—Te dije que no me molestaras, Tanner —dijo todavía escupiendo rayos.
—Lo sé, pero se acerca una tormenta. Me preocupaba que no te dieras cuenta hasta que empezara a llover y entonces podrías haber tenido problemas para encontrar el camino de vuelta al campamento.
—Yo soy el que te dijo que venía una tormenta —respondió sin darse la vuelta para mirarme, todavía absorto en sus prácticas de tiro. Casi no podía ver a qué estaba disparando; sus impulsos láser se clavaban en un vacío de oscuridad imprecisa. Pero me di cuenta de que los disparos se sucedían de forma certera, aun después de que ajustara su posición o de que cargara otra célula de energía.
—De todos modos, es tarde. Deberíamos dormir algo. Si Reivich se retrasa, mañana será un largo día y necesitamos estar bien despiertos.
—Llevas razón, claro —dijo tras la debida consideración—. Solo quiero estar seguro de poder mutilar a ese cabrón si me apetece.
—¿Mutilarlo? Pensaba que preparábamos una muerte limpia.
—¿Y qué sentido tendría eso?
Di un paso hacia él.
—Matarlo es una cosa. Puedes apostar lo que quieras a que él también quiere matarte, así que tiene cierto sentido. Pero no ha hecho nada que se merezca tanto odio, ¿no?
Él apuntó con la pistola y apretó el gatillo.
—¿Quién ha dicho que tenga que merecérselo, Tanner?
Después puso la reserva y la mira de la pistola en modo de espera, y la introdujo en la cartuchera de la espalda, donde parecía un trozo de frágil aparejo dando coletazos en el costado de una ballena.
Caminamos en silencio hasta el campamento y la tormenta se elevó sobre nosotros como un arrecife de obsidiana, preñada de relámpagos. Las primeras gotas de lluvia caían a través de los árboles cuando llegamos a las tiendas. Comprobamos que las armas estaban protegidas frente a los elementos, conectamos los detectores de intrusos del perímetro y después nos encerramos en las tiendas. La lluvia comenzó a golpear la tela como dedos impacientes sobre una mesa, y los truenos rugieron en algún punto al sur. Pero estábamos listos y regresamos a nuestras literas para aprovechar todo lo que pudiéramos dormir antes de levantarnos para capturar a nuestro hombre.
—Duerme bien esta noche —dijo Cahuella al asomar la cabeza por la abertura de mi tienda—. Porque mañana luchamos.
Todavía estaba oscuro. La tormenta todavía bramaba. Me levanté y escuché la descarga de la lluvia contra la tela de la tienda burbuja.
Algo me había inquietado lo bastante como para despertarme. A veces ocurría. Mi mente se ponía a trabajar en un problema que me parecía claro como el agua a la luz del día hasta encontrar una pega. Así había conseguido llenar algunas de las lagunas más sutiles en la seguridad de la Casa de los Reptiles; me imaginaba que era un intruso y después tramaba la forma de penetrar alguna barrera que hasta entonces consideraba totalmente infalible. Así me sentía al despertar, como si algo poco obvio se me acabara de revelar. Como si hubiera cometido un terrible error de juicio. Pero, durante un instante, no conseguía recordar los detalles del sueño; la respuesta concedida por mis diligentes procesos subconscientes.
Y entonces me di cuenta de que nos atacaban.
—No… —comencé a decir.
Pero era demasiado tarde para aquello.
Una de las verdades más pragmáticas sobre la guerra y sobre la forma en que nos afecta es que la mayoría de los clichés no se alejaba mucho de la realidad. La guerra consistía en enormes abismos de inactividad salpicados de breves y ruidosos interludios de acción. Y en aquellos breves y ruidosos interludios las cosas sucedían con tanta rapidez y, al mismo tiempo, con una lentitud tan irreal, que cada instante ardía en la memoria. Así era aquello, especialmente durante algo tan comprimido y violento como una emboscada.
No hubo previo aviso. Quizá algo se había colado en mis sueños para avisarme, de modo que fue tanto la emboscada como el reconocimiento de mi error lo que me había despertado, pero cuando me desperté no tenía un recuerdo consciente de lo que había sido. Quizá un sonido cuando desmantelaron el sistema de alerta del perímetro… o quizá solo un pie al pisar la maleza, o la llamada de advertencia de un animal asustado.
No importaba.
Eran tres contra nosotros ocho pero, a pesar de ello, nos aplastaron con una facilidad implacable. Los tres llevaban trajes blindados de camuflaje, ropa que cambiaba de forma, patrón y color, y que los cubría de pies a cabeza: trajes de cuerpo entero más avanzados de los disponibles para las milicias normales; tecnología que solo podían haber traído los Ultras. Aquello tenía que ser… Reivich también trataba con la tripulación de la bordeadora lumínica. Y quizá les había pagado para que engañaran a Cahuella y le suministraran información falsa. También había otra posibilidad, que era lo que había descubierto mi mente dormida.
