Ciudad abismo (80 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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—Entraremos por aquí —dijo Sky—. Oliveira tuvo que encontrar el punto de entrada más prometedor; no tendría sentido duplicar su esfuerzo cuando tenemos tan poco tiempo.

Comprobaron que las brújulas inerciales integradas en sus trajes funcionaban de forma precisa y definieron su posición como punto cero. El
Caleuche
no giraba ni daba vueltas, así que las brújulas impedirían que se perdieran cuando estuvieran dentro; y si las brújulas resultaban no ser fiables, podrían volver sobre sus pasos hasta la herida del casco por medio del cable que desplegaban a su paso.

Sky detuvo sus pensamientos un segundo y se preguntó por qué habría pensado que el agujero del casco era una herida…

Entraron, con Sky delante. El agujero llevaba hasta un túnel de paredes rugosas que cortaba directamente el casco y bajaba unos diez o doce metros. Si la nave fuera el
Santiago
, tendrían que haber pasado por el integumento exterior del casco y se encontrarían atravesando una serie de estrechas cavidades de servicio, apretados entre multitud de líneas de datos, cables de potencia y tuberías de refrigeración; quizá hasta uno de los túneles de tren. Sky sabía que existían puntos en los que el casco era más o menos sólido a lo largo de varios metros, pero estaba bastante seguro de que aquel no era uno de ellos.

Los laterales del hueco o del túnel o de lo que fuera se hicieron más duros y pulidos, menos parecidos a la piel de un elefante y más a la quitina de los insectos. Iluminó la penumbra frente a ellos con la linterna y el rayo de luz se deslizó por la brillante superficie negra. Después, justo cuando parecía que terminaría de golpe, el hueco torció de forma abrupta hacia la derecha. Con el traje puesto y el volumen adicional del arnés de propulsión resultaba difícil torcer la esquina; pero, al menos, el traje no se le engancharía en las lisas paredes del túnel ni se le rompería ningún componente vital. Miró hacia atrás y vio que Norquinco lo seguía, aunque el volumen ligeramente mayor del otro hombre hacía que aquel ejercicio fuera todavía más difícil.

Pero el hueco se ensanchó y se cruzó con otro, así que se hizo más fácil avanzar. De vez en cuando, Sky se detenía para hablar con Norquinco y asegurarse de que el cable se desenrollaba bien y de que estaba tirante, pero las brújulas inerciales seguían funcionando bien y grababan sus movimientos en relación al punto de entrada.

Intentó usar la radio.

—¿Gómez? ¿Puedes oírme?

—Alto y claro. ¿Qué habéis encontrado?

—Nada. Todavía. Pero creo que podemos decir con cierta seguridad que esto no es el
Caleuche
. Norquinco y yo debemos haber recorrido veinte metros por el interior del casco y seguimos avanzando por algo que parece material sólido.

Gómez esperó unos segundos antes de responder.

—Eso no tiene sentido.

—No, no si seguimos pensando que esta nave es como la nuestra. No creo que lo sea. Creo que es otra cosa… algo que no esperábamos.

—¿Crees que la enviaron desde casa? ¿Que es algo que enviaron después de que nos fuéramos?

—No. Solo han tenido un siglo, Gómez. No creo que sea tiempo suficiente para inventar algo como esto —siguieron deslizándose hacia el interior—. No me parece humano. Ni siquiera me parece estar dentro de una máquina.

—Pero, sea lo que sea, resulta que el exterior es exacto al de una de nuestras naves.

—Sí… hasta que te acercas. Yo creo que ha alterado su forma para imitarnos; una especie de camuflaje protector. Y funciona, ¿verdad? Titus… mi padre… siempre pensó que había otra nave de la Flotilla siguiéndonos. Era inquietante, pero podría explicarlo algo que hubiera sucedido en el pasado. Si hubiera sabido que se trataba de una nave alienígena que nos seguía, todo hubiera cambiado.

—¿Qué podría haber hecho?

—No lo sé. Quizá alertar a las otras naves. Podría haber asumido que quería hacernos daño.

—Quizá llevara razón.

—No lo sé. Lleva aquí afuera muchísimo tiempo. Y no ha hecho gran cosa en todos estos años.

Entonces ocurrió algo, un ruido más sentido que oído, como el sonoro repique de una enorme campana. Flotaban por el vacío, así que la reverberación tenía que haberse transmitido a través del casco.

—Gómez, ¿qué demonios ha sido eso?

La recepción era débil.

—No lo sé, aquí no ha pasado nada. Pero de repente te oigo mucho peor.

Después de descender durante casi dos horas, vi algo bajo nosotros, muy por debajo en la tubería vertical.

Era un débil brillo dorado, pero se acercaba.

