—Ha estado tratando de conseguir empleo —dijo.
—Sí —dijo Webster—, pero…
—Siéntese, por favor —dijo Taylor—. Si está pensando en ese letrero de la puerta, olvídelo. No trataremos de adaptarlo a nada.
—No he podido encontrar trabajo —dijo Webster—. He buscado durante semanas y nadie ha querido emplearme. Así que al fin he venido aquí.
—¿No quería venir?
—No. Francamente, no. Una oficina para desplazados. Tiene… bueno, tiene unas implicaciones que no me gustan.
Taylor sonrió.
—La terminología no es muy acertada. Le recuerda a usted las oficinas de empleos de otros tiempos. Aquellas a las que iban los desesperados por encontrar trabajo. El gobierno quería que esos hombres no se convirtiesen en una carga pública.
—Estoy bastante desesperado —confesó Webster—. El orgullo me impedía venir, pero en verdad no había otra cosa que hacer. Pues verá usted, me convertí en un traidor.
—Quiere decir —afirmó Taylor— que dijo usted la verdad. Aunque le costó el empleo. El mundo de los negocios, y no sólo aquí, no está preparado para esas cosas. El hombre de empresa cree todavía en el mito de la ciudad, el mito del arte de vender. Muy pronto comprenderá que las ciudades no son indispensables, que la buena mercancía y la honestidad le pueden dar mayores ganancias que el arte de vender del pasado.
»Pero me he preguntado, Webster, por qué razones hizo usted eso.
—Me sentía enfermo —dijo Webster—. Enfermo de ver cómo los hombres iban de un lado a otro con los ojos cerrados. Enfermo de ver cómo mantenían viva una tradición de la que había que desprenderse. Enfermo ante el bobo entusiasmo de King por los valores cívicos cuando todo motivo de entusiasmo había desaparecido hacía tiempo.
Taylor hizo un gesto afirmativo.
—Webster, ¿cree usted que es posible adaptar a los seres humanos?
Webster miró al hombre fijamente.
—Hablo en serio —le dijo Taylor—. El Comité Mundial ha estado haciendo eso durante años, silenciosamente, sin molestar a nadie. Hasta hay gente que no sabe que ha sido adaptada.
»Los cambios ocurridos desde la creación del Comité Mundial, luego de la desaparición de las Naciones Unidas, provocaron trastornos. El advenimiento de la energía atómica industrial privó de sus empleos a centenares de miles de hombres. Hubo que reeducarlos y orientarlos hacia otras labores: las fábricas atómicas u otros sitios. Los cultivos hidropónicos barrieron a los granjeros de sus tierras. Éste fue, quizá, nuestro problema más grave, pues esos hombres no sabían hacer otra cosa más que cultivar cereales y cuidar ganado. Y la mayor parte de ellos no deseaba hacer otra cosa. Se sentían amargamente resentidos por habérseles obligado a abandonar un sistema de vida que habían heredado de sus padres. Siendo individualistas por naturaleza, representaron para nosotros un verdadero problema psicológico.
—Muchos —declaró Webster— no saben todavía qué hacer. Un centenar o más se ha refugiado en las
casas
, y come lo que encuentra. Cazan conejos o ardillas, pescan un poco, cultivan legumbres o recogen frutas silvestres. De cuando en cuando, cometen pequeños robos o mendigan en la parte alta de la ciudad.
—¿Conoce usted a esa gente? —preguntó Taylor.
—A algunos —dijo Webster—. Hay uno que a veces me trae conejos o ardillas. Cree pagar así el dinero que le doy como limosna.
—Se oponen a que se los adapte, ¿no es cierto?
—Violentamente —dijo Webster.
—¿Conoce a un granjero llamado Ole Johnson? ¿Que no quiere abandonar su granja, aún sin reconstruir?
Webster asintió.
—¿Qué pasaría si tratase usted de adaptarlo a otra cosa?
—Me ha echado de su granja —dijo Webster.
—Hombres como Ole y los que ocupan las casas —dijo Taylor— son hoy nuestro problema más importante. La mayoría de las otras personas está ya bastante bien adaptada, bastante bien instalada en las condiciones actuales. Algunos lamentan aún la pérdida del pasado, pero sólo por costumbre. No es posible devolverles sus antiguos sistemas de vida.
»Años atrás, al aparecer la industria atómica, el Comité Mundial tuvo que afrontar una grave decisión. ¿Había que retardar los cambios provocados por el progreso para que la gente tuviese tiempo de adaptarse a la nueva situación, o había que acelerarlos y ayudar a la gente a que se adaptase? Se decidió, acertada o erróneamente, que el progreso era lo principal, cualquiera que fuese su efecto sobre los seres humanos. La decisión, como quedó demostrado más tarde, había sido la correcta.
»Por supuesto, esta readaptación no podía ser siempre asunto público. En algunos casos, como los grandes grupos de trabajadores que habían perdido su empleo, eso era posible, pero en otros, como nuestro amigo Ole, no. Hay que ayudar a estas gentes a que se encuentren a sí mismas en un mundo nuevo, pero no deben saber que se les está ayudando. Si lo supiesen perderían su confianza y dignidad, y la dignidad humana es la piedra fundamental de la civilización.
