hacer algo por alguien que no ha nacido todavía? ¿Por qué debo preocuparme por años que no veré? Cuando yo muera, la gloria y los elogios, las banderas y clarines no tendrán significado para mí. Yo mismo no sabré si he tenido una vida muy rica o una muy pobre.
—La raza —dijo Grant.
Joe se rió; un torrente de carcajadas.
—La preservación de la raza, el progreso de la raza. A eso quiere ir. ¿Por qué tiene que importarle a usted? ¿O a mí? —Las arrugas que la risa le marcaba en la cara se le fueron borrando alrededor de la boca. Sacudió un dedo como en un signo de advertencia—. La preservación de la raza es un mito… un mito que los ayuda a vivir, algo sórdido que ha surgido de la estructura social. La raza muere todos los días. Cuando un hombre desaparece, la raza desaparece con él. En lo que a él concierne, ya no hay raza.
—Lo que ocurre es que a usted no le importa —dijo Grant.
—Eso —declaró Joe— es lo que he estado diciéndole. —Guiñó un ojo señalando con la cabeza el equipaje que estaba en el suelo y esbozó una sonrisa—. Quizá —sugirió— si eso me interesara…
Grant deshizo el equipaje y sacó el portafolios. Casi con pesar extrajo unas hojas y lanzó una ojeada al título: «Proposición filosófica inconclusa…».
Le alcanzó las hojas al hombre, observando cómo éste leía con rapidez. Y mientras lo miraba, la enfermiza seguridad del fracaso penetró en su cerebro.
Allá en la casa de Webster había imaginado una mente que no estuviese atada por los mecanismos de la lógica, una mente libre de cuatro mil años de pensamiento humano.
Y aquí estaba ahora. Pero aún no era suficiente. Faltaba algo. Algo en que nunca había pensado, algo que los hombres de Ginebra tampoco habían tenido en cuenta. Algo, una parte de las costumbres humanas que todos, hasta ese momento, habían aceptado sin analizar.
Las presiones sociales habían unido a los hombres durante milenios. Habían unido a los hombres así como la presión del hambre había atado a las hormigas a una estructura social.
Los hombres necesitaban de la aprobación de sus semejantes, rendían culto a una especie de compañerismo. Era una necesidad psicológica, o casi psicológica, de que los demás aprobasen la conducta y los actos propios. Una fuerza que había impedido que los hombres escapasen por tangentes antisociales, una fuerza que había contribuido, en gran medida, a la seguridad social y a la solidaridad humana.
Muchos hombres habían muerto buscando esa aprobación, o habían vivido buscando también esa aprobación. Pues sin ella el hombre vivía reducido a sí mismo, como un paria, un animal expulsado del rebaño.
Había tenido también como consecuencia cosas terribles: las reacciones de las multitudes, las persecuciones raciales, las atrocidades cometidas en nombre del patriotismo o la religión. Pero, del mismo modo, había sido el lazo de unión de los hombres, lo que desde un comienzo hiciera posible la existencia de la sociedad humana.
Y Joe ignoraba esa necesidad. A Joe no le interesaba. No le importaba lo que los demás pensaran de él. No le importaba si los otros lo aprobaban o lo desaprobaban.
Grant sintió el sol que le calentaba la espalda, escuchó el murmullo del viento que pasaba entre los árboles por encima de su cabeza. Y en algún matorral un pájaro inició su canción.
¿Las mutaciones llevaban pues a esto? ¿La desaparición del instinto básico que hacía de los hombres una raza?
¿Este hombre que estaba ante él, leyendo el legado de Juwain, había encontrado dentro de sí mismo, gracias a la mutación, una vida tan plena que podía prescindir de la aprobación de los otros hombres? ¿Había llegado él, al fin, a una etapa donde el hombre alcanzaba la independencia, desdeñando todo artificio social?
Joe alzó la vista.
—Muy interesante —dijo—. ¿Por qué el autor no terminó estas notas?
—Murió —dijo Grant.
Joe cloqueó.
—Estaba equivocado en una cosa —dijo. Pasó varias páginas y señaló un punto con el dedo—. Aquí está el error. Por eso no pudo terminar.
Grant tartamudeó.
—Pero… pero no pudo ser culpa de un error. Murió, eso es todo. Murió antes de terminar.
Joe dobló cuidadosamente el manuscrito y se lo metió en el bolsillo.
—Es igual —dijo—. Probablemente no hubiese podido seguir adelante.
—¿Entonces usted puede terminarlo? Usted…
No sabía, supo Grant, por qué seguir insistiendo. Leyó la respuesta en los ojos de Joe.
—¿Cree usted realmente —dijo Joe, y hablaba con una voz suave y medida— que yo haría eso por ustedes, llorones?
Grant se encogió de hombros, derrotado.
—Supongo que no. Supongo que debería saberlo. Un hombre como usted…
—Yo —dijo Joe— puedo hacer buen uso de esto.
Se incorporó lentamente, arrastrando perezosamente un pie, abriendo un canal en la colonia de hormigas, derribando las chimeneas, hundiendo en la tierra los atareados carros.
Grant dio un grito y se puso de pie, con una furia ciega, una furia que le guió la mano a la pistola.
—¡Deténgase! —gritó Joe.
El brazo de Grant se detuvo con el arma que apuntaba todavía al suelo.
—Tranquilícese, hombre —dijo Joe—. Sé que le gustaría matarme, pero no se lo puedo permitir. Pues yo también tengo mis planes. Y, al fin y al cabo, usted no me mataría por las razones que cree.
—¿Y qué importan esas razones? ¿Qué diferencia habría? —gruñó Grant—. Usted estaría muerto, ¿no es así? No podría liberarse con la filosofía de Juwain.