Pensé en el episodio que acababa de revivir. Todavía podía sentir el miedo de Sky al entrar en el
Caleuche
; era un sabor fuerte y metálico, como el de una bala. Se parecía mucho al miedo que sentía yo mismo. Ambos descendíamos hacia la oscuridad; ambos buscábamos respuestas (o recompensas), pero también sabíamos que corríamos un grave peligro y que conocíamos muy poco de lo que nos esperaba a continuación. Me estremecía la forma en que el episodio se parecía a mi propia experiencia en aquellos momentos. Sky había ido más allá de infectar mi mente con simples imágenes. Parecía dirigirme, dar forma a mis acciones para conmemorar sus antiguas hazañas; como un titiritero que moviera mis cuerdas a través de tres siglos de historia. Cerré los puños y esperé a que el episodio me hiciera brotar sangre de las manos.

Pero tenía las palmas totalmente secas.

El robot de inspección seguía su ruidoso descenso. Los últimos movimientos de Quirrenbach no habían hecho que se moviera más rápido. Hacía un calor insoportable y calculé que no podríamos sobrevivir más de tres o cuatro horas antes de morir de agotamiento por la temperatura.

Pero cada vez había más luz.

Pronto descubrí el porqué. Bajo nosotros, pero cada vez más cerca, había un tramo de tubería de paredes de cristal sucio. Quirrenbach hizo que la máquina rotara para que no se nos viera bien a ninguno cuando el robot comenzara a descender a través del tramo transparente. Todavía podía ver la cámara oscura por la que nos movíamos, una habitación cavernosa repleta de maquinaria amenazante y retorcida: enormes vasijas de presión con forma de estufa conectadas a redes de brillantes tubos intestinales y decoradas con esbeltas pasarelas. Hileras de potentes turbinas recorrían el suelo como dinosaurios dormidos.

Habíamos llegado a la estación de craqueo.

Miré a mi alrededor y me extrañó el enorme silencio.

—No parece haber nadie de servicio —dijo Zebra.

—¿Es normal? —pregunté.

—Sí —respondió Quirrenbach—. Esta parte de la operación funciona más o menos sola. Pero no me hubiera gustado elegir justo el día en el que hubiera alguien trabajando que nos viera bajar.

Varias docenas de tuberías, muy parecidas a la que habíamos usado para descender, llegaban hasta el techo, una amplia lámina circular de cristal con radios de metal oscuro que la soportaban y la atravesaban. Más allá solo había una niebla sucia color hollín, ya que la estación de craqueo estaba ubicada en el interior del abismo y normalmente la cubría la neblina. Solo cuando la niebla se disipaba momentáneamente, abierta por las caóticas corrientes térmicas que subían en espiral por el lateral del abismo, podía ver las inmensas y escarpadas paredes de la roca planetaria elevándose hacia el cielo. Lejos, mucho más lejos, estaba la extensión con forma de antena del tallo, donde Sybilline me había llevado para observar a los saltadores de niebla. Había sido hacía tan solo un par de días, pero me pareció una eternidad.

Estábamos muy por debajo de la ciudad.

El robot de inspección siguió descendiendo. Yo esperaba que se detuviera en algún punto cercano al suelo de la cámara de craqueo, pero Quirrenbach nos condujo lentamente bajo el suelo de la turbina y de nuevo hacia la oscuridad. Quizá allí habría otra cámara de la estación, debajo de la que habíamos atravesado. Conseguí aferrarme a aquella idea durante un rato… hasta que supe que habíamos descendido demasiado para que fuera cierto.

La tubería en la que estábamos atravesaba toda la estación de craqueo.

Íbamos aún más lejos. El tubo hizo algunos cambios de dirección y casi avanzó de lado en cierto momento, pero después seguimos descendiendo. Hacía tanto calor que resultaba difícil permanecer despierto. Tenía la boca tan seca que solo pensar en un vaso de agua fría era una tortura mental. Pero, de algún modo, logré seguir consciente… sabía que necesitaría tener la mente despejada cuando llegase al lugar al que nos llevaba el robot.

Tras otros treinta o cuarenta minutos, vi una luz bajo mis pies.

Parecía el final del camino.

—Tú también. Norquinco, comprueba… —pero, incluso mientras lo decía, Sky dirigió la linterna hacia el lugar por el que habían bajado y pudo ver que el cable, antes tenso, empezaba a colgar, como si le sobrara longitud. Tenía que haberse roto en algún punto superior del hueco.

—Salgamos de aquí ahora —dijo Norquinco—. No hemos avanzado mucho, todavía podemos encontrar el… camino de vuelta.

—¿A través de un casco sólido? Ese cable no se ha cortado solo.

—Gómez tiene equipo de corte en la lanzadera. Puede sacarnos si sabe dónde estamos.

Sky lo pensó. Lo que Norquinco había dicho era correcto, y cualquier persona sensata estaría haciendo todo lo posible por volver a la superficie. Parte de él quería hacerlo también. Pero otra parte, una parte más fuerte, estaba más decidida que nunca a comprender aquella nave (si es que era una nave). Era alienígena; estaba totalmente seguro de ello. Y eso quería decir que se trataba de la primera prueba de inteligencia extraterrestre encontrada por un ser humano. Y, aunque las probabilidades eran asombrosas, se había unido a la Flotilla tras encontrar aquellas lentas y frágiles arcas en la inmensidad del espacio. Pero había decidido no entrar en contacto con ellas y seguirlas durante décadas.

