Apoyó la nuca en la pared de roca y cerró los ojos llamando una vez más en su auxilio al sereno rostro de Ingrid, rogándole que acudiera a liberarle del mal sueño en que parecía haberse transformado su vida y devolviéndole a los hermosos paisajes de su isla y a las inolvidables horas que pasaron en ellos.
Concluido su dantesco banquete y dejando sobre la arena tan sólo dos cabezas y algunos sucios despojos, los caribes se pusieron lentamente en pie, lanzaron una última mirada al gomero como calculando las posibilidades que tendrían de atraparle, y recogiendo el cadáver de su compañero se alejaron playa adelante hacia el punto de la espesura del que tan inesperadamente habían surgido.
Sin saber muy bien por qué
Cienfuegos
los contó.
Eran veintitrés.
Cuando a los pocos minutos reaparecieron, cargaban una inmensa canoa, labrada a fuego sobre un gigantesco tronco oscuro, y lanzándola al agua treparon a ella y comenzaron a bogar hacia el acantilado para observarle atentamente a no más de doscientos metros de distancia.
Los contó de nuevo.
Eran dieciocho.
En aquel momento no tuvo tiempo de agradecerle a «maese» Juan de la Cosa sus enseñanzas, ya que tan sólo acertó a comprender que cinco caníbales se habían ocultado en la espesura y probablemente en aquellos momentos corrían por la selva rumbo a la cima del acantilado con la intención de cortarle la retirada atrapándole en mitad de la vertical pared de roca.
Calculó la altura, el tiempo que tardaría en llegar arriba, y las posibilidades que tenía de escapar antes de que le cerraran el paso.
Eran mínimas.
Por lo menos sesenta metros de difícil escalada le aguardaban antes de poner pie en terreno libre, y allí, en mitad de la selva que coronaba la agreste costa, sus probabilidades de eludir a sus perseguidores se le antojaron nulas.
La sola idea de abrirse paso dificultosamente entre la espesa maleza, consciente de que en cualquier momento una de aquellas demoníacas criaturas podía saltarle encima destrozándole el cráneo de un solo golpe de maza, devolvió el incontrolable temblor a sus rodillas, y tras meditar unos minutos esforzándose por mantener la claridad de sus ideas, llegó a la conclusión de que estaba más seguro colgando sobre el abismo que en tierra firme.
Consiguió sobreponerse.
La innegable evidencia de que se encontraba solo en este mundo y su supervivencia dependía únicamente de la calma que fuera capaz de demostrar o de su capacidad de reacción ante el peligro, obraron el milagro de despejar su mente, serenar su ánimo y concederle un aplomo que se convertiría a partir de aquel instante en una de las principales y más valiosas virtudes de su carácter.
Fue aquella misma tarde cuando realmente el canario
Cienfuegos
se transformó en un auténtico hombre.
Respiró a pleno pulmón, comprobó que los tripulantes de la piragua parecían dispuestos a aguardar a que cayera mansamente en sus manos, y tras calcular cuánto tiempo le quedaba de luz, comenzó a moverse muy despacio buscando en la pared de roca un lugar en el que defenderse.
Quince minutos más tarde abrigó la absoluta certeza de que sus enemigos se encontraban ya sobre su cabeza, y rogó para que el sol que comenzaba a aproximarse a la línea del horizonte acelerase su carrera hacia el ocaso.
Una piedra rebotó muy cerca de su mano. Alzó el rostro y pudo verlo, intentando divisarle a su vez, unos cuarenta metros más arriba, y por la expresión de su rostro comprendió que al salvaje no le gustaban las alturas y jamás se decidiría a bajar a atraparle.
Sobre la pared de roca no temía a nadie.
Continuó su marcha, siempre hacia la derecha, buscando la protección de un repecho que impedía que pudieran alcanzarle nuevas piedras, y aunque cruzó ante una estrecha cueva de boca casi invisible, siguió de largo y se detuvo en el punto que había elegido de antemano, a la vista de los tripulantes de la canoa, pero protegido de los de arriba, a cuatro o cinco metros de un nido de gaviotas que graznaron furiosas.
El sol rozó la línea del horizonte.
Desde el mar los salvajes hacían gestos a sus compañeros indicándoles el punto en que se encontraba, pero las primeras sombras se adueñaron del mundo y sus perseguidores continuaban sin decidirse a descender.
Un zambo emplumado, de pantorrillas aún más deformes que las de sus compañeros y que parecía comandar la partida, gritó una seca orden desde proa.
Pasaron los minutos.
La noche, la verdadera noche con sus tinieblas protectoras aún no acababa de llegar. El tiempo se hacía infinito.
De pronto un cuerpo humano se precipitó pesadamente al vacío, pasó a no más de diez metros de
Cienfuegos
para ir a estrellarse contra el agua, que se lo tragó en el acto como si llevara mil años esperándole, y el pelirrojo comprendió que por aquel día el peligro había pasado.
