Ciudad (6 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ciudad
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Jerome A. Webster sintió que los dedos de su hijo le apretaban el brazo, oyó los apagados sollozos de su madre, vio las rígidas filas de robots, inclinadas respetuosamente las cabezas ante el amo a quien habían servido. El amo que volvía al hogar… al primero y último de los hogares.

Jerome A. Webster se preguntó confusamente si los robots comprenderían… si comprenderían la vida y la muerte… si comprenderían qué significaba que Nelson F. Webster yaciera allí en el ataúd, que un hombre con un libro entonase ante él unas palabras.

Nelson F. Webster, el cuarto de los Webster que había ocupado estos campos, había vivido y muerto allí, y ahora se encaminaba hacia el descanso final preparado por el primero de ellos para el resto de la familia: esa larga línea de fantasmales descendientes que vivirían aquí y amarían las cosas y las costumbres establecidas por el primer John J. Webster.

Jerome A. Webster sintió que se le apretaban las mandíbulas, que le temblaba ligeramente el cuerpo. Durante un instante un fuego le quemó los ojos, y se le borró la visión del ataúd, y las palabras que estaba pronunciando el hombre de negro se confundieron con el viento que murmuraba entre los pinos, erguidos como centinelas del cadáver. Dentro de la mente comenzaron a agitársele los recuerdos: recuerdos de un hombre de pelo gris que se paseaba por lomas y campos, que olía la brisa de la mañana temprana, que de pie ante la encendida chimenea sostenía una copa de brandy en la mano.

Orgullo; el orgullo de la tierra y la vida, y la humildad y la grandeza que una vida de paz alimenta en el interior del hombre. La satisfacción del ocio casual y la seguridad de la meta. La independencia que da la seguridad, la paz de los alrededores familiares, la libertad de los campos abiertos.

Thomas Webster estaba dándole unos golpecitos en el codo.

—Papá —murmuraba—. Papá.

El servicio religioso había terminado. El hombre de vestiduras negras había cerrado el libro. Seis robots se adelantaron y levantaron el ataúd.

Los tres hombres siguieron lentamente el ataúd al interior de la cripta, y esperaron en silencio a que los robots lo introdujeran en el nicho, cerraran la puerta y fijaran la placa en que se leía:

N
ELSON
F. W
EBSTER

2034-2117

Eso era todo. Sólo el nombre y las fechas. Y eso, pensó Jerome A. Webster, era suficiente. No se necesitaba nada más. Los otros sólo tenían eso. Los otros: todos los que habían representado a la familia. William Stevens ante todo: 1920-1999. Lo llamaban, recordó Webster, Gramp Stevens. La mujer del primer John J. Webster (que también estaba aquí: 1951-2020) había sido su hija. Y después de él su hijo: Charles F. Webster: 1980-2060. Y su hijo, John II, 2004-2086. Webster podía recordar a John J. II: un abuelo que dormía junto al fuego, con la pipa entre los labios, tratando constantemente de quemarse las patillas.

Los ojos de Webster pasaron a otra placa. Mary Webster, la madre del chico que estaba aquí, a su lado. Y ya no un chico. Olvidaba siempre que Thomas tenía veinte años y que dentro de una semana o dos saldría para Marte; como él mismo en otro tiempo.

Todos juntos aquí, pensó. Los Webster y sus mujeres y sus hijos. Aquí, juntos en la muerte como lo habían estado en la vida, amparados por el orgullo y la seguridad del bronce y el mármol, y allá los pinos, y allí la figura simbólica sobre la puerta enmohecida por el tiempo.

Los robots esperaban, de pie, silenciosos, ya cumplida su tarea.

Su madre lo miró.

—Eres la cabeza de la familia ahora, hijo mío —dijo.

Webster extendió un brazo y apretó a la mujer contra su costado. Cabeza de la familia. De lo que quedaba de ella. Nada más que tres. Y su hijo embarcaría muy pronto para Marte. Pero volvería. Volvería casado, quizá, y la familia seguiría. No terminaría con estos tres. Gran parte del caserón no permanecería cerrada como ahora. En otra época un mismo techo había amparado a doce unidades familiares. Esa época, se dijo Webster, volvería otra vez.

Las tres figuras humanas dieron media vuelta, y dejando la cripta se encaminaron hacia la casa que se alzaba como una enorme sombra gris entre la niebla.

El fuego brillaba en la chimenea y el libro descansaba en el escritorio. Jerome A. Webster alzó el volumen y volvió a leer el título:

—Psicología marciana. Referida especialmente a las funciones mentales. Por el doctor Jerome A. Webster.

Compacta y densa: la obra de toda una vida. Obra única casi en su género. Basada en los datos reunidos durante aquellos cinco años de plaga en Marte, años en los que había trabajado día y noche con sus colegas de la comisión médica del Comité Mundial, enviada en misión de socorro al planeta vecino.

Se oyó un golpe en la puerta.

—Adelante —dijo Webster. La puerta se abrió y un robot se deslizó en el cuarto.

—Su whisky, señor.