¿Qué descubriría dentro? Los suministros que esperaba encontrar a bordo del
Caleuche
(incluso la antimateria sin usar) podían ser premios insignificantes comparados con lo que había realmente, esperando a que alguien lo usara. De un modo u otro, aquella nave había alcanzado la velocidad de la Flotilla, iba al ocho por ciento de la velocidad de la luz; y algo le decía que a la nave alienígena no le había resultado difícil, que alcanzar aquella velocidad le había resultado de una facilidad trivial. En algún lugar de aquel casco sólido lleno de agujeros de gusano tenía que haber mecanismos reconocibles que lo impulsaran a tal velocidad y que él podría emplear; no comprender, eso lo reconocía, pero sí emplear.

Y quizá mucho más que eso.

Tenía que seguir bajando. Cualquier otra cosa supondría un fracaso.

—Vamos a seguir —le dijo a Norquinco—. Otra hora. Veremos lo que encontramos en ese tiempo y procuraremos no perdernos. Todavía tenemos las brújulas inerciales, ¿no?

—No me gusta, Sky.

—Entonces, piensa en lo que podrás aprender. Piensa en cómo funcionará esta nave… en sus redes de datos; en sus protocolos; en los paradigmas que apuntalan su diseño. Pueden ser exquisitamente extraños; tan lejos de nuestra forma de pensar como, no sé, una cadena de ADN de un polímero de cadena sencilla. Haría falta una mente especial para comenzar a entender algunos de los principios que pueden estar actuando. Una mente de un calibre excepcional. No me digas que no sientes un poco de curiosidad, Norquinco.

—Espero que ardas en el infierno, Sky Haussmann.

—Lo tomaré como un sí.

El robot de inspección se desvió hacia otra rama de la tubería, igual que la que Quirrenbach había encontrado en la superficie. El martilleo de las ventosas de sujeción se ralentizó, tranquilizó y paró, mientras la máquina hacía ruiditos para sí misma. La oscuridad y el silencio eran absolutos, salvo por los truenos distantes del vapor vivo al rugir a través de partes remotas de la red de tuberías. Toqué el metal caliente de la tubería con la punta de un dedo y sentí un débil temblor. Esperaba que aquello no quisiera decir que había una pared de vapor hirviendo a miles de atmósferas que corría directa hacia nosotros.

—Todavía no es tarde para regresar —dijo Quirrenbach.

—¿Dónde está tu curiosidad? —pregunté, y me sentí como Sky Haussmann aguijoneando a Norquinco para continuar.

—Creo que unos ocho kilómetros por encima de nosotros.

Entonces alguien corrió un panel en el lateral de la tubería y nos miró a los tres como si fuéramos una remesa de excrementos que alguien hubiera enviado desde Ciudad Abismo.

—Sé quién eres —dijo el hombre señalando a Quirrenbach con la cabeza. Después hizo un gesto hacia mí y hacia Zebra—. No sé quién eres tú. Y está claro que no sé quien eres tú.

—Y yo no sé quién coño eres tú —dije metiendo baza antes de que el hombre que había abierto la tubería pudiera aprovechar su ventaja. Estaba ya saliendo del robot, disfrutando de la oportunidad de extender las piernas por primera vez desde hacía horas—. Ahora dime dónde puedo beber algo.

—¿Quién eres?

—El tío que te está pidiendo una bebida, joder. ¿Qué pasa? ¿Es que alguien te ha tapado las orejas con mierda de cerdo?

Pareció captar el mensaje. Me había arriesgado a suponer que aquel hombre no era nadie en la operación que se llevara a cabo allí abajo y que gran parte de su trabajo consistiría en recibir los insultos de los matones que llegaban allí desde algún puesto superior de la cadena alimentaria.

—Eh, no te ofendas, hombre.

—Ratko, este es Tanner Mirabel —dijo Quirrenbach—. Y esta es… Zebra. Te llamé para decirte que bajábamos a ver a Gideon.

—Sí —añadí yo—. Y si no recibiste el mensaje, es tu puto problema, no el mío.

Quirrenbach pareció lo bastante impresionado como para unirse a mí.

—Lleva razón, joder. Así que dale al puto hombre la… dale al hombre la puta bebida que ha pedido. —Se pasó una manga por los labios resecos—. Y tráeme otra a mí, Ratko, puto… puto capullo.

—¿Capullo? Eso está bien, Quirrenbach. Muy bien. —El hombre le dio unas palmaditas en la espalda—. Sigue con esas clases de autoafirmación, parece que funcionan. —Después me miró con una especie de simpatía, como de profesional a profesional—. Vale, seguidme.

Seguimos a Ratko al exterior de la sala de tuberías. Su expresión era difícil de descifrar porque escondía los ojos tras unas gafas grises de las que sobresalían varios dispositivos sensores. Llevaba un abrigo con el mismo diseño que el de Vadim, pero más corto, y sus parches eran un poco menos bastos y más lustrosos.

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