—¿Y de dónde sacaríamos el oro?
—De donde lo haya. —Aspiró de nuevo el humo regodeándose en el placer que significaba mantenerlo en la boca, caliente y oloroso, y tras lanzarlo al aire con un estudiado gesto en el que no podía evitar entrecerrar levemente los ojos, añadió—: Me juego la cabeza a que muy pronto miles de muertos de hambre vendrán a apoderarse de todo cuanto existe bajo la capa de estos cielos sin importarle un pimiento que pueda pertenecer a los haitianos, el Gran Kan, o a los mismísimos Reyes. Será una «rifatiña».
—Nada se mueve sin el permiso de los Reyes —puntualizó Dámaso Alcalde.
—En España… —replicó serenamente el gomero—. Pero ese océano es muy ancho y muy profundo. —Se puso en pie de un salto y lanzó al agua lo poco que quedaba de su cigarro—. Aunque al fin y al cabo… —añadió—. Nada de eso me preocupa: esto es muy bonito, pero a mí lo único que me importa es llegar a Sevilla. ¿Nos vamos?
Embarcaron de nuevo y de tanto en tanto cruzaban frente a un grupo de chozas o una solitaria cabaña alzada sobre pilotes junto a las mismas aguas, mientras familias de desnudos nativos salían a contemplarles, incapaces de reaccionar ante la extraña aparición de unos sorprendentes hombres de piel clara, coloridos ropajes y ojos de cielo que se limitaban a agitar la mano mientras su inestable embarcación navegaba río abajo, para perderse en la próxima curva como un mal sueño que jamás hubiera existido realmente.
En cierta ocasión, y a la vuelta de uno de esos recodos se toparon de frente con una frágil canoa tripulada por dos chicuelos que al verlos venir dieron un grito de horror y se lanzaron de cabeza al agua nadando velozmente hasta la orilla, para desaparecer entre los árboles como si el mismísimo demonio les pisase los talones, pero aparte de ellos, jamás advirtieron un gesto hostil ni escucharon una simple palabra de amenaza, y les llamó poderosamente la atención el hecho de que nadie exhibiese nunca ningún tipo de arma.
—¡Buena gente! —sentenció
el Negro
—. Si me obligaran a jurar, diría que aquí mismo debió estar el Paraíso.
La tierra continuaba mostrándose fértil, alternando las colinas y algunas cadenas de montañas con anchos valles cultivados y extensas planicies, y muy a lo lejos, hacia el Sur, se distinguía casi siempre la confusa silueta de aquel macizo picacho que debía superar los tres mil metros. Los colibríes surcaban el aire como flechas multicolores y las garzas de largo pico recto, blanco pecho y dorso oscuro se extendían a ambas orillas y sobre las copas de los árboles como regimientos de disciplinados granaderos que rindieran honores al paso de un cortejo.
Más tarde hicieron su aparición los primeros pelícanos anunciando con su pesado vuelo la cercanía del mar, y al poco desembocaron en un tranquilo estuario que se abría a uno y otro lado en arenas muy blancas, largas filas de altísimos cocoteros y al final de la ancha bahía un alto acantilado que caía verticalmente sobre un agua azul y profunda que se perdía de vista en el horizonte.
—Este es el sitio —señaló el gomero fascinado—.
Cuesta creerlo, pero es tal como lo describió el gobernador, con el puerto, el río e inmensas tierras fértiles apenas habitadas… ¿Qué os parece?
—¡Santo Cielo!
La exclamación, de Mesías
el Negro
, no se debía, como cabría imaginar, al entusiasmo que le producía el hallazgo de un enclave tan idóneo, sino al hecho de que acababa de descubrir a una veintena de indígenas que surgiendo de la espesura a poco más de doscientos metros de distancia, corrían silenciosamente hacia ellos blandiendo pesadas mazas y rudimentarias hachas de piedra.
Eran de baja estatura, fornidos y rechonchos, más oscuros de piel que la mayoría de los nativos que habían encontrado hasta el presente, con largas melenas que se agitaban al viento, negros dibujos geométricos que les cubrían de los pies a la cabeza y deformes piernas de anchísimas pantorrillas que les conferían un inconfundible y amenazante aspecto.
—¡Caribes! —musitó horrorizado
Cienfuegos
—. ¡Dios nos asista, mirad esas piernas! ¡Son caníbales!
Desenvainó la espada sin abandonar por ello su inseparable pértiga, pero al instante advirtió que sus dos compañeros habían comenzado a correr desprendiéndose de cuanto les estorbaba, y comprendiendo de inmediato que ninguna posibilidad de defensa le quedaba frente a la numerosa partida de salvajes que se le echaba encima, dio media vuelta y se lanzó en pos de los dos andaluces que habían ganado ya más de cuarenta metros de ventaja.
Tanto Mesías
el Negro
como Dámaso Alcalde eran hombres de mar, ágiles y fuertes, pero poco acostumbrados a correr, dados los estrechos límites de una cubierta, mientras que por su parte el isleño, que era además más joven, había pasado la mayor parte de su vida persiguiendo cabras, por lo que no tardó en darles alcance haciendo desesperados gestos para que acelerasen la marcha señalando hacia el extremo de la playa:
—¡Al acantilado! —gritó—. Al acantilado. ¡Rápido!
Los caribes ganaban terreno.
El pánico ponía alas en los pies de los aterrorizados muchachos, pero aquella pandilla de auténticas bestias parecían contar con una resistencia de caballo, ya que ni siquiera la pesadez de la arena hacía mella en ellos, que continuaban aproximándose metro a metro sin que se escuchara más que el acelerado golpear de sus pasos y el jadear de sus entrecortadas respiraciones.
—¡Vamos! —aullaba una y otra vez
Cienfuegos
—. ¡Por el amor de Dios, más aprisa. más aprisa.
Dámaso Alcalde fue el primero en desfallecer, comenzó a toser y sollozar dando alaridos y con un traspiés cayó de bruces echándose a llorar presa de un ataque de nervios incapaz de dar un solo paso pese a que
Cienfuegos
se esforzó por obligarle a alzarse:
—¡No te pares! —le suplicó—: ¡Arriba! ¡Arriba!
El otro alzó el rostro cubierto de lágrimas y arena y le miró con los ojos desorbitados.
—¡No puedo! —susurró apenas—. ¡No puedo! ¡Santísima Virgen del Rocío, ayúdame! ¡Ayúdame!
Era como si le hubieran cortado las piernas o quebrado el espinazo, concluyendo por abalanzarse sobre la arena como si escondiendo en ella el rostro pudiera impedir que le atraparan.
El primer caribe se encontraba ya tan cerca y su aspecto era tan feroz; que el gomero comprendió que nada más podía hacer por su amigo, y dando media vuelta reanudó su veloz carrera en pos de Mesías
el Negro
cuyas fuerzas comenzaban a flaquear también visiblemente.
Poco más de cuatrocientos metros les separaban aún del acantilado, pero sus perseguidores se encontraban ya tan cerca que percibían, perfectamente sus sordos gruñidos, como de furiosos jabalíes lanzados al ataque.
Cienfuegos
volvió un instante el rostro, advirtió cómo un grupo de caníbales se lanzaba sobre Dámaso Alcalde golpeándole sañudamente con sus hachas y mazas, y decidió no preocuparse más que de intentar salvar su propia vida, desentendiéndose por completo de Mesías que daba continuos bandazos a punto ya de caer fulminado.
Una especie de corta lanza de afiladísima punta cruzó sobre sus cabezas y fue a caer a pocos metros.
El gomero apretó los dientes, aferró con más fuerza su fiel garrocha y aceleró el ritmo de su carrera hasta el punto de que en cuestión de segundos consiguió distanciarse varios pasos de sus perseguidores.