—Gracias, Jenkins —dijo Webster.

—El sacerdote, señor —dijo Jenkins—, se ha retirado.

—Oh, sí. Imagino que lo habrás atendido.

—Sí, señor. Le di su dinero y le ofrecí una bebida. Rechazó la bebida.

—Fue un error —le dijo Webster—. Los sacerdotes no beben.

—Lo siento, señor. No lo sabía. Me pidió que le dijera a usted que pasara por la iglesia de vez en cuando.

—¿Eh?

—Le dije, señor, que usted no iba a ninguna parte.

—Eso ha estado muy bien, Jenkins —dijo Webster—. Nosotros no salimos.

Jenkins se encaminó hacia la puerta, se detuvo antes de llegar, y se volvió.

—Si me lo permite, señor, el servicio religioso en la cripta fue emocionante. Su padre era un hombre excelente, el mejor que he conocido. Los robots comentaban que la ceremonia era muy adecuada. Digna, señor. A su padre le hubiese gustado mucho.

—Le hubiese gustado más —observó Webster— oírte decir eso, Jenkins.

—Gracias, señor —dijo Jenkins, y salió del cuarto.

Webster se quedó a solas con el whisky y el libro y el fuego, y sintió que la paz de la habitación se cerraba sobre él. Sintió que allí estaba su refugio.

Éste era su hogar. Había sido el hogar de los Webster desde el día en que el primer John J. había venido aquí y había construido las primeras habitaciones de la casa. John J. había elegido este lugar porque había en él un arroyo con truchas, o por lo menos así decía él. Pero había algo más. Tuvo que haber algo más, se dijo Webster.

O quizás, en un comienzo, el porqué había sido realmente aquel arroyo con truchas. El arroyo con truchas, y los árboles, y los prados, y los acantilados envueltos todas las mañanas por la neblina del río. Quizá el resto había crecido gradualmente a lo largo de los años, años de asociación familiar hasta que el mismo suelo llegó a empaparse con algo que se parecía a una tradición, aunque no era exactamente eso. Algo que transformó los árboles, las rocas y las tierras en árboles, rocas y tierras de los Webster. Todo estaba relacionado ahora con los Webster.

John J., el primer John J., había venido aquí luego del derrumbe de las ciudades, cuando los hombres olvidaron, de una vez por todas, las casas amontonadas del siglo veinte, y se liberaron de aquel instinto que los llevaba a apretarse en una cueva o en un espacio libre contra un enemigo o temor común. El hombre había sido sometido por las condiciones sociales y económicas de otro tiempo. Una nueva seguridad y una nueva suficiencia habían hecho posible esa ruptura.

Y aquí estaba el resultado final. Una existencia tranquila. La paz que sólo puede nacer de las cosas buenas. La clase de existencia que los hombres anhelaron durante años y años. Una vida solariega, sobre la base de viejas casas familiares y pacíficas hectáreas, con energía atómica para proporcionar caballos de fuerza y robots en lugar de sirvientes.

Webster sonrió a la chimenea y sus leños rojos. Esto era un anacronismo, pero un anacronismo conveniente, algo que el hombre había conservado desde la época de las cavernas. Inútil, pues la calefacción atómica era más eficaz… aunque menos hermosa. No era posible contemplar ociosamente los átomos y soñar y construir castillos en el aire.

La misma cripta donde habían enterrado a su padre aquella tarde era también algo familiar. Estaba en armonía con el resto. El sombrío orgullo y la vida tranquila, y la paz. En otros tiempos los muertos se enterraban juntos, un desconocido al lado de otro desconocido…

Nunca salía.

Eso le había dicho Jenkins al sacerdote.

Y era cierto. ¿Pues para qué necesitaba salir de su casa? Todo estaba aquí. Bastaba hacer girar una perilla para hablar cara a cara con quien uno quisiese, para ir —si no corporalmente, al menos con los sentidos— a donde uno desease. A un teatro, un concierto, cualquier biblioteca del mundo. Y si se quería realizar un negocio, no era necesario abandonar la silla.

Webster bebió el whisky y se inclinó hacia la máquina instalada junto al escritorio.

Movió los mandos de memoria sin recurrir al libro. Sabía adónde iba.

Tocó una llave con el dedo y la habitación se desvaneció, o pareció desvanecerse. Quedó la silla en que estaba sentado, parte del escritorio, parte de la máquina y nada más.

La silla estaba ahora en la falda de una colina de hierbas doradas y árboles nudosos y retorcidos por el viento, a orillas de un lago que anidaba entre estribaciones purpúreas. Estas estribaciones, rayadas por el verde oscuro de unos pinos distantes, ascendían en empinados escalones hasta unos picos azulados y cubiertos de nieve que alzaban a la distancia sus bordes de sierra.

El viento hablaba rudamente entre los árboles encogidos, y sus ráfagas repentinas rasgaban las hierbas. Los últimos rayos del sol encendían los picos distantes.

Soledad y grandeza, las grandes extensiones de tierras calcinadas, el lago escondido, las sombras afiladas de la lejanía.