—Conozco, por supuesto, las readaptaciones que se hicieron en la industria —dijo Webster—, pero ignoraba que hubiese casos individuales.
—No podemos darlos a conocer —dijo Taylor—. Se trata prácticamente de un asunto secreto.
—Pero ¿por qué me dice todo esto ahora?
—Porque deseamos que se una a nosotros. Que nos ayude a adaptar a Ole para empezar. Y ver luego qué se puede hacer con los ocupantes de las casas.
—No sé… —dijo Webster.
—Hemos estado esperándole —dijo Taylor—. Sabíamos que terminaría por venir. Cualquier posibilidad de que usted encuentre trabajo ha sido anulada por King. Han sido advertidos todos los grupos cívicos y todas las Cámaras de Comercio de este mundo actual.
—Quizá no pueda elegir —dijo Webster.
—No tiene por qué tomárselo así —dijo Taylor—. Piénselo un tiempo y vuelva. Aunque no acepte este trabajo le encontraremos otro… a pesar de King.
Fuera de la oficina, Webster se encontró con una figura de espantapájaros que estaba esperándolo. Era Levi Lewis, sin su habitual sonrisa desdentada, armado de un rifle.
—Los muchachos me dijeron que había entrado aquí —explicó—. Así que me he quedado esperándolo.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Webster, pues el rostro de Levi hablaba elocuentemente de dificultades.
—La policía —dijo Levi. Escupió con asco.
—La policía —repitió Webster, y sintió que se le encogía el corazón. Sabía muy bien qué podía pasar.
—Sí —dijo Levi—. Están preparándose para quemarnos.
—Así que el Consejo dio al fin su aprobación —dijo Webster.
—Vengo de los cuarteles de la policía —declaró Levi—. Les dije que habría una carnicería en las calles. Aposté a los muchachos con órdenes de que no disparen si no están seguros de dar en el blanco.
—No puede hacer eso, Levi —dijo Webster con un tono cortante.
—¡No puedo! replicó Levi—. Ya lo he hecho. Nos echaron de las granjas, nos obligaron a vender. Y no volverán a echarnos. Nos quedaremos aquí o moriremos aquí. Y quemarán las casas sólo cuando no quede nadie para impedirlo.
Se sacudió los pantalones y volvió a escupir.
—Y no somos los únicos que pensamos así —declaró—. Gramp está con nosotros.
—¡Gramp!
—Sí, Gramp. El viejo que vive con usted. Va a ser nuestro comandante general. Dice que recuerda unos trucos de guerra que la policía ignora. Ha enviado a algunos de los muchachos al Museo para que saquen un cañón. Dice que allí mismo se pueden obtener municiones. Dice que nos preparemos y anunciaremos luego que si la policía se mueve la haremos saltar en pedazos.
—Oiga, Levi, ¿haría algo por mí?
—Naturalmente, señor Webster.
—¿Quiere entrar y preguntar por el señor Taylor? Insista en verlo. Dígale que he aceptado el empleo.
—Lo haré; pero ¿adónde va ahora?
—Al ayuntamiento.
—¿No quiere que vaya con usted?
—No —declaró Webster—. Es mejor que vaya solo. Y, Levi…
—Sí.
—Dígale a Gramp que tenga preparados sus cañones. Que no dispare sino en caso de necesidad. Pero que si lo hace, que dé en el blanco.
—El alcalde está ocupado —dijo el secretario, Raymond Brown.
—Eso es lo que dice usted —replicó Webster dirigiéndose hacia la puerta.
—No puede entrar, Webster —aulló Brown. El secretario saltó de la silla y corrió alrededor del escritorio tratando de alcanzar a Webster. Webster blandió el brazo como un arma, alcanzó a Brown en el pecho y lo hizo retroceder hasta el escritorio. El escritorio se deslizó sobre el piso, y Brown agitó los brazos, perdió el equilibrio y cayó. Webster abrió de par en par la puerta de la oficina del alcalde.
El alcalde sacó rápidamente los pies de encima del escritorio.
—Le advertí a Brown… —dijo.
Webster movió la cabeza afirmativamente.
—Y Brown me advirtió a mí. ¿Qué le pasa, Carter? ¿Tiene miedo de que King descubra que he estado aquí? ¿Miedo de que lo corrompan algunas ideas?
—¿Qué quiere? —exclamó Carter.
—Entiendo que la policía va a quemar las casas.
—Es cierto —declaró el alcalde—. Son una amenaza para la comunidad.
—¿Qué comunidad?
—Mire, Webster…
—Usted sabe bien que no hay ninguna comunidad. Sólo viven aquí unos pocos sucios políticos. Para reelegirlo a usted y ganar más dinero. De ese modo, todo lo que tienen que hacer es votarse unos a otros. La gente que trabaja en las tiendas y almacenes, y aun aquellos que hacen trabajos menores en las fábricas, no viven en la ciudad. Los hombres de negocios la han dejado también hace tiempo. Hacen aquí sus negocios, pero no son residentes.
—Pero esto es todavía una ciudad —declaró el alcalde.
—No he venido a discutir con usted —dijo Webster—. He venido a demostrarle que se equivoca usted al quemar esas casas. Aunque usted no se dé cuenta, las
casas
son hogares para mucha gente. Son hombres que han venido a la ciudad en busca de amparo, que han encontrado refugio entre nosotros. En cierta medida somos responsables de ellos.
—No, no somos responsables —gruñó el alcalde—. Lo que les pasa, sea lo que sea, es culpa de la mala suerte. Nadie los llamó aquí. No los necesitamos. No benefician de ningún modo a la comunidad. Me dirá usted que es gente desplazada. Bueno, ¿y eso qué nos importa? Me dirá usted que no pueden encontrar empleo. Y yo le responderé que no lo encuentran porque no lo buscan de veras. Hay trabajo que hacer, siempre hay trabajo que hacer. Se los ha envenenado con toda esa charla de un nuevo mundo, y creen que otro se encargará de buscarles el sitio que les conviene y el trabajo que les conviene.
—Me parece usted un individualista desvergonzado —dijo Webster.
—Lo dice como si creyese que es algo gracioso —ladró el alcalde.
—Creo que es algo gracioso —dijo Webster—. Gracioso y trágico. Hoy cualquiera puede darse cuenta.
—El mundo andaría mejor con un poco de individualismo desvergonzado —comentó el alcalde—. Fíjese en los hombres que han escalado posiciones…
—¿Como usted? —preguntó Webster.
—Sí, como yo, por ejemplo —convino Carter—. He trabajado duramente. He aprovechado las oportunidades. Tengo visión de las cosas. He…
—Quiere decir que ha besado las botas indicadas y ha pisoteado a los que había que pisotear —dijo Webster—. Es usted un brillante ejemplo de la gente que el mundo de hoy no necesita. Huele usted a moho. Tiene ideas totalmente anticuadas. Es usted el último de los secretarios de la Cámara de Comercio. Sólo que usted no lo sabe todavía. Yo me hice a un lado. Aunque me costó bastante, me hice a un lado, pues tenía que salvar el respeto que me debo a mí mismo. La clase de política que usted practica, ha muerto. Ha muerto porque ya no basta recurrir a un potente altavoz para convencer a las masas. Hoy no es posible aplicar ninguna táctica psicológica a las masas. No hay psicología de masas cuando a la gente deja de importarle algo que ya no existe: un sistema político que se ha derrumbado bajo su propio peso.
—¡Fuera de aquí! —gritó Carter—. Fuera de aquí antes que llame a la policía y lo echen a la calle.
—Olvida usted —dijo Webster— que he venido a hablar de las
casas
.
—No le servirá de nada —gruñó Carter—. Puede quedarse y hablar hasta el día del juicio final. Esas casas serán quemadas. Está decidido.
—¿Le gustaría ver este edificio convertido en un montón de escombros? —preguntó Webster.
—La comparación —dijo Carter— es grotesca.
—No estoy comparando —dijo Webster.
—No está… —El alcalde miró a Webster con fijeza—. ¿Qué está diciendo entonces?
—Sólo esto —dijo Webster—. En el mismo instante en que la primera antorcha toque las
casas
, la primera bomba caerá en este edificio. Y la segunda caerá en el Parlamento. Ante todo, los blancos más importantes.
Carter se quedó sin aliento. Luego una oleada de ira le subió a la cara.
—Es inútil, Webster —exclamó—. No puede engañarme. Un cuento como ése…
—No se trata de un cuento —declaró Webster—. Esos hombres tienen un cañón. Lo han sacado del Museo. Y saben manejarlo. No lo necesitarán realmente. Sería como disparar a quemarropa.
Carter se inclinó hacia el aparato de radio, pero Webster lo detuvo con un ademán.
—Piénselo un minuto, Carter, antes de perder la cabeza. Está usted en un atolladero. Siga adelante con su plan y se encontrará en medio de una batalla. Las casas arderán quizá, pero otros edificios caerán con ellas. Los hombres de negocios reclamarán su cabeza.
La mano de Carter se apartó de la radio.
A lo lejos se oyó el seco estampido de un rifle.
—Será mejor que los detenga —advirtió Webster.
Carter, indeciso, retorció la cara.
Se oyó otro tiro, y otro, y otro.
—Pronto —dijo Webster— será tarde. Tan tarde, que todo será inútil.
Una apagada explosión sacudió los vidrios de las ventanas. Carter saltó de la silla. Webster se sintió de pronto helado y débil. Pero trató de no mostrar su alteración.
Carter estaba mirando fijamente por la ventana, como un hombre de piedra.
—Temo —dijo Webster— que ya sea demasiado tarde.
La radio del escritorio zumbaba insistentemente. Una luz roja se encendía y apagaba. Carter extendió una mano temblorosa y encendió el aparato.
—Carter —decía una voz—. Carter. Carter.