—Pero —dijo Joe suavemente— usted no me mataría por eso. Me mataría porque está enfadado conmigo por haber destruido la colonia de hormigas.
—Ésa puede haber sido la razón en el primer momento —dijo Grant— pero ahora…
—No lo intente —dijo Joe—. Antes de que haya apretado el gatillo, caerá usted.
Grant titubeó.
—Si cree que es una falsa amenaza —dijo Joe—, adelante.
Durante un rato los hombres se contemplaron mutuamente. El arma de Grant apuntaba todavía al suelo.
—¿Por qué no viene con nosotros? —dijo Grant—. Necesitamos un hombre como usted. Usted enseñó al viejo Thomas Webster a construir una nave interestelar. El trabajo que ha hecho con las hormigas…
Joe dio un paso adelante, rápidamente, y Grant levantó el arma. Vio el puño que venía hacia él, un puño similar a un martillo que se le acercaba silbando.
Un puño más rápido que la presión de su dedo en el gatillo.
Algo caliente y húmedo le rozaba la cara. Grant alzó una mano y trató de sacárselo de encima.
Pero aquello volvió a acariciarle la cara.
Abrió los ojos y se encontró con un Nathaniel muy agitado.
—Estás perfectamente —dijo Nathaniel—. Aunque tuve mucho miedo.
—¡Nathaniel! —exclamó Grant—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me escapé —dijo el perro—. Quiero irme contigo.
Grant sacudió la cabeza.
—No puedes venir conmigo. Voy muy lejos. Tengo un trabajo que hacer.
Se puso de rodillas y apoyó las manos en el suelo. Sintió el contacto del metal, tomó el arma, y se la guardó en el bolsillo.
—Dejé que se escapara —dijo—, y no puedo dejarlo ir. Le he dado algo que pertenece a la humanidad. No puedo permitir que lo use.
—Yo puedo rastrear —dijo Nathaniel—. Rastreo ardillas o cualquier otra cosa.
—Tienes algo más importante que hacer —le dijo Grant al perro—. Pues verás, hoy descubrí una cosa. Vislumbré cierto camino, un camino que toda la humanidad podría seguir. Ni hoy ni mañana, ni dentro de mil años. Quizá nunca, pero no por eso podemos dejarlo de lado. Joe está un poco más lejos, quizá, que el resto de nosotros, y nosotros, quizá vayamos más rápido de lo que creemos. Podemos terminar todos como Joe. Y si eso es lo que ocurre, si todo termina en eso, vosotros los perros tendréis un trabajo que hacer.
Nathaniel clavaba los ojos en Grant, con unas arrugas de preocupación marcadas en la cara.
—No entiendo —dijo—. Hay palabras que no conozco.
—Oye, Nathaniel. Los hombres no serán siempre como ahora. Pueden cambiar. Y si eso ocurre, vosotros tendréis que seguir adelante. Tendréis que recoger nuestros sueños y mantenerlos vivos. Tendréis que pretender que sois hombres.
—Nosotros, los perros, lo haremos —prometió Nathaniel.
—No ocurrirá hasta después de miles y miles de años —dijo Grant—. Tenéis tiempo para prepararos. Pero tenéis que saberlo. Tenéis que decíroslo unos a otros. No lo olvidéis.
—Ya entiendo —dijo Nathaniel—. Nosotros, los perros, se lo diremos a los cachorros, y nuestros cachorros se lo dirán a sus cachorros.
—Eso es —dijo Grant.
Se puso de pie y le rascó la oreja a Nathaniel, y el perro, moviendo la cola cada vez más lentamente, se quedó mirando cómo Grant subía por la colina.
D
E TODOS LOS CUENTOS
éste es el que ha provocado mayor angustia entre los que quieren encontrar alguna explicación o significado en la leyenda.
Que no puede tratarse sino de un mito, y nada más, hasta Tige lo admite. Pero si es un mito, ¿qué significa? Si este cuento es de carácter mítico, ¿no lo serán también los demás?
Se supone que Júpiter, el lugar donde transcurre la acción, es uno de los mundos a los que se llega cruzando el espacio. La imposibilidad científica de la existencia de esos mundos ya ha sido citada en otra parte. Si aceptamos la teoría de Bounce de que esos otros mundos de que habla la leyenda no son sino nuestros propios mundos múltiples, parece razonable suponer que el aquí descrito ya tenía que haber sido descubierto. Nadie desconoce la clausura de algunos de los mundos de los duendes, pero la razón de esa clausura es también muy conocida, y ninguno de esos mundos ha sido clausurado a causa de las condiciones que se describen en este cuento.
Algunos eruditos opinan que esta cuarta historia es una interpolación, que no está relacionada con el resto, que ha sido introducida artificialmente en el cuerpo de la leyenda. Es difícil aceptar esta conclusión, ya que el cuento está íntimamente relacionado con los demás, y es uno de los principales pivotes sobre los que gira la unidad de la leyenda.
El carácter de Towser en este relato ha sido citado a menudo como inconsistente y sin nada de la dignidad esencial de nuestra raza.
Sin embargo, aunque Towser pueda resultar desagradable a algunos lectores demasiado escrupulosos, sirve indudablemente como balanza del personaje humano del cuento. Es Towser, y no el hombre, el primero en aceptar la situación. Es Towser, no el hombre, el primero en entender. Y la mente de Towser, libre de toda dominación humana, demuestra ser igual a la del hombre.
Towser, aunque tenga sus lunares, es un personaje del que no hay por qué avergonzarse.
A pesar de su brevedad, la cuarta historia es, de las ocho, la que ofrece más recompensas al lector. Requiere sin duda una lectura reflexiva y cuidadosa.