—¿Qué te hace pensar que conozco a este hombre?
—No lo sé… ¿cuánto crees que necesitarás? ¿Otros cien? ¿Refrescaría eso tu memoria?
—La memoria de Dominika no tan rápida a estas horas de mañana.
—Entonces, doscientos. Ahora, ¿recuerdas al señor Reivich? —Observé cómo le apareció en la cara una teatral expresión de haberlo recordado de repente. Tenía que concedérselo, lo hacía con estilo—. Ah, bien. Me alegro mucho. —Si ella hubiera sabido cuánto…
—Señor Reivich, caso especial.
Por supuesto que sí. Hasta en Borde del Firmamento, un aristócrata como Reivich tendría tanto metal flotándole por el cuerpo como un derrochador de la Belle Époque; quizá incluso más que un Demarquista de alto nivel. Y, como Quirrenbach, ni siquiera habría oído hablar de la Plaga de Fusión hasta haber llegado a Yellowstone. Sin tiempo para buscar las clínicas orbitales que quedaran y fueran capaces de realizar el trabajo de extracción. Tendría prisa por bajar a la superficie y perderse en Ciudad Abismo.
Dominika sería su primera y última oportunidad de salvación.
—Sé que era un caso especial —dije—. Y por eso sé que tienes los medios para contactar con él.
—¿Por qué quiero contactar con él?
Suspiré y me di cuenta de que iba a ser una tarea difícil, cara o ambas cosas.
—Supongamos que le quitaste algo y que él pareciera sano, pero un día después descubrieras que hay algo anómalo en el implante que extrajiste… que quizá tuviera restos de la plaga. Te verías obligada a contactar con él, ¿no? —Su expresión no había cambiado durante todo mi discurso, así que decidí que había llegado el momento de intentar una pequeña adulación inofensiva—. Es lo que haría cualquier cirujano respetable. Sé que no todos los de por aquí se molestarían en seguir a un cliente así pero, como tú has dicho, no hay nadie mejor que Madame Dominika.
Ella gruñó dándome la razón.
—Información de cliente, confidencial —añadió Dominika, pero los dos sabíamos lo que eso significaba.
Unos minutos después tenía unas cuantas docenas de billetes menos, pero también una dirección en la Canopia; algo llamado Escher Heights. No tenía ni idea de si se trataba de algo específico, de si se refería a un solo edificio de apartamentos o simplemente a una región predefinidida del enredo.
—Ahora cierra ojos —dijo ella mientras me ponía un dedal romo en la frente—. Y Dominika hace su magia.
Me puso anestesia local antes de empezar a trabajar. No le llevó mucho y no sentí ninguna incomodidad mientras me lo quitaba. Era como si estuviera extirpando un quiste. Me pregunté por qué Waverly no habría decidido incluir un sistema antimanipulación en el implante, pero quizá aquello se considerara demasiado antideportivo. En cualquier caso (por lo que yo entendía, a partir de lo que había aprendido de Waverly y Zebra), en las reglas normales de juego los participantes en la caza no debían tener acceso a la telemetría del implante. Se les permitía cazar a la presa usando las técnicas forenses que gustasen, pero seguir el rastro de un transmisor neuronal escondido era demasiado fácil. El implante solo era para los espectadores y para la gente como Waverly, que supervisaba el progreso del juego.
Para pasar el rato dejé que mi mente realizara asociaciones libres en la camilla de Dominika; pensé en los refinamientos que yo podría haber introducido en el juego. En primer lugar, haría que el implante fuese mucho más difícil de quitar y pondría las conexiones neurales profundas que preocupaban a Dominika, junto con un sistema antimanipulación; algo que freiría el cerebro del sujeto si alguien intentaba quitarle el implante antes de tiempo. También me aseguraría de que los cazadores llevaran sus propios implantes y de que fuera igual de difícil quitarlos. Haría que los dos tipos de implantes (el del cazador y el del cazado) emitieran algún tipo de señal codificada para que se reconocieran entre sí. Y cuando las dos partes se aproximaran dentro de un radio predefinido (digamos, una manzana o menos), haría que los dos implantes informaran a sus anfitriones de la proximidad del otro a través de las conexiones neurales profundas que ya había implantado. Borraría a todos los voyeurs de la ecuación; que siguieran el juego a su manera. Haría que todo fuera más privado y limitaría el número de cazadores a un bonito número redondo, como uno. Así todo sería mucho más personal. Y, ¿por qué limitar la caza a solo cincuenta horas? Me di cuenta de que en una ciudad de aquel tamaño la caza podía durar fácilmente decenas de días o más, siempre que el objetivo dispusiera del tiempo suficiente para huir y esconderse en el laberinto del Mantillo. Ya puestos, no veía por qué tenía que limitarse el campo de juego solo al Mantillo o a Ciudad Abismo. ¿Por qué no a todos los asentamientos del planeta, si querían un reto de verdad?
Por supuesto, no lo aceptarían nunca. Lo que querían era un asesinato rápido; la sangre de una noche, limitando en lo posible los gastos, el peligro y la participación personal.
