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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (62 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Debe resultar reconfortante —dije— saber que si mueres en realidad no mueres; solo terminas con un modo de existencia. Salvo que ninguno de vosotros moriréis físicamente, ¿no?

—Puede que eso fuera cierto antes de la plaga, pero ya no.

Pensé de nuevo en lo que me había dicho Zebra.

—¿Y tú qué? Está claro que no eres una hermética. ¿Eres una de las inmortales que nacieron con los genes de la longevidad extrema?

—Los míos no son los peores que se pueden heredar, si es a lo que te refieres.

—Pero tampoco los mejores —dije yo—. Lo que quiere decir que probablemente tengas que depender de máquinas dentro de tu sangre y de tus células para corregir los pequeños errores de la naturaleza. ¿Llevo razón?

—No hace falta un gran esfuerzo deductivo.

—¿Y esas máquinas? ¿Qué les pasó después de la plaga? —Miré hacia abajo al pasar por encima de una línea de ferrocarril elevada, por la que se deslizaba a través de la noche una de las locomotoras de vapor de cuatro lados simétricos con una ristra de vagones detrás, de camino a un distrito remoto de la ciudad—. ¿Hiciste que se autodestruyeran antes de que la plaga las alcanzara? Creo haber entendido que es lo que hizo la mayoría de los tuyos.

—¿Y a ti qué te importa?

—Solo me preguntaba si usas Combustible de Sueños, eso es todo.

Pero Chanterelle no me respondió directamente.

—Nací en el 2339. Tengo ciento setenta y ocho años normales. He visto maravillas que no te podrías ni imaginar, terrores que te harían palidecer. He jugado a ser Dios, he explorado los parámetros de ese juego y después lo he trascendido, como un niño que descarta un juguete demasiado simple. He visto cómo esta ciudad cambiaba y se transformaba miles de veces, para hacerse aún más bella, más radiante con cada transformación, y la he visto convertirse en una cosa vil, oscura y venenosa; pero, incluso así, seguiré estando aquí cuando consiga abrirse paso a dentelladas hacia la luz, ya tarde un siglo o mil años. ¿Crees que voy a deshacerme de la inmortalidad tan fácilmente o que voy a encerrarme en una ridícula caja de metal como si fuera una cría asustada? —Detrás de su máscara de gato, sus propios ojos de pupilas verticales ardían de euforia—. Por Dios, no. He bebido de ese fuego y es una sed que no puede apagarse. ¿Puedes comprender la emoción que supone andar por el Mantillo, entre tantas rarezas, sin protección, y saber que las máquinas siguen dentro de mí? Es una emoción salvaje; como andar sobre fuego o nadar entre tiburones.

—¿Por eso participas en el Juego? ¿Porque se trata de otra emoción salvaje?

—¿Tú qué crees?

—Creo que solías estar más aburrida de lo que recuerdas. Por eso juegas, ¿no? Es lo que aprendí de Waverly. Cuando llegó la plaga tú y tus amigos ya habíais agotado cualquier experiencia legal que la sociedad pudiera ofreceros, cualquier juego, aventura o reto intelectual. —La miré retándola a contradecirme—. Pero no bastaba, ¿no? Nunca poníais en riesgo vuestra propia mortalidad. Nunca os enfrentabais a ella. Siempre os quedaba la opción de abandonar el sistema, claro, ahí afuera hay cantidad de peligros, emociones y posible gloria; pero si lo hicierais dejaríais atrás el sistema de soporte de vuestros amigos; la cultura en la que crecisteis.

—No es solo eso —dijo Chanterelle, al parecer deseosa de ofrecer información de forma voluntaria cuando pensaba que no la juzgaba bien ni a ella ni a los suyos—. Algunos dejaron el sistema. Pero los que lo hicieron sabían lo que dejaban. Nunca podrían volver a escanearlos. Sus simulaciones nunca se actualizarían. Al final serían tan distintas a la copia viva que nunca resultarían compatibles.

Asentí.

—Así que necesitaban algo más cercano al hogar. Algo como el Juego. Una forma de ponerse a prueba, de ir hasta el límite y correr ciertos peligros, pero de forma controlada.

—Y era bueno. Cuando llegó la plaga y pudimos hacer lo que quisimos, comenzamos a recordar lo que se sentía al estar vivo.

—Salvo que teníais que matar para sentirlo.

Ni siquiera pestañeó.

—A nadie que no se lo mereciera.

Y además se lo creía.

Mientras seguíamos volando por la ciudad, le hice más preguntas e intenté descubrir qué sabía Chanterelle sobre el Combustible de Sueños. Le había prometido a Zebra que la ayudaría a vengar la muerte de su hermana, y eso significaba averiguar todo lo posible sobre la sustancia y su proveedor, el misterioso Gideon. No cabía duda de que Chanterelle usaba el Combustible, pero pronto me quedó claro que no sabía más sobre la droga que las demás personas con las que había hablado.

—Deja que me aclare un poco —le dije—. ¿Se mencionó alguna vez el Combustible de Sueños antes de la plaga?