Aún aguardó hasta que no pudo distinguir sus propias manos, y luego, muy despacio, tanteando cada punto de apoyo volvió sobre sus pasos y se introdujo en la diminuta cueva de la que inmediatamente escaparon media docena de asustadas gaviotas.
Apartó con cuidado algunos huevos procurando no romperlos, se acurrucó como lo hubiera hecho en el vientre de su madre, cerró los ojos y se quedó dormido.
Tan sólo la luna vino a verle.
Era grande, redonda, luminosa y fría.
Se arrastró muy despacio, asomando apenas el rostro y atisbó hacia abajo para descubrir la sombra de la embarcación, que continuaba en el mismo punto, mecida apenas por un mar de plata que hubiera sido hermoso en cualquier otra circunstancia.
Permaneció largo rato allí, a solas con su miedo, odiando a todas y cada una de aquellas confusas siluetas cuyos estómagos digerían en aquellos momentos los cuerpos de sus dos compañeros, y preguntándose por qué era tan caprichoso un destino que parecía haberse empeñado en zarandearle, jugueteando con él como el viento jugaba con aquellas diminutas semillas de plumas blancas que en verano corrían de un lado a otro cubriendo de falsa nieve los bosques de su isla.
El no había aspirado nunca a ser más que un humilde cabrero solitario sin mayor ambición que ver pasar los días iguales a sí mismos disfrutando en silencio de riscos y montañas, pero en alguna parte del universo alguien se empeñaba en empujarle con el dedo al igual que él empujara en su día a los escarabajos peloteros, obligándole a moverse hacia donde no deseaba y sometiéndole a mil pruebas absurdas en un estúpido afán por poner una y otra vez en entredicho su entereza.
Se sentía como un pez que hubiera mordido imprudentemente el portentoso cebo del cuerpo de su amada, para verse ahora en la necesidad de luchar ciegamente contra el fuerte sedal que pugnaba por arrancarle de su tranquila cueva, obligándole a combatir en mar abierto, allí donde su ignorancia le impedía defenderse.
Amaneció muy pronto.
Cabría pensar que aquel caprichoso destino tenía prisa por someterle a otro largo día de martirio, y observó cómo el alba escogía lentamente los colores con que dibujar una vez más el agreste paisaje, sin olvidar señalar el negro trazo de la infernal piragua que se mantenía pacientemente anclada frente a la costa.
No tuvo miedo porque la muerte no se le antojaba ya temible, siempre que no llegara de la mano de aquella pandilla de salvajes, porque lo que en verdad le aterrorizaba era tener el mismo fin que habían tenido sus amigos. Había llegado a la conclusión de que ningún caníbal se atrevería nunca a bajar en su busca, y si de algo estaba seguro, era de que prefería morir allí encerrado que arriesgarse a caer en manos de sus perseguidores.
Era ya por lo tanto una cuestión de paciencia.
Y el concepto de paciencia se encontraba por lógica directamente ligado a la vida de un pastor de La Gomera.
Se bebió dos huevos de gaviota y se sentó a esperar.
El sol comenzó a ganar altura en el horizonte y a calentar la tierra.
Y el mar.
A bordo de la embarcación los caribes sudaban con la vista clavada en la pared de roca, tratando de averiguar el punto en que se ocultaba su enemigo, pero desde donde se encontraban resultaba imposible distinguir la minúscula entrada de la gruta.
También ellos daban muestras de paciencia.
Fue un largo día.
Cienfuegos
dormitaba a ratos. Sus enemigos se turnaban en la vigilancia.
El sol comenzó a mostrarse implacable, pero no fue el sol, sino un fresco viento del Este, que comenzó a soplar a media tarde, el que acudió en ayuda del isleño agitando un mar que había permanecido inmóvil hasta ese instante y que se fue volviendo más y más incómodo para los que aguardaban a medida que las espumeantes olas ganaban altura para chocar cada vez con más fuerza contra el muro de piedra y regresar cabrilleando en busca de la piragua.
La bestia de proa, agitó por fin su pesada maza, dio un grito gutural que sonó a orden inapelable, y los remeros se pusieron en movimiento poniendo rumbo a la playa.
Cienfuegos
ni se movió siquiera pese a que su corazón parecía querer estallar de alegría.
Media hora después cuatro caníbales surgieron de entre los cocoteros, treparon a bordo, y la embarcación puso proa a mar abierto para trazar una ancha curva y continuar hacia el Oeste a poco más de dos millas de la costa.
El canario llegó a la conclusión de que, si mantenían aquel rumbo, pronto o tarde se encontrarían frente al desprevenido «Fuerte de la Natividad».
Alcanzó la cima del acantilado cuando la embarcación no era más que un punto en la distancia, e inició un trote rítmico y sostenido que sabía por experiencia que conseguiría resistir durante horas, buscando cortar camino atravesando las montañas, consciente de que manteniendo siempre el mar a su derecha acabaría por alcanzar el «fuerte» y la bahía.
