Nos dicen «quédate aquí», y nos quedamos; «haz esto» y lo hacemos; «no toques aquello», y no lo tocamos. —Se puso en pie de un brusco salto y propinó un violento puntapié al taburete en que había estado sentado—. ¡Nos utilizan! —añadió—. Hundieron a propósito la
Marigalante
, nos abandonaron en una tierra desconocida a merced de los salvajes, y lo único que hemos hecho es bailar al son que nos marca un imbécil.
—Es el gobernador.
—Un mierda es lo que es. Su único mérito estriba en ser primo segundo de un putón, y vosotros agacháis las orejas cada vez que alza la voz. ¡Hombres! ¡Gallinas es lo que sois! —Extendió las manos en un ademán que era a la vez de súplica y de invitación a reaccionar—. ¿Es que no os dais cuenta? Está tan asustado que se encierra en el «fuerte» como una tortuga en su caparazón, y los salvajes cada día nos tienen menos respeto. Eramos los amos y pronto nos convertiremos en sus esclavos.
—En eso tienes razón —admitió el granadino Vargas cuya pierna de madera recordaba a todos el incidente de las «niguas»—. Al principio nos adoraban, luego nos temían, más tarde nos odiaban, y ahora nos desprecian. Si las cosas continúan así, cualquier día nos pasan a cuchillo.
—No tienen cojones —dijo alguien.
—Ellos tal vez no —admitió el rijoso timonel asturiano alzando el taburete y tomando asiento nuevamente—. Pero me consta que han mantenido reuniones con los enviados de ese tal Canoabó, que sí es muy peligroso. No me extrañaría que estén dispuestos a aliarse con él para quitarnos de en medio.
—Yo también he visto a los hombres de Canoabó —admitió Lucas
Lo-malo
—. Siempre andan cuchicheando con el marido de Zimalagoa, y son gente bronca, con cara de pocos amigos.
Se hizo un largo silencio durante el que la mayor parte de los reunidos en la minúscula choza pareció reflexionar sobre la razón de los argumentos que exponía el malencarado
Caragato
, y el peligro que corrían sus vidas, si, tal como resultaba evidente, su comprometida posición continuaba debilitándose.
Ya no eran los semidioses de largas barbas que habían hecho su aparición a bordo de grandes «casas flotantes» nunca vistas, señores del rayo y de la muerte, dueños de mil objetos portentosos y domadores del fuego que surgía entre sus manos como por arte de magia, sino tan sólo unos pobres vagabundos lascivos y mendicantes que temían a las arañas y serpientes, saltaban ante el rugido del jaguar en la espesura y se sentían incapaces de adentrarse en la jungla.
Eran simples hombres; distintos y en cierto modo más débiles, pero sobre todo hombres molestos y voraces que no sabían respetar las más mínimas reglas de la convivencia en comunidad.
—Están hartos de nosotros —insistió el asturiano remachando lo que todos sabían—. Nos han perdido el respeto y Don Diego tiene la culpa.
—La rebelión está penada con la horca —le recordó un gaviero de Moguer; pariente lejano del malogrado Dámaso Alcalde—. Y morir en la horca es denigrante.
—¿Más que morir para ser devorado? Todo lo que no sea morir de viejo en tu cama se me antoja denigrante, y podéis jurar que ninguno de nosotros conseguirá acabar de esa manera a menos que nos decidamos a aferrar al destino con nuestras propias manos. ¿Qué dices tú,
Barbecho
?
El así llamado, un hombretón cejijunto, brutal y mustio que raramente abría la boca, optó por encogerse de hombros y mascullar casi ininteligiblemente:
—Por mí, vale.
—¿Vargas?
El granadino se rascó pensativo la pierna de madera como si aún fuera auténtica, y por último señaló:
—Si hay que matar al gobernador, hay qué acabar también con ese cerdo del
Guti
. Son tal para cual.
—De acuerdo.
El gaviero de Moguer observó con detenimiento al de Santoña, y acabó por sacudir la cabeza con un gesto que parecía denotar su incredulidad:
—Estás hablando de vidas humanas como si se tratara de cortarle el cuello a unos pollos. ¿En qué diablos pretendes convertirnos,
Caragato
?
—Nada más que en lo que somos: una partida de desgraciados que han sido traicionados por aquellos en quienes depositaron su confianza. Dos murieron, a otros dos se los comieron, a uno le cortaron una pierna, y por lo menos diez tienen las fiebres o se cagan patas abajo. ¿Hasta cuándo vamos a seguir así? O tomamos una decisión, o muy pronto todo estará perdido.
—O tomamos una decisión, o muy pronto todo estará perdido.
Su Excelencia el gobernador Don Diego de Arana sirvió media copa de la última botella de aguardiente que le quedaba, y se humedeció apenas los labios haciendo caso omiso a la envidiosa mirada del repostero real, antes de replicar:
—No exagere, Don Pedro. Admito que algunos hombres se encuentran soliviantados, pero de ahí a que se planteen seriamente discutir mi autoridad, media un abismo. Recuerde que represento a la Corona, y el poder de la Corona proviene directamente de Dios.