—No —respondió Chanterelle—. Quiero decir que a veces resulta difícil recordar cómo eran las cosas antes, pero estoy segura de que el Combustible apareció en los últimos siete años.

—Entonces, sea lo que sea, puede que tenga alguna conexión con la plaga, ¿no crees?

—No te sigo.

—Mira, sea lo que sea el Combustible de Sueños, te protege contra la plaga, te permite caminar por el Mantillo con todas esas máquinas flotándote dentro. Eso me sugiere que puede que exista una estrecha relación entre las dos cosas; que el Combustible reconozca la plaga y pueda neutralizarla sin dañar al anfitrión no puede ser casualidad.

Chanterelle se encogió de hombros.

—Entonces alguien debe haberlo diseñado.

—Lo que lo convertiría en otro tipo de nanomaquinaria, ¿no? —negué con la cabeza—. Lo siento, pero no me creo que alguien haya podido diseñar algo tan útil; no en este lugar ni en este momento.

—No puedes saber con qué recursos cuenta Gideon.

—No, no puedo. Pero tú puedes decirme lo que sabes sobre él y podemos empezar desde ahí.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Por una promesa que le hice a alguien.

—Entonces siento decepcionarte. No sé nada sobre Gideon y no conozco a nadie que lo sepa. Creo que tendrías que hablar con alguien más cercano a la línea de suministro.

—¿Ni siquiera sabes desde dónde opera? ¿Ni dónde tiene sus laboratorios de producción?

—Solo sé que está en algún lugar de la ciudad.

—¿Estás segura? La primera vez que me encontré con el Combustible de Sueños fue en… —Dejé la frase inacabada, no quería contarle demasiado sobre mi reanimación en el Hospicio Idlewild—. No fue en Yellowstone.

—No puedo saberlo con certeza, pero he oído que no se fabrica en la Canopia.

—Lo que nos deja con el Mantillo, ¿no?

—Supongo. —Entrecerró los ojos y las pupilas verticales de sus ojos se convirtieron en finas astillas—. De todos modos, ¿quién eres?

—Sería muy largo de explicar —le respondí—. Pero estoy seguro de que ya has averiguado lo esencial.

Ella señaló los controles con la cabeza.

—No podemos dar vueltas para siempre.

—Entonces llévanos a la Canopia. A algún sitio público, no demasiado lejos de Escher Heights.

—¿De qué?

Le enseñé a Chanterelle el nombre del lugar que me había dicho Dominika, con la esperanza de que mi desconocimiento de la naturaleza de la dirección (si se trataba de un domicilio o de todo un distrito) no fuera demasiado obvio.

—No estoy segura de conocer ese lugar.

—Vaya, el dedo se me tensa. Estrújate el cerebro, Chanterelle. Si eso no sirve, tiene que haber un mapa en esta cosa. ¿Por qué no lo buscas?

Lo hizo de mala gana. Yo no sabía que existiera un mapa de la Canopia, pero me imaginé que debía haber uno, aunque estuviera enterrado en lo más profundo del procesador del teleférico.

—Ahora lo recuerdo —dijo ella. El mapa que brillaba en la consola parecía una extensión de las conexiones sinápticas de parte del cerebro humano, etiquetado con unos símbolos canasianos que dañaban la vista—. Pero no conozco demasiado bien el distrito. La plaga tomó formas extrañas por allí. Es diferente, no es como el resto de la Canopia y a algunos no nos gusta.

—Nadie te lo pide. Solo quiero que me lleves.

Fue un viaje de media hora a través de los intersticios, rodeando el abismo en un largo arco ondulado. En aquellos momentos solo era visible como una ausencia, una negra oclusión circular en el luminoso crecimiento urbano de la Canopia. Su contorno se perfilaba gracias a las luces de las estructuras sin cúpula de la periferia, como señuelos fosforescentes en torno a las mandíbulas de un monstruoso depredador bentónico. De vez en cuando se veía alguna estructura en un saliente de una parte más profunda del hueco, a un kilómetro de la superficie; las enormes tuberías de suministro de la ciudad bajaban aún más para absorber aire, energía y humedad, pero casi no se veían. Hasta de noche, una constante respiración oscura se elevaba desde la boca del abismo.

—Ahí está —dijo finalmente Chanterelle—. Escher Heights.

—Ahora lo entiendo —dije.

—¿El qué?

—Por qué no te gusta.

A lo largo de varios kilómetros cuadrados y con una extensión vertical de varios cientos de metros, el enredo boscoso de la Canopia se transmutaba en algo muy distinto: un revoltijo de inesperadas formas cristalinas, como una imagen magnificada en un libro de texto de geología o como una microfotografía de un virus increíblemente adaptado. Los colores eran gloriosos, rosas, verdes y azules resaltados por los faroles de salas excavadas, túneles y espacios públicos que perlaban los cristales. Grandes láminas de dorado grisáceo, como moscovita, se elevaban en gradas sobre la capa superior de la Canopia. Frágiles incrustaciones turquesa de turmalina se rizaban en espirales; había barras rosáceas de cuarzo del tamaño de mansiones. Los cristales se cruzaban y penetraban los unos en los otros, mientras sus complejas geometrías se doblaban sobre sí mismas creando formas que nadie podría haber construido a propósito. Casi hacía daño mirar Escher Heights.

—Es una locura —dije.

—Casi todo está hueco —comentó Chanterelle—. Si no, nunca podría colgar a tanta altura. El Mantillo absorbió hace años las partes que se rompieron. —Miré hacia bajo, más allá de la amenazadora y luminosa masa cristalina, y vi a qué se refería: bloques de concentraciones demasiado geométricas para el Mantillo, como una alfombra de liquen que cubría los fragmentos de la ciudad caída.

—¿Puedes encontrar un sitio público cerca de aquí donde aterrizar?

—Ya lo hago —respondió Chanterelle—. Aunque no sé de qué servirá. No vas a poder entrar en una plaza apuntándome a la cabeza con una pistola.

—Quizá la gente crea que somos una actuación en vivo y nos dejen en paz.

—¿Ese es tu plan? —parecía decepcionada.

—En realidad, no. Hay un poco más. Este abrigo, por ejemplo, tiene unos bolsillos de gran capacidad. Sé que puedo esconder la pistola en uno sin dificultad y puedo apuntarte con ella sin que parezca que me alegro mucho de verte.

—Hablas en serio, ¿no? Vas a caminar por la plaza con una pistola apuntándome a la espalda.

—Pareceríamos dos estúpidos si te apuntara por delante. Uno de nosotros tendría que andar de espaldas y no funcionaría. Podríamos tropezarnos con uno de tus amigos.

27

Aterrizamos con la menor ceremonia posible.

El teleférico de Chanterelle se había parado en una plataforma de metal plano que sobresalía del lateral de Escher Heights, lo bastante grande como para que cupiera una docena más de vehículos. La mayoría eran teleféricos, pero también había un par de volantores de alas achaparradas. Como las demás máquinas voladoras que había visto en la ciudad, tenían aquel aspecto impecable y superadaptado que sugería que eran anteriores a la plaga. Debía de ser difícil volar con ellos a través del retorcido matorral en el que se había convertido la ciudad, pero quizá sus propietarios disfrutaban con el desafío de volar por aquel enredo. Puede que hasta se hubiera convertido en un deporte de alto riesgo.

La gente entraba y salía de los vehículos, algunos de ellos eran privados y otros llevaban insignias de compañías de taxis. Otra gente estaba de pie al borde de la plataforma de aterrizaje y miraba la ciudad a través de telescopios montados en pedestales. Todos sin excepción llevaban trajes estrafalarios, con capas y abrigos ondeantes, compensados con cascos de rareza muy estudiada y decorados con un tumulto de colores y texturas que hacían que hasta la arquitectura circundante resultara algo comedida. La gente llevaba máscaras o se escondía tras velos brillantes o elegantes abanicos y parasoles. Había mascotas de bioingeniería a las que paseaban con correas, criaturas que no entraban dentro de ninguna taxonomía conocida, como gatos con crestas de lagarto. Y algunas de las mascotas ni siquiera eran tan extrañas como sus dueños. Había personas que se habían convertido en centauros, totalmente cuadrúpedos. Otras personas habían conservado, en esencia, la forma humana estándar, pero la habían retorcido y estirado tanto que se asemejaban a estatuas vanguardistas. Una mujer se había alargado tanto el cráneo que parecía el pico de un pájaro exótico. Otro hombre se había transformado en uno de los prototipos míticos de extraterrestre, con el cuerpo delgado y largo, y los ojos rasgados en forma de almendra.

Chanterelle me contó que aquel tipo de cambios podían conseguirse en días; semanas a lo sumo. Era posible que alguien con la determinación suficiente cambiara su imagen corporal una docena de veces al año; con la misma frecuencia con la que yo pensaba en cortarme el pelo.

¿Y pretendía encontrar a Reivich en un sitio así?

—Si fuera tú —dijo Chanterelle— no me quedaría mirando a la gente todo el día. Supongo que no querrás que se den cuenta de que no eres de por aquí, ¿no?

Toqué la pistola de balas de hielo que llevaba en el bolsillo con la intención de que ella viera cómo se me tensaba el brazo al encontrarla.

—Sigue andando. Cuando quiera tus consejos, te los pediré. —Chanterelle caminó sin decir palabra pero, al cabo de unos pasos, comencé a sentirme culpable por haber saltado de forma tan brusca—. Lo siento; me doy cuenta de que intentas ayudarme.

—Me conviene —dijo la mujer sin despegar mucho los labios, como si compartiera una anécdota conmigo—. No quiero que llames demasiado la atención; alguien podría acercarse a ti y yo acabaría en medio del fuego cruzado.

—Gracias por la preocupación.

—Es instinto de conservación. ¿Cómo me iba a preocupar por ti cuando acabas de herir a mis amigos y ni siquiera sé tu nombre?

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