Quizá Reivich tuviera dos grupos, uno que se movía hacia el sur a treinta kilómetros al norte de nosotros y que transportaba el armamento pesado que Orcagna rastreaba. Yo había supuesto que era el único grupo. Pero ¿y si existiera un segundo grupo que se les hubiera adelantado? Quizá llevaran con ellos armamento más ligero que los Ultras no podían localizar. El elemento sorpresa compensaría de sobra la deficiencia de su capacidad armamentística.
Y lo hizo.
Sus armas no eran más avanzadas ni letales que las nuestras, pero las usaron con una precisión absoluta y derribaron primero a los centinelas colocados en el exterior del campamento, antes de que tuvieran la oportunidad de disparar sus propias armas. Pero yo casi ni me enteré de aquella parte del ataque; todavía intentaba librarme del sueño y en un primer momento pensé que los impulsos de luz y los crujidos de las descargas de energía eran los espasmos finales de la tormenta al seguir su camino hacia el interior de la Península. Después oí los gritos y empecé a darme cuenta de lo que ocurría.
Obviamente, ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Finalmente, me desperté. Durante un largo rato, tumbado bajo la luz dorada de la mañana que se derramaba por la habitación de Zebra, reviví en mi cabeza los sueños hasta que pude dejarlos descansar y empecé a examinarme la pierna herida.
El sanador había obrado milagros durante la noche; había utilizado la ciencia médica mucho mejor que cualquier cosa que tuviéramos en Borde del Firmamento. La herida ya no era más que una estrella blanquecina de carne nueva, y el daño restante era casi todo psicológico… mi cerebro se negaba a aceptar que mi pierna era ya totalmente capaz de desempeñar su función. Me levanté del sofá y di unos cuantos pasos torpes y experimentales; al final subí a la ventana más cercana atravesando distintos niveles del suelo roto, mientras los muebles se apartaban amablemente para facilitarme el paso.
A la luz del día, o de lo que pasaba por día en Ciudad Abismo, el gran agujero en el corazón de la ciudad parecía todavía más cerca, todavía más vertiginoso. No era difícil imaginar cómo había atraído a los primeros exploradores que llegaron a Yellowstone, ya fueran nacidos de los vientres de robots o llegados en las primeras y temerarias naves espaciales que aterrizaron más tarde. La mancha de atmósfera cálida que se derramaba del abismo era visible desde el espacio cuando las otras condiciones atmosféricas resultaban favorables.
Daba igual que hubieran cruzado el terreno en orugas o atravesando capas de nubes; aquella primera visión del abismo tuvo que ser sobrecogedora. Algo había dañado el planeta miles de siglos antes, y aquella gran herida abierta todavía no se había curado. Se decía que algunos habían descendido hasta las profundidades, equipados tan solo con frágiles trajes presurizados, y que habían encontrado tesoros con los que se podrían construir imperios. Si así fuera, se los habían guardado con cuidado. Pero eso no había impedido que llegaran otros, otros buscadores de fortuna y aventureros; alrededor de ellos habían surgido los primeros indicios de lo que acabaría convirtiéndose en la ciudad.
No existía una teoría universalmente aceptada para explicar el agujero, aunque la caldera que lo rodeaba (en la que yacía Ciudad Abismo, cobijada de los vientos, de la depredación de las crecidas torrenciales y de la invasión de los glaciares de metano y amoníaco) apuntaba a algo bastante catastrófico y, además, reciente a escala geológica… lo bastante reciente como para que no lo hubieran borrado los procesos de erosión y regeneración tectónica. Probablemente Yellowstone había tenido un encuentro con su vecino gigante de gas y aquello le había inyectado energía al núcleo del planeta; de modo que el abismo era uno de los medios para evacuar lentamente la energía de vuelta al espacio, aunque, en primer lugar, algo tendría que haber abierto aquella ruta de escape. Había teorías que hablaban de diminutos agujeros negros que se estrellaron contra la corteza o de fragmentos de materia quarkónica, pero nadie sabía lo que había sucedido realmente. También había rumores de cuento de hadas: de excavaciones alienígenas bajo la corteza, pruebas de que el abismo había sido provocado, aunque no necesariamente a propósito. Quizá aquellos alienígenas habían llegado hasta allí por las mismas razones que los humanos, para aprovechar la energía del abismo y sus recursos químicos. Podía ver con claridad las tuberías con forma de tentáculo que la ciudad extendía sobre la boca del abismo y hacia su parte inferior, como si se tratara de dedos intentando coger algo.
—No finjas que no te impresiona —dijo Zebra—. Hay gente que mataría por una vista como esta. Ahora que lo pienso, probablemente conozca a gente que haya matado por una vista como esta.
—La verdad es que no me sorprende.
Zebra había entrado en silencio en la habitación. A primera vista parecía desnuda, pero entonces vi que estaba totalmente vestida, pero con un camisón tan translúcido que podría haber estado hecho de humo.
Llevaba mi ropa Mendicante en los brazos, lavada y bien doblada.
Pude ver lo delgada que estaba. Bajo la capa gris azulado de su vestido, las rayas negras le cubrían todo el cuerpo y seguían las curvas de su silueta dejando en sombras la región genital. Las rayas servían tanto para suprimir como para enfatizar sus curvas y ángulos, de modo que Zebra se metamorfoseaba con cada paso que daba hacia mí. El cabello era una rígida cresta que iba desde la cabeza a la región lumbar y terminaba en el montículo rayado de su trasero. Cuando andaba, se deslizaba como una bailarina de ballet y sus pequeños pies en forma de pezuña servían más para anclarla al suelo que para soportar su peso. Comprendí que si hubiera decidido participar en el Juego sería una cazadora de gran habilidad. Después de todo, me había cazado a mí… aunque solo para arruinarles la diversión a sus enemigos.
—En el planeta del que vengo —dije— eso se consideraría provocativo.
—Bueno, esto no es Borde del Firmamento —dijo ella mientras dejaba la ropa en el sofá—. Ni siquiera es Yellowstone. En la Canopia hacemos más o menos lo que nos da la gana.
Se pasó las palmas de las manos por las caderas.
—Perdona si soy grosero pero ¿naciste así?
—Ni de lejos. No siempre he sido hembra, por si te interesa, y dudo que siga así el resto de mi vida. Lo que sé seguro es que no se me conocerá siempre como Zebra. ¿Quién querría quedar anclado en un solo cuerpo, en una sola identidad?
—No lo sé —dije, con cuidado—. Pero en Borde del Firmamento la mayoría de la gente no podía modificarse de ningún modo.
—Sí. Por lo que he oído estabais todos muy ocupados matándoos entre vosotros.
—Es una forma muy simplista de resumir nuestra historia, pero supongo que no se aleja mucho de la realidad. De todos modos, ¿qué sabes sobre eso? —Recordé de nuevo el perturbador sueño del campamento de Cahuella y cómo Gitta me había mirado en él. Gitta y Zebra no tenían mucho en común pero, en mi confuso estado mental, me resultó fácil transferir algunos de los atributos de Gitta a Zebra: la complexión atlética, los altos pómulos y el pelo oscuro. No es que no encontrara a Zebra atractiva por derecho propio. Pero era la criatura más extraña (humana o no) con la que había compartido habitación.
—Sé lo bastante —respondió Zebra—. Algunos de nosotros estamos bastante interesados en el tema, de un modo perverso. Nos parece algo divertido, pintoresco y horrendo al mismo tiempo.
Señalé con la cabeza a la gente atrapada en la pared, la escena que yo había supuesto una obra de arte.
—A mí me parece bastante horrendo lo que ha pasado aquí.
—Oh, lo fue. Pero lo superamos, y los que sobrevivimos nunca llegamos a conocer la peor parte de la plaga. —Estaba de pie cerca de mí y me excitó por primera vez—. Comparada con la plaga, la guerra parece muy extraña. Nuestro enemigo era la ciudad, nuestros propios cuerpos.
Le cogí una mano y la sostuve en la mía para después apretarla contra mi pecho.
—¿Quién eres, Zebra? ¿Y por qué quieres ayudarme en realidad?
—Creía que ya habíamos pasado por esto.
—Lo sé, pero… —Mi voz no parecía muy convencida—. Siguen detrás de mí, ¿verdad? La caza no habrá acabado solo porque me llevaras a la Canopia.
—Estarás a salvo mientras te quedes aquí. Mis habitaciones tienen blindaje electrónico, así que no podrán localizar tu implante. Además, la Canopia está fuera de los límites del Juego. Los jugadores no quieren llamar demasiado la atención.
—Así que tendré que quedarme aquí el resto de mi vida.
—No, Tanner. Solo un par de días más y estarás a salvo. —Apartó la mano y la usó para acariciarme la sien hasta encontrar el bulto del implante—. Lo que Waverly te puso en la cabeza está preparado para dejar de transmitir al cabo de cincuenta y dos horas. Prefieren jugar así.
—¿Cincuenta y dos horas? ¿Una de las pequeñas reglas que mencionó Waverly?
Zebra asintió.
—Experimentaron con diversas duraciones, claro.
Era demasiado tiempo. La pista de Reivich ya estaba lo bastante fría, pero si esperaba dos días más no tendría ninguna oportunidad.
—¿Por qué juegan? —me pregunté si su respuesta coincidiría con la de Juan, el chico del rickshaw.
—Están aburridos —contestó Zebra—. Aquí muchos somos postmortales. Incluso después de la plaga, la muerte no es más que una preocupación remota para la mayoría. Quizá no tan remota como hace siete años, pero sigue sin ser la fuerza motriz que animaría a un mortal como tú. Esa voz pequeña y casi silenciosa que te empuja a hacer algo hoy porque mañana podría ser demasiado tarde… la mayoría no la sentimos. Durante doscientos años, la sociedad de Yellowstone casi no ha cambiado. ¿Por qué crear una obra de arte mañana cuando puedes planear una mucho mejor para dentro de cincuenta años?