—Dios no viaja con nosotros, Excelencia —sentenció muy seriamente Gutiérrez—. Le recuerdo que el almirante se negó en redondo a que tan siquiera un sacerdote le representase.
—Dios no necesita que le estén representando a todas horas —fue la resabiada respuesta—. Se limita a hacer acto de presencia allí donde tiene que estar.
—Pues nos vendría muy bien que en esta ocasión se dignara hacer acto de presencia lo más pronto posible.
—Está aquí. Y está conmigo porque yo sí que represento en estos momentos a los Reyes. —El gobernador paladeó de nuevo su aguardiente, avaro de perder aquel único placer que le unía a la lejana patria, y con una ampulosa entonación que pretendía ser paternal, y resultaba en realidad engolada y falsa, añadió—: Seamos magnánimos con quienes están pasando un mal momento, y comprensivos con sus miedos y debilidades. Quizá cometimos errores en un principio, pero siempre se ha dicho que rectificar es de sabios. Hablaré con los descontentos.
—Los descontentos no quieren palabras. Quieren siervos y tierras.
—¿Y cómo pretenden que les conceda algo de lo que no dispongo? —se impacientó Don Diego—. Aún ignoramos qué clase de trato desean los Reyes que se les otorgue a estos nativos, porque todo dependerá en buena lógica, que se trate de súbditos del Gran Kan o simples salvajes.
—¡Oh, vamos, Excelencia! —se escandalizó el repostero real—. ¿Acaso abrigáis aún alguna duda? Admito que el almirante se empecinara ciegamente en su error, pero nosotros conocemos ya lo suficiente a estas buenas gentes como para estar convencidos de que, como opina ese guanche medio loco: «Antes llegaríamos a Sevilla que a la India o el Cipango.»
—No creas que no lo he pensado —admitió el otro cabizbajo—. He tenido tiempo de meditar en ello y atar cabos, llegando a la conclusión de que tal vez el almirante se equivocó en sus cálculos, pero pese a que personalmente me convenciera de que es así, «oficialmente» nunca podría reconocerlo.
—¿Por qué?
—Porque fue él quien me nombró para el cargo. —Hizo un amplio gesto a su alrededor, como pretendiendo abarcar no sólo la estancia, sino incluso el «fuerte» y sus alrededores—. Todo se basa en el hecho de que Don Cristóbal aseguró que podía encontrar una ruta hacia el Cipango navegando hacia el Oeste. Pero si ese planteamiento resultase falso, todo sería falso. —Hizo una significativa pausa—. Incluso yo.
—Que aún no haya llegado al Cipango no significa que la ruta no sea correcta —le hizo notar Gutiérrez—. Tan sólo que encontró un obstáculo en su camino.
—¿Qué clase de obstáculo y a qué distancia de su verdadero destino?
—Eso aún no lo sabemos.
—Pero en ello radica la clave del problema —puntualizó el gobernador—. Si como imaginamos estas tierras son en verdad inmensas, desconocidas, y carentes de una auténtica autoridad establecida, justo sería que empezáramos a repartirlas y cultivarlas, puesto que habrá suficientes para cuantos lleguen con posterioridad. —Concluyó las últimas gotas de licor que le quedaban y depositó con sumo cuidado la copa sobre la mesa—. Pero si son escasas, estaremos cometiendo una injusticia al concedérselas a quienes no se han hecho en absoluto acreedores de tal privilegio. —Abrió los brazos como mostrando su impotencia— ¿Y quién soy yo para aceptar semejante responsabilidad?
—Tan sólo son poco más de veinte los que piden tierras —puntualizó el otro—. Y aquí hay espacio de sobra. ¡Déselas!
—No es cuestión de espacio, sino de principios. Obedezco órdenes, y mis órdenes son esperar el regreso del almirante.
—¿Y si no vuelve? Y si se ha ahogado o no encuentra medios para organizar otra expedición?
—En ese caso, cuando se haya cumplido un año de su marcha, me replantearé el problema.
—Ellos no esperarán.
—¿Y qué es lo que pretendes que haga en ese caso?
—Matar al
Caragato
.
Sinalinga tomó con delicadeza la mano de
Cienfuegos
y se la colocó dulcemente sobre el vientre al tiempo que le miraba a los ojos y sonreía.
Tumbados sobre una hamaca en la que ya se había acostumbrado a hacer el amor sin dar con sus huesos en tierra, el pelirrojo no pareció caer en la cuenta de lo que pretendía decirle, hasta que la pequeña nativa le obligó á presionar con fuerza mientras arrugaba la nariz graciosamente.
El español dio un brusco salto para quedar espatarrado en el suelo y alzar atónito la vista hacia ella.
—¡No jodas! —exclamó—. ¿No estarás pretendiendo darme a entender que vas a tener un hijo?
Ella se limitó a asentir en silencio, y por su expresión el gomero llegó a la conclusión de que se sentía profundamente feliz y orgullosa ante semejante acontecimiento.