Durmió únicamente durante las primeras horas de la noche, a la espera de la ancha luna que iluminaba fantasmagóricamente el desconocido paisaje, limitándose a aplacar la sed en los continuos riachuelos que se cruzaban en su camino y sin perder tiempo en comer porque con el estómago vacío corría más a gusto.
Dosificó sus fuerzas.
Su primera intención fue lanzarse a una carrera desenfrenada, impulsado en gran parte por el miedo y el odio, pero tomó conciencia de la magnitud de la distancia que le separaba de su destino y se impuso un rígido ritmo de zancada, con cortos descansos de no más de diez minutos cada hora.
Tenía catorce años, sus piernas parecían de acero y su corazón latía como una auténtica máquina perfectamente engrasada.
Al amanecer distinguió el mar desde la cima de una alta montaña, y cuando se lanzó ladera abajo podría creerse que le habían crecido alas o le habían dotado de resortes que le permitían brincar cuando apenas había rozado el suelo con los pies.
A media mañana desembocó de improviso en mitad de una aldea que se alzaba en el ancho recodo de un riachuelo, y cuyos atónitos habitantes le observaron como si en verdad fuera un extraterrestre caído de los cielos.
Señaló con el brazo aguas abajo.
—¡Caribes! —gritó—. ¡Caribes! ¡Vienen los caníbales!
Se apoderó de tres mangos del montón que se apilaba bajo un burdo techado, y reemprendió la marcha como una auténtica aparición de otra galaxia mientras los aterrorizados indígenas gritaban desaforadamente, las mujeres tomaban en brazos a sus hijos, y todos juntos se esfumaban en un santiamén internándose en la espesura en dirección a las montañas.
Esa noche, minutos antes de quedarse al fin dormido, el canario no pudo menos que sonreír al imaginar lo que estarían comentando en aquellos momentos unos desconcertados haitianos que de improviso veían irrumpir en su poblado a un hombre perteneciente a una raza de la que probablemente jamás habían tenido la más mínima noticia, para avisarles de la proximidad del peor de los peligros existentes y perderse de nuevo colina arriba como si se tratara de una absurda pesadilla.
Su recuerdo perduraría sin duda en los anales de la tribu, marcando un hito en su historia, que se dividiría a partir de aquel momento en «Antes de la aparición del Angel Vestido» y «Después de la aparición del Angel Vestido».
Durmió tres horas, y como si un reloj interior le marcara los tiempos, apenas la luna asomó su lívido rostro sobre las copas de los más altos árboles, abrió los ojos, se puso en pie de un salto y reanudó la marcha tan fresco y animoso como si llevara toda una semana descansando.
Con el sol cayendo vertical sobre su cabeza, atravesó jadeante la ancha puerta del «fuerte» y se derrumbó junto al que fuera en su tiempo palo mayor de la
Marigalante
.
—¡Caníbales! —susurró a quienes acudían a agolparse en torno suyo—. ¡Vienen los caribes!
Y necesitó por lo menos diez minutos para recuperar el aliento, permitir que le llevaran en volandas hasta la mayor de las cabañas y contar a grandes rasgos el desastroso final de su aventura.
—¡Dios misericordioso! —acertó a musitar al fin Don Diego de Arana—. ¡Pobres criaturas! —Se volvió a Pedro Gutiérrez—. Reparta las armas y apreste las bombardas —ordenó—. Que tres vigías se suban a los árboles. ¡Y avisa a Guacaraní!
Frente a la evidencia del peligro los españoles parecieron comprender que resultaba imprescindible aceptar un liderazgo por discutible que éste fuese, se olvidaron momentáneamente las rencillas, y hasta el último hombre empuñó las armas, dispuestos a vengar con sangre el espantoso suplicio de sus dos compañeros.
Por su parte, y apenas tuvieron conocimiento de que una partida de caribes rondaba por las proximidades, los nativos optaron por la expeditiva solución de poner tierra por medio huyendo montaña arriba, con la única y honrosa excepción de Sinalinga que acudió de inmediato junto a
Cienfuegos
dispuesta a consolarle, aunque lo único que el canario necesitaba en aquellos momentos era descanso.
Cayó la noche, las tinieblas contribuyeron a aumentar la inquietud de unos hombres a los que el relato del atroz destino de Dámaso Alcalde y Mesías
el Negro
había espantado, y resultó por tanto lógico que nadie fuera capaz de pegar un ojo o permitirse una simple cabezada, abrazados a sus armas y con los sentidos atentos a la más mínima señal de peligro.
Morir, era una cosa; acabar devorado otra muy distinta, y pocas veces se debió agradecer tanto la aparición del sol en el horizonte como la agradecieron aquella tranquila y luminosa mañana de mediados de junio un puñado de españoles abandonados en una lejana tierra desconocida de allende el océano.