—Vale —dijo Dominika mientras me apretaba una compresa esterilizada en la sien—. Ya estás listo, señor Mirabel. —Sostenía el implante entre dos dedos y brillaba como una diminuta joya gris—. Y si esto no implante de caza, Dominika es la mujer más delgada de Ciudad Abismo.
—Nunca se sabe —dije—, los milagros existen.
—No para Dominika. —Después me ayudó a bajar de la camilla. Me sentía un poco mareado, pero cuando me toqué la herida noté que era diminuta y que no había señales ni de infección ni de cicatrices—. ¿Tú no curioso? —me preguntó; yo me deslicé dentro del abrigo de Vadim, ansioso por recuperar el anonimato que me proporcionaba, a pesar del calor y de la humedad.
—Yo no curioso… quiero decir, no siento curiosidad, ¿sobre qué?
—Digo que preguntar cosas sobre amigo.
—¿Reivich? Ya hemos hablado de eso.
Ella comenzó a empaquetar sus dedales.
—No. Señor Quirrenbach. Otro amigo, el que estar contigo ayer.
—Lo cierto es que el señor Quirrenbach y yo éramos más conocidos que amigos. De todos modos, ¿de qué se trata?
—Me paga para no decirte esto, mucho dinero. Así que no digo nada. Pero tú hombre rico ahora, señor Mirabel. Haces que señor Quirrenbach parezca pobre. ¿Entiendes lo que decir Dominika?
—Me estás diciendo que Quirrenbach te sobornó para que guardaras un secreto, pero que si supero su soborno me lo dirás, ¿no?
—Eres chico listo, señor Mirabel. Operaciones de Dominika no darte daño cerebral.
—Encantado de saberlo. —Suspiré con resignación, metí la mano en el bolsillo de nuevo y le pregunté qué era lo que Quirrenbach no quería que yo supiera. No sabía bien qué esperar; muy poco, quizá, ya que mi mente no había tenido tiempo de pensar en la idea de que Quirrenbach tuviera algo que esconder.
—Venir aquí contigo —dijo Dominika—. Vestido como tú, ropa Mendicante. Pedir que quitarle implantes.
—Dime algo que no sepa.
Entonces Dominika sonrió, una sonrisa salaz, y supe que fuera lo que fuera lo que iba a decirme, se lo estaba pasando en grande.
—Él no tiene implantes, señor Mirabel.
—¿Qué quieres decir? Lo vi en tu camilla. Estabas operándolo. Le afeitaste la cabeza.
—Me dice que quiere parezca real. Dominika no hace preguntas. Solo hace lo que dice cliente. Cliente siempre lleva razón. Sobre todo si paga bien, como señor Quirrenbach. Cliente dice finge cirugía. Afeita pelo, imita movimientos. Pero yo nunca abro su cabeza. No hace falta. Lo escaneo de todas formas… nada dentro. Ya está limpio.
—Entonces, ¿por qué diablos…?
Y entonces todo tuvo sentido. Quirrenbach no tenía que quitarse los implantes porque, si alguna vez había tenido alguno, se los habían quitado años antes, durante la plaga. Quirrenbach no era de Grand Teton. Ni siquiera era de fuera del sistema. Era un talento local y lo habían reclutado para seguirme y averiguar mis puntos débiles.
Trabajaba para Reivich.
Reivich había llegado a Ciudad Abismo antes que yo, había viajado mientras a mí me recomponían la memoria los Mendicantes. Unos días de ventaja no era mucho, pero estaba claro que le había bastado para reunir ayuda. Quirrenbach sería su primer punto de contacto. Y después Quirrenbach habría regresado a órbita para mezclarse con los inmigrantes que acababan de llegar al sistema. Su misión era simple: investigar a la gente reanimada del
Orvieto
y encontrar a alguien que pudiera ser un asesino a sueldo.
Pensé en cómo había sucedido todo.
Primero me había acosado Vadim en la zona común del
Strelnikov
. Me lo había quitado de encima, pero unos minutos más tarde lo había visto golpear a Quirrenbach. Yo había cruzado la zona común para obligar a Vadim a dejar a Quirrenbach y después le había dado una paliza a Vadim yo mismo. Recordaba muy bien que había sido Quirrenbach el que me había pedido que no lo matara.
En aquel momento, había pensado que se trataba de compasión.
Más tarde, Quirrenbach y yo nos habíamos arrastrado hacia la habitación de Vadim. Recordaba también que Quirrenbach, al principio, parecía incómodo al rebuscar entre sus pertenencias… que había cuestionado la moralidad de lo que yo estaba haciendo. Habíamos discutido y después Quirrenbach se había visto forzado a seguir con el robo.
Y durante todo aquel tiempo no había visto lo obvio: que Quirrenbach y Vadim trabajaban juntos.
Quirrenbach necesitaba una forma de acercarse a mí sin despertar mis sospechas; una forma de averiguar más sobre mí. Los dos me habían engañado; estaba claro que Vadim le había hecho daño a Quirrenbach en la zona común, pero solo porque necesitaban el realismo. Debían saber que yo no podría resistirme al impulso de intervenir, sobre todo después de mi anterior encontronazo con Vadim. Recordé que más tarde, cuando nos atacaron en el carrusel, había visto a Quirrenbach de pie a un lado, sujeto por otro hombre, mientras yo me llevaba la mayor parte del castigo de Vadim.
Tenía que haberlo visto.
Quirrenbach se había pegado a mí, lo que quería decir que era muy bueno en su trabajo; que me había localizado entre todos los pasajeros de la nave… pero no tenía por qué ser del todo así. Reivich podía haber usado a media docena de agentes para seguirle la pista a otros pasajeros, todos con diferentes estratagemas para acercarse a sus objetivos. La diferencia era que los otros seguían a personas equivocadas, mientras que Quirrenbach (ya fuera por suerte, por intuición o por deducción) había dado en el blanco. Pero no había forma de saberlo con certeza. En todas las conversaciones que habíamos tenido, yo había procurado no contarle nada que pudiera establecer mi identidad como el jefe de seguridad de Cahuella.
Intenté ponerme en el lugar de Quirrenbach.
Tenía que haber resultado tentador para él y para Vadim matarme. Pero no podían hacerlo; no hasta estar totalmente seguros de que era el asesino real. Si me hubieran matado entonces nunca habrían sabido con certeza si habían cogido al hombre al que buscaban… y la duda siempre los habría ensombrecido.
Así que Quirrenbach probablemente planeaba seguirme todo lo necesario; todo lo necesario para establecer un patrón; que iba en busca de un hombre llamado Reivich por un motivo sin especificar. Visitar a Dominika era parte esencial del disfraz. No debió darse cuenta de que, como soldado, yo no tendría implantes y que, por tanto, no necesitaría el talento de la buena Madame. Pero él se lo había tomado con calma, me había confiado sus pertenencias mientras estaba bajo el cuchillo.
Buen toque, Quirrenbach
, pensé. Aquello había servido para reforzar su historia.
Pero, en retrospectiva, debía haberme dado cuenta. El tratante se había quejado de que los experienciales de Quirrenbach eran piratas; que eran copias de originales que él había manejado semanas antes. Y Quirrenbach me había dicho que acababa de llegar. Si hubiera comprobado la lista de bordeadoras lumínicas que habían llegado la semana pasada, ¿hubiera encontrado una nave procedente de Grand Teton? Quizá sí o quizá no. Dependía de lo escrupuloso que Quirrenbach hubiera sido al fabricar su tapadera. Dudaba que se hubiera molestado mucho, ya que solo habría tenido un par de días para prepararlo todo desde cero.
Visto lo visto, no había hecho un trabajo tan malo.
Poco tiempo después del mediodía, cuando hube terminado con Dominika, ocurrió el siguiente episodio Haussmann. Estaba de pie con la espalda apoyada en la pared de la Estación Central, observando tranquilamente a un hábil titiritero que entretenía a un grupo de niños. El titiritero trabajaba sobre una cabina en miniatura y manejaba un muñeco de Marco Ferris, haciendo que la figurita de articulaciones delicadas y vestida con traje espacial descendiera por una pared de roca hecha de escombros. Se suponía que Ferris trepaba por el abismo, porque había un montón de joyas en la base de la pendiente, guardadas por un fiero monstruo alienígena de nueve cabezas. Los niños daban palmas y gritaban mientras el titiritero hacía que el monstruo se lanzara sobre Ferris.
Entonces fue cuando mis pensamientos se detuvieron y el episodio se insertó, totalmente formado.
Más tarde, cuando tuve tiempo para digerir lo que se me había revelado, pensé sobre el episodio anterior. Los episodios de Haussmann habían comenzado de forma bastante inocente, reiteraban la vida de Sky según los hechos tal y como yo los conocía. Pero habían comenzado a divergir, primero en pequeños detalles y después con una creciente obviedad. Las referencias a la sexta nave no pertenecían a ninguna historia ortodoxa que hubiera escuchado, ni tampoco que Sky hubiera mantenido vivo al asesino que había asesinado (o que había recibido los medios para matar) a su padre. Pero eran aspectos menores de la historia comparados con la idea de que Sky hubiera matado al capitán Balcazar. Balcazar solo era una nota a pie de página en nuestra historia; uno de los predecesores de Sky… pero nadie había sugerido nunca que Sky lo hubiera matado.
Cerré los puños y, mientras la sangre llovía sobre el suelo de la explanada, comencé a preguntarme con qué me habrían infectado en realidad.
—No pude hacer nada al respecto. Estaba dormido, sin hacer ruido… no sospeché que algo iba mal.
Los dos médicos que examinaban a Balcazar habían subido a bordo en cuanto la nave fue segura, después de que Sky diera la alarma sobre el anciano. Valdivia y Rengo habían cerrado la esclusa de aire detrás de ellos para tener espacio para trabajar. Sky los observaba con atención. Ambos parecían cansados y cetrinos, con bolsas bajo los ojos por el exceso de trabajo.