Webster se acomodó en la silla, mirando los picos con los ojos entrecerrados.

Una voz dijo, casi por encima de su hombro:

—¿Puedo entrar?

Una voz suave y sibilante, casi inhumana. Pero una voz que Webster conocía. Webster hizo un signo afirmativo.

—Naturalmente, Juwain.

Volvió un poco la cabeza y vio el elaborado pedestal, y sobre él, en cuclillas, la figura velluda y de dulce aspecto del marciano. Bajo el pedestal se vislumbraba confusamente un extraño mobiliario.

El marciano señaló con una mano velluda la cadena de montañas.

—A usted le gusta esto —dijo—. Lo entiende. Y yo entiendo que a usted le guste. Pero veo ahí más terror que belleza.

Webster extendió un brazo, pero el marciano lo detuvo.

—Déjelo —le pidió—. Yo no hubiese venido en esta época si no pensase que quizá un viejo amigo…

—Es usted muy amable —dijo Webster—. Me alegra que haya venido.

—Su padre —dijo Juwain— era un gran hombre. Recuerdo cómo me hablaba usted de él, en aquellos años que pasó usted en Marte. Dijo usted que volvería alguna vez. ¿Por qué no volvió?

—Este… —dijo Webster—. Nunca…

—No me lo diga —rogó el marciano—. Ya lo sé.

—Mi hijo —dijo Webster— saldrá para Marte dentro de poco. Quisiera que se comunicase con usted.

—Será un verdadero placer —dijo Juwain—. Estaré esperándolo —se movió incómodo en el pedestal—. Quizá continúe la tradición.

—No —dijo Webster—. Está estudiando ingeniería. La cirugía no le interesa.

—Tiene derecho —observó el marciano— a vivir su propia vida. Y sin embargo…

—Sí —continuó Webster—. Pero ya está decidido. Quizá sea un gran ingeniero. Estructura del espacio. Naves para viajar a las estrellas.

—Quizá —sugirió Juwain— su familia ya ha hecho bastante por la medicina. Usted y su padre…

—Y el padre de mi padre —dijo Webster.

—Su libro —declaró Juwain— ha dejado a Marte en deuda con usted. Quizá se preste ahora más atención a la especialización marciana. Mi pueblo no da buenos doctores. No tiene bastante preparación. Es curioso observar de qué modos distintos trabajan las mentes de las dos razas. Es curioso que en Marte no se haya pensado nunca en la medicina. Sí, literalmente, nunca se pensó en ella. En lugar de esa ciencia se hizo un culto del fatalismo. En cambio vosotros, ya en la prehistoria, cuando los hombres vivían todavía en las cavernas…

—Hay muchas cosas —dijo Webster— que ustedes pensaron y nosotros no. Cosas que ahora nos asombra haber dejado a un lado. Capacidades que ustedes desarrollaron y de las que nosotros carecemos. La especialidad de ustedes, por ejemplo, la filosofía. Tan distinta de la terrestre. Una ciencia. En cambio entre nosotros no fue más que un delirio ordenado. Ustedes desarrollaron una filosofía lógica, práctica, útil, una verdadera herramienta.

Juwain comenzó a hablar, titubeó, y al fin dijo:

—Creo haber llegado a algo, algo que puede ser nuevo y sorprendente. Algo que puede ser realmente útil, tanto para ustedes como para nosotros. He trabajado en esto durante años, a partir de ciertas ideas que concebí cuando llegaron los primeros terrestres. No dije nada porque no podía estar seguro.

—Y ahora —dijo Webster— está seguro.

—No, no del todo —dijo Juwain—. Pero casi.

El hombre y el marciano callaron, observando el lago y las montañas. Vino un pájaro, y se posó en un árbol retorcido, y cantó. Unas nubes oscuras se apilaron detrás de los montes, y los picos cubiertos de nieve se alzaron como piedras esculpidas. El sol se hundió en un lago escarlata y poco después pareció convertirse en una brasa débil.

Se oyó el golpe de una puerta y Webster se movió en la silla, vuelto repentinamente a la realidad y al estudio.

Juwain ya no estaba. El viejo filósofo había consentido en pasar una hora de contemplación en compañía del terrestre y luego se había desvanecido.

Volvió a oírse aquel golpe.

Webster se inclinó hacia adelante, movió una llavecita y las montañas desaparecieron. La habitación volvió a ser una habitación. La luz crepuscular se filtraba por los altos ventanales y el fuego de la chimenea era un resplandor rosado.

—Adelante —dijo Webster.

Jenkins abrió la puerta.

—La cena está lista, señor —dijo.

—Gracias, Jenkins —dijo Webster. Se incorporó con lentitud.

—Su lugar, señor —dijo Jenkins—, está ahora en la cabecera de la mesa.

—Ah, sí —dijo Webster—. Gracias, Jenkins. Muchas gracias por habérmelo recordado.

Webster, de pie en la ancha rampa del aeródromo, observaba aquella forma en el cielo, cada vez más pequeña, que lanzaba una llamita vacilante bajo la luz invernal.

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