A menos de cincuenta metros de las primeras rocas Mesías
el Negro
lanzó un alarido de desesperación y cayó de rodillas.
Un salvaje que llegaba corriendo le destrozó la cabeza de un brutal mazazo para continuar en pos del pelirrojo en cuyos oídos retumbó, como un trueno, el estallido del cráneo del andaluz al quebrarse como una enorme nuez aplastada por un puño gigante.
Pensó en Ingrid.
Su sonrisa le confirió las fuerzas que le faltaban y el recuerdo de aquel cuerpo inimitable que le aguardaba en algún lugar del mundo le lanzó hacia delante, olvidando por completo que las piernas comenzaban a convertírsele en plomo.
La bestia de las pantorrillas deformes y la maza ensangrentada gruñó a sus espaldas.
Veinte metros les separaban del alto farallón.
Cienfuegos
se fue hacia él directamente, como dispuesto a estrellarse contra la pared de piedra, y de improviso clavó el extremo de la pértiga en la arena y se elevó unos cuatro metros en el aire para ir a caer con matemática precisión sobre un minúsculo saliente de roca quedando inmóvil en inconcebible equilibrio sobre la cabeza del caníbal que se detuvo atónito, incapaz de entender cómo su última víctima se le había escurrido entre las manos.
Nuevos salvajes se le unieron y
Cienfuegos
se apresuró a trepar por el acantilado clavando las uñas en las ranuras y alzándose a pulso metro a metro en un desesperado intento por ponerse a salvo de las lanzas mientras sus perseguidores le imitaban decididos a capturarle a toda costa.
La caza continuó farallón arriba, pero aquél era un terreno en el que el gomero llevaba ventaja.
Cuando a los diez minutos se detuvo para mirar hacia abajo se encontraba ya a más de ochenta metros de altura, y comprobó que tan sólo uno de sus enemigos —aquel que destrozara la cabeza de Mesías
el Negro
— perseveraba en su empeño de capturarle mientras el resto de sus compañeros emprendía el descenso hacia la playa.
Comprendió que se encontraba momentáneamente a salvo, y se sentó a tomar aliento estudiando la progresión del caribe que jadeaba y gruñía enseñándole los amarillos dientes como si con ello pretendiera aterrorizarle aún más de lo que ya lo estaba.
Abajo, en la playa, dos salvajes arrastraban por los pies el ensangrentado cuerpo de Dámaso Alcalde —que aún se debatía chillando como un cerdo a punto de ser degollado— para aproximarlo al de Mesías
el Negro
que había corrido mejor suerte, ya que había quedado de rodillas, reventada la bóveda craneal por el feroz mazazo y con los sesos al aire.
El caníbal continuó trepando fatigosamente hasta que de improvisto perdió el equilibrio y a punto estuvo de precipitarse al vacío, lo que impidió aferrándose a una arista de roca y tanteando con el pie en busca de un punto de apoyo que le permitiera elevarse nuevamente.
Cienfuegos
le miró.
Observó luego cómo el resto de los caribes se arremolinaban en torno a los cuerpos de sus desgraciados amigos destrozándolos con sus afiladas hachas de piedra, y tomando una súbita decisión, apoyó el extremo de la pértiga en un repecho de no más de un metro de anchura que se encontraba a casi cinco metros bajo él, para dejarse deslizar suavemente con aquella inaudita habilidad que había causado el asombro del capitán León de Luna y lo causaba ahora entre los salvajes que cesaron por un instante en su macabra tarea para alzar el rostro y contemplarle.
Se encontraba a no más de cuatro metros por encima de su perseguidor, que al descubrirle pareció comprender que súbitamente había pasado de cazador a víctima, pese a lo cual su romo cerebro necesitó un tiempo infinitamente largo para reaccionar y adaptarse a la nueva situación.
Muy lentamente, casi regodeándose en lo que hacía,
Cienfuegos
se tumbó cuan largo era sobre el repecho y enfiló cuidadosamente con la aguzada punta de la pértiga el ojo derecho del salvaje que lanzó un rugido de impotencia.
Con un golpe seco, poniendo en él toda la ira y el odio de que era capaz, y que jamás volvería a sentir con tanta intensidad, empujó con fuerza. El globo ocular estalló como un huevo, parte de la masa encefálica brotó de la órbita y con un aullido de dolor y agonía la inmunda bestia pintarrajeada cayó de espaldas precipitándose al vacío para ir a estrellarse con un golpe seco a no más de treinta metros del cadáver del muchacho al que acababa de matar.
Los caribes lanzaron al unísono un ronco grito amenazándole con sus armas, e incluso le arrojaron algunas piedras a sabiendas de que nunca conseguirían alcanzarle, por lo que el gomero se limitó a recostar la espalda contra el muro y permanecer sentado, con los pies colgando sobre el abismo en un esfuerzo por dominar el incontenible temblor de rodillas que acababa de atacarle.
Rompió a llorar.
Lloró como un niño puesto que durante los últimos minutos había padecido todos los sufrimientos y emociones que se sentiría capaz de soportar cualquier ser humano en el transcurso de una larga vida, y al igual que un cable demasiado tenso estalla al fin culebreando y destrozándolo todo a su paso, así sus nervios reventaron azotándole el cuerpo y dejándole desmadejado y roto como una marioneta abandonada.
Durante unos minutos —nunca supo cuántos— permaneció lejos del mundo, inmerso en su dolor, su estupor y su miedo, con la mente en blanco e incapaz de hilvanar un solo pensamiento, consciente de que había sido víctima y testigo de la más espantosa escena que jamás hubiera podido vivir nadie, y convencido de que después de aquello ya nada más le quedaba por ver en este mundo.
Pero se equivocaba.
Se equivocaba y tan sólo tardó unos minutos en advertir su error, puesto que cuando consiguió al fin sorber las lágrimas, detener el temblor de sus rodillas y serenar el enloquecido latir de su corazón, miró hacia abajo y lo que vio a punto estuvo de lograr que por primera vez en catorce años de existencia el vértigo le invadiera y a punto estuviera de precipitarse al abismo.
Allá abajo, a menos de cien metros de distancia y casi a sus mismos pies, la partida de salvajes había tomado asiento en torno a los restos de Dámaso Alcalde y Mesías
el Negro
, a los que habían descuartizado y estaban devorando crudos en una indescriptible y demoníaca orgía en la que parecían complacerse especialmente en permitir que la sangre les escurriera por las fauces, el cuello, los brazos y el pecho.
Comenzó a gritar.
Gritó y gritó desesperadamente, presa de un incontenible ataque de histeria, clamando a Dios para que lanzase sobre aquellas alimañas los rayos de su justa ira, o abriese la tierra y se las tragase enviándoles directamente a los fuegos del infierno.
Alzaron el rostro y le miraron.
No había burla ni odio en sus ojos, sino tan sólo una especie de despectiva indiferencia, o tal vez una vaga promesa de que muy pronto pasaría a formar parte del macabro festín que estaban disfrutando.
El estupor, el asco o la furia dejó paso nuevamente al terror más profundo. Observar cómo aquellos dos infelices chiquillos cargados de ilusiones, que apenas media hora antes hacían divertidos planes sobre su futuro en un mundo paradisíaco habían pasado a convertirse en simples trozos de carne que unas deformes bestias de injusta apariencia humana masticaban con prisas para engullir ruidosamente, a punto estuvo de hacer estallar su mente en mil pedazos, y el canario
Cienfuegos
abrigó siempre la certeza de que si aquella malhadada tarde en Haití no perdió la razón definitivamente, nada de cuanto pudiese ocurrirle en un futuro conseguiría enloquecerle.