—¡Pues sí que estamos buenos! —masculló poniéndose lentamente en pie—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Esperar.
Cuando esa misma tarde el canario penetró meditabundo en la choza de «maese» Benito de Toledo, éste no pudo por menos que advertir la sombría expresión de su rostro, lo que le obligó a inquirir burlonamente:
—¿Qué mosca te ha picado?
—Voy a ser padre.
El otro lanzó un leve silbido:
—Méritos has hecho para conseguirlo. ¿No te alegra?
—Sí y no —fue la sincera respuesta—. Creo que aún no estoy preparado para ser padre, y siempre imaginé que tan sólo podría tener hijos con Ingrid.
—En ese caso haberte reservado para Ingrid. —El toledano dejó a un lado la ballesta que estaba reparando, y se acomodó frente a él—. ¡Alegra esa cara! —pidió—. Ten presente que ese niño será el primer miembro de una nueva raza: el resultado de la unión de dos pueblos, y eso, a mi modo de ver, es muy hermoso.
—Ya he pensado en ello, pero estoy convencido de que si nace jamás volveré a ver a Ingrid.
—¿Por qué?
—Porque yo sé lo que significa ser bastardo y crecer con la seguridad de que tu padre no quiere saber nada de ti. El era un «godo» noble y mi madre una guanche casi tan salvaje como Sinalinga. No quiero que mi hijo pase por lo que yo pasé. Si nace quiero estar a su lado, y eso significará que me quedaré aquí con él.
—Puedes llevártelo —le hizo notar el otro—. Si en verdad te quiere no creo que tu vizcondesa se escandalizase por eso.
—¿Apartándolo de su madre y de su mundo? —se asombró el isleño—. ¿Con qué derecho? ¿Imaginas la cara que pondría la gente si aparezco con un niño semisalvaje de la mano? Lo mirarían como a un monstruo de feria, y tampoco quiero eso para mi hijo.
«Maese» Benito reflexionó largo rato, y por último le colocó la mano sobre el antebrazo con gesto de profundo afecto:
—Eres un tipo extraño —admitió—. A veces el más animal que conozco, y a veces también el más sensible, pero lo cierto es que, pese a tu tamaño, aún eres un niño, y no me parece justo que quemes tu vida por una criatura que nunca deseaste. —Hizo un significativo gesto hacia el poblado indígena que se distinguía al otro lado de la bahía—. «Ellos» son distintos, viven en comunidad, los niños pertenecen casi más a la tribu que a sus padres y mi impresión es que tu hijo estará mucho mejor si le dejas vivir su vida que si te ocupas demasiado de él.
—¿Y cómo podré estar seguro? Aquí, los miembros de una tribu desprecian a los de tribus vecinas, y Sinalinga me ha contado que los caníbales tan sólo se casan entre sí, porque únicamente respetan a los de sangre caribe.
Son capaces incluso de comerse a los hijos que han tenido con sus prisioneras, a los que castran y engordan como cerdos. ¿Qué destino le espera a mi hijo con gente tan racista si por casualidad nace pelirrojo o con los ojos claros?
—El mismo que le aguarda en España si se parece a su madre. O si fuera judío, musulmán o negro. Lo que no puedes es pretender aislarle del resto del mundo: en algún lugar tendrá que vivir, y éste será siempre el mejor para él. ¡Créeme! —insistió—. Déjalo donde Dios lo puso. El sabe mejor que nadie lo que hace.
Un atardecer, Lucas
Lo-malo
sorprendió al grasiento Simón Aguirre, el cocinero, haciendo el amor con Zimaloaga, y casi sin mediar palabra le partió el corazón de un navajazo.
A los desesperados gritos de la muchacha acudieron tanto nativos como españoles, que se encontraron al asesino sentado ante el cadáver de su víctima mascullando una y otra vez como un poseso:
—¡Te lo advertí! ¡Te lo advertí! ¡Te lo advertí…!
Su Excelencia el gobernador Diego de Arana, que tan prudente se había vuelto en los últimos tiempos en todo cuanto afectase a su relación con los miembros de la colonia, especialmente aquellos que se encontraban de alguna forma ligados al peligroso
Caragato
, no pudo en esta ocasión hacer la vista gorda, viéndose en la desagradable obligación de ordenar la ejecución del artillero, que tras una larga noche en que le fue permitido ponerse a bien con Dios, fue ahorcado del viejo palo mayor de la
Marigalante
.
Pese a la orden expresa de que todos los españoles debían asistir al acto, al igual que una nutrida representación de los jefes nativos, quedó bien patente que ni el timonel de Santoña ni la mayor parte de sus seguidores se dignaron obedecer, y tras aguardar a que el sol hiciera su tímida aparición sobre las copas de los árboles, Pedro Gutiérrez dio una patada al taburete sobre el que habían subido al desgraciado artillero, que a los pocos instantes se balanceaba trágicamente a medio metro del suelo.
Luego, entre tres gavieros tiraron de la soga para dejarlo bien a la vista a la altura